LA Universidad de Granada conmemora su cuarto centenario. Siesta Universidad se da cuenta de sí en esta hora festival, advertirá que, para ocuparse estos días en su pasado y dedicarse a recordar, ha tenido que suspender su vida normal, en la cual no era el pasado y el recuerdo lo primario, sino, por el contrario, el porvenir. La vida es una faena que se hace hacia adelante. Nuestro espíritu está siempre en el futuro, preocupado por lo que vamos a hacer, lo que nos va a pasar en el momento que llega. Sólo en vista de ese futuro, para prevenirlo y entrar en él bien pertrechados, se nos ocurre pensar en lo que hemos sido hasta aquí. Vemos nuestro pasado como el conjunto de medios, de capacidades, de experiencias que nos permitirán afirmarnos en el porvenir, es decir, continuar sosteniéndonos en él, siendo en él. ¿Qué es ahora, en estos días, nuestra Universidad? Si en el futuro somos lo que proyectamos, en el presente somos lo que hacemos en virtud de aquella decisión o proyecto. Y lo que hace ahora esta Universidad es conmemorar su cuarta secularidad, es decir, recordar. Es curioso que el hombre a veces lo que decide hacer en el instante futuro es precisamente ocuparse del pasado, recordar. La palabra es maravillosa: recordar, es decir, volver a hacer pasar por el corazón lo que ya una vez pasó por él; esto es, revivir imaginariamente lo ya vivido. Pero nótese que el recuerdo no es pasivo: si en nuestra mecánica psíquica acontece que una imagen del pretérito rebrota automáticamente, eso no es recordar. Ante esa imagen, como ante todo, el hombre tiene que decidirse por aceptarla o no, y si la acepta es que se pone activamente a recordar; por tanto, el rememorar no es algo pasivo, que le pasa al hombre, sino algo que él hace.
Recordar no es, pues, algo pasivo, es un hacer; no es que el pasado venga por su pie hasta nosotros, sino que nosotros vamos al pasado, volvemos a él, merced a esa extraña condición del hombre que le permite movilizarse libremente por todas las dimensiones de su tiempo y ser igualmente futuro, presente y pretérito. Ahora esta Universidad es, en una u otra medida, con una u otra plenitud y precisión, sus cuatro siglos de historia.
Pero eso que he llamado el hacer, y que, por lo visto, se contrapone al simple pasarle a uno, tiene una condición fundamental, y, a la vez, perogrullesca; ésta: que todo lo que se hace se hace por algo, en vista de algo. Pero nosotros sabemos ya lo que es ese algo, en vista del cual hacemos todo: es nuestro futuro, porque el pasado y el presente no nos puede importar por sí. Lo que nos importa es ser, existir mañana —vivir es pervivir—; lo demás es haber vivido. Por eso el recordar se hace en vista del porvenir, y de ahí que, si nos analizamos mientras estamos entregados a la memoria, observaremos que al rememorar bizqueamos y que, mientras recordamos con un ojo el pasado, con el otro seguimos atentos al porvenir, como refiriendo constantemente lo que fue a lo que puede sobrevenir. El recuerdo es la carrerilla que el hombre toma para dar un brinco enérgico sobre el futuro. Y si no, ¿a qué viene el esfuerzo que esta Universidad dedica a ocuparse estos días en su trasvida? No hay duda: lo hace para afirmar su porvenir, para atraer la atención sobre ella, para fundar su derecho a pervivir mañana, entre otras razones, en el hecho de su historia larga. Conmemorar es recordar en comunidad y públicamente; la conmemoración es la solemnidad del recuerdo.
Y he aquí que esta Universidad reanima sus cuatro siglos de historia. Ve lo que ha sido, pero advierte al punto que los detalles de su historia particular, con ser interesantes, representan sólo variaciones más o menos anecdóticas de lo que ha sido la Universidad española entera. En todo lo esencial, en las aspiraciones, en la relación con el contorno, con los poderes sociales, con la Iglesia, con el Estado, con el pueblo, con las dotes de la raza, con la economía del medio, su destino ha sido el mismo que el de cualquiera otra Universidad española. Y por eso, al querer palpar con precisión lo que ha sido, se ve forzada a preguntarse: ¿qué ha sido la Universidad española? Esto ya no es anecdótico, esto es ya muy importante, esto es ya sustancial. No es desdeñable lo que esta Universidad deba a Granada, pero evidentemente no le debe nada visceral. La provincia, la región —y no ignoráis que soy muy regionalista—, no representan sustancias históricas; son modificaciones del gran ente nacional que es lo históricamente sustancial. Por eso lo que esta Universidad tiene de tal no es lo que tiene de granadina, sino lo que tiene de española. En la conmemoración tendríamos, pues, que partir de lo que ha sido la Universidad en España.
Pero al intentarlo caemos en la cuenta de que no se puede aclarar lo que ha sido la Universidad española si no contemplamos su destino peculiar sobre el fondo de lo que ha sido toda la Universidad europea. La nuestra nace de la misma inspiración e impulso coincidente que las demás de nuestro mundo occidental. Ciertos supuestos elementales, ciertas vicisitudes de primer orden son comunes a todas. Y es evidente que lo más jugoso en esta conmemoración sería dirigir una mirada a lo que ha sido la Universidad europea que incluye a la española y la granadina, y preguntarse si su porvenir presenta barruntos de bonanza o peligro.
Y así esta Universidad, al sumirse en su propio pasado de Universidad europea, revive el proceso dramático y glorioso que ha sido la historia de esta institución. Ve cómo de minúsculos y privados centros de estudios que brotan con espontaneidad de hongos «en todo lugar un poco tranquilo» durante los comienzos de la Edad Media, se desarrollan los grandes cuerpos universitarios, que atraen gentes de los lugares más remotos de Europa y palpitan y se estremecen como vísceras imprevistas dentro de la sociedad europea, constituyendo su más auténtica novedad. Porque esto es lo primero que conviene hacer constar: la Universidad, el cultivo y enseñanza del saber organizados como corporación pública, como institución, es algo exclusivamente europeo, que no había existido en ninguna otra sociedad.
Por eso yo suelo decir que la Universidad ha sido consustancial con Europa. Lo más parecido a ella, que es el mandarinato de China, se diferencia esencialmente. Ahí se trataba únicamente de la preparación de empleados públicos. Fue, pues, exclusivamente un órgano del Estado como tal. Pero en Europa, cualquiera que sea el aprovechamiento que el Estado haya obtenido de la Universidad, significó ésta un principio diferente y originario, aparte, cuando no frente al Estado. Era el Saber constituido como poder social. De aquí que apenas gana sus primeras batallas la Universidad se constituya con fuero propio y originales franquías. Frente al poder político, que es la fuerza, y la Iglesia, que es el poder trascendente, la magia de la Universidad se alzó como genuino y exclusivo y auténtico poder espiritual: era la Inteligencia como tal, exenta, nuda y por sí, que por vez primera en el planeta tenía la audacia de ser directamente y, por decirlo así, en persona, una energía histórica. ¡La inteligencia como institución! ¿Es esto de verdad, de verdad posible? No voy ahora a entrar en el tema, porque no es lo que en mis notas primitivas preví, y quiero en el perfil general de lo que os diga ser estrictamente fiel a ellas.
Ello es que desde el siglo XII se oye sin interrupción, oriundo de los senos de Europa, un son que no se parece a nada, pero que de parecerse a algo sería a un como bordoneo de abejas solícitas e inquietas, vagabundas y punzantes. Es el rumor que hacen las Universidades, un rumor que, como el del motor de explosión en nuestro tiempo, era un ruido nuevo en el mundo. Y en esos siglos, cualquiera que sea el trivio o encrucijada donde os coloquéis, veréis que chocan cuatro tropeles de hombres dispares: un tropel de soldados que moviliza el poder público, un tropel de mercaderes que empuja el interés, un tropel de peregrinos que va a Compostela o a Tierra Santa y un tropel de los que entonces se llamaban escolares y hoy llamamos estudiantes. Y no se puede negar que en el concurso de tan vario origen son éstos los que ponen la alegría, la insolencia, el ingenio, la gracia y —¿por qué no decirlo?— la pedantería. Y este tropel de escolares iba a ser el que ganase la partida a los otros. La cosa es innegable: en Europa las Universidades ganaron la partida a los otros poderes, incluso al más fuerte, porque es la fuerza, al poder político. Esa partida ganada por los escolares al poder político se llama revolución, y es claro que me refiero a la auténtica, porque no estoy dispuesto a llamar revolución a cualquiera cosa. ¡Ganaron la partida a los demás poderes! Pero… ¿la ganaron para siempre? He aquí que la resaca del recuerdo, como siempre acontece, nos arranca de la playa muerta, inofensiva, sin peligros, que es el pasado, y nos arroja de nuevo a la mar del porvenir. En contacto con ella volvemos a sentirnos vivir, porque volvemos a sentirnos en peligro, y, queramos o no, tenemos que bracear para mantenernos a flote. La vida es permanente conciencia de naufragio y menester de natación. La mirada al pretérito, la conmemoración, no ha hecho sino curarnos del embobamiento en que vivíamos y ponernos en carne viva para que percibamos bien lo que el futuro tiene de característico frente al presente y el pasado.
¿Cuál es la esencia del futuro, de «todo» futuro? Peligro, problema. La Universidad europea ha sido algo magnífico, glorioso y triunfante; en el siglo XIX llega al máximum de su poder; pero ¿y mañana? ¿Qué será mañana?
¿Lo mismo, más, menos?
¿Qué haremos para responder a esta pregunta? Yo creo que la cosa no ofrece duda. No tenemos más que un camino, un método: comparar el pasado con el presente, es decir, hacemos bien cargo del presente para descubrir si en él se dan las mismas causas que hicieron posible en el pasado la vida saludable o el triunfo de la Universidad.
Yo no puedo, como es natural, estudiar aquí adecuadamente las causas por las cuales la Universidad prosperó y triunfó en el pasado europeo. Lo único que puedo hacer es enunciar la causa máxima, la que, en rigor, resume y fecundiza todas las demás.
Someted un ser viviente, cuyo organismo propio posea todas las plenitudes y facultades, a un clima desfavorable, negativo de su estilo zoológico, y le veréis pronto desmedrarse y sucumbir o, a lo sumo, arrastrarse en una vita mínima. Viceversa, el organismo endeble se corrobora y plenifica en un clima favorable. Un clima no es sino un régimen atmosférico en que predominan ciertos ingredientes físicoquímicos. Pues bien, eso que llamamos una época histórica no es sino un clima moral, donde predominan ciertas valoraciones, ciertas preferencias, ciertos entusiasmos. ¡Coinciden las preferencias ambientes de nuestra época con el proyecto de vida que cada uno de nosotros es; entonces nuestra vida se logra fácilmente! Pero si las estimaciones de la época en que vivimos pugnan con el tipo de hombre que hemos de ser, nuestra existencia se malogra. Esta ecuación de coincidencia o repugnancia entre nuestro programa vital y nuestra época es uno de los factores primarios de eso que llamamos «destino».
No escapamos a la circunstancia; ella forma parte de nuestro ser, favorece o dificulta el proyecto que somos.
Cuando se repasa la historia de la Universidad europea, que imaginamos como una persona, aunque colectiva, viviente, notamos que su trayectoria, sus altos y bajos, su humildad y su esplendor, avanzaron paralelamente al entusiasmo que el europeo sintió por la inteligencia. Esta es la causa decisiva de la prosperidad y triunfo gozados por la institución universitaria. El europeo, en su evolución, llegó muy pronto a preferir y anteponer la inteligencia a todas las demás cosas del Universo. En los demás cuerpos históricos, en el Oriente, en el mundo grecorromano, en el orbe excéntrico del arabismo, sólo una minoría social creyó radicalmente en la inteligencia, y aun esto habría que verlo más despacio; pero sólo en Europa se da el caso de que casi la totalidad del pueblo sienta un entusiasmo preferente por lo intelectual, que ponga su vida íntegra al naipe de las ideas; en suma, que viva de ideas y para ideas.
A fin de que no se desoriente la comprensión de los que me escuchan, intercalo secamente la advertencia de que no porque yo sea de oficio y vocación intelectual ha de suponerse sin más que apruebo eso: el que se viva de ideas y para ideas. Es evidente que todo hombre ha vivido siempre con ideas, usando de ellas como instrumento «para» su vida.
Digo, pues, sin anticipar sentencia, que el europeo no se ha Ilimitado a vivir con ideas, sino que ha puesto su vida a las ideas, como el arriesgado pone su fortuna íntegra a la sota de copas. En un clima o ambiente dominado por esta preferencia, era natural que la Universidad prosperase y que llegase a su culminación en los siglos que representan el imperio, casi indiviso, de la Inteligencia, en la época moderna y sobre todo en el siglo XIX. ¿Es fácil que la inteligencia pueda ser en el porvenir visible tanto o más que ha sido hasta 1900?
La fecha no es caprichosa, porque efectivamente en torno a ella comienzan a aparecer en Europa síntomas que luego se han desarrollado pavorosamente y que anunciaban el cambio de clima histórico en que indiscutiblemente nos encontramos hoy. El entusiasmo por la inteligencia decrece, y asciende en pleamar la hostilidad a la inteligencia. ¿Es este hecho, tan innegable como universal en Europa, una realidad profunda o es un fenómeno pasajero, debido a una hora de cansancio por la continuidad del esfuerzo ininterrumpido, multisecular, dedicado al pensamiento? ¿Es el odium professionis que sufre transitoriamente el europeo? Sea una u otra cosa su sentido y valor, repito que el hecho es incuestionable y que la Universidad debe mirarlo cara a cara porque de ello depende su porvenir. La inteligencia es el pensamiento, es la razón, y el entusiasmo hacia ella significa que preferimos ante todo tener razón. La, actitud era bonita, no se puede negar; porque a todas las cosas del mundo se prefería la cosa menos cosa del mundo, la más etérea, la razón, la idea razonable.
Pero si ahora dirigimos una mirada al área europea, a la política, a la vida social, sobre todo a las nuevas generaciones, os encontraréis que ya casi nadie quiere tener razón. No es que no la tenga: es que deliberadamente le trae sin cuidado tenerla o no. ¿Qué es lo que quiere, entonces, la gente? Por lo visto, no le interesa la idea de las cosas, sino que quiere las cosas mismas. Ese imperativo de eficacia que hoy se muestran tan dóciles las gentes y que enarbolan como bandera y principio, no hace sino expresar aquel brutal querer las cosas. Es decir, no se estima al que las piensa, sino al que las quiere con resolución; se desestima la inteligencia, sé prefiere la voluntad: al intelectualismo sucede el voluntarismo. ¡La voluntad! Esta es la nueva diosa desde 1900. ¿Será relativamente definitiva, informará toda una época como la otra, será no más que una diosa transeúnte y como turista que se da un fugaz paseo por Europa? Yo no voy a decidirlo hoy. Pero es positivo que los hombres actuales incriminan a toda la Edad Moderna, echándole en cara precisamente lo que ésta consideraba el máximo honor: le echan en cara que no hada sino pensar, pensar… Que además de esto haya creado una civilización material prodigiosa, la cual permite a las nuevas gentes vivir mejor que ha vivido nunca el hombre, es cosa que se pasa por alto y no se le reconoce. Se le inculpa porque pensaba y pensaba. Se le recuerda que en uno de los instantes culminantes del intelectualismo, en la Alemania romántica, había dicho Schlegel que la vida verdadera no es sino un unendliches Gesprach, una charla infinita, una conversación interminable en que se canjean ideas, y la una sale de la otra indefinidamente, sin última consecuencia, sin acabar nunca, sin terminar en una resolución.
Es evidente que desde hace ya no pocos años, y en toda la extensión de Europa, cualesquiera sean las formas de la política, ha sobrevenido un cansando y como un hartazgo de eso. Fatiga la discusión e irrita que no concluya, es decir, que no lleve a consecuencias, a decisiones. Frente a la inteligencia, que parece perderse en el arabesco de su propia dialéctica, se yergue la otra potencia del hombre: la voluntad, que es la facultad de resolver o, por lo menos, de resolverse. Sería un diagnóstico erróneo no ver este cambio del estilo histórico sino en sus más melodramáticas manifestaciones políticas. No; más allá de la política, y antes que ella comience sus operaciones, en los senos profundos de la vida occidental se ha producido un cambio de valoración. No se cree que se haya hecho bastante pensando en las cosas, y se empieza a entrever que la inteligencia no se justifica, sin más, a sí misma, por el simple hecho de ejercitarse.
Una vez reconocido este cambio de la preferencia europea, surge en nosotros indefectiblemente una pregunta: Y ¿por qué ha acontecido? ¿Qué pecado ha cometido la inteligencia para ser —por lo menos aparente y transitoriamente— derrocada y suplantada?
He dicho que el hombre vive siempre con ideas: ¡claro está! Al encontrarse en la circunstancia o mundo hace funcionar, entre otros, su aparato intelectual y, quiera o no, se forja ideas sobre el mundo, lo interpreta, y estas ideas o convicciones sobre lo que las cosas son, entran a formar parte de la circunstancia. Es evidente que la vida del cristiano, para quien este mundo no es sino antecámara o antifaz de otro más real donde está presente Dios, es distinta de la vida del marxista, para quien la última realidad del Universo es el proceso de la producción económica. Naufragar en Dios o naufragar en lo económico son cosas diferentes, aunque a la postre ambas son idénticamente naufragios, son depender de alguien o de algo que es distinto de nosotros, es tener que ser fuera de sí.
Precisamente porque nuestra vida es eso, de modo irrecusable —necesidad de sostenernos en un medio que nos es ajeno, desconocido—, no tenemos más remedio que interpretar nuestra situación, tratar de averiguar qué es ese mundo en que braceamos náufragos y cuál es su relación con nosotros. Ahora bien, esto es filosofía. Y esa filosofía o interpretación de nuestra vida será aguda o roma, elemental o sabihonda, espontánea o pedante, pero lo que no puede negarse es que el hombre, quiera o no, la ejercita. No puede vivir sin interpretar su situación, sin filosofar. De aquí que el mejor resumen de una época sea su filosofía. No discuto ahora si es ella causa o efecto de lo demás; no es que quiera dar importancia a la filosofía; al contrario, puesto que digo que, quieran o no, todos son filósofos. Me basta para el caso con tomarla como la expresión y síntoma de un tipo de vida, de una época. ¿Y cuál ha sido, reducida a última cifra, la filosofía europea, la interpretación de la realidad que ha orientado la existencia en la época moderna?
En su umbral, vestido a la española, de negro, se alza un hombre solitario, pero de la mejor compañía, un gentilhombre que ha sido, tal vez, el genio mayor de Occidente, el más original, que eliminando todo lo adventicio y recibido va a decir la auténtica verdad europea: es Renato Descartes.
¿Y qué hizo este hombre?
Pues este hombre se sentía perdido en la vida, nada en ella encontraba seguro. Nótese que esa sensación de perdimiento e inseguridad no es algo que nos acontezca a ratos en la vida, sino que es la vida misma, aunque hacemos todo lo posible para ocultárnoslo. Descartes quiere hacer pie en algo firme, tropezar con la auténtica realidad, sentirse seguro. Tanto da decir que nos sentimos perdidos como decir que dudamos. En efecto, todo es dudoso; a la vida no le es regalada ninguna convicción absoluta: es primero duda, perplejidad. Pero entonces, dice Descartes, si dudo, por lo menos es cierto que dudo, y luego da ese gran paso, tan sencillo y que es el paso de la Europa moderna: es cierto indubitablemente que dudo; pero dudar no es sino pensar. ¡Eureka!, hemos hallado la realidad indubitable: el pensamiento existe, y como yo soy ese pensamiento, yo existo. Existo, pues, porque pienso; existo como pensamiento, como inteligencia. Y eso, pensamiento, es lo único que hay.
Porque vamos a dejar todo lo demás, que Descartes añade: ya que eso, su punto de partida, es lo esencial, eso es de lo que, con una u otra modulación, va a hacerse solidaria Europa, de 1650 a 1900: es el idealismo.
Si vamos al otro cabo de ese magnífico siglo XVII que «estabiliza» la interpretación europea de la vida, topamos con Leibníz, cima del pensamiento barroco. Y hallamos que en él culmina ese idealismo. Lo que en el bon pas de Descartes fermentaba implícito va a ser paladinamente afirmado en Leibniz. La realidad única es la mónada, y la mónada es pensamiento y sólo pensamiento, confuso o claro. Además, cada mónada está aislada, «sin ventanas», y su existencia se reduce a una faena interior de pensar y pensarse a sí misma, de ponerse en claro consigo misma. El mundo es mera proyección del sujeto intelectual, simple fenómeno y fantasmagoría. Pero tanto en ese mundo fantasmagórico como en la realidad de las mónadas, sólo un principio rige: el principio de la razón suficiente. Nunca ha llegado a mayor imperialismo la inteligencia. Porque ese principio declara que para que algo exista es preciso que cumpla la exigencia de «tener razón», la cual es una exigencia intelectual.
¿Veis cómo el entusiasmo por la inteligencia hace de ella la realidad fundamental, en rigor, la única? Esta convicción va a impregnar toda la vida europea, en todos sus órdenes, y aunque el hombre medio no se dé cuenta de ello, como no se da uno cuenta habitualmente de la atmósfera que respira. En esa atmósfera se comprende el fácil triunfo de la Universidad.
No obstante, reparemos en que el mundo antiguo había opinado también, si no que el pensamiento era la única realidad, por lo menos que era la fundamental. Mas hay una diferencia radical: cuando el griego habla de inteligencia, del nous, no se refiere, por lo pronto, a la suya, sino a un principio o poder que le parece entrever en el cosmos, en el mundo. El europeo, en cambio, creyó que la realidad única era la inteligencia del hombre, sea la individual, sea la de la especie humana, como creía Hegel. Y esto trae una consecuencia decisiva para la interpretación de nuestra vida. Si lo único que hay es la inteligencia y la inteligencia es el hombre, quiere decirse que lo único que hay es el hombre, que el hombre se queda solo. O dicho en otra forma: si la única realidad es el pensamiento y yo soy pensamiento, resultará que, para mí, existir no es sino pensar. Ahora bien, pensar es una faena íntima, que hago dentro de mí, sin salir de mí, sin tener que contar con nada ajeno a mí. Según esto, la vida en su efectividad consistiría en estar solo consigo, dentro de sí, y no, como hemos dicho, en lo contrario, en tener que sostenerse fuera, en el mundo, el cual, acaso, es irracional, ininteligente, antiinteligente acaso, ¿quién sabe si mi enemigo?
No, señor Descartes: vivir, existir el hombre, no es pensar. Vuestra merced —sea dicho con máximo respeto y haciéndole toda la mesura—, vuestra merced ha padecido un error. Sin duda, vuestra merced ha llegado pensando a la conclusión: existo porque pienso; pero recuerde que se ha puesto vuestra merced a pensar, que ha caído en la cuenta de que pensaba no sin más ni más, sino porque antes se sentía perdido en un elemento extraño, problemático, inseguro, dudoso, cuyo ser era extraño al de vuestra merced. Se ha puesto, pues, a pensar «porque» antes existía, y ese existir de vuestra merced era un hallarse náufrago en algo que se llama mundo y no se sabe lo que es —que es dudoso— por tanto, que era algo distinto de vuestra merced —porque de sí mismo, como nos asegura vuestra merced, no puede dudar. Vivir, existir, no estar solo, sino al revés, no poder estar solo consigo, sino hallarse cercado, inseguro y prisionero de otra cosa misteriosa, heterogénea, la circunstancia, el Universo. Y para buscar en él alguna seguridad, como el náufrago mueve sus brazos y nada, vuestra merced se ha puesto a pensar. No existo porque pienso, sino al revés: pienso porque existo. El pensamiento no es la realidad única y primaria, sino al revés, el pensamiento, la inteligencia, son una de las reacciones a que la vida nos obliga, tiene sus raíces y su sentido en el hecho radical, previo y terrible de vivir. La razón pura y aislada tiene que aprender a ser razón vital.
Éste fue el pecado de la inteligencia: creer que ella era sola, que ella era la realidad. Noten ustedes que éste es el pecado de Lucifer cuando pretende ser como Dios. Porque Dios significa la plena realidad. Si Lucifer imaginaba ser como Dios, quiere decirse que presumía dentro de sí todas las condiciones y todos los ingredientes para ser él la plena realidad y no una realidad obligada a contar con otra superior, con Dios. Lucifer intenta suplantar a Dios, como en el idealismo la inteligencia se rebela y aspira a declararse la única realidad. Se comprende muy bien —y ya veremos por qué abundante serie de serias razones— que la inteligencia, la idea, caiga en este error. Está ella consignada indisolublemente a la realidad, o dicho de otro modo más perogrullesco: la idea es idea «de» la realidad. Su papel es de espejo, y cuanto más limpio, mejor. Refleja las cosas y en este virtual sentido las contiene. Si un espejo tuviera conciencia de sí mismo, caería fácilmente en la ilusión de que tiene dentro de sí los objetos que refleja; y si además tuviese pies, echaría a anclar creyendo que podía llevarse consigo todo lo en él espejado, que era, pues, espejo y cosa espejada. Aristóteles dice con gran razón que el alma es en cierto modo todas las cosas, puesto que las piensa. Pero la cuestión y el peligro está en ese ser en «cierto modo», en ese casi-ser. Un mínimo descuido en la apreciación de cuál sea ese «casi ser las cosas» que es pensarlas, trae enormes y desastrosas consecuencias. En el caso del espejo, noten la radical tergiversación de su situación y papel efectivo que acarrearía su error de creer que de verdad lleva en sí las cosas que, en rigor, sólo refleja. De ser un servidor de la realidad pasaría a ser su dueño, su propietario. Por eso Lucifer grita: Nom serviam¡; la inteligencia, que, según hemos entrevisto, es sólo instrumento «para» la realidad radical que es la tarea de vivir, que es, pues, constitutivamente, servicio, se convierte en fin de sí misma, se declara independiente. Y es cierto que la inteligencia no puede servir a ningún interés particular, so pena de anularse, pero por otra parte, ella no es sino esencial servidumbre a la vida. De ésta vive, en ella tiene sus raíces y de ella recibe su sentido.
En El tema de nuestro tiempo, que se publicó en 1923, pero que recoge trabajos de cátedra anteriores de varios años, resumía yo el problema de lo que entonces era aún un porvenir con estas palabras: «La razón pura tiene que ceder su imperio a la razón vital[33]».
La crisis de la inteligencia —y con ella de la Universidad— sólo puede dominarse mediante una reforma de la inteligencia. Hace muchos años que con este mismo título —Reforma de la inteligencia[34]— la predico: anuncié, cuando nadie la presumía, que la crisis se avecinaba, lo cual me costó quedarme solo en España.
Yo creo que hoy, al cabo de trece o catorce años, parecería claro a todo el mundo el sentido de esa fórmula que entonces nadie entendió.
Pero es posible que alguien me pregunte ahora: ¿Y el voluntarismo, ese voluntarismo que desde 1900 parece resuelto a sustituir en su imperio al intelectualismo? ¿Representa, en efecto, la norma «estable» del porvenir? Debe el curioso preguntarse con cierta perentoriedad si una actitud como la voluntarista, en que el hombre cree no tener que contar más que con su voluntad, con su decisión, es, en definitiva, muy diferente de la intelectualista. El descendiente de Descartes creía que vivir era pensar o, lo que es lo mismo, ponerse de acuerdo consigo mismo. ¿Hay mucha distancia de esto a creer que vivir es resolverse enérgicamente? ¿No significa esto que se sigue creyendo lo mismo, sin más que haber trasladado el acento de la potencia inteligente a la volitiva? ¿No tiene el voluntarismo todo el aire de simple y exasperada forma que el viejo idealismo adopta, convulso, antes de morir?
La explotación de voluntarismo sobrevenida en Europa desde hace treinta años —no es menos antigua la fecha de la emergencia— ha abierto una ancha brecha en el horizonte hermético donde nos retenía, mágicamente prisioneros, el intelectualismo. Éste ha sido su papel y su servicio. Pero no es verosímil que el voluntarismo represente una actitud perdurable. El hombre es, ante todo, voluntad, porque, ante todo, tiene que hacer algo para existir y, por tanto, ante todo, tiene que querer y decidirse. Por ser el hombre primariamente voluntad, es precisamente por lo que luego tiene que ser también inteligencia. Es ésta quien crea los proyectos entre los cuales la voluntad ha de decidir, y para ello intenta penetrar hasta la verdad del mundo y del hombre. Yo sospecho que, una vez hecha a fondo la experiencia del radical voluntarismo, el hombre descubrirá, otra vez —¡por fin!—, que no está solo, que hay en torno de él poderes extraños y distintos de él con quienes tiene que contar, y que hay sobre él poderes superiores bajo cuya mano, pura y simplemente, está.