VIVΕS
I
HUMANISMO, RENACIMIENTO
EN una conferencia reciente, que pronto andará en prensa, he hablado sobre la figura histórica de Vives. Permítaseme considerar esa labor —lograda o malograda— como un tour de forcé. La razón es ésta: como allí dije, Vives no es un «genio», no es un hombre que haya pensado una idea enorme de las que proyectan sobre el ámbito cultural de su tiempo una súbita iluminación y de manera fulminante hacen pasar a la humanidad de una forma de vida a otra sustancialmente distinta. Esto no lo hizo nadie de 1350 a 1550. Antes de Vives, el último pensador genial fue Nicolás de Cusa —1401-1464—, y lo prematuro de su inspiración restó eficacia decisiva a sus grandes hallazgos. Después de Vives, la primera figura de pensador prócer es Giordano Bruno (1548-1600). Durante ambos siglos el pensamiento avanza, pues, paso a paso, mediante exiguos desplazamientos, más bien colectivos que individuales, es decir, que lo nuevo en cada etapa, más que engendrarse en un hombre, es tonalidad genérica de toda una generación. Al pronto, podrían oponerse a esta apreciación algunos nombres: Leonardo de Vinci, Erasmo, Maquiavelo, Lutero. Y, en efecto, son las figuras individualmente más poderosas de toda esta edad. Se entiende, en el orden de las opiniones y creencias.
Pero si dejamos fuera a Lutero, cuya genialidad es de orden religioso, y dedicamos nuestra atención, aun la más favorable, a las otras tres, no conseguiremos demostrar —cualquiera sea el vigor de sus talentos—, que pusieran nada plenamente en claro. Sí, Leonardo había dicho: Il sole non si muove. Pero ¿y qué? No basta decirlo. Casi un siglo más tarde —en 1543—, Copérnico no se va a contentar con decirlo, sino que comienza a probarlo, y, sin embargo, esa verdad no «estaba aún ahí». Fue preciso todavía esperar cincuenta años —a Kepler, a Galileo. Palparon, iniciaron, sembraron, suscitaron, pero no dejaron instalada a la humanidad en ninguna idea estable y precisa.
Hombre de estudio, exclusivamente intelectual, Vives no ejecutó tampoco ninguna hazaña monumental, como, en sus días, Gonzalo de Córdoba, Colón, Vasco de Gama, Magallanes y Elcano, ni organizó una magnífica fuerza de política religiosa, como San Ignacio de Loyola. En fin, Vives no fue un divino poeta —en verso o en prosa— que en su andar levantase el vuelo del faisán verbal, de la expresión imprevista y maravillosa, vivida, dinámica, que se sostiene en el aire por la magia de la gracia o la precisión. De quien ha hecho cualquiera de esas cosas se puede dibujar la fisonomía con pocas palabras y en mínimo tiempo. Pero Vives es precisamente lo contrario de todo eso y —bajo cierto ángulo— algo más sutil que eso. No significa una protuberancia orográfica que sobresale por encima del nivel propio a su tiempo, sino que él mismo es un nuevo nivel. Por eso es tan difícil de definir en corto espacio si se le quiere definir sin vaguedades, con suficiente precisión. El terremoto, la erupción o la serranía toleran una descripción rápida. Pero no hay modo de decir en un dos por tres qué figura ofrece la elevación geológica de todo un continente.
Por esta razón quisiera agregar, desde esta página, algunas apostillas a la publicación —próxima, espero— de aquel texto. Esto me permitirá decir no pocas cosas que en la conferencia quedaron tácitas o insistir sobre algunas insuficientemente enunciadas. No se olvide que una conferencia, si lo es un poco en serio, consiste en un combate cuerpo a cuerpo con los minutos. Al menos, no envidio a ningún conferenciante para quien su conferencia sea otra cosa.
LA MIRADA HISTÓRICA
Y comienzo por una insistencia.
Para los efectos de la técnica intelectual, esto es, de cómo hay que arreglárselas si se quiere ver bien una realidad, lo más importante que sobre el hombre y todo lo humano hay que decir es que nada en él, absolutamente nada, está exento de cambios; hasta el punto de que si algo en el hombre se presenta con carácter estadizo e inmutable, basta esto para inferir que pertenece a lo que en el hombre no es humano. Si el sistema corporal del hombre es el mismo hoy y hace veinte mil años —cuando los artistas de la cueva de Altamira dibujan sus bisontes—, quiere decirse que el cuerpo no es lo humano en el hombre. Es lo que tiene de antropoide. Su humanidad, en cambio, no posee un ser fijo y dado de una vez para siempre. Por eso ha fracasado tan rotundamente en su estudio del hombre la ciencia natural a través de dos siglos de ensayos. La ciencia natural, sea la física o las ciencias homólogas, buscan, claro está, en el ser humano lo que buscan en los demás seres: su «naturaleza». Ésta es el principio estable de las variaciones, lo que permanece idéntico a través de las mudanzas. En la ciencia contemporánea ese principio invariable en toda realidad física se ha sutilizado hasta reducirse a la «ley». La ley, la ley natural, es lo que permanece y a la vez define las variaciones. El positivismo, que quieras que no, en su destrucción de la vieja y noble idea de la natura que formuló Aristóteles, y tras él los estoicos, no tuvo más remedio que conservar, cuando menos, su espectro: el postulado de la invariabilidad de las leyes de la Naturaleza. Es todo lo que había sobrevivido de ésta.
Ahora bien: resulta que el hombre no tiene naturaleza —nada en él es invariable. En vez de naturaleza, tiene historia, que es lo que no tiene ninguna otra criatura[35]. La historia es el modo de ser propio a una Realidad, cuya sustancia es, precisamente, la variación; por lo tanto, lo contrario de toda sustancia. El hombre es insustancial. ¡Qué le vamos a hacer! En ello estriba su miseria y su esplendor. Al no estar adscrito a una consistencia fija e inmutable —a una «naturaleza»—, está en franquía para ser, por lo menos para intentar ser, lo que quiera. Por eso es el hombre libre y… no por casualidad. Es libre porque, no poseyendo un ser dado y perpetuo, no tiene más remedio que írselo buscando. Y esto —lo que va a ser en todo futuro inmediato o remoto— tiene que elegirlo y decidirlo él mismo. De suerte que es libre el hombre… a la fuerza. No es libre de no ser libre. De otro modo, al dar un paso, se quedaría paralítico, porque nadie le da resuelto en qué dirección va a dar el próximo. El hombre es, con frecuencia sobrada, un asno, pero nunca el de Buridán.
Al no poseer el hombre «naturaleza» y carecer de ser fijo, ni él ni nada en él son cosa quieta. Consiste en pura movilidad y agilidad. Ahora, es y hace tal cosa porque antes fue e hizo tal otra, y para ser y hacer mañana otra tercera. Todo en él, pues, viene de algo y va a algo. Está siempre en viaje, in via, decían los teólogos medievales. Cuando miramos a un hombre o una época, la primera impresión que solemos tener —salvo en horas de melodramática aceleración, como son las de extremas crisis históricas—, es de algo quieto y fijo. Pero es, en parte, una ilusión óptica. Esa forma de vida relativamente quieta, contemplada en su real sentido íntimo, consiste en un venir de otra anterior y en un tender a otra posterior. Sólo la entendemos de verdad si nuestra pupila la acompaña en ese movimiento y camino que es: por tanto, si la mirada histórica evita detenerse sobre el hecho histórico y congelarlo, paralizarlo, petrificarlo, proyectando sobre él su propia inmovilidad. En vez de ello, la pupila del historiador tiene que trotar sin descanso, como el perro que nos acompaña, moviéndose del hecho que se estudia hacia atrás y de él hacia adelante, porque en su venir del antaño y en su ir al futuro es donde manifiesta sus auténticas vísceras, su efectiva realidad, lo que fue ese hecho positivamente para quien lo vivió.
Hasta dónde hacia atrás y hasta dónde hada adelante haya que recurrir para aclarar una situación o un hombre, es cosa que en cada caso habrá que determinar.
En el caso de Vives, la mirada histórica tiene que alargarse en ambas direcciones, superlativamente, con un vastísimo movimiento de péndulo, porque Vives representa exactamente la divisoria en la época —ya de suyo larga, dos siglos— del llamado Renacimiento, que fue un tiempo de lenta, arrastrada crisis, intercalado entre la vida medieval —cristiana y «gótica»— y la vida moderna —naturalista y «barroca». Si se quiere, pues, en serio ver por dentro a Vives, asistir al arcano de su existencia, no hay más remedio que dar una serie de pendulaciones entre Dante (1300), que representa el hombre instalado aún plenamente en el sistema de las creencias medievales —cristianismo y escolasticismo—, y el 1630, cuando Descartes va a instalar de nuevo la humanidad occidental en su nueva y sólida mansión, la «modernidad».
En mi conferencia he evitado expresar una última complicación que, si hablamos con todo rigor, nos presenta el caso Vives. En él comienzan, sin duda, el tono y el color «modernidad», y aparecen no pocos de los rasgos típicos del intelectual «moderno»; ya veremos cuáles. Pero como esa «modernidad» es una paloma que, con un plomo en el ala, ha venido a caer moribunda a nuestros pies, resulta que nosotros nos sentimos fuera, no sólo de la Edad Media, de la que el humanista Vives había salido, sino también de la Moderna, en la que él entraba o que entraba con él. Descubrimos, pues, en la fisonomía vital de Vives los rasgos de lo que para él había muerto —muerto en la forma de «seguir viviendo muerto», que llamamos «pasado»— y también lo que para nosotros acaba de fallecer. No es, pues, nada fácil ser justo con él, y sólo un afán entusiasta, pródigo, de entender por entender, sólo una generosidad radical que nos haga no ahorrar ningún esfuerzo nos sitúa en una óptica adecuada para ver la realidad que este hombre bueno, dulce y limpio, fue.
Frente a su época nos encontramos, por tanto, en esta incómoda actitud: durante el Renacimiento se da un gran paso en el abandono de la concepción teocéntrica y sobrenaturalista que rigió a la Edad Media, que supone la nulificación del hombre. El cristianismo surgió, genialmente, de una época en que los hombres —el mundo antiguo— sintieron su propio y total fracaso. Lo humano es reconocido como un valor negativo: no es nada o es viviente nada. Con sus propios medios va el hombre solo a la derrota y a la desesperación. Sólo puede salvarle un auxilio trascendente. Es maravilloso y conmovedor y ejemplar ver cómo entonces el hombre, náufrago en su íntimo y propio océano de nulidad, se agarra fieramente a la tabla flotante que es Dios.
Pero el Renacimiento significa, precisamente, el comienzo de la reafirmación humana, de la exaltación del hombre y el intramundo, esto es, del mundo éste frente o al lado del otro. Ahora bien: ese hombre y ese mundo que empiezan a ser afirmados son «naturaleza». Se va a descubrir en el hombre un repertorio «natural», una serie de dones y facultades que posee a nativitate, dados y tenidos por él de una vez para siempre. Estas dotes se resumen en la «razón», instrumento que se supone listo y suficiente en todo ser humano, apenas su organismo se desarrolla con normalidad. De aquí que toda forma tradicional, es decir, histórica, de la cultura vaya siendo eliminada. Se prepara «la vuelta a la naturaleza», a la antehistoria, que Rousseau, con su característica irresponsabilidad, consumará. Se inicia la idea de una «religión natural», de una «moral natural», de un «derecho natural» y de una «ciencia natural». El hombre, se supone, está en posesión de un arsenal nativo de medios que le bastan. Se basta a si mismo. Es —se cree otra vez suficiente, y no como al fin del mundo antiguo, indigente. Huelga Dios.
Pero precisamente todo esto es lo que en nuestros días viene a caducidad. Descubrimos ahora que el hombre no tiene esa supuesta «naturaleza», ni por tanto, ese instrumental nativo que sea suficiente, de que y con que pueda vivir. La razón no es una dote. Ni la tiene de suyo el hombre, ni siquiera la tiene todavía. A fuerza de fuerzas, en ensayos milenarios, se ha forjado a sí mismo el hombre un comienzo de racionalidad, pero nada más. Decir del hombre que es racional, es decir algo utópico que a todas horas se da de bruces con la realidad.
Pero más aún. La «naturaleza» misma —no sólo la del hombre— nos aparece hoy como una mera hipótesis. La física actual no permite imaginar esa realidad yacente, segura, acogedora y solemne en que todavía los físicos del siglo XIX creían. La materia se revela ahora como algo también móvil, que tiene casi historia, que tampoco posee un ser fijo. Ni el mundo ni el hombre son: todo está en marcha. Viene de —va hacia— no se sabe aún dónde. Sólo se sabe que es cambio, mudanza, peregrinación. Hay que crear nuevas virtudes en el hombre que le permitan vivir enérgica y jovialmente en medio de la radical inquietud. Nuestro lema ha de ser éste: Mobilis in mobili.
II
SOBRE LA VOLATILIZACIÓN DE UNA FE
En el siglo XVIII la historia era todavía mera narración de batallas, de combinaciones políticas entre los príncipes y de esgrimas diplomáticas. Voltaire es el primero que ensancha el panorama. De su genio se suele advertir sólo la punta en que terminaba, lo puntiagudo —sus ingeniosidades, sus maledicencias, sus trallazos verbales—, pero se olvida o se desconoce que ese genio tras de su punta se ensancha y acaba en una anchísima culata. No tuvo sólo bons mots, sino también grandes ideas. Él saca a la historia de los campos de batalla, de las cortes y las cancillerías, y la lleva a pasear por rúas y por campiñas. Desde él, este «arte» tan viejo y tan retrasado se ocupa también del «espíritu y las costumbres de las naciones». En el siglo XIX los alemanes, la mitad de los cuales se embriagaba con cerveza y la otra mitad con ideas, precisan el pensamiento de Voltaire e inician la historia como historia de las ideas. Fue un gran avance. Desde entonces empieza a haber algo que vagamente sabe a historia y no a crónica o cuento. Pero la «historia de las ideas» —la cual pregunta ante cada época qué pensamientos manejaban los hombres— no es más que una primera aproximación. Es una historia… ideal. Pasa en las nubes. Fue menester que viniera el judiazo Carlos Marx, con su acérrimo talento embozado en una de las más grandes barbas, para que nos enseñase la simple verdad de que el hombre no es nefelóbata, sino todo lo contrario, que se arrastra sobre la tierra con dejos de reptil, que es un siervo de la gleba, que su vida está condicionada por otra cosa que ideas. Como buen profeta, exageró. Un profeta «pura sangre» no se contenta con menos que con poner las cosas del revés. A la beatífica «historia ideal» de los alemanes arios sucedió «la interpretación materialista de la historia», que traía enredada en sus barbazas el enorme judío. Omitida la exageración «materialista» —Marx y Engels no tuvieron nunca idea clara de qué querían decir con su presunto «materialismo», que en rigor no era sino «economismo»—, la historia desde 1870 se pregunta ya ante el hombre dos cosas precisas: «¿Qué piensa usted?» «¿Qué come usted?» No se queda, sin más, mirando lo que usted hace para contarlo luego en el café, sino que indaga las condiciones de su existencia que le han forzado a usted a comportarse de ese modo. La historia se convierte, pues, en historia de las condiciones, de los elementos que entretejen la vida de cada hombre, que no son cualesquiera, sino precisos en cada lugar y tiempo, que son lo que no es libre en el hombre, sino que le es impuesto, a que está adscrito. Cada uno de nosotros está sometido a una cierta condición económica y a una cierta condición filosófica —las ideas de su tiempo y sociedad. El error marxista es suponer que ésta puede deducirse de aquélla, es decir, que las ideas no son un poder autónomo en nuestra vida, sino meras proyecciones fantasmagóricas de nuestra condición económica. Dime lo que comes y te diré qué piensas. Esas ideas, que son meras sombras chinescas arrojadas por nuestra despensa, son «ideologías». (Uno de los grandes síntomas de la estupidez invasora que ha inundado nuestra época ha sido oír estos últimos años a los políticos ingleses conservadores emplear en serio la palabra «ideología»). La verdad es que ni las ideas se dejan reducir a la situación económica, ni ésta a aquéllas. Ambas son dos condiciones de nuestra vida que se influyen recíprocamente. A estas condiciones hay que añadir otras, y ese enérgico reciprocarse da por resultado nuestra vida con su singular perfil.
Pero aquí es donde entro yo. En mi librete Ideas y creencias, hago observar que al preguntarse el historiador por las ideas de un hombre o una época hace una pregunta equívoca. Bajo el título general «ideas» se esconden dos cosas muy distintas. Hay las ideas que el hombre tiene, que piensa, que inventa, que se le ocurren: las ideas ocurrencias. Y hay otras ideas que, lejos de ocurrírsele a este hombre, a esta época, se las encuentra ahí; por tanto, fuera mejor decir que se encuentra en ellas, que no las ve como ideas suyas, sino al contrario, como siendo la realidad misma. Son ideas que no se le ocurren a uno, sino, al revés, ideas en que se cree: las ideas-creencias. Se refieren a los órdenes más diferentes del Universo —no se entienda por creencias sólo las religiosas. Lo esencial en ellas es que tienen para nosotros el carácter de realidades y no de meros pensamientos nuestros, por «científicos» que éstos sean. Tanto es así, que muchas de nuestras creencias actúan eficazmente en nuestra vida sin que nos apercibamos de ellas —tan fundamentales, tan elementales son para nosotros. Se vive siempre desde ciertas creencias, y por lo mismo no las vemos, como no vemos el espacio de tierra sobre que tenemos puestos los pies y que nos sostiene.
Es evidente que estas dos clases de ideas —las ocurrencias y las creencias— representan dos estratos de muy distinto rango en la arquitectura de nuestra vida. Las creencias son los cimientos que portan y sustentan todo lo demás. Cuanto hacemos y pensamos se mueve ya en el horizonte delimitado por el sistema de las creencias. Y el historiador lo primero que necesita averiguar, de un hombre o de una época, es este sistema de creencias. La historia se convierte así en conocimiento de profundidades. Porque las creencias, al no ser simplemente las ideas «que tenemos» —es decir, que enunciamos, parlamos, escribimos— no están, sin más, en la superficie visible y audible de una época, de una vida. Para descubrirlas hay que descender so el haz del paisaje histórico, dejando atrás todas las psicologías y caracterologías y morfologías hasta ahora usadas, cuya utilidad no es desdeñable, ni mucho menos, pero que en comparación con el afloramiento de las creencias latentes son de orden subalterno.
Esta concepción obliga a crear nuevos métodos y nueva técnica en historia. Hay que convertirse en minero de humanidades. Este estudio de las creencias como tales nos revela los diversos estados por que pasan. Un mismo contenido de fe puede actuar en épocas sucesivas de modos diferentes. Sin meternos en más finuras, topamos, desde luego, con estos tres estados de una misma creencia: cuando es fe viva, cuando es fe inerte o «muerta» y cuando es duda. Porque el estado de duda pertenece al mismo estrato de las creencias, es un modo deficiente del creer. Dudar no es simplemente creer que no frente a creer que sí, ni tampoco vacío de creencia. Por el contrario, es un creer doble. Estamos en la duda porque dos creencias incompatibles batallan dentro de nosotros, y entre ambas oscilamos, fluctuamos. Por eso dije hace poco en la Facultad de Filosofía que la duda es la hermana bizca que tiene la ciencia.
Otra de las cosas que la teoría de las creencias nos enseña es que no puede darse una creencia, en la plenitud del término, si no es colectiva. Como individuo, puedo llegar a estar plenamente convencido, esto es, persuadido de algo, y esa convicción ser tan vigorosa y compacta que se aproxime mucho a la índole de las creencias. Pero siempre habrá entre aquélla y éstas diferencia y distancia. Los nombres mismos las declaran. Convicción, persuasión, dan a entender que son estados a los cuales hemos llegado por nuestra cuenta en virtud de razones y, cuando no, de motivos. Pero una creencia auténtica, en la cual de verdad estamos, no se funda en razones ni en motivos. En el momento en que esto aconteciese, no sería pura creencia. Tenían razón los teólogos cuando hablaban de que la fe es ciega. Sólo que ellos tenían de la fe una idea menos franca y resuelta que yo. Esos teólogos eran, en el fondo, snobs de la razón, a la cual miraban constantemente con el rabillo del ojo y delante de la cual no querían quedar mal. La razón ha sido y será siempre lo esencialmente «distinguido». Por eso el snobismo ante ella está muy justificado y ha sido de gran fecundidad en el desarrollo humano. Ha sido menester que lleguemos a la bestialidad de nuestro tiempo, que acaso no tenga par en todo el pretérito, para que ese snobismo casi desaparezca. El hombre-masa, en efecto, cree que lo sabe todo sin necesidad de razón. A ese snobismo de los teólogos medievales debemos nuestra presente destreza mental. El maravilloso escolasticismo fue la piedra de afilar sobre la cual, durante cinco siglos, se estuvo afinando el corte el intelecto occidental.
Pero esto nos permite hoy contemplar las cosas con entera libertad frente al racionalismo tradicional, y hemos caído en la cuenta de que la razón misma supone la fe en ella, una fe exactamente del mismo tipo que cualquiera otra, tan sin razones como las demás. Dejemos esto ahora, que es largo asunto.
Cuando creemos de verdad en algo, no se nos ocurre buscar razones para esa fe. Ello significaría hacérnoslo cuestión, y la creencia es lo incuestionable. Mas parece sumamente difícil que nos sea incuestionable lo que en nuestro derredor vemos cuestionado. En esto me fundo para pensar que una creencia plenaria sólo es posible cuando nuestro contorno social participa de ella y tiene en su ámbito plena vigencia. Al comenzar a vivir nos es inyectada por la sociedad a que pertenecemos, y cuando empezamos a ser personas la tenemos ya dentro; en rigor, la somos. Esto explica que no necesite de razones y que no sepamos por qué vías mentales —pruebas, motivaciones, experiencias— hemos llegado a ella. En tina creencia no se entra, sino que mágicamente se encuentra uno en ella desde siempre. La fe, al menos el prototipo de una fe, es siempre «la fe de nuestros padres», es decir, algo que estaba ya ahí antes de que nosotros llegásemos. De las meras ideas se entra y se sale, tienen puertas y ventanas. Pero la creencia es algo, en efecto, mágico: se está en ella, y entonces es para nosotros la realidad misma. Un buen día nos despertamos, y no menos mágicamente se ha volatilizado, sin dejar rastro. Una idea superada, en cambio, deja indeleble huella en la nueva idea con que la sustituimos.
Pues bien: en los tiempos de Vives —el Renacimiento— el sistema de creencias medievales ha entrado en un proceso que llevará a su volatilización como tal fe plenaria y colectiva. Ha sido uno de los sistemas de creencias más firmes que haya habido nunca en lo visible del pasado, sólo comparable en su firmeza con los de los pueblos primitivos, que, por otra parte, son incomparablemente más simples.
Cuando se ha aprendido a ver lo que para la vida humana representa una fe sólida y a la vez rica de contenido, no hay hecho que supere en dramatismo a su volatilización. ¿Cómo, no obstante, es ésta la hora en que los historiadores no han explicado a fondo qué es lo que pasó para que aquel magnífico sistema de creencias se evaporase? Sin que haya alguna claridad sobre esto, es vano querer entender las existencias de los europeos entre 1400 y 1500, y muy particularmente la de la generación de Vives.
III
DESCREIMIENTO, ASFIXIA Y REBELIÓN
El hecho de que no se haya estudiado aún por qué y cómo la fe medieval se desvaneció, basta para revelarnos hasta qué punto lo que se llama «ciencia» histórica ha sido hasta ahora una ingenua faena. Porque ése es el acontecimiento más grave del pasado occidental y su consideración lo más importante para el futuro. Y ello es así no porque el contenido particular de aquella fe fuera el cristianismo. La cuestión a que me refiero no es de doctrinas, no versa sobre la importancia mayor o menor que se atribuya a determinadas ideas, en este caso las cristianas, sino sobre el estado de creencia consolidada y plena de que gozaron esas doctrinas o ideas.
Más aún es falso reducir la fe medieval a cristianismo. En primer lugar, el cristianismo traía dentro de sí una dosis enorme de cultura grecorromana, y al inundar el Occidente, como Nilo abundoso, fue impregnando las glebas europeas de légamo clásico. Pero, además, la fe medieval tiene muchas dimensiones: es todo un sistema de creencias en el cual se creía pro indiviso. Hay primero la fe en el Dios de la Biblia y del dogma. Sobre ese estrato, sin duda el más profundo y sustentador del resto, soldado con él por soldadura autógena, hay todo un inmenso repertorio de creencias extrareligiosas sobre el mundo, una «ciencia», cuya armazón principal constituye el escolasticismo. A pesar de ser «ciencia», la verdad es que sobre sus temas decisivos no existía la duda. En el escolasticismo había innumerables cuestiones, puntos sobre los que se disputaba. Es más: la forma del pensamiento activo en aquella época era precisamente la disputa y no, como en la época moderna, la investigación. De aquí que todas aquellas famosas «cuestiones» se parecen muy poco a los «problemas» de nuestra ciencia actual. Surgían y se multiplicaban con un sobrecrecimiento vegetativo, dentro del marco intangible de lo incuestionado. La cultura moderna, en cambio, ha nacido y vivido de la duda. En ello consiste su gran paradoja. Es la moderna cultura, como toda cultura, una fe: la fe en la razón. Pero la razón en que se ha creído desde 1600 hasta la fecha es una extraña cosa que lleva dentro la duda. Razonar implica dudar, y es, constitutivamente, reacción elástica de nuestra mente ante lo dudoso, cuestionable y cuestionado. Esta extraña, acrobática e inverosímil fe en la razón parte, como creencia fundamental, de que existe la duda sobre todo, que todo es, en principio, dubitable, pero cree al mismo tiempo en que el hombre posee una facultad y una técnica para moverse y afianzarse en el fluctuante elemento de lo dudoso —una aguja para marear en el «mar de dudas». Esa facultad, esa técnica, son la razón—, que incluye en sí conciencia de lo problemático y confianza en la prueba, en poder «dar razón» de lo que al pronto parece carecer de ella.
Hay, pues, una diferencia radical en el carácter mismo de fe entre la medieval y la moderna. Es evidente que vivir significa una tarea muy distinta cuando consiste en hallarse instalado dentro de un universo cuyas facciones principales son algo sobre lo que ni se tiene ni cabe la menor duda, y cuando equivale a encontrarse en un mundo donde no solamente todo es cuestionable, sino que —esto es lo exorbitante del caso— ese mundo existe sólo en la medida en que lo hacemos cuestión. Cuando pasen algunas centurias y a distancia suficientemente depuradora se contemple la figura de vida que llamamos «modernidad», las gentes se restregarán los ojos para cerciorarse de que no deliran, de que, en efecto, hubo un tiempo en que los hombres acertaron a existir con impetuosidad y entusiasmo sin par sobre una tierra firme que ellos mismos se quitaban constantemente de so los pies, porque esto es, estrictamente, lo que significa ser «europeo» desde 1600. El Barón de la Castaña aseguraba que había logrado sacarse a sí mismo del pozo tirando hacia arriba de sus propias orejas. Esta mentira del Barón de la Castaña ha sido la verdad, la inverosímil verdad, de la existencia europea moderna. Veremos si los americanos, que, según se dice, son el porvenir, logran inventar una figura de vida más bonita, más extravagante, más genial, más corajuda, más improbable que ésa.
* * *
Platonismo y aristotelismo no fueron nunca en Grecia objeto de fe. Fueron meras ideas o, en mi terminología, ocurrencias. Pero en la Edad Media entran en las almas fundidas con las creencias religiosas y adquieren una solidez de efectivas creencias. Ahora bien: ambas filosofías, que en última instancia son dos caras de la misma, son una interpretación del mundo que hace de éste una pluralidad de realidades inmóviles. Pluralidad e invariabilidad última son, en efecto, los dos rasgos decisivos del universo medieval. La Imago mundi del siglo XIII y primera mitad del XIV —el mundo que oprimía la persona de Dante— estaba compuesta de un número crecidísimo de realidades independientes —las formas— que eran inmutables o, si se quiere, que no podían cambiar sino para desaparecer, aniquiladas por la divina omnipotencia.
Hay en el cielo cincuenta y cinco esferas, y en la sublunar, que es la habitada por los hombres, hay innumerables especies de seres. Cada especie es inmutable, indestructible e independiente. El perro es y será siempre perro, y caballo, el caballo, y el elefante, elefante. Lo propio acontece en el mundo social, que está compuesto de rangos indestructibles también. Hay los reyes, los nobles, los sacerdotes, los mercaderes, los campesinos, los artesanos. Hay el obispo, y el archidiácono y el canónigo, el pastor, el estudiante, la casada, la viuda, la doncella. Son modos de humanidad no creados por el hombre, sino moldes perennes, dentro de los cuales se alojará siempre la humana vida. Dionisio el Cartujano, uno de los hombres más representativos del siglo XV, en su primera mitad, definirá, una por una, esas categorías, como eternas de nuestra condición en su libro De doctrina et regulis vitae christianorum.
La imagen moderna del mundo tiene los atributos contrapuestos. La realidad física es homogénea y unitaria. De un extremo del orbe al otro los átomos y las fuerzas son idénticos y operan del mismo modo. Con poquísimos principios, la ciencia gobierna el conocimiento de esos enormes espacios y esa mole inmensa de materia. En cambio, cree que la realidad es, en su esencia misma, transformación. No hay, propiamente hablando, perro ni caballo, ni elefante, sino cosas que van a ser casi perros para dejarlo luego de ser y convertirse en casi caballos, y así sucesivamente. Todo está en danza: nada persevera en su ser. El transformismo es la constante mutación. A la realidad de hoy seguirá irremediablemente otra distinta. Todo es provisional. Por eso el hombre moderno vive asomado al mañana para ver llegar la novedad. He aquí cómo un mundo mucho más homogéneo que el medieval resulta ser infinitamente más rico; tan rico que no acaba nunca d$ agotar su posible riqueza.
El hombre medieval está prisionero en un mundo paralítico, sin dimensión de futuro. En él hay muchas cosas distintas, pero no hay más que las que ya hay. No es posible la in-novación. De un mundo dado como éste, cabe hacer un inventario completo. Es un cosmos de «habas contadas». Como en 1400 hace ya muchas generaciones que habita en ese mundo inmóvil, está demasiado habituado a él. Es siempre lo mismo. Ha contado y recontado todas las habas. A nosotros nos angustia una situación tal porque cuando el presente, cuando lo que hay, nos aprieta, escapamos con la fantasía al porvenir, del que sabemos que traerá siempre un cambio. Es un universo abierto y no hermético, como lo era el mundo «gótico». ¿Cómo sacar gusto a la vida en un mundo así que no permite ni en idea siquiera la transformación? Subrayando todo eso que irremediable e inmodificablemente hay con complicaciones adjetivas, con ritualidades, con formalismos, con ornamentos, con morbosa complicación de regulaciones superfluas. En suma, ya que no puede vivirse hacia el porvenir se construyen sobre ese mundo, dado de una vez para siempre, duplicaciones y reduplicaciones de carácter formalista. Así en la «ciencia» como en la vida civil y en el trato social. Así también en la religión misma. Las formas sempiternas quedan envueltas en una selva tropical de fórmulas y formulismos. De aquí que la Edad Media se convirtiese desde 1350 en una de las épocas más amaneradas que han existido[36].
Acaba por darse carácter de realidad absoluta a todo, incluso a los menores detalles. Para todo hay una norma y una sentencia. Se piensa en refrán, en adagio, en emblema. No hay poro a través del cual quepa vivir con espontaneidad. Todo está previsto y no hay movimiento que no se vea obligado a inscribirse en alguna convención preexistente. Mientras la existencia moderna ha sido radical provisoriedad, incesante marcha y sorpresa, descubrimiento tras descubrimiento, en 1400 todo era, desde hacía mucho, definitivo. No había más que un modo de ser las cosas humanas. No se concebía auténtico cambio. El cambio era sólo lo monstruoso, lo enorme y fuera de norma y ser, lo antinatural.
Todo esto hacía que los hombres mejores sintieran asfixia. Todos los arrequives y requilorios y formalismos y caligrafías se enrollaban en las almas, como lianas de un trópico espiritual, y habían interceptado el contacto de éstas con los principios fundamentales de la religión y del saber.
El mundo, dice Erasmo, está sobrecargado de «valoraciones humanas», de opiniones y dogmas eclesiásticos; pesa sobre él la autoridad tiránica de las Órdenes religiosas, y bajo toda esa balumba «cultural» está debilitado el vigor de la doctrina evangélica[37].
Una vez más el hombre se ahogaba en el exceso de su propia riqueza creadora. Las generaciones desde 1400 —en Italia antes— tienen la impresión de que el mundo anda cerca de su fin. Juan Gerson, el canciller de la Universidad de París, a quien por mucho tiempo se atribuyó La imitación de Cristo, repite que el mundo chochea. Y Petrarca, a pesar de que nos conmueve cuando se nos presenta en la divisoria de dos mundos y nos dice que su alma ora guarda davanti, ora guarda addietro —duplicidad de temple característica de 1350 a 1550—, no se crea que ve el porvenir. Está convencido, también, de que el mundo agoniza y va a la total ruina. Mundus in dies ad extrema precipitans secum omnia in deterius trahit. (Epist. rer. Gam. XX). Pues en esta cultura sin futuro, sigue creyéndose que la historia está ya toda a la espalda. Los profetas habían hablado de las cuatro monarquías universales. La última es la romana, y toda la Edad Media se vio a sí misma como continuación de ésta. No había, pues, en el programa ningún número para mañana.
¿Qué pueden hacer en tal situación los hombres mejores? A su espalda tienen un cristianismo inerte, anquilosado, formulista, sin fe viva. Delante tienen el acantilado de un mundo intransformable. Si no es posible la transformación, ni la in-novación —el único cambio posible es volver atrás, retornar a las formas primarias y puras de la religión, del saber, de la poesía—, a los evangelios, a la ciencia clásica, a los poetas romanos. La solución será la reformación y la re-novación, la restitutio, la re-nascencia.
Conste, pues, que Humanismo, Renacimiento y Reforma fueron movimientos hacia atrás, recobro en la simplicidad primitiva de la complicación presente. En todas las crisis históricas, que se producen por la superabundancia —como las crisis del capitalismo por el exceso de negocios—, el hombre intenta salvarse podando la excesiva fronda cultural, desnudándose y añorando la sencillez primigenia. Al sentirse asfixiado en una cultura superlativa recurre de ella a la naturaleza. Rousseau huye del Versalles de las Marquesas al bosque de Fontainebleau para imitar allí a los salvajes. Es curioso: el hombre de las extremas civilizaciones, desesperado, llama al salvaje que sospecha llevar dentro. Y nuestro salvaje interior acude siempre a la cita. Por lo visto, imperecedero, está ahí oculto, siempre pronto a nuestra llamada. En las puertas finamente esculpidas de las iglesias y catedrales del siglo XV, es frecuente hallar a ambos lados, enormes e hirsutos, dos salvajes. Y como en tiempo de Rousseau, entonces la literatura pone a éstos de moda. Y está a la moda tener «casas de fieras». Y nuestro refinado Juan II, rey de poetas y poeta él mismo, recibe a los embajadores con un leopardo doméstico tendido a sus pies. Un embajador moscovita se asustó tanto que no se detuvo hasta el Vístula.
La asfixia cultural provoca la rebelión. Y la rebelión, toda rebelión, comienza por ser salvajismo.
La Nación, de Buenos Aires, diciembre 1940.