IV

EXCURSIONES AL SUBSUELO DE LA TÉCNICA

Las respuestas que se han dado a la pregunta ¿qué es la técnica? son de una pavorosa superficialidad. Y lo peor del caso es que no puede atribuirse al azar. Esa superficialidad es compartida por casi todas las cuestiones que se refieren verdaderamente a lo humano en el hombre. Y no será posible poner alguna claridad en ellas si no nos resolvemos a tomarlas en el estrato profundo donde surge todo lo propiamente humano. Mientras sigamos, al hablar de asuntos que nos afectan, dando por supuesto que sabemos bien lo que es lo humano, sólo lograremos dejamos siempre la verdadera cuestión a nuestra espalda. Y esto acontece con la técnica. Conviene hacerse cargo de todo el radicalismo que debe inspirar nuestra interrogación. ¿Cómo es que en el universo existe esa cosa tan extraña, ese hecho absoluto que es la técnica, el hacer técnica el hombre? Si intentamos en serio aproximarnos a una respuesta, tenemos que resolvemos a sumergirnos en ciertas ineludibles honduras.

Y entonces nos encontramos con que en el universo acontece el siguiente hecho: un ente, el hombre, se ve obligado, si quiere existir, a estar en otro ente, el mundo o la naturaleza. Ahora bien: ese estar el uno en el otro —el hombre en el mundo— podía adoptar uno de estos tres carices:

1.º Que la naturaleza ofreciese al hombre para su estancia en ella puras facilidades. Esto querría decir que el ser del hombre y del mundo coincidían plenamente o, lo que es igual, que el hombre era un ser natural. Así acontece con la piedra, con la planta, probablemente con el animal. Si así fuese, el hombre carecería de necesidades, no echaría de menos nada, no sería menesteroso. Sus deseos no se diferenciarían de la satisfacción de esos mismos deseos. No desearía sino lo que hay en el mundo tal y como lo hay, o viceversa, lo que él desease lo habría ipso facto, como en el cuento de la varita de las virtudes. Un ente así no podría sentir el mundo como algo distinto de él, puesto que no le ofrecería resistencia. Andar por el mundo sería igual que andar por dentro de sí mismo.

2.º Pero podría ocurrir lo inverso. Que el mundo no ofreciese al hombre sino puras dificultades o, lo que es igual, que el ser del hombre y el del mundo fuesen totalmente antagónicos. En este caso, el hombre no podría alojarse en el mundo, no podría estar en él ni una fracción de segundo. Eso que llamamos vida humana no existiría y, por lo tanto, tampoco la técnica.

3.º La tercera posibilidad es la que efectivamente se da: que el hombre, al tener que estar en el mundo, se encuentra con que éste es en derredor suyo una intrincada red, tanto de facilidades como, de dificultades. Apenas hay cosas en él que no sean en potencia lo uno o lo otro. La tierra es algo que le sostiene con su solidez y le permite tenderse para descansar o correr cuando tiene que huir. El que naufraga o se cae de un tejado se da bien cuenta de lo favorable que es esa cosa tan humilde por lo habitual que es la solidez de la tierra. Pero la tierra es también distancia; a lo mejor mucha tierra le separa de la fuente cuando está sediento, y a veces la tierra se empina; es una cuesta penosa que hay que subir. Este fenómeno radical, tal vez el más radical de todos —a saber: que nuestro existir consiste en estar rodeado tanto de facilidades como de dificultades—, da su especial carácter ontológico a la realidad que llamamos vida humana, al ser del hombre.

Porque si no encontrase facilidad alguna, estar en el mundo le sería imposible, es decir, que el hombre no existiría y no habría cuestión. Como encuentra facilidades en qué apoyarse, resulta que le es posible existir. Pero como halla también dificultades, esa posibilidad es constantemente estorbada, negada, puesta en peligro. De aquí que la existencia del hombre, su estar en el mundo, no sea un pasivo estar, sino que tenga, a la fuerza y constantemente, que luchar contra las dificultades que se oponen a que su ser se aloje en él. Nótese bien: a la piedra le es dada hecha su existencia, no tiene que luchar para ser lo que es: piedra en el paisaje. Mas para el hombre existir es tener que combatir incesantemente con las dificultades que el contorno le ofrece; por lo tanto, es tener que hacerse en cada momento su propia existencia. Diríamos, pues, que al hombre le es dada la abstracta posibilidad de existir, pero no le es dada la realidad. Ésta tiene que conquistarla él, minuto tras minuto: el hombre, no sólo económicamente, sino metafísicamente, tiene que ganarse la vida.

Y todo esto ¿por qué? Evidentemente —no es sino decir lo mismo con otras palabras—, porque el ser hombre y el ser de la naturaleza no coinciden plenamente. Por lo visto, el ser del hombre tiene la extraña condición de que en parte resulta afín con la naturaleza, pero en otra parte no, que es a un tiempo natural y extranatural, una especie de centauro ontológico, que media porción de él está inmersa, desde luego, en la naturaleza, pero la otra parte trasciende de ella. Dante diría que está en ella como las barcas arrimadas a la marina, con media quilla en la playa y la otra media en la costa. Lo que tiene de natural se realiza por sí mismo: no le es cuestión. Mas, por lo mismo, no lo siente como su auténtico ser. En cambio, su porción extranatural no es, desde luego, y sin más, realizada, sino que consiste, por lo pronto, en una mera pretensión de ser, en un proyecto de vida. Esto es lo que sentimos como nuestro verdadero ser, lo que llamamos nuestra personalidad, nuestro yo. No ha de interpretarse esa porción extranatural y antinatural de nuestro ser en el sentido del viejo espiritualismo. No me interesan ahora los angelitos, ni siquiera eso que se ha llamado espíritu, idea confusa cargada de mágicos reflejos.

Si recapacitan ustedes un poco hallarán que eso que llaman su vida no es sino el afán de realizar un determinado proyecto o programa de existencia. Y su «yo», el de cada cual, no es sino ese programa imaginario. Todo lo que hacen ustedes lo hacen en servicio de ese programa. Y si están ustedes ahora oyéndome es porque creen, de uno u otro modo, que hacer eso les sirve para llegar a ser, íntima y socialmente, ese yo que cada uno de ustedes siente que debe ser, que quiere ser. El hombre es, pues, ante todo, algo que no tiene realidad ni corporal ni espiritual; es un programa como tal; por lo tanto, lo que aún no es, sino que aspira a ser. Se dirá que no puede haber programa si alguien no lo piensa, si no hay, por lo tanto, idea, mente, alma o como se le quiera llamar. Yo no puedo discutir esto a fondo porque tendría que embarcarme en un curso de filosofía. Sólo puedo hacer esta observación: aunque el programa o proyecto de ser un gran financiero tiene que ser pensado en una idea, ser ese proyecto no es ser esa «idea». Yo pienso sin dificultad esa idea y, sin embargo, estoy muy lejos de ser ese proyecto.

He aquí la tremenda y sin par condición del ser humano, lo que hace de él algo único en el universo. Adviértase lo extraño y desazonador del caso. Un ente cuyo ser consiste, no en lo que ya es, sino en lo que aún no es, un ser que consiste en aún no ser. Todo lo demás del universo consiste en lo que ya es. El astro es lo que ya es ni más ni menos. Todo aquello cuyo modo de ser consiste en ser lo que ya es y en el cual, por lo tanto, coincide, desde luego, su potencialidad con su realidad, lo que puede ser con lo que, en efecto, es ya, llamamos cosa. La cosa tiene su ser dado ya y logrado.

En este sentido, el hombre no es una cosa sino una pretensión^ la pretensión de ser esto o lo otro. Cada época, cada pueblo, cada individuo modula de diverso modo la pretensión general humana.

Ahora, pienso, se comprenden bien todos los términos del fenómeno radical que es nuestra vida. Existir es para nosotros hallamos de pronto teniendo que realizar la pretensión que somos en una determinada circunstancia. No se nos permite elegir de antemano el mundo o circunstancia en que tenemos que vivir, sino que nos encontramos, sin nuestra anuencia previa, sumergidos en un contorno, en un mundo que es el de aquí y ahora. Ese mundo o circunstancia en que me encuentro sumido no es sólo el paisaje que me rodea, sino también mi cuerpo y también mi alma. Yo no soy mi cuerpo; me encuentro con él y con él tengo que vivir, sea sano, sea enfermo, pero tampoco soy mi alma: también me encuentro con ella y tengo que usar de ella para vivir, aunque a veces me sirva mal porque tiene poca voluntad o ninguna memoria. Cuerpo y alma son cosas, y yo no soy una cosa, sino un drama, una lucha por llegar a ser lo que tengo que ser. La pretensión o programa que somos oprime con su peculiar perfil ese mundo en torno, y éste responde a esa presión aceptándola o resistiéndola, es decir, facilitando nuestra pretensión en unos puntos y dificultándola en otros.

Ahora puedo decir lo que antes no hubiera podido entenderse bien. Eso que llamamos naturaleza, circunstancia o mundo no es originariamente sino el puro sistema de facilidades y dificultades con que el hombre-programático se encuentra. Aquellos tres nombres —naturaleza, mundo, circunstancia— son ya interpretaciones que el hombre da a lo que primariamente encuentra, que es sólo un complejo de facilidades y dificultades. Sobre todo, «naturaleza» y «mundo» son dos conceptos que califican aquello a que se refieren como algo que está ahí, que existe por sí, con independencia del hombre. Lo propio acontece con el concepto «cosa», el cual significa algo que tiene un ser determinado y fijo y que lo tiene aparte del hombre y por sí. Pero, repito, todo esto es ya reacción intelectual interpretativa, a lo que primitivamente hallamos en tomo de nuestro yo. Y eso que primitivamente hallamos no tiene un ser aparte e independiente de nosotros, sino que agota su consistencia en ser facilidad o dificultad, por lo tanto, en lo que es respecto a nuestra pretensión. Sólo en función de ésta, es algo facilidad o dificultad. Y según sea la pretensión que nos informa, así serán éstas o las otras, mayores o menores, las facilidades y dificultades que integran el puro y radical contorno. Así se explica que el mundo sea para cada época, y aun para cada hombre, algo distinto. Al perfil de nuestro personal programa, perfil dinámico que oprime la circunstancia, responde ésta con otro perfil determinado compuesto de facilidades y dificultades peculiares. Evidentemente, no es lo mismo el mundo para un comerciante que para un poeta: donde éste tropieza, aquél nada a sabor: lo que a éste repugna, a aquél le regocija. Claro es que el mundo de ambos tendrá muchos elementos comunes: los que responden a la pretensión genérica que es el hombre en cuanto especie. Mas precisamente porque el ser del hombre no le es dado sino que es, por lo pronto, pura posibilidad imaginaria, la especie humana es de una inestabilidad y variabilidad incomparables con las especies animales. En suma, que los hombres son enormemente desiguales, contra lo que afirmaban los igualitarios de los dos últimos siglos y siguen afirmando los arcaicos del presente.