I

LA MISERIA

EN una reunión a que asisten profesores del Colegio de Francia, universitarios y personas afines, alguien habla de que es imposible traducir ciertos pensadores alemanes y propone que, generalizando el tema, se haga un estudio sobre qué filósofos se pueden traducir y cuáles no.

Parece esto suponer, con excesiva convicción, que hay filósofos y, más en general, escritores que se pueden, en efecto, traducir. ¿No es esto ilusorio? —me permití insinuar. ¿No es traducir, sin remedio, un afán utópico? Verdad es que cada día me acuesto más a la opinión de que lo que el hombre hace es utópico. Se ocupa en conocer sin conseguir conocer plenamente nada. Cuando hace justicia acaba indefectiblemente haciendo alguna bellaquería. Cree que ama y luego advierte que se quedó en la promesa de hacerlo. No se entiendan estas palabras en un sentido de sátira moral, como si yo censurase a mis colegas de especie porque no hacen lo que pretenden. Mi intención es, precisamente, lo contrario: en vez de inculparles por su fracaso quiero sugerir que ninguna de esas cosas se puede hacer, que son de suyo imposibles, que se quedan en mera pretensión, vano proyecto y ademán inválido. La naturaleza ha dotado a cada animal de un programa de actos que, sin más, se pueden ejecutar satisfactoriamente. Por eso es tan raro que el animal esté triste. Sólo en los superiores —en el perro, en el caballo— se advierte alguna vez algo así como tristeza, y precisamente entonces es cuando nos parecen más cerca de nosotros, más humanos. Tal vez el espectáculo más azorante, por lo equívoco, que presenta la naturaleza sea —en el fondo misterioso de la selva— la melancolía del orangután. Normalmente los animales son felices. Nuestro sino es opuesto. Los hombres andan siempre melancólicos, maniáticos y frenéticos, maltraídos por todos estos morbos que Hipócrates llamó divinos. Y la razón de ello está en que los quehaceres humanos son irrealizables. El destino —el privilegio y el honor— del hombre es no lograr nunca lo que se propone y ser pura pretensión, viviente utopía. Parte siempre hacia el fracaso, y antes de entrar en la pelea lleva ya herida la sien.

Así acontece en esta modesta ocupación que es traducir. En el orden intelectual no cabe faena más humilde. Sin embargo, resulta ser exorbitante.

Escribir bien consiste en hacer continuamente pequeñas erosiones a la gramática, al uso establecido, a la norma vigente de la lengua. Es un acto de rebeldía permanente contra el contorno social, una subversión. Escribir bien implica cierto radical denuedo. Ahora bien; el traductor suele ser un personaje apocado. Por timidez ha escogido tal ocupación, la mínima. Se encuentra ante el enorme aparato policíaco que son la gramática y el uso mostrenco. ¿Qué hará con el texto rebelde? ¿No es pedirle demasiado que lo sea él también y por cuenta ajena? Vencerá en él la pusilanimidad y en vez de contravenir los bandos gramaticales hará todo lo contarlo: meterá al escritor traducido en la prisión del lenguaje normal, es decir, que le traicionará. Traduttore, traditore.

—Y, sin embargo, los libros de ciencias exactas y naturales se pueden traducir —responde mi interlocutor.

—No niego que la dificultad es menor, pero sí que no exista. La rama de la matemática que más en boga ha estado durante el último cuarto de siglo ha sido la Teoría de los Conjuntos. Pues bien: su creador, Cantor, la bautizó con un término que no hay modo de traducir en nuestras lenguas. Lo que hemos tenido que llamar «conjunto» lo llamaba él Menge, vocablo cuya significación no se cubre con la de conjunto. No exageremos, pues, la traductibilidad de las ciencias matemáticas y físicas. Pero, hecha esta salvedad, estoy dispuesto a reconocer que la versión puede en ellas llegar mucho más cerca que en las demás disciplinas.

—¿Reconoce usted, entonces, que hay dos clases de escritos: los que se pueden traducir y los que no?

—Si hablamos grosso modo, habrá que aceptar esa distinción, pero al hacerlo nos cerramos la entrada al verdadero problema que toda traducción plantea. Porque si nos preguntamos cuál es la razón de que ciertos libros científicos sean más fáciles de traducir caeremos pronto en la cuenta de que en ellos el autor mismo ha comenzado por traducirse de la lengua auténtica en que él «vive, se mueve y es», a una pseudolengua formada por términos técnicos, por vocablos lingüísticamente artificiosos que él mismo necesita definir en su libro. En suma, se traduce a sí mismo de una lengua a una terminología.

—¡Pero, una terminología es una lengua como otra cualquiera! Más aún, según nuestro Condillac: la lengua mejor, la lengua «bien hecha», es la ciencia.

—Perdóneme que en eso discrepe radicalmente de usted y del buen abate. Una lengua es un sistema de signos verbales merced al cual los individuos pueden entenderse sin previo acuerdo, al paso que una terminología sólo es inteligible si previamente el que escribe o habla y el que lee o escucha se han puesto individualmente de acuerdo sobre el significado de los signos. Por eso la llamo pseudolengua y digo que el hombre de ciencia tiene que comenzar por traducir su propio pensamiento a ella. Es un volapuk, un esperanto establecido por convención deliberada entre los que cultivan esa disciplina. De aquí que sea más fácil traducir estos libros de una lengua a otra. En realidad, los de todos los países están ya escritos casi íntegramente en la misma. Tan es así que estos libros parecen herméticos, ininteligibles o por lo menos muy difíciles de entender a los hombres que hablan la lengua auténtica en que aparentemente están escritos.

—En juego limpio no tengo más remedio que dar a usted, la razón y además decirle que comienzo a entrever ciertos misterios de la relación verbal entre hombre y hombre que no había hasta ahora advertido.

—Y yo, a mi vez, entreveo que es usted una especie de último abencerraje, último superviviente de una fauna desaparecida, puesto que es usted capaz, frente a otro hombre, de creer que es el otro y no usted quien tiene razón. En efecto: el asunto de la traducción, a poco que lo persigamos, nos lleva hasta los arcanos más recónditos del maravilloso fenómeno que es el habla. Aun ateniéndonos a lo más inmediato que nuestro tema ofrece, tendremos por ahora bastante. En lo dicho hasta aquí me he limitado a fundar el utopismo del traducir en que el autor de un libro no matemático ni físico, ni, si usted quiere, biológico, es un escritor en algún buen sentido de la palabra. Esto implica que ha usado su lengua nativa con un prodigioso tacto, logrando dos cosas que parece imposible cohonestar: ser inteligible, sin más, y a la vez modificar el uso ordinario del idioma. Esta doble operación es más difícil de ejecutar que andar por la cuerda floja. ¿Cómo podremos exigirla de los traductores corrientes? Mas, tras esta primera dificultad que ofrece la versión del estilo personal nos aparecen nuevas capas de dificultades. El estilismo personal consiste, por ejemplo, en que el autor desvía ligeramente el sentido habitual de la palabra, la obliga a que el círculo de objetos que designa no coincida exactamente con el círculo de objetos que esa misma palabra suele significar en su uso habitual. La tendencia general de estas desviaciones en un escritor es lo que llamamos su estilo. Pero es el caso que cada lengua comparada con otra tiene también su estilo lingüístico, lo que Humboldt llamaba su «forma interna». Por tanto, es utópico creer que dos vocablos pertenecientes a dos idiomas y que el diccionario nos da como traducción el uno del otro, se refieren exactamente a los mismos objetos. Formadas las lenguas en paisajes diferentes y en vista de experiencias distintas, es natural su incongruencia. Es falso, por ejemplo, suponer que el español llama bosque a lo mismo que el alemán llama Wald, y, sin embargo, el diccionario nos dice que Wald significa bosque. Sí hubiera humor para ello sería excelente ocasión para intercalar mi «aria de bravura» describiendo el bosque de Alemania en contraposición al bosque español. Hago gracia a ustedes de la canción, pero reclamo su resultado: la clara intuición de la enorme diferencia que entre ambas realidades existe. Es tan grande, que no sólo ellas son de sobra incongruentes, sino que lo son casi todas sus resonancias intelectuales y emotivas.

Los perfiles de ambas significaciones son incoincidentes como las fotografías de dos personas hechas la mía sobre la otra. Y como en este caso nuestra vista vacila y se marea sin conseguir quedarse con uno u otro perfil ni formarse un tercero, imaginemos la vaguedad penosa que nos dejará la lectura de miles de palabras a quienes esto acontece. Son, pues, urnas mismas causas las que producen en la imagen visual y en el lenguaje el fenómeno del flou. La traducción es el permanente flou literario, y como, de otra parte, lo que solemos llamar tontería no es sino el flou del pensamiento, no extrañemos que un autor traducido nos parezca siempre un poco tonto.

II

LOS DOS UTOPISMOS

Cuando la conversación no es un mero canje de mecanismos verbales en que los hombres se comportan casi como gramófonos, sino que los interlocutores hablan de verdad sobre un asunto, se produce un curioso fenómeno. Conforme avanza la conversación, la personalidad de cada uno se va disociando progresivamente: una parte de ella atiende a lo que se dice y colabora al decir, mientras la otra, atraída por el tema mismo, como el pájaro por la serpiente, se retrae cada vez más hacia su íntimo fondo y se dedica a pensar en el asunto. Al conversar vivimos en sociedad: al pensar nos quedamos solos. Pero el caso es que en ese género de conversaciones hacemos ambas cosas a la vez, y a medida que la charla progresa las vamos haciendo con intensidad creciente: atendemos con emoción casi dramática a lo que se va diciendo y al propio tiempo nos vamos sumiendo más y más en la soledad abisal de nuestra meditación. Esta creciente disociación no se puede sostener en permanente equilibrio. De aquí que sea característico de tales conversaciones la arribada a un instante en que sufren un síncope y reina denso silencio. Cada interlocutor queda absorto en sí mismo. De puro estar pensando no puede hablar. El diálogo ha engendrado silencio y la sociedad inicial precipita en soledades.

Esto aconteció en nuestra reunión, después de mis últimas palabras. ¿Por qué, entonces? No hay duda: esta marea viva del silencio que llega a cubrir el diálogo se produce cuando el desarrollo del tema ha llegado a su extremo en una de sus direcciones y la conversación tiene que girar sobre sí misma y poner la proa a otro cuadrante.

—Este silencio —dijo alguien— que ha surgido entre nosotros tiene un carácter fúnebre. Ha matado usted la traducción y, taciturnos, seguimos su entierro.

—¡Ah, no! —repuse yo—. ¡De ninguna manera! Me importaba mucho subrayar las miserias del traducir, me importaba sobre todo definir su dificultad, su improbabilidad, pero no para quedarme en ello, sino al revés: para que fuese resorte balístico que nos lanzase hacia el posible esplendor del arte de traducir. Es, pues, el minuto oportuno para gritar. «¡La traducción ha muerto! ¡Viva la traducción!» Ahora tenemos que bogar en sentido opuesto y, como Sócrates dice en ocasiones parecidas, tenemos que cantar la palinodia.

—Me temo —dijo el señor X— que le cueste a usted mucho trabajo. Porque no olvidamos su afirmación inicial que nos presentó la faena del traducir como una operación utópica y un propósito imposible.

—En efecto; eso dije y un poco más: que todos los quehaceres específicos del hombre tienen parejo carácter. No teman ustedes que intente decir ahora por qué pienso así. Sé que en una conversación francesa hay siempre que evitar lo principal y conviene mantenerse en la zona templada de las cuestiones intermedias. Harto amables son ustedes tolerándome y hasta imponiéndome este monólogo disfrazado, a pesar de que el monólogo es, tal vez, el crimen más grave que se puede cometer en París. Por eso hablo un poco cohibido y con la conciencia pesada bajo la impresión de estar cometiendo algo así como un estupro. Sólo me tranquiliza la convicción de que mi francés camina arrastrando los pies y no puede permitirse la ágil contradanza del diálogo. Pero volvamos a nuestro tema, a la condición esencialmente utópica de todo lo humano. En vez de asentar sobre razones demasiado sólidas esta doctrina voy a permitirme sólo invitarles a que ensayen ustedes, por puro placer de experimento intelectual, suponerla como principio radical y contemplen bajo su luz los afanes del hombre.

—Sin embargo —dijo el querido amigo Jean Baruzi—, es frecuente en su obra el combate contra el utopismo.

—¡Frecuente y sustancial! Hay un falso utopismo que es la estricta inversión del que ahora tengo a la vista; un utopismo consistente en creer que lo que el hombre desea, proyecta y se propone es, sin más, posible. Por nada siento mayor repugnancia y veo en él la causa máxima de cuantas desdichas acontecen ahora en el planeta. En el humilde asunto que ahora nos ocupa podemos apreciar el sentido opuesto de ambos utopismos. El mal utopista, lo mismo que el bueno, consideran deseable corregir la realidad natural que confina a los hombres en el recinto de lenguas diversas impidiéndoles la comunicación. El mal utopista piensa que, puesto que es deseable, es posible, y de esto no hay más que un paso hasta creer que es fácil. En tal persuasión no dará muchas vueltas a la cuestión de cómo hay que traducir, sino que sin más comenzará la faena. He aquí por qué casi todas las traducciones hechas hasta ahora son malas. El buen utopista, en cambio, piensa que puesto que sería deseable libertar a los hombres de la distancia impuesta por las lenguas, no hay probabilidad de que se pueda conseguir; por tanto, que sólo cabe lograrlo en medida aproximada. Pero esta aproximación puede ser mayor o menor…, hasta el infinito, y ello abre ante nuestro esfuerzo una actuación sin límites en que siempre cabe mejora, superación, perfeccionamiento; en suma: «progreso». En quehaceres de esta índole consiste toda la existencia humana. Imaginen ustedes lo contrario: que se viesen condenados a no ocuparse sino en hacer lo que es posible, lo que de suyo puede lograrse. ¡Qué angustia! Sentirían ustedes su vida como vaciada de sí misma. Precisamente porque su actividad lograba lo que se proponía les parecería a ustedes no estar haciendo nada. La existencia del hombre tiene un carácter deportivo, de esfuerzo que se complace en sí mismo y no en su resultado. La historia universal nos hace ver la incesante e inagotable capacidad del hombre para inventar proyectos irrealizables. En el esfuerzo para realizarlos logra muchas cosas, crea innumerables realidades que la llamada naturaleza es incapaz de producir por sí misma. Lo único que no logra nunca el hombre es, precisamente, lo que se propone —sea dicho en su honor. Esta nupcia de la realidad con el íncubo de lo imposible proporciona al universo los únicos aumentos de que es susceptible. Por eso importa mucho subrayar que todo —se entiende todo lo que merece la pena, todo lo que es de verdad humano— es difícil, muy difícil; tanto, que es imposible.

Como ustedes ven, no es una objeción contra el posible esplendor de la faena traductora declarar su imposibilidad. Al contrario, este carácter le presta la más sublime filiación y nos hace entrever que tiene sentido.

—Según esto —interrumpe un profesor de historia del arte— tendería usted a pensar, como yo, que la misión propia del hombre, lo que proporciona sentido a sus afanes, es llevar la contra a la naturaleza.

—Ando, en efecto, muy cerca de tal opinión, siempre que no se olvide —lo que para mí es fundamental— la anterior distinción entre los dos utopismos: el bueno y el malo. Digo esto, porque la característica esencial del buen utopista al oponerse radicalmente a la naturaleza es contar con ella y no hacerse ilusiones. El buen utopista se compromete consigo mismo a ser primero un inexorable realista. Sólo cuando está seguro de que ha visto bien, sin hacerse la menor ilusión y en su más agria desnudez, la realidad, se revuelve contra ella garboso y se esfuerza en reformarla en el sentido de lo imposible, que es lo único que tiene sentido.

La actitud inversa, que es la tradicional, consiste en creer que lo deseable está ya ahí como un fruto espontáneo de la realidad. Esto nos ha cegado a limine para entender las cosas humanas. Todos, por ejemplo, deseamos que el hombre sea bueno, pero el Rousseau de ustedes que nos han hecho padecer a los demás creía que ese deseo estaba ya realizado desde luego, que el hombre era bueno de suyo o por naturaleza. Lo cual nos ha estropeado siglo y medio de historia europea que hubiera podido ser magnífica, y hemos necesitado infinitas angustias, enormes catástrofes —y las que todavía van a venir— para redescubrir la simple verdad, conocida por casi todos los siglos anteriores, según la cual el hombre, de suyo, no es sino una mala bestia.

O para volver definitivamente a nuestro tema: tan lejos está de quitar sentido a la ocupación de traducir subrayar su imposibilidad, que a nadie se le ocurre considerar absurdo el que hablemos unos con otros en nuestro materno idioma y, sin embargo, se trata también de un ejercicio utópico.

Esta afirmación produjo en torno un encrespamiento de oposiciones y protestas. «Eso es un superlativo o, mejor, lo que los gramáticos llaman un “excesivo”», dijo un filólogo, hasta entonces tácito. «Me parece demasiado decir y cosa paradójica», exclamó un sociólogo.

—Veo que la navecilla audaz de mi doctrina corre riesgos de naufragio en esta súbita tormenta. Yo comprendo que para oídos franceses, aun siendo como los de ustedes, tan benévolos, resulte dura de oír la afirmación de que hablar es un ejercicio utópico. Pero ¿qué le voy a hacer, si tal es irrecusablemente la verdad?

III

SOBRE EL HABLAR Y EL CALLAR

Una vez aplacada la tormenta que mis últimas palabras habían suscitado, pude continuar de esta manera:

—Comprendo muy bien la indignación de ustedes. La afirmación de que hablar es una faena ilusoria y una acción utópica tiene todo el aire de una paradoja y la paradoja es siempre irritante. Lo es mucho más para franceses. Tal vez el curso de esta conversación nos lleve a un punto en que necesitemos aclarar por qué el espíritu francés es tan enemigo de la paradoja. Pero reconocerán ustedes que no siempre está en nuestro albedrío evitarla. Cuando tratamos de rectificar una opinión muy fundamental, que nos parece muy errónea, no hay probabilidad de que nuestras palabras se eximan de cierta paradójica insolencia. ¡Quién sabe, quién sabe si el intelectual, por prescripción inexorable y contra su gusto o voluntad, no ha sido comisionado para hacer constar en este mundo la paradoja! Si alguien se hubiese ocupado en aclararnos, de una vez y a fondo, por qué existe el intelectual, para qué está ahí desde que está y nos pusiese delante algunos sencillos datos de cómo sintieron su misión los más antiguos —por ejemplo, los pensadores arcaicos de Grecia, los primeros profetas de Israel, etc.—, acaso resultase esa sospecha mía cosa evidente y trivial. Porque, al cabo, doxa significa la opinión pública, y no parece justificado que exista una clase de hombres cuyo oficio específico consiste en opinar si su opinión ha de coincidir con la pública. ¿No es esto superfetación o, como nuestro lenguaje español, hecho más por arrieros que por chambelanes, dice: albarda sobre albarda? ¿No parece más verosímil que el intelectual existe para llevar la contraria a la opinión pública a la doxa, descubriendo, sosteniendo frente al lugar común la opinión verdadera, la paradoxa? Pudiera acontecer que la misión del intelectual fuese esencialmente impopular.

Tomen ustedes estas sugestiones no más que como defensa mía frente a su irritación, pero sea dicho de paso que con ellas creo rozar asuntos de primer orden, aunque escandalosamente intactos. Conste, por lo demás, que de esta nueva divagación son ustedes los responsables por haberse soliviantado contra mí.

Y el caso es que mi afirmación, pese a su fisonomía paradójica, es cosa bastante simple y obvia. Solemos entender por hablar el ejercicio de una actividad mediante la cual logramos hacer nuestro pensamiento manifiesto al prójimo. El habla es, ¡claro está!, muchas otras cosas además de esto, pero todas ellas suponen o implican esa función primaria del hablar. Por ejemplo, hablando intentamos persuadir a otro, influir en él, a veces engañarlo. La mentira es un habla que oculta nuestro auténtico pensamiento. Pero es evidente que la mentira sería imposible si el hablar primario y normal no fuese sincero. La moneda falsa circula sostenida por la moneda sana. A la postre, el engaño resulta ser un humilde parásito de la ingenuidad.

Digamos, pues, que el hombre, cuando se pone a hablar lo hace porque cree que va a poder decir lo que piensa. Pues bien; esto es ilusorio. El lenguaje no da para tanto. Dice, poco más o menos, una parte de lo que pensamos y pone una valla infranqueable a la transfusión del resto. Sirve bastante bien para enunciaciones y pruebas matemáticas: ya el hablar de física empieza a ser equívoco o insuficiente. Pero conforme la conversación se ocupa de temas más importantes que ésos, más humanos, más «reales», va aumentando su imprecisión, su torpeza y su confusionismo. Dóciles al prejuicio inveterado de que hablando nos entendemos, decimos y escuchamos tan de buena fe que acabamos por malentendernos mucho más que si mudos nos ocupásemos en adivinamos. Más aún: como nuestro pensamiento está en gran medida adscrito a la lengua —aunque me resisto a creer que la adscripción sea, como suele sostenerse, absoluta—, resulta que pensar es hablar consigo mismo y, consecuentemente, malentenderse a sí mismo y correr gran riesgo de hacerse un puro lío.

—¿No exagera usted un poco? —pregunta irónico míster Z.

—Tal vez, tal vez… Pero se trataría en todo caso de una exageración medicinal y compensatoria. En 1922 hubo una sesión en la Sociedad de Filosofía, de París, dedicada a discutir el problema del progreso en el lenguaje. Tomaron parte en ella, junto a los filósofos del Sena, los grandes maestros de la escuela lingüística francesa, que es, en cierto modo, al menos como escuela, la más ilustre del mundo. Pues bien; leyendo el extracto de la discusión, topé con unas frases de Meillet, que me dejaron estupefacto —de Meillet, maestro sumo de lingüística contemporánea—: «Toda lengua —decía— expresa cuanto es necesario a la sociedad de que es órgano… Con cualquier fonetismo, con cualquier gramática, se puede expresar cualquiera cosa». ¿No les parece a ustedes que, salvando todos los respetos debidos a la memoria de Meillet, hay también en esas palabras evidente exageración? ¿Cómo ha averiguado Meillet la verdad de sentencia tan absoluta? No será en calidad de lingüista. Como lingüista conoce sólo las lenguas de los pueblos, pero no sus pensamientos, y su dogma supone haber medido éstos con aquéllas y haber hallado que coinciden, sobre que no basta decir: toda lengua puede formular todo pensamiento, sino si todas pueden hacerlo con la misma facilidad e inmediatez. La lengua vasca será todo lo perfecta que Meillet quiera, pero el caso es que se olvidó de incluir en su vocabulario un signo para designar a Dios y fue menester echar mano del que significaba «señor de lo alto» —Jaungoikua. Como hace siglos desapareció la autoridad señorial, Jaungoikua significa hoy directamente Dios, pero hemos de ponernos en la época en que se vio obligada a pensar Dios como una autoridad política y mundanal, a pensar Dios como gobernador civil o cosa por el estilo. Precisamente, este caso nos revela que, faltos de nombre para Dios, costaba mucho trabajo a los vascos pensarlo: por eso tardaron tanto en convertirse al cristianismo y el vocablo indica que fue necesaria la intervención de la Policía para meter en sus cabezas la idea pura de la divinidad. De modo que la lengua no sólo pone dificultades a la expresión de ciertos pensamientos, sino que estorba la recepción de otros, paraliza nuestra inteligencia en ciertas direcciones.

No vamos a entrar ahora en las cuestiones verdaderamente radicales —¡y las más sugestivas!— que suscita este enorme fenómeno que es el lenguaje. A mi juicio, esas cuestiones no han sido aún ni siquiera entrevistas, precisamente por habernos cegado para ellas el equívoco perpetuo oculto en esa idea de que el habla nos sirve para manifestar nuestros pensamientos.

—¿A qué equívoco se refiere usted? No entiendo bien —pregunta el historiador del arte.

—Esa frase puede significar dos cosas radicalmente distintas: que al hablar intentamos expresar nuestras ideas o estados íntimos, pero sólo en parte lo logramos, o bien, que el habla consigue plenamente este propósito. Como ven ustedes, reaparecen aquí los dos utopismos con que tropezamos antes al ocupamos de la traducción. Y lo mismo aparecerán en todo hacer humano, según la tesis general que les invité a ensayar: «todo lo que el hombre hace es utópico». Sólo este principio nos abre los ojos sobre las cuestiones radicales del lenguaje. Porque si, en efecto, nos curamos de pensar que el habla logra expresar todo lo que pensamos, nos daremos cuenta de lo que de hecho y con toda evidencia nos pasa constantemente, a saber: que, constantemente, al hablar o escribir renunciamos a decir muchas cosas porque la lengua no nos lo permite. ¡Ah, pero entonces la efectividad del hablar no es sólo decir, manifestar, sino que al mismo tiempo, es inexorablemente renunciar a decir, callar, silenciar! El fenómeno no puede ser más frecuente e incuestionable. Recuerden ustedes lo que les pasa cuando tienen que hablar en una lengua extraña. ¡Qué tristeza! Es la que yo estoy sintiendo ahora al hablar en francés: la tristeza de tener que callar las cuatro quintas partes de lo que se me ocurre, porque esas cuatro quintas partes de mis pensamientos españoles no se pueden decir buenamente en francés, a pesar de que ambas lenguas son tan próximas. Pues no se crea que no pasa lo mismo, bien que en menor medida, cuando pensamos en nuestro idioma: sólo el preconcepto contrario nos impide advertirlo. Con lo cual me veo en la terrible situación de provocar una segunda tormenta mucho más grave que la anterior. En efecto; todo lo dicho viene por fuerza a resumirse en una fórmula que ostenta francamente sus insolentes bíceps de paradoja. Es ésta: no se entiende en su raíz la estupenda realidad que es el lenguaje si no se empieza por advertir que el habla se compone sobre todo de silencios. Un ser que no fuera capaz de renunciar a decir muchas cosas, sería incapaz de hablar. Y cada lengua es una ecuación diferente entre manifestaciones y silencios. Cada pueblo calla unas cosas para poder decir otras. Porque todo sería indecible. De aquí la enorme dificultad de la traducción: en ella se trata de decir en un idioma precisamente lo que este idioma tiende a silenciar. Pero, a la vez, se entrevé lo que traducir puede tener de magnífica empresa: la revelación de los secretos mutuos que pueblos y épocas se guardan recíprocamente y tanto contribuyen a su dispersión y hostilidad; en suma, una audaz integración de la Humanidad. Porque, como Goethe decía: «Sólo entre todos los hombres es vivido por completo lo humano».

IV

NO HABLAMOS EN SERIO

Mi pronóstico falló. La borrasca que presumía no se produjo. La paradójica sentencia penetró en la mente de los que me escuchaban sin provocar sacudidas ni espasmos, como una inyección hipodérmica que, afortunada, no tropieza con filamentos nerviosos. Era, pues, ocasión excelente para obraren retirada.

—Cuando esperaba de parte de ustedes la más fiera rebelión, me encuentro sumergido en un clima de paz. No extrañarán que lo aproveche para ceder a otro el monopolio de la palabra que, contra mi deseo, he venido ejerciendo. Casi todos ustedes saben de estos asuntos más que yo. Sobre todo, hay entre ustedes un gran maestro de la lingüística que pertenece a la nueva generación y sería para todos de gran interés que nos diese a conocer su pensamiento sobre los temas manipulados hasta aquí.

—Gran maestro no soy —comenzó el lingüista—; soy sólo un entusiasta de mi oficio, del cual creo que llega a su primera sazón de sublimidad, a la hora de la máxima cosecha. Y me complace adelantar que, en general, lo que usted ha dicho, y más aún lo que entreveo, y como palpo tras lo expresado, coincide bastante con mi pensamiento y con lo que, a mi juicio, va a dominar el futuro inmediato de la ciencia del lenguaje. Claro es que yo hubiera evitado el ejemplo del vocablo vasco para designar a Dios porque es cuestión muy batallona. Pero, en general coincido con usted. Hagámonos bien cargo de cuál es la operación primaria en que cada lengua consiste.

El hombre moderno se siente demasiado orgulloso de las ciencias que ha creado. En ellas, ciertamente, cobra el mundo una nueva figura. Pero esta innovación es relativamente poco profunda. Consiste en una tenue película que hemos extendido sobre otras figuras del mundo que otras edades de la humanidad construyeron, las cuales son supuestos de nuestra innovación. Usamos a toda hora de esta gigantesca riqueza, pero no nos damos cuenta de ella porque no la hemos hecho nosotros, sino que la hemos heredado. Como buenos herederos, solemos ser bastante estúpidos. El teléfono, el motor de explosión y las perforadoras son descubrimientos prodigiosos, pero que hubieran sido imposibles si hace veinte mil años el genio humano no hubiese inventado el método de hacer fuego, el hacha, el martillo y la rueda. Lo propio acontece con la interpretación científica del mundo, que descansa y se nutre en otras precedentes, sobre todo en la más antigua, en la primigenia, que es el lenguaje. La ciencia actual sería imposible sin el lenguaje, no sólo ni tanto por la razón perogrullesca de que hacer ciencia es hablar, sino, al revés, porque el lenguaje es la ciencia primitiva. Precisamente porque esto es así, la ciencia moderna vive en perpetua polémica con el lenguaje. ¿Tendría esto algún sentido si el lenguaje no fuese de suyo un conocimiento, un saber que por parecemos insuficiente intentamos superar? No solemos ver con claridad cosa tan evidente porque desde hace mucho, mucho tiempo, la humanidad, por lo menos la occidental, no «habla en serio». No comprendo cómo los lingüistas no se han detenido debidamente ante este sorprendente fenómeno. Hoy, cuando hablamos, no decimos lo que la lengua en que hablamos dice, sino que, usando convencionalmente y como en broma lo que nuestras palabras dicen por sí, decimos, con este decir de nuestra lengua, lo que nosotros queremos decir. Mi párrafo ha resultado un estupendo trabalenguas, ¿no es cierto? Me explicaré: si yo digo que «el sol sale por Oriente», lo que mis palabras, por tanto la lengua en que me expreso, propiamente dicen es que un ente de sexo varonil y capaz de actos espontáneos —lo llamado «sol»— ejecuta la acción de «salir», esto es, brincar, y que lo hace por un sitio de entre los sitios que es por donde se producen los nacimientos —Oriente. Ahora bien: yo no quiero decir en serio nada de eso; yo no creo que el sol sea un varón ni un sujeto capaz de actuaciones espontáneas, ni que ese su «salir» sea una cosa que él hace por sí, ni que en esa parte del espacio acontezcan con especialidad nacimientos. Al usar esa expresión de mi lengua materna me comporto irónicamente, descalifico lo que voy diciendo y lo tomo en broma. La lengua es hoy un puro chiste. Pero es claro que hubo un tiempo en que el hombre indoeuropeo creía, en efecto, que el sol era un varón, que los fenómenos naturales eran acciones espontáneas de entidades voluntariosas y que el astro benéfico nacía y renacía todas las mañanas en una región del espacio. Porque lo creía, buscó signos para decirlo y creó la lengua. Hablar fue, pues, en época tal, cosa muy distinta de lo que hoy es: era hablar en serio. Los vocablos, la morfología, la sintaxis, gozaban de pleno sentido. Las expresiones decían sobre el mundo lo que parecía la verdad, enunciaban conocimientos, saberes. Eran todo lo contrario que una serie de chistes. Se comprende que en el viejo lenguaje de que procede el sánscrito y en el griego mismo conserven los vocablos «palabra» y «decir» —brahmán, logos— un valor sagrado.

La estructura de la frase indoeuropea transcribe una interpretación de la realidad, para la cual lo que acontece en el mundo es siempre la acción de un agente sexuado. De aquí que se componga de un sujeto masculino o femenino y de un verbo activo. Pero hay otras lenguas donde la frase tiene una estructura muy distinta y que supone interpretaciones de lo real muy diferentes de aquélla.

Y es que el mundo que rodea al hombre no se presenta originariamente con articulaciones inequívocas. O dicho de modo más claro: el mundo, tal y como él se nos ofrece, no está compuesto de «cosas» radicalmente separadas y francamente distintas. Hallamos en él infinitas diferencias, pero estas diferencias no son absolutas. En rigor, todo es diferente de todo, pero también todo se parece un poco a todo. La realidad es un «continuo de diversidad» inagotable. Para no perdernos en él tenemos que hacer en él cortes, acotaciones, apartados; en suma, establecer con carácter absoluto diferenciaciones que en realidad sólo son relativas. Por eso decía Goethe que las cosas son diferencias que nosotros ponemos. Lo primero que el hombre ha hecho en su enfronte intelectual con el mundo es clasificar los fenómenos, dividir lo que ante sí halla, en clases. A cada una de estas clases se atribuye un signo de su voz, y esto es el lenguaje. Pero el mundo nos propone innumerables clasificaciones y no nos impone ninguna. De aquí que cada pueblo cortase el volátil del mundo de modo diferente, hiciese una obra cisoria distinta, y por eso hay idiomas tan diversos con distinta gramática y distinto vocabulario o semantismo. Esa clasificación primigenia es la primera suposición que se hizo sobre cuál es la verdad del mundo; es, por tanto, el primer conocimiento. He aquí por qué, en un principio, hablar fue conocer.

El indoeuropeo creyó que la más importante diferencia entre las «cosas» era el sexo, y dio a todo objeto, un poco indecentemente, una calificación sexual. La otra gran división que impuso al mundo consistió en suponer que cuanto existe o es una acción —de aquí el verbo— o es un agente —de aquí el nombre.

Frente a nuestra paupérrima clasificación de los nombres —en masculinos, femeninos y neutros— los pueblos africanos que hablan las lenguas bantúes presentan otra riquísima: en alguna de éstas hay veinticuatro signos clasificadores —es decir, frente a nuestros tres géneros, nada menos que dos docenas. Las cosas que se mueven, por ejemplo, son diferenciadas de las inertes, lo vegetal de lo animal, etc. Donde una lengua apenas establece distinciones otra vuelca exuberante diferenciación. En Eise hay treinta y tres palabras para expresar otras tantas formas diferentes del andar humano, del «ir». En árabe existen cinco mil setecientos catorce nombres para el camello. Evidentemente, no es fácil que se pongan de acuerdo sobre el jorobado animal un nómada de la Arabia desierta y un fabricante de Glasgow. Las lenguas nos separan e incomunican, no porque sean, en cuatro lenguas, distintas, sino porque proceden de cuadros mentales diferentes, de sistemas intelectuales dispares —en última instancia—, de filosofías divergentes. No sólo hablamos en una lengua determinada, sino que pensamos deslizándonos intelectualmente por carriles preestablecidos a los cuales nos adscribe nuestro destino verbal.

Calló el lingüista y quedó con la punta de su aguda nariz señalando a un vago cuadrante del cielo. En las comisuras de sus labios parecía germinar y como ensayarse una sonrisa. Comprendí en seguida que aquella mente perspicaz era de las que caminan dialécticamente, dando un golpe a un lado y otro al opuesto. Como soy de la misma ganadería me complació descubrir el enigma que su discurso nos planteaba.

—Subrepticiamente y con una astuta táctica —dije— nos ha llevado usted ante el abismo de una contradicción, sin duda para hacérnosla sentir con mayor viveza. Ha sostenido usted, en efecto, dos tesis opuestas. Una: que cada lengua impone un determinado cuadro de categorías, de rutas mentales; otra: que los cuadros que constituyeron cada lengua no tienen ya vigencia, que los usamos convencionalmente y en broma, que nuestro decir no es ya propiamente decir lo que pensamos, sino sólo «maneras de hablar». Como ambas tesis son convincentes, su conflagración nos invita a planteamos un problema que hasta ahora no había estudiado el lingüista, a saber: qué hay de vivo y qué hay de muerto en nuestra lengua; qué categorías gramaticales siguen informando nuestro pensamiento y cuáles han perdido vigencia. Porque de cuanto nos ha dicho usted lo más evidente es esta proposición escandalosa que erizaría los cabellos de Meillet y de Vendryes; nuestras lenguas son un anacronismo.

—Efectivamente —exclamó el lingüista—. Ésa es la cuestión que deseaba sugerir, y ése es mi pensamiento. Nuestras lenguas son instrumentos anacrónicos. Al hablar somos humildes rehenes del pasado.

V

EL ESPLENDOR

La hora avanza —dije al gran lingüista, y esta reunión tiene que dispersarse. Pero yo no quisiera renunciar a saber lo que usted piensa sobre la faena de traducir.

—Pienso como usted —repuso—: pienso que es muy difícil, que es improbable, pero que, por lo mismo, tiene gran sentido. Es más: creo que ahora llegamos por vez primera a poder intentarla en grande y a fondo. Conviene advertir, de todos modos, que lo esencial sobre el asunto fue dicho hace más de un siglo por el dulce teólogo Schleiermacher, en su ensayo Sobre los diferentes métodos de traducir. Según él, la versión es un movimiento que puede intentarse en dos direcciones opuestas: o se trae el autor al lenguaje del lector o se lleva el lector al lenguaje del autor. En el primer caso, traducimos en un sentido impropio de la palabra: hacemos, en rigor, una imitación o una paráfrasis del texto original. Sólo cuando arrancamos al lector de sus hábitos lingüísticos y le obligamos a moverse dentro de los del autor, hay propiamente traducción. Hasta ahora casi no se han hecho más que pseudotraducciones.

Partiendo de esto, yo me atrevería a formular ciertos principios que definirían la nueva empresa de traducir a que más que nunca, y por razones que luego, si hay tiempo, diré, es preciso dedicarse.

Y hay que comenzar por corregir en su base misma la idea de lo que puede y debe ser una traducción. ¿Se entiende ésta como una manipulación mágica en virtud de la cual la obra escrita en un idioma surge súbitamente en otro? Entonces estamos perdidos. Porque esa transustanciación es imposible. La traducción no es un doble del texto original; no es, no debe querer ser la obra misma con léxico distinto. Yo diría: la traducción ni siquiera pertenece al mismo género literario que lo traducido. Convendría recalcar esto y afirmar que la traducción es un género literario aparte, distinto de los demás, con sus normas y finalidades propias. Por la sencilla razón de que la traducción no es la obra, sino un camino hacia la obra. Si ésta es una obra poética, la traducción no lo es, sino más bien un aparato, un artificio técnico que nos acerca a aquélla sin pretender jamás repetirla o sustituirla.

Refirámonos, a fin de evitar confusiones, al género de versión que más nos importaría, que, a mi juicio, urge más: la de los griegos y latinos. Han perdido éstos para nosotros el carácter de modelos. Acaso sea uno de los síntomas más extraños y más graves de nuestro tiempo que vivimos sin modelos, que se nos ha atrofiado la facultad de percibir algo como modelo. En el caso de griegos y latinos, tal vez resulta fecunda nuestra presente irreverencia, porque al morir como normas y pautas, renacen ante nosotros como el único caso de humanidad radicalmente distinta de la nuestra, en la cual —merced a lo mucho de ellos que se ha conservado— podemos penetrar. Grecia y Roma son el único viaje absoluto en el tiempo que podemos hacer. Y este género de excursiones son lo más importante que hoy se puede intentar para la educación del hombre occidental. Dos siglos de pedagogía matemática, física y biológica, han demostrado por sus efectos que no bastan estas disciplinas para desbarbarizar al hombre. La educación fisicomatemática tiene que ser integrada por una auténtica educación histórica, la cual no consiste en saber listas de reyes y descripciones de batallas o estadísticas de precios y jornales en este o el otro siglo, sino, que requiere… un viaje al extranjero, al absoluto extranjero, que es otro tiempo muy remoto y otra civilización muy distinta.

Frente a las ciencias naturales tienen hoy que renacer las «humanidades», si bien con signo diverso del que siempre tuvieron. Necesitamos acercarnos de nuevo al griego y al romano, no en cuanto modelos, sino, al contrario, en cuanto ejemplares errores. Porque el hombre es una entidad histórica y toda realidad histórica —por tanto, no definitiva— es, por lo pronto, un error. Adquirir conciencia histórica de sí mismo y aprender a verse como un error, son una misma cosa. Y como eso —ser siempre, por lo pronto y relativamente, un error— es la verdad del hombre, sólo la conciencia histórica puede ponerle en su verdad y salvarle. Pero es vano pretender que el hombre actual, sin más que mirarse a sí mismo, se descubra como error. No hay más remedio que educar su óptica para la verdad humana, para el auténtico «humanismo», haciéndole ver bien de cerca el error que fueron los otros y, sobre todo, el error que fueron los mejores. De aquí que me obsesione, desde hace muchos años, esta idea de que es preciso rehabilitar para la lectura toda la antigüedad grecorromana —y para ello es inexcusable una gigantesca faena de nueva traducción. Porque ahora no se trataría de verter a nuestros idiomas del día las obras que valieron como modelos en su género, sino todas, indiferentemente. Nos interesan, nos importan —repito— como errores, no como maestros. No tenemos apenas qué aprender de ellos por lo que dijeron, pensaron, cantaron, sino simplemente porque fueron, porque existieron, porque, pobres hombres como nosotros, bracearon desesperadamente como nosotros en el perenne naufragio del vivir.

De aquí que importe orientar las traducciones clásicas en este sentido. Porque si antes dije que es imposible la repetición de una obra y que la traducción es sólo un aparato que nos lleva a ella, se colige que caben de un mismo texto diversas traducciones. Es imposible, por lo menos lo es casi siempre, acercarnos a la vez a todas las dimensiones del texto original. Si queremos dar una idea de sus calidades estéticas, tendremos que renunciar a casi toda la materia del texto para transcribir sus gracias formales. Por eso será preciso repartirse el trabajo y hacer de una misma obra traducciones divergentes según las aristas de ella que queramos traducir con precisión. Mas, en general, sobresale tanto el interés dé aquellos textos, en cuanto síntomas de la vida antigua, que puede prescindirse de sus otras calidades sin pérdida seria.

Cuando se compara con el texto una traducción de Platón, aun la más reciente, sorprende e irrita, no que las voluptuosidades del estilo platónico se hayan volatilizado al ser vertidas, sino que se pierdan las tres cuartas partes de las cosas, de las cosas mismas que actúan en las frases del filósofo y con que éste, en su viviente pensar, tropieza, que insinúa o acaricia al paso. Por eso, no como suele creerse por la amputación de su belleza, interesa tan poco al lector actual. ¿Cómo va a interesar si han vaciado el texto antes y han dejado sólo un tenue perfil sin grosor ni temblores? Y esto que digo no es, conste, mera suposición. Es un hecho bien notorio que sólo una traducción platónica ha sido de verdad fértil. Y esta traducción es precisamente la de Schleiermacher y lo fue precisamente porque, con deliberado designio, renunció a hacer una traducción bonita, y quiso, en una primera aproximación, hacer lo que voy diciendo. Esta famosa versión ha sido de gran servicio, inclusive para los filólogos. Porque es falso creer que este género de trabajos sirve sólo a los que ignoran el griego y el latín.

Imagino, pues, una forma de traducción que sea fea, como lo es siempre la ciencia, que no pretenda garbo literario, que no sea fácil de leer, pero sí que sea muy clara, aunque esta claridad reclame gran copia de notas al pie de la página. Es preciso que el lector sepa de antemano que al leer una traducción no va a leer un libro literariamente bello, sino que va a usar un aparato bastante enojoso, pero que le va a hacer de verdad transmigrar dentro del pobre hombre Platón que hace veinticuatro siglos se esforzó a su modo por sostenerse sobre el haz de la vida.

Los hombres de otros tiempos habían menester de los antiguos en un sentido pragmático. Necesitaban aprender de ellos muchas cosas para utilizarlas con plena actualidad. Se comprende que entonces la traducción intentase modernizar el texto antiguo, asimilarlo al presente. Pero nuestra conveniencia es la contraria. Necesitamos de ellos precisamente en cuanto son disímiles de nosotros, y la traducción debe subrayar su carácter exótico y distante, haciéndolo como tal inteligible.

No comprendo cómo cada filólogo no se considera obligado a dejar traducida en esta forma alguna obra antigua. En general, todo escritor debería no menospreciar la ocupación de traducir y complementar su obra personal con alguna versión de lo antiguo, medio o contemporáneo. Es preciso renovar el prestigio de esta labor y encarecerla como un trabajo intelectual de primer orden. Si se hiciese así, llegaría a convertirse el traducir en una disciplina sui géneris que cultivada con continuidad, segregaría una técnica propia que aumentaría fabulosamente nuestra red de vías inteligentes. Pues si me he fijado especialmente en las versiones del griego y el latín, ha sido sólo porque en ese caso la cuestión general se hace más patente. Pero en una u otra medida, los términos del asunto son los mismos referidos a cualquiera otra época o pueblo. Lo decisivo es que, al traducir, procuremos salir de nuestra lengua a las ajenas y no al revés, que es lo que suele hacerse. A veces, sobre todo tratándose de autores contemporáneos, será posible que la versión tenga, además de sus virtudes como traducción, cierto valor estético. Entonces será miel sobre hojuelas —como dicen ustedes los españoles, probablemente sin tener idea de lo que son hojuelas.

—Le oigo con mucho placer —dije yo para concluir—. Es cosa clara que el público de un país no agradece una traducción hecha en el estilo de su propia lengua. Para esto tiene de sobra con la producción de los autores indígenas. Lo que agradece es lo inverso: que llevando al extremo de lo inteligible las posibilidades de su lengua transparezcan en ella los modos de hablar propios al autor traducido. Las versiones al alemán de mis libros son un buen ejemplo de esto. En pocos años se han hecho más de quince ediciones. El caso sería inconcebible si no se atribuye en sus cuatro quintas partes al acierto de la traducción. Y es que mi traductora ha forzado hasta el límite la tolerancia gramatical del lenguaje alemán para transcribir precisamente lo que no es alemán en mi modo de decir. De esta manera el lector se encuentra sin esfuerzo haciendo gestos mentales que son los españoles. Descansa así un poco de sí mismo y le divierte encontrarse un rato siendo otro.

Pero esto es muy difícil de hacer en la lengua francesa. Yo siento que mis últimas palabras en esta reunión sean involuntariamente agresivas, pero el tema de que hablamos las impone. Son éstas: de todas las lenguas europeas, la que menos facilita la faena de traducir es la francesa…