LO QUE MÁS FALTA HACE HOY

(VERSIÓN TAQUIGRÁFICA DE UNA EMISIÓN POR RADIO MADRID A BUENOS AIRES, EN MAYO DE 1935).

ENVIDIO mi voz; la envidio porque de un brinco se planta ahora en vuestra tierra, y se está ya estremeciendo en ese aire argentino, tan excitante, tan eléctrico. Es en verdad una pena que no sea posible cabalgar la propia voz para andar ahora entre vosotros, paladeando el sabor que tiene la vida americana, especialmente la argentina, un sabor que nadie ha definido bien todavía y que, en nosotros los viejos europeos, por lo menos en mí, despierta siempre como un nuevo apetito de existir. Pero no hay remedio: yo tengo que quedar aquí, adscrito a mi vida castellana que en estas horas de mayo hace un esfuerzo extremo por florecer. Sólo mi voz va flotando a vuestro derredor, recorre vuestros campos, la ciudad, entra en un bar para ver si gentilmente hay alguien que le ofrezca un copetín, y, sobre todo, se filtra en la intimidad de las casas donde están reunidos los familiares, los amigos, con la aparente inacción del que escucha, pero sin poder reprimir esas miradas justas, inteligentes, esos relámpagos que lanzan de pupila a pupila, y que son opiniones fulminantes sobre lo que digo, sobre cómo lo digo, sobre por qué lo digo. Pero sería vano que yo me extenuase en el intento de dar presencia a mi persona allí donde ahora suena mi voz. La radio inevitablemente presta a la voz un carácter anónimo, impersonal, casi extrahumano; la convierte en voz de nadie. Y como deseo no haceros perder por completo vuestros minutos, que los tenéis tan contados en vuestra ciudad, voy a aprovechar la audacia que ese anonimato me proporciona, y, disfrazado de nadie, deciros qué es lo que hoy hace más falta.

Ya veréis cómo eso que más falta hace hoy no es nada brillante. Es más. Veréis cómo precisamente porque no son cosas brillantes son las que más falta hacen.

Nuestro mundo occidental, y de paso casi todo el resto del mundo, se encuentra en una de esas situaciones, la más grave tal vez de las más graves, cuando menos, que recuerda la historia. Comprenderéis que no me refiero con eso a la famosa crisis económica ni a la situación de paz internacional ni a nada dentro de este orden ni nivel. A ninguna de esas cosas, de por sí verdadera y especialmente graves. La historia está llena hasta los bordes de guerra, y la crisis constituye aproximadamente, en un día sí y otro no, una parte de la historia. Más aún: eso que llamamos la crisis actual, para sí lo hubieran querido casi todos los siglos del pretérito. Nuestra penuria les habría parecido abundancia y delicia. La cosa es sobremanera extraña. Nunca, ni de lejos, han contado estos pueblos de Occidente, y en general la humanidad, con más medios ni facilidades para vivir. ¿Cómo se explica, entonces, esa radical desazón? Parece evidente que la causa debe ser muy honda, secreta y sutil. Y si queremos de verdad desentrañarla nos es preciso descender a las profundidades de la convicción humana y hacernos bien cargo de la extrañísima realidad que es el hombre.

El hombre no tiene otra realidad que su vida. Consiste en ella. Ahora bien: no nos hemos dado nosotros la vida, sino que ésta nos es dada. Nos encontramos de pronto en ella sin saber cómo ni por qué. Pero esa vida que nos ha sido dada, no nos fue dada hecha, sino que tenemos que hacérnosla nosotros, cada cual la suya. Se trata de una elemental e inexplicable perogrullada. Para vivir tenemos que estar siempre haciendo algo, so pena de sucumbir. La vida es quehacer; sí, la vida da mucho quehacer, y el mayor de todos averiguar qué es lo que hay que hacer. Porque en todo instante cada uno de nosotros se encuentra ante muchas cosas que podría hacer, y no tiene más remedio que resolverse por una de ellas. Mas, para resolverse por hacer esto y no aquello tiene, quiera o no, que justificar ante sus propios ojos la elección, es decir, tiene que descubrir cuál de sus acciones posibles en aquel instante es la que da mayor realidad a su vida, la que posee más sentido, la más suya. Si no elige, sabe que se ha engañado a sí mismo, que ha falsificado su propia realidad, que ha aniquilado un instante de su tiempo vital, por cuanto, como antes dije, tiene contados sus instantes. No hay caso de misticismo alguno; es evidente que el hombre no puede dar un solo paso sin justificarlo ante su propio íntimo tribunal.

Cuando dentro de unos minutos dejéis de escucharme, tendréis que decidir en qué nueva cosa vais a ocuparos; y, para decidirlo, veréis surgir ante vosotros la imagen de lo que tenéis que hacer esta tarde, que a su vez depende de lo que tenéis que hacer mañana, y todo ello, en definitiva, da la figura general de vida que os parece que es la más vuestra, la que tenéis que vivir para ser lo que más auténticamente sois, de suerte, que cada acción nuestra nos exige que la hagamos brotar de la anticipación total de nuestro destino y derivarla de un programa general trazado en nuestras existencias, como el matemático deriva sus teoremas del cuerpo de sus axiomas. Y esto vale lo mismo para el hombre honrado y heroico, que para el perverso y el ruin. También el perverso se ve obligado a justificar ante sí mismo sus actos, buscándoles el sentido dentro de su programa de vida. De otro modo quedaría inmóvil, paralítico como el asno de Buridán.

Según esto, el factor más importante de la condición humana es el proyecto de vida que inspira y dirige todos nuestros actos. Cuando las circunstancias nos estorban o impiden ser el personaje anticipado que constituye nuestra más auténtica realidad, nos sentimos profundamente inhibidos. Esto mismo manifiesta que no cabe hablar de dificultades y facilidades, de cosas más o menos graves. Una circunstancia determinada sólo es difícil o grave en realidad frente a un programa vital determinado, como, por ejemplo, para el corredor de los juegos olímpicos una cojera es mía cosa extraordinaria; en cambio, para mi poeta romántico como Byron u otros, contemporáneos no puede resultar agobiante el que sus gallardas figuras se menoscaben porque al tropezar con una piedra se han quebrado el tobillo. Es sin duda doloroso el caso de un hombre que por circunstancias del destino no pueda hacer lo que tiene que hacer, lo que tiene que ser.

Pero yo os invito a que imaginéis bien otro caso: el de un hombre que se encuentra sin saber lo que tiene que hacer, lo que tiene que ser; que no lleva dentro de sí ningún horizonte de vida sinceramente suyo que se le imponga con plenitud y sin reserva. Como aquello de que todo lo que jamás depende de nadie es el verdadero programa, como ese perfil ideal de existencia es la base misma de la vida, es evidente que su situación resulta mucho más desazonadora que cualquiera otra. De nada sirve a un hombre tal el que se acumulen en su derredor los medios más abundantes y poderosos. No sabrá qué hacer con ellos porque no conoce su objetivo; no le fallan las cosas en torno a él, sino que se falla a sí mismo. Se es a si mismo estorbo y radical dificultad. Pues bien: yo creo que esto es lo que hoy acontece a los hombres de Occidente: no saben de verdad qué hacer, qué ser, ni individual ni colectivamente.

Esto sí que representa una situación muy poco frecuente en la historia. Lo normal en ésta ha sido que los hombres tropezasen con dificultades para vencer la resistencia de lo que ambicionaban.

Planteada así la cuestión, yo pregunto a quemarropa qué es lo que hay que hacer en un momento que se caracteriza precisamente porque no se sabe lo que en última instancia hay que hacer. La respuesta certera surgirá ante nosotros con toda evidencia si reparamos antes en lo que se está haciendo. En la mayor parte de las gentes y de los pueblos la situación de no saber en verdad qué hacer, de no tener un proyecto de vida claro, sincero, auténtico, dispara insensatamente un afán de actividad superlativa, precisamente porque ante el vacío de un auténtico quehacer pierden la serenidad y, atropelladamente, procuran llenarlo con un furor de actuación y un entusiasmo frenético que sean capaces de compensar su sinceridad con un aspecto de empresa tremebunda y definitiva. Todos conocemos esta reacción, sufrida ante el desesperado intento de aplacar la desesperación. En suma, que individualmente y colectivamente adopta esto ese carácter de íntimo engaño, de secreta falsificación propia de alcoholismo agudo. En todas partes se advierte una protesta, una urgencia por reformar todo y por reformarlo hasta la raíz, que contrasta ostensiblemente con la falta de ideas claras sobre la sociedad, sobre el individuo. Frente a conducta semejante recuerdo la pregunta hecha a un gran pintor en el sentido de qué había que hacer para ver bien un cuadro. Y el gran pintor respondió: «Pues tomar una silla y sentarse delante». La excelencia de esta respuesta consiste justamente en que se rehúsa la brillantez para atenerse a la verdad de la situación. Pues algo parecido hallaremos al contestarnos la anterior pregunta: qué es lo que hay que hacer cuando no se sabe lo que hay que hacer.

Los minutos que me han sido concedidos para hablaros se van consumiendo y me encuentro con que no me quedan los bastantes para intentar yo mismo la respuesta. Tal no era lo que estaba en mi prepósito, sino, más bien, traeros la pregunta, despertar vuestra curiosidad por la gran cuestión y esperar que vosotros mismos, cada uno de vosotros, ensayara la solución del enigma, cada uno en silencio, en soledad consigo, con plena autenticidad; evitando toda actitud petulante, leyendo poco y pensando mucho, y, de leer, leyendo historia, sobre todo la del siglo XIX. Quién sabe si estas condiciones bajo las cuales os invito a buscar la gran respuesta no es precisamente la visión de las cosas que más falta hacen hoy. Sírvanos de ejemplo, y con esto termino, la conducta de Inglaterra. Los ingleses sienten tan vivamente como cualquier pueblo lo mal que andan las cosas. Y ante las necesidades han hecho grandes reformas, pero con una visión clara de qué es lo que hay que hacer. En vez de enredarse en revoluciones resuelven hacer lo menos posible. Toman un poco de las reservas de sus monarcas, rectifican hasta en los detalles la administración, solicitan de sus ricos el 50 por 100 de sus rentas, y, sin más aspavientos, resuelven serenamente hacer lo único que pueden hacer, que es: hacer tiempo, esperar…, esperar a que los designios del hombre se aclaren y precisen.

El síntoma es de sumo interés, pues cuando se ha estudiado a fondo la historia, se tiene la convicción de que el pueblo inglés ha precedido en todo a los demás.

Esto es lo más urgente e importante que debía hoy hacerse.

Ahora bien: el quehacer de un intelectual ha estado precisamente en decir, y ha cumplido con esa misión cuando ha procurado decir lo que hay que decir.

Nada más, amigos de la Argentina.