VI
EL DESTINO EXTRANATURAL DEL HOMBRE. — PROGRAMAS DE SER QUE HAN DIRIGIDO AL HOMBRE. — EL ORIGEN DEL ESTADO TIBETANO
En las lecciones anteriores he procurado sugerir cuáles son los supuestos que tienen que darse en el universo para que en él aparezca eso que llamamos técnica. Dicho en otra forma, la técnica implica todo eso que hemos enunciado, que hay un ente cuyo ser consiste, por lo pronto, en lo que aún no es, en un mero proyecto, pretensión o programa de ser; que, por tanto, ese ente tiene que afanarse en la realización de sí mismo. No puede lograrla sino con elementos reales; como el artista no puede realizar la estatua imaginada si no tiene una materia sólida en que plasmarla. La materia, el elemento real donde y con el cual el hombre puede llegar a ser de hecho lo que en proyecto es, es el mundo. Éste le ofrece la posibilidad de existir y, a la par, grandes dificultades para ello. En tal disposición de los términos la vida parece constituida como un problema casi ingenieril: aprovechar las facilidades que el mundo ofrece para vencer las dificultades que se oponen a la realidad de nuestro programa. En esta condición radical de nuestra vida es donde prende el hecho de la técnica.
Dicho así, en fórmula abstracta, resulta acaso difícil de comprender. Porque ese programa extranatural que afirmamos ser el hombre y para servir al cual se afana la técnica, suena a algo místico e inconcretable. Alguna claridad, sin embargo, aportó al asunto la rápida enumeración que hice de algunos entre los muchos programas vitales en que el hombre históricamente ha concretado su ser: el bodhisatva hindú, el hombre agonal de la Grecia aristocrática del siglo VI, el buen republicano de Roma y el estoico de la época del Imperio, el asceta medieval, el hidalgo del XVI, el homme de bonne compagnie de Francia en el XVII, la schöne Seele de fines del XVIII en Alemania o el Dichter und Denker de comienzos del XIX, el gentleman de 1850 en Inglaterra, etc.
No me es lícito dejarme llevar a la sugestiva labor de ir describiendo el perfil presionador del mundo que es cada uno de estos modos de ser del hombre.
Únicamente haré notar algo que me parece de toda evidencia. El pueblo en que predomina la idea de que el verdadero ser del hombre es ser bodhisatva, no puede crear una técnica igual a aquel otro en que se aspira a ser gentleman. Ser bodhisatva es, por lo pronto, creer que existir en este mundo de meras apariencias es precisamente no existir de verdad. La verdadera existencia consiste para él en no ser individuo, trozo particular del universo, sino fundirse en el Todo y desaparecer en él. El bodhisatva, pues, aspira a no vivir o a vivir lo menos posible. Reducirá su alimento al mínimo; ¡mal para la técnica de la alimentación! Procurará la inmovilidad máxima, para recogerse en la meditación, único vehículo que permite al hombre llegar al éxtasis, es decir, a ponerse en vida fuera de este mundo. No es verosímil que invente el automóvil este hombre que no quiere moverse. En cambio, suscitará todas esas técnicas tan ajenas a nosotros europeos como son las de los fakires y yogas, técnicas del éxtasis, técnicas que no producen reformas en la naturaleza material, sino en el cuerpo y la psique del hombre. Por ejemplo, la técnica de la insensibilidad y la catalepsia, de la concentración, etcétera. Esto por lo que hace a mi advertencia de que la técnica es función del variable programa humano. De otra, parte, nos aclara ya del todo aquello de que el hombre, en una de sus dimensiones, tiene un ser extranatural y que antes no conseguíamos traer a intuición.
Es evidente que existir como mediador y como estático, vivir precisamente como no viviente, en constante procuración de anular el mundo y la existencia misma, no es un modo natural de existir. Ser bodhisatva es, en principio, no comer, no moverse, no sexualizar, no sentir placer ni dolor; ser, en consecuencia, la negación viviente de la naturaleza. Por eso es un ejemplo drástico de la extranaturalidad del ser humano y de lo difícil que es su realización en la naturaleza. Ello requiere una preadaptación de ésta que deje huelgo para una calidad de ser que tan radicalmente la contradice. Pero la explicación naturalista de lo humano saltará aquí sosteniendo que la relación entre el proyecto de ser y la técnica es inversa de la que yo supongo, a saber: que es el proyecto quien suscita la técnica, la cual, a su vez, reforma la naturaleza. Todo lo contrario, se dirá: en la India el clima y el suelo facilitan tan enormemente la vida que el hombre apenas necesita moverse ni alimentarse. Es, pues, el clima y el suelo quienes preforman ese tipo de vida búdica. Con esto, por vez primera acaso, les sonará algo bien en este ensayo a los hombres de ciencia que me escuchan.
Pero ahora no puedo menos de chafar al naturalista imaginario que me objeta aún aquella pequeñísima satisfacción. No: existe, sin duda, una relación entre clima y suelo de un lado y programa de humanidad de otro, pero es muy distinta de la que la anterior explicación supone. No voy ahora a exponer cuál es, a mi juicio; por una vez voy a excusarme de razonar y en su lugar voy a oponer al pretendido hecho que el presunto objetante ha presentado, sencillamente, otro hecho positivo que da al traste con aquella explicación.
Sin son el clima y la tierra de la India quienes explican el budismo de la India, no se comprende por qué hoy la región budista por excelencia es el Tibet. Porque su clima y su tierra son la antítesis de la región del Ganges o de Ceylán. Las altiplanicies tras el Himalaya son uno de los lugares más ásperos y crudos del planeta. Feroces vendavales señorean aquellas llanuras inmensas, aquellos amplísimos valles. Tormentas y hielos las castigan durante gran parte del año. Por eso no había allí sino hordas trashumantes, inquietas y broncas, en continua agresión las unas con las otras. Se guarecían en sus tiendas, hechas con la piel de los grandes ovinos altaicos. Nunca pudo allí constituirse un Estado. He aquí que un buen día transpusieron los sublimes puertos del Himalaya algunos misioneros budistas y convirtieron a su religión algunas de aquellas hordas. Pero el budismo es, más esencialmente que ninguna otra religión, faena de meditación. En el budismo no hay un dios que se encargue de salvar al hombre. Es el hombre quien tiene que salvarse a sí mismo por medio de la meditación, de la oración. ¿Cómo meditar en la crudísima temperie tibetana? Fue menester construir conventos de cal y canto, los primeros edificios que hubo allí nunca. No, pues, para simplemente vivir surge en el Tibet la casa, sino para orar. Pero ocurrió que en las contiendas tradicionales de aquel país las hordas budistas se acogían en sus conventos, que adquirieron así un papel guerrero, proporcionando a sus poseedores superioridad sobre los no budistas. En suma, que el convento, haciendo de castillo, creó el Estado tibetano. Aquí no es el clima y la tierra quienes engendran el budismo, sino al revés, el budismo como necesidad humana, esto es, innecesaria, quien modifica el clima y la tierra mediante la técnica de la construcción.
Sirva al paso lo dicho como un buen ejemplo de la solidaridad que existe entre las técnicas; quiero decir de la facilidad con que un artefacto ideado para servir una determinada finalidad se desplaza hada otras utilizaciones. Más arriba vimos cómo el arco primitivo, probablemente musical, se convierte en arma de caza y pelea. Parejo es el caso de Tirteo, aquel ridículo general que los atenienses prestaron a los espartanos. Viejo y cojo, era, además, por el estilo anticuado de sus elegías, el hazmerreír de la juventud vanguardista en el Ática. Pero llega a Esparta y desde entonces los desmoralizados lacedemonios comienzan a ganar todas las batallas. ¿Por qué? Pues, por lo pronto, por una razón técnica de táctica. Las elegías de Tirteo estaban compuestas en un ritmo arcaico, que, por ser muy claro y pronunciado, facilitaba la unidad de marcha y movimiento en la falange. He aquí una técnica poética que se transforma en ingrediente creador dentro de la técnica militar.
Pero no nos perdamos. Intentábamos brevemente confrontar la situación del hombre cuando es, como proyecto, bodhisatva, con la del hombre cuando se propone ser gentleman. La oposición es radical. Basta para advertirlo que insinuemos algunos rasgos constituyentes del gentleman. Antes conviene notar que el gentleman no es el aristócrata. Sin duda fueron los aristócratas ingleses los que principalmente idearon este modo de ser hombre, pero inspirados por lo que diferencia al aristócrata inglés de todas las demás clases dé nobles. Mientras las demás son cerradas como clases, y además cerradas en cuanto al tipo de ocupaciones a que se dignaban dedicarse —guerra, política, diplomada, deporte y alta dirección de la economía agrícola—, el aristócrata inglés, desde el siglo XVI, acepta la lucha en el terreno económico del comercio, de la industria y de las carreras liberales. Como la historia iba a consistir desde entonces principalmente en estas faenas, ha sido la única que se salvó, manteniéndose en la brecha de la plena eficiencia. De aquí que al llegar el siglo XIX créase un prototipo de existencia —el gentleman— que vale para todo el mundo. El burgués y el obrero pueden, en cierta medida, ser gentleman; es más, pase lo que pase en un futuro, acaso inmediato, quedará como una de las maravillas de la historia el hecho de que hoy, hasta el obrero más modesto de Inglaterra, es, en su órbita, un gentleman. Ese modo de ser hombre no implica, pues, aristocratismo. El aristócrata continental de los últimos cuatro siglos es, ante todo, heredero: el hombre que ha heredado grandes medios de vida, pero no ha tenido que luchar en ésta para conquistarlos. El gentleman como tal, no es el heredero; al contrario, supone que el hombre tiene que luchar en la vida, que ejercitar todas las profesiones y oficios, sobre todo los prácticos (el gentleman no es intelectual), y precisamente en esa lucha tiene que ser gentleman. El polo opuesto al gentleman es el gentilhomme de Versalles o el Junker alemán.