II
EL ESTAR Y EL BIENESTAR. — LA «NECESIDAD» DE LA EMBRIAGUEZ. — LO SUPERFLUO COMO NECESARIO. — RELATIVIDAD DE LA TÉCNICA
Enhebremos con la lección anterior.
Actos técnicos —decíamos— no son aquéllos en que el hombre procura satisfacer directamente las necesidades que la circunstancia o naturaleza le hace sentir, sino precisamente aquellos que llevan a reformar esa circunstancia eliminando en lo posible de ella esas necesidades, suprimiendo o menguando el azar y el esfuerzo que exige satisfacerlas. Mientras el animal, por ser atécnico, tiene que arreglárselas con lo que encuentra dado ahí y fastidiarse o morir cuando no encuentra lo que necesita, el hombre, merced a su don técnico, hace que se encuentre siempre en su derredor lo que ha menester —crea, pues, una circunstancia nueva más favorable, segrega, por decirlo así, una sobrenaturaleza adaptando la naturaleza a sus necesidades. La técnica es lo contrario de la adaptación del sujeto al medio, puesto que es la adaptación del medio al sujeto. Ya esto bastaría para hacernos sospechar que se trata de un movimiento en dirección inversa a todos los biológicos.
Esta reacción contra su contorno, este no resignarse contentándose con lo que el mundo es, es lo específico del hombre. Por eso, aun estudiado zoológicamente, se reconoce su presencia cuando se encuentra la naturaleza deformada, por ejemplo, cuando se encuentran piedras labradas, con pulimento o sin él, es decir, utensilios. Un hombre sin técnica, es decir, sin reacción contra el medio, no es un hombre.
Pero hasta ahora se nos presentaba la técnica como una reacción a las necesidades orgánicas o biológicas. Recuerden ustedes que insistí en precisar el sentido del término «necesidad». Alimentarse era necesidad porque era condición sine qua non de la vida, es decir, del poder estar en el mundo. Y el hombre tiene, por lo visto, un gran empeño en estar en el mundo. Vivir, perdurar, era la necesidad de las necesidades.
Pero es el caso que la técnica no se reduce a facilitar la satisfacción de necesidades de ese género. Tan antiguos como los inventos de utensilios y procedimientos para calentarse, alimentarse, etc., son muchos otros cuya finalidad consiste en proporcionar al hombre cosas y situaciones innecesarias en ese sentido. Por ejemplo, tan viejo y tan extendido como el hacer fuego es el embriagarse… —quiero decir, el uso de procedimientos o sustancias que ponen al hombre en estado psicofisiológico de exaltación deliciosa o bien de delicioso estupor. La droga, el estupefaciente, es un invento tan primitivo como el que más. Tanto, que no es cosa clara, por ejemplo, si el fuego se inventó primero para evitar el frío —necesidad orgánica y condición sine qua non— o más bien para embriagarse. Los pueblos más primitivos usan las cuevas para encender en ellas fuego y ponerse a sudar en forma tal que entre el humo y el exceso de temperatura caen en trance de cuasi embriaguez. Es lo que se ha llamado las «casas de sudar». Resulta inacabable la lista de procedimientos hipnóticos, fantásticos —es decir, productores de imágenes deliciosas, de excitantes que dan placer al ejercitar un esfuerzo. Así, entre estos últimos, el «Kat» del Yemen y Etiopía, que hace grato el andar cuanto más se anda por los efectos de aquella sustancia en la próstata. Entre los «fantásticos» recuérdese la coca del Perú, el beleño, el estramonio o datura, etc. Parejamente discuten los etnólogos si es el arco de caza y guerra o el arco musical la forma primigenia del arco. La solución del debate no es cosa que ahora nos importe. El simple hecho de que quepa discutirlo demuestra que, sea o no el musical el arco originario, aparece entre los instrumentos más primitivos. Y esto nos basta.
Porque ello nos revela que el primitivo no sentía menos como necesidad el proporcionarse ciertos estados placenteros que el satisfacer sus necesidades mínimas para no morir; por lo tanto, que desde el principio, el concepto de «necesidad humana» abarca indiferentemente lo objetivamente necesario y lo superfluo. Si nosotros nos comprometiésemos a distinguir cuáles de entre nuestras necesidades son rigorosamente necesarias, ineludibles, y cuáles superfluas, nos veríamos en el mayor aprieto. Pues nos encontraríamos: 1.° Con que ante las necesidades que pensando a priori parecen más elementales e ineludibles —alimento, calor, por ejemplo—, tiene el hombre una elasticidad increíble. No sólo por fuerza sino hasta por gusto reduce a límites increíbles la cantidad de alimento y se adiestra a sufrir fríos de una intensidad superlativa. 2.º En cambio, le cuesta mucho o sencillamente no logra prescindir de ciertas cosas superfluas y cuando le faltan prefiere morir. 3.º De donde se deduce que el empeño del hombre por vivir, por estar en el mundo, es inseparable de su empeño de estar bien. Más aún: que vida significa para él no simple estar, sino bienestar, y que sólo siente como necesidades las condiciones objetivas del estar, porque éste, a su vez, es supuesto del bienestar. El hombre que se convence a fondo y por completo de que no puede lograr lo que él llama bienestar, por lo menos una aproximación a ello, y que tendría que contentarse con el simple y nudo estar, se suicida. El bienestar y no el estar es la necesidad fundamental para el hombre, la necesidad de las necesidades. Con lo cual llegamos a un concepto de necesidades humanas completamente distinto del que en el artículo anterior topamos, y además opuesto al que, por insuficiente análisis y descuidada meditación, suele adoptarse. Los libros sobre técnica que he leído —todos indignos, por cierto, de su enorme tema[24] —comienzan por no hacerse cargo de que el concepto de «necesidades humanas» es el más importante para aclarar lo que es la técnica. Todos esos libros, como no podía menos de ser, hacen uso de la idea de esas necesidades, pero como no ven su decisiva importancia, lo toman según está en la tópica ambiente.
Precisemos, antes de proseguir, la situación a que hemos llegado: en la lección anterior considerábamos el calentarse y el alimentarse como necesidades humanas, por ser condiciones objetivas del vivir, en el sentido de mero existir y simple estar en el mundo. Son, pues, necesarias en la medida en que sea al hombre necesario vivir. Y notábamos que, en efecto, el hombre mostraba un raro y obstinado empeño en vivir. Pero esta expresión, ahora lo advertimos, era equívoca. El hombre no tiene empeño alguno por estar en el mundo. En lo que tiene empeño es en estar bien. Sólo esto le parece necesario y todo lo demás es necesidad sólo en la medida en que haga posible el bienestar. Por lo tanto, para el hombre sólo es necesario lo objetivamente superfluo. Esto se juzgará paradójico, pero es la pura verdad. Las necesidades biológicamente objetivas no son, por sí, necesidades para él. Cuando se encuentra atenido a ellas se niega a satisfacerlas y prefiere sucumbir. Sólo se convierten en necesidades cuando aparecen como condiciones del «estar en el mundo», que a su vez sólo es necesario en forma subjetiva; a saber, porque hace posibles el «bienestar en el mundo» y la superfluidad. De donde resulta que hasta lo que es objetivamente necesario sólo lo es para el hombre cuando es referido a la superfluidad. No tiene duda: el hombre es un animal para el cual sólo lo superfluo es necesario. Al pronto parecerá a ustedes esto un poco extraño y sin más valor que el de una frase, pero si repiensan ustedes la cuestión verán cómo por sí mismo, inevitablemente, llegan a ella. Y esto es esencial para entender la técnica. La técnica es la producción de lo superfluo: hoy y en la época paleolítica. Es, ciertamente, el medio para satisfacer las necesidades humanas. Ahora podemos aceptar esta fórmula que ayer rechazábamos, porque ahora sabemos que las necesidades humanas son objetivamente superfluas y que sólo se convierten en necesidades para quien necesita el bienestar y para quien vivir es esencialmente vivir bien. He aquí por qué el animal es atécnico: se contenta con vivir y con lo objetivamente necesario para el simple existir. Desde el punto de vista del simple existir el animal es insuperable y no necesita la técnica. Pero el hombre es hombre porque para él existir significa desde luego y siempre bienestar; por eso es a nativitate técnico creador de lo superfluo. Hombre, técnica y bienestar son, en última instancia, sinónimos. Otra cosa lleva a desconocer el tremendo sentido de la técnica: su significación como hecho absoluto en el universo. Si la técnica consistiese sólo en una de sus partes —en resolver más cómodamente las mismas necesidades que integran la vida del animal y en el mismo sentido que puedan serlo para éste—, tendríamos un doblete extraño en el universo: tendríamos dos sistemas de actos —los instintivos del animal y los técnicos del hombre—, que siendo tan heterogéneos servirían, no obstante, la misma finalidad: sostener en el mundo al ser orgánico. Porque el caso es que el animal se las arregla perfectamente con su sistema, esto es, que no se trata de un sistema defectuoso, en principio. No es ni más ni menos defectuoso que el del hombre.
Todo se aclara en cambio si se advierte que las finalidades son distintas: de un lado servir a la vida orgánica, que es adaptación del sujeto al medio, simple estar en la naturaleza. De otro, servir a la buena vida, al bienestar, que implica adaptación del medio a la voluntad del sujeto.
Quedamos, pues, en que las necesidades humanas lo son sólo en función del bienestar. Sólo podremos entonces averiguar cuáles son aquéllas si averiguamos qué es lo que el hombre entiende por su bienestar. Y esto complica formidablemente las cosas. Porque… vaya usted a saber todo lo que el hombre ha entendido, entiende o entenderá por bienestar, por necesidad de las necesidades, por la sola cosa necesaria de que hablaba Jesús a Marta y María. (María, la verdadera técnica para Jesús).
Para Pompeyo no era necesario vivir, pero era necesario navegar, con lo cual renovaba el lema de la sociedad milesia de los aeinautai —los eternos navegantes—, a que Tales perteneció, creadores de un nuevo comercio audaz, una nueva política audaz, un nuevo conocimiento audaz —la ciencia occidental.
Hay el faquir, el asceta, de un lado; el sensual, el glotón, por otro.
Tenemos, pues, que mientras el simple vivir, el vivir en sentido biológico, es una magnitud fija que para cada especie está definida de una vez para siempre, eso que el hombre llama vivir, el buen vivir o bienestar es un término siempre móvil, ilimitadamente variable. Y como el repertorio de necesidades humanas es función de él, resultan éstas no menos variables, y como la técnica es el repertorio de actos provocados, suscitados por e inspirados en el sistema de esas necesidades, será también una realidad proteiforme, en constante mutación. De aquí que sea vano querer estudiar la técnica como una entidad independiente o como si estuviera dirigida por un vector único y de antemano conocido. La idea del progreso, funesta en todos los órdenes, cuando se la empleó sin críticas, ha sido aquí también fatal. Supone ella que el hombre ha querido, quiere y querrá siempre lo mismo, que los anhelos vitales han sido siempre idénticos y la única variación a través de los tiempos ha consistido en el avance progresivo hacia el logro de aquel único desiderátum. Pero la verdad es todo lo contrario: la idea de la vida, el perfil del bienestar se ha transformado innumerables veces, en ocasiones tan radicalmente, que los llamados progresos técnicos eran abandonados y su rastro perdido. Otras veces —conste—, y es casi lo más frecuente en la historia, el inventor y la invención eran perseguidos como si se tratase de un crimen. El que hoy sintamos en forma extrema el prurito opuesto, el afán de invenciones, no debe hacernos suponer que siempre ha sido así. Al contrario, la humanidad ha solido sentir un misterioso terror cósmico hacia los descubrimientos, como si en éstos, junto a sus beneficios, latiese un terrible peligro. Y en medio de nuestro entusiasmo por los inventos técnicos, ¿no empezamos a sentir algo parecido? Sería de enorme y dramática enseñanza hacer una historia de las técnicas que, una vez logradas y pareciendo «adquisiciones eternas» —ktesis eis aéi—, se volatilizaron, se perdieron por completo.