UN RASGO DE LA VIDA ALEMANA

I

VEINTITRÉS AÑOS DESPUÉS. — IMPRESIÓN SINCERA E IMPRESIÓN COMPLETA. — PARÉNTESIS SOBRE LA ESTUPIDEZ. — PARA UNA TÉCNICA DE LA ÓPTICA HISTORICA.

HACÍA veintitrés años que no visitaba a Alemania. Casi un cuarto de siglo. Un motivo privado me ha hecho recientemente permanecer allí dos semanas. Quien conozca la importancia permanente que Alemania ha tenido en mi vida podrá aforar la fuerza de choque que la impresión ahora recibida ha tenido sobre mí. Sin embargo, no espere el lector que yo comunique en este momento esta impresión. Por varias razones, pero, ante todo, por una que es ya de suyo suficiente. Mi viaje no se proponía ver a Alemania. Al contrario: he rehuido tal intención. No he visitado más que una porción del Oeste y he reducido al mínimum el número de personas con quienes he hablado. Esto quita a mi impresión, aun ante mis propios ojos, todo título para poder concluir de ella a la realidad humana. El hecho de que el contacto con una cosa produzca ineludible y automáticamente una impresión en nosotros y, queramos o no, esa impresión quede en nuestro interior sin que pueda ser borrada y actúe, como algo real que es, sobre nuestras opiniones, no nos da derecho a apoyamos responsablemente en ella para elaborar una idea sobre esa cosa. Al hombre intelectualmente responsable no le basta que su impresión sea impresión; esto es, reacción directa, auténtica, sincera, ante un objeto, sino que le exige la condición de ser completa respecto a ese objeto. Una de las causas de nuestra irritación ante el prójimo estúpido, es que se nos presenta siempre con ideas sobre las cosas formadas sobre impresiones fragmentarias, piltrafas y muñones de cosas. (La estupidez es casi siempre cruel; más aún, «proviene» de una crueldad ingénita. Al estúpido no le duele cortar pedazos a las pobres cosas y tratarlos como si fuesen las cosas mismas, al modo del bárbaro violento que ha cortado a alguien la cabeza y la enseña a la multitud gritando: «¡Éste es Fulano!» Cuando presenciamos la discusión entre un hombre estúpido y otro inteligente, vemos cómo éste obliga a aquél a volver corriendo cien veces al lugar de donde partió, porque se le había olvidado meter en su idea trozos esenciales del objeto sobre que se habla. La disputa le hace caer en la cuenta de ello y tiene que volver a empezar de nuevo su faena intelectiva. Vive perpetuamente en la cómoda situación de quien hace mal su equipaje y después de cerrado tiene que abrirlo una y otra vez porque ha olvidado meter prendas y utensilios imprescindibles. El estúpido es el que está siempre empezando a enterarse y, por eso, no acaba nunca de estar enterado). (Enterarse viene de integrare, completar).

Siento demasiado respeto y sobrada lealtad hacia un pueblo tan formidable como Alemania para dar al viento las opiniones que sin mi albedrío ha levantado en mí una impresión insuficiente de su vida actual.

No extrañen estas cautelas y reservas que nacen de una viva preocupación por la responsabilidad intelectual. Ésta, a su vez, se origina en el estado de casi obsesión a que me ha llevado descubrir —en virtud de estudios históricos hechos un poco a fondo— que la característica del intelectual desde una época que puede precisar en tomo a 1750, es la irresponsabilidad.

Lo único, pues, que estoy dispuesto a permitirme ahora es aislar en mi fortuita impresión algún elemento que por su carácter abstracto, amplísimo, sea inequívoco, y una vez aislado, tratarlo como lo que es, fragmento y nada más. De aquí que al exponerlo y comentarlo, al señalar inclusive su peligroso cariz, evite muy cuidadosamente fundar en él ningún juicio ejecutivo sobre el presente o el porvenir de Alemania.

¿Cuál es ese elemento de la impresión recibida en Alemania por alguien que desde hace un cuarto de siglo no la ha visitado, pero que formó en ella una etapa decisiva de su juventud y que ha mantenido sin interrupción el trato más intenso con ella que la distancia consiente? Acaso mi respuesta sorprenda al lector, como me sorprende a mí mismo, pero es rigorosamente verídica. El lector presumirá que en mi impresión han de ocupar por fuerza el primer plano observaciones sobre el aspecto que una política extrema y de gran visualidad pública ha dado a Alemania desde hace un par de años. Al retornar a España todo el mundo me preguntaba: «Bueno ¿y qué pasa con el nacional-socialismo?» Con perfecta ingenuidad yo hundí entonces la mano en mi tesoro de viajero buscando impresiones referentes al nacional-socialismo, pero con enorme sorpresa hallé que eran éstas tan pocas, tan adjetivas y anecdóticas, sobre todo tan extrínsecas a mi verdadera impresión, que les faltaba toda congruencia con la importancia atribuida al nacional-socialismo por mis interpelantes. La cosa es estupefaciente, pero, a la vez, nítida e irremediable. Sin que yo pueda acusarme de intervención deliberada en la conducta de mi atención, el hecho ha sido que yo no he visto apenas nada de lo que pasa ahora en Alemania. Por una espontánea operación de mi retina, el presente, en lo que tiene de tal, ha sido rechazado por ella. ¿Cómo se explica esta ceguera para lo inmediato, para lo que debía haberme sido más patente?

Yo creo que el lector va a entender en seguida este fenómeno que, al pronto, resulta incomprensible. Si un hombre a quien conocemos hace un cuarto de siglo y a quien no hemos vuelto a ver, nos aparece un buen día de pronto, en una solemne fiesta oficial, vestido con un aparatoso uniforme porque acaba de ser elegido jefe del Estado, ¿cuál será la impresión más auténtica y vigorosa que de él recibiremos? ¿Su personalidad y atuendo de jefe de Estado; por lo tanto, lo que acaba de pasarle y que ahora es? Evidentemente, no. Todo eso que ahora es queda sin más relegado al fondo y, en cambio de ello, lo que nos impresiona es simplemente… que ha envejecido. Pero esto no le ha pasado ahora, sino a todo lo largo de un cuarto de siglo. Lo que en verdad advertimos es aquello en él que no depende de hoy, sino de todo ese luengo pretérito. En comparación con este cambio lento y profundo de su persona, eso que hoy le pasa —ser jefe del Estado— nos parece superficial; por lo menos se lo parece a nuestra espontánea y sincera impresión.

Algo parejo me ha acontecido en este viaje. Mi retina no ha retenido aquellas modificaciones de la vida alemana que para producirse necesitaron precisamente ese cuarto de siglo que separa mi visita actual de la anterior. La cosa, pues, una vez entendida, es la más natural del mundo, y el lector, si repasa su experiencia y la analiza un poco, reconocerá que constantemente le ocurre algo semejante.

En suma, lo que yo he visto ahora en Alemania no es lo que ha acontecido en estos tres o cuatro últimos años, sino lo que le ha acaecido en veintitrés. Y aunque sean muy importantes todos los sucesos de este postrer lustro, es cosa clara que tiene un valor mucho más decisivo y grave ese más largo proceso. En el destino de un pueblo, como en el de un hombre, los procesos más largos son, a la vez, los más profundos y sustanciales. Como hay hechos de una hora o de un día, hay hechos seculares. Y si acomodamos la mirada a la visión de éstos es claro que dejamos de ver aquéllos; nuestro rayo visual los traspasa inatento sin percibirlos y va a fijarse en el estrato hondo donde el hecho secular acontece.

Digamos lo mismo en otra forma que acaso resulte más diáfana. (No es tiempo perdido la detención en este asunto, porque el lector puede aprovechar estas indicaciones de óptica social e histórica para estudiar la realidad de su propio país). Hace dos, tres, cuatro años, Alemania decidió crear un Estado nacional-socialista. El hecho tendrá cuanta importancia se le quiera dar, y yo no pretendo escatimar un solo quilate de ella. Pero es obvio que esta decisión la ha adoptado porque se hallaba ya en ciertas vías o modos de existencia. Sólo dentro de ellos y porque estaba en ellos —como dentro de un determinado horizonte— pudo ocurrírsele a Alemania hacerse nacional-socialista. Si hubiese estado previamente en las vías o modo de vivir que se hallaba y halla Inglaterra, no es verosímil que se hubiese resuelto al nacional-socialismo, sino a otra cosa. De esta suerte, en toda vida cada decisión surge dentro de otra previa más amplia, más básica y de desarrollo temporal más largo; ésta, a su vez, dentro de otra, y así sucesivamente. La decisión de lo que hoy vamos a hacer emerge de la decisión que adoptamos sobre lo que vamos a hacer en la presente temporada, y ésta en lo que resolvimos para todo el año o grupo de años, y al cabo, en la decisión tomada sobre toda nuestra vida; por ejemplo, el haber decidido dedicarla a una cierta profesión. Pero toda nuestra vida brota en el cauce de la vida que llevaban nuestros pueblos y nuestra época, la cual, a su vez, va encajada nada menos que en la trayectoria íntegra de la historia universal, es decir, del destino humano. Si éste hubiera sido otro, si el flujo total de la historia marchase en otra dirección —cosa que muy bien pudo acontecer—, nuestra época, nuestro pueblo y en definitiva nuestra vida, nuestro año y nuestra hora serían muy distintos de lo que son. De aquí que tomando las cosas en todo su rigor no se puede entender ni un segundo de la vida de un hombre si no se entiende la historia universal. Lo cual —si el lector quiere— será una pretensión utópica, porque ¿quién es capaz de entender la historia universal? Pero con ello no se dice sino lo que a todas horas advertimos dolorosamente, a saber: que, en rigor, ningún hombre entiende a otro, y que vivimos en trágica y permanente mala inteligencia.

Mas no hay por qué poner el sencillo asunto que ahora empuja mi pluma dentro de tan gran dilema. Para obtener sobre él la dosis de claridad prácticamente requerida, nos basta con retroceder a poco menos de un siglo. Allá, en tomo a 1850, el pueblo alemán tomó una decisión que no refieren las historias al uso. Las historias al uso cuentan sólo el perfil de melodrama que la vida suele presentar. Están escritas y pensadas, en general, para la eterna galería. Y lo que el pueblo alemán resolvió hacia 1850 no tiene apariencia melodramática. Fue esto: lograr, ante todo, organizar la vida colectiva. Esto se llamaba, a comienzos del siglo, la maravillosa «organización» alemana. Parece que es cosa poco dramática y, sin embargo…

La Nación, de Buenos Aires, 24 de febrero de 1935.

II

JUGAR LA VIDA A UNA CARTA. — LA ORGANIZACIÓN DE LOS SERVICIOS COLECTIVOS. — UN RESULTADO: LA DESINDIVIDUALIZACIÓN DEL HOMBRE. — EL «FUROR TEUTÓNICO».

He dicho que hacia 1850 el pueblo alemán pone su existencia a una carta: la organización de la vida colectiva. Es decir, resuelve ocuparse con «preferente» atención en que los servicios exigidos hoy por la vida colectiva sean rendidos con la mayor perfección posible.

Esta resolución no la forma el pueblo alemán en un cierto día y en una cierta hora. Las resoluciones adscritas a hora y día, por mucha retórica que se suela emplear en demostrar lo contrario, son siempre superficiales en la existencia de una persona. Excuso decir hasta qué punto lo son en la de un pueblo. Esa decisión, en rigor, no se toma nunca entera y de una vez, sino que se «va tomando» poco a poco, de la misma manera que en cierta época del año el paisaje «va tomando» aspecto primaveral. Precisamente porque se trata de una voluntad muy honda y que afecta a modos muy radicales y amplios de la vida, no podemos sorprender en nosotros un acto determinado y aislable en que queremos aquello, sino que todo nuestro ser se convierte en voluntad, se va polarizando íntegramente en esa dirección. Pasa como en los casos de auténtico amor. El amor del que ama no consiste en una precisa acción sentimental que se ejecuta en un determinado segundo, sino que toda la persona del amante está impregnada de amor, y todo lo que hace, sea lo que quiera —resolver un problema de alta matemática o bañarse—, es en él estar amando.

Lo mismo un pueblo, a lo largo de una zona difusa de fechas, no hoy o mañana, sino siempre, durante cierto período, va empujando el conjunto de su vida hacia aquella finalidad, hasta que toda ella queda articulada según el propósito.

En este sentido, pues, Alemania puso su existencia, por los años de 1850, a la carta de organizar la vida colectiva.

Claro es que toda vida colectiva es ya organización. Pero lo es en simple espontaneidad, y el hombre tiene siempre el poder de recobrar sobre su espontaneidad en forma reflexiva y actuar con voluntad deliberada sobre ella como sobre una cosa exterior a él. Quiera o no, el hombre es miembro de una colectividad y rinde en ella servicios. Pero puede rendirlos de mala gana o, al contrario, «dedicarse» a ellos, entregarse a fondo y sin reservas a ejercitar esas funciones que le atañen como miembro de la colectividad; en suma, poner a ello su vida.

Y es innegable que todo pueblo, especialmente todo pueblo perteneciente al ámbito de la cultura occidental, además de tener una vida colectiva, se ve forzado a atenderla, a ocuparse deliberadamente en su mejor organización. La diferencia está en el rango que dentro de la jerarquía de sus ocupaciones otorgue a ésta. Y lo que yo digo es que Alemania puso la faena de organizar sus servicios colectivos en el más alto lugar, supeditando a ellos, por consiguiente, todas las demás cosas.

La guerra de 1870 dio ocasión a que, de pronto, las demás naciones se diesen confusamente cuenta de este hecho, que era algo nuevo en el horizonte de Europa. Al principio no supieron bien en qué consistía la inaudita eficacia de que había dado muestra el pueblo alemán. Se atribuyó muy vagamente a mía superioridad de cultura y se dijo que la guerra había sido ganada por las Universidades de Alemania. Era, claro está, un error. Ni el hombre medio alemán era más culto que el francés —antes bien, lo contrario— ni las Universidades, como tales, habían tocado pito ni flauta en la guerra. Cuando yo estudiaba en las Universidades alemanas, pensaba ya —y aun lo escribía ya— que en cuanto instituciones eran un profundo error. Lejos de ser ellas quienes por su propia máquina enriquecían la vida alemana, era ésta, la atmósfera pública del pueblo alemán, quien insuflaba de fuera adentro todo lo que en aquellas instituciones había de admirable. Exactamente el mismo caso en que se halla la enseñanza secundaria de Inglaterra.

Fue al comenzar el siglo cuando los extraños descubrieron con plena claridad que la inaudita fuerza de Alemania —en la guerra, en la producción económica, en la ciencia— procedía del perfeccionamiento no menos inaudito a que había llevado la organización de sus servicios colectivos. Era aquélla, para todo Occidente, la sazón de mayor entusiasmo por el maquinismo. Lo mejor que una cosa podía ser era ser máquina. Los alemanes, mediante su organización —que es su maquinización— habían hecho del Estado, y aun de la sociedad, una máquina de superior perfección. Por ello, fue entonces Alemania el ideal de todas las demás naciones. Todas aspiraban a una organización parecida, y las que no aspiraban a ello soñaban con ello. El ensueño es la aspiración paralítica y desplumada que, sintiéndose incapaz de volar hacia la realización de las cosas, allá en el efectivo mundo, se contenta con imaginarlas dentro de sí. El ensueño es el hueco de la acción ausente.

En aquel momento hice yo mi primer viaje a Alemania. Como pasa siempre, el hombre, al embalarse en un entusiasmo nuevo, ve de él sólo la faz prestigiosa. Ignora aún sus límites y sus inconvenientes. Para descubrirlos es inexcusable que se embarque a fondo en aquella experiencia vital, que la desarrolle y ejecute hasta agotarla. Entonces, sólo entonces, sale a la otra banda de aquel entusiasmo, ideal o forma dé vida, y volviendo la cara, ve su espalda, su finitud, su insuficiencia. No hay posibilidad de ahorrar a la humanidad todo ese trabajo. Él es sustancialmente la historia universal —gigantesca peregrinación del hombre a través de formas de vivir, que inventa, ensaya y agota. Cada experiencia vital es ineludible. Si no se hace hasta su raíz, queda indigesta y no permite que quedemos francos y alertas para la nueva. Porque la nueva consiste siempre en evitar los límites y defectos de todas las anteriores, especialmente de la recién hecha. Esta dialéctica de experiencias forma la cadena de la trayectoria humana, en que —como Hegel decía barrocamente— cada eslabón está borracho y tiene que apoyarse en el que le precede y en el que le sigue, borracho de entusiasmo, primero; luego, de pena.

Hacia 1900 veíamos sólo la magnitud y eficacia de los resultados obtenidos por la «organización». Pero no nos parábamos a analizar en qué consistía ésta últimamente, cuáles eran sus supuestos y sus implicaciones decisivas. Y esto es precisamente lo que en mi retomo a Alemania me ha salido al paso constantemente apenas pasé la frontera. En veintitrés años la «organización» no ha cesado allí de progresar; pero, a la vez, ciertos resultados de ella, ni previstos ni deseados, pero que sus implicaciones inexorablemente acarrean, también han progresado. Sea dicho sin otros ambages: cuando un pueblo se propone principalmente la organización de su vida colectiva, lo logra a costa de desindividualizar a los hombres que lo integran.

¡Ah, claro! Es sobremanera peligroso proponerse «principalmente» algo en la vida. Porque se está siempre a dos dedos de atender eso «exclusivamente». Y entonces pasan siempre cosas terribles. Porque la vida humana es lo contrario de la exclusividad, de la abstracción. En toda la obra del gran pensador Dilthey —el hombre que ha pensado más sobre la vida— se llega, con frecuencia, a ciertos puntos últimos, los más dramáticos de su hondo análisis y entonces aparece siempre una expresión, a la vez simple y misteriosa, que él no aclara nunca: Das leben ist eben mehrseitig —«La vida precisamente es multilateral»— la vida es… muchas cosas. Sería, en efecto, tarea fácil ésta de existir si pudiera hacerse unilateralmente. Pero, ¡ahí está!, vivir es caminar, a la vez, en todas las direcciones del horizonte, es tener que hacer una cosa y… la otra.

El pueblo alemán ha propendido siempre a embalarse totalmente en un sentido determinado, sin reserva, quemando todas las naves. Como suele acontecer a los pueblos, esto, que es su defecto, su vicio, su inclinación morbosa, le es encomiado como su más característica virtud. Se le llama «entereza», «lealtad radical», Gründlichkeit. En rigor, no es sino lo que ya los romanos vieron en los germanos: el furor teutonicus. El furor es falta de inhibición, de última mesura, es ceguera para la multilateralidad de la vida. La verdadera «entereza», la Gründlichkeit, no consiste en entregarse a sólo una cosa, sino en ser todas las que resulten precisas.

La Nación, de Buenos Aires, 3 de marzo de 1935.

III

LOS FACTORES QUE IMPLICA LA BUENA ORGANIZACIÓN COLECTIVA Y EL AUTÓMATA HUMANO. — EL FUNCIONARIO ALEMÁN, EL FRANCÉS Y EL ESPAÑOL.

Sin más que una sencilla colaboración del lector, espero dar plena claridad a lo que ahora intento decir. Le invito a que procure representarse, no cisnes ni princesas lejanas ni pajes gentiles, sino un revisor de tren, un guardia de Seguridad, un juez, un profesor de Universidad, un militar, un empleado administrativo, un ingeniero…, ¿lo ha hecho ya? Bien, pues ahora necesito del lector un nuevo esfuerzo: que, si ha viajado un poco, se represente cada uno de esos entes en distintos países —por ejemplo, en Alemania, en Francia y en España. Sobre el fondo de esa intuición va a moverse cuanto sigue y a ella debe recurrir de lo que yo diga, como en un libro se recurre del texto a la ilustración.

Decía yo que Alemania, hacia 1850, puso su vida a la carta de organizar perfectamente los servicios de su existencia colectiva y que esto —la buena organización— nos parecía la cosa más estupenda, maravillosa y deseable a que un pueblo podía dedicarse. Ahora conviene que, aprovechando una hora de menor entusiasmo, de tibieza y serenidad, nos fijemos un poco en algunos de los factores que esa gran cosa implica.

El funcionamiento de un servicio público presupone un número enorme de actos ejecutados por un número muy crecido de personas. Estos actos están articulados en forma tal que si falla uno se origina en el servicio una perturbación gigantesca. La llamo así porque es esencial subrayar la desproporción entre la importancia mínima del acto que falla y la importancia de sus resultados. El ejemplo más visible es el trastorno formidable que en una vía de gran circulación produce un movimiento casi insignificante de un coche o de un peatón que no sea estrictamente el requerido por el servicio. Como el micrófono convierte en trueno el ruido de una hoja de papel, la articulación de actos en que el servicio público consiste amplía hasta dimensiones de catástrofe cualquiera mínima falla. La organización de un servicio es buena en la medida en que elimina éstas. Para conseguirlo será inexcusable: primero, la previsión más completa posible de los actos todos que el servicio exige, y segundo, la ejecución automática de ese sistema de actos. Ambas cosas imponen a la organización el carácter de rigidez y hacen de ella propiamente una maquinación. La previsión produce el Reglamento, y la necesidad de automatismo, la disciplina, pues como cada grupo de los actos articulados en el servicio o función pública tiene que ser ejecutado por un hombre, la buena organización exige de él que se disponga a automatizar su comportamiento, a convertirse en autómata. Este autómata humano es el funcionario ideal.

Y aquí es donde la cuestión comienza a hacerse un poco más interesante, menos perogrullesca. Porque bajo la expresión «un hombre» entendemos una vida humana individual, y ésta consiste en cuanto un sujeto único y exclusivo hace y padece por su cuenta y riesgo, en vista de sus finalidades individualísimas, en virtud de sus convicciones propias y mediante resoluciones que él toma por sí y nadie puede tomar en su lugar. Cuando proponemos a una entidad de pareja condición que sea funcionario, le proponemos que de tal a tal hora, anule, suspenda e inhiba su existencia individual, dejando de ella sólo en pie la voluntad de ejecutar con sus aparatos psicofísicos —lo que suele llamarse su cuerpo y su alma— los actos que el Reglamento del servicio prescribe. En suma, invitamos al individuo a que deje de ser individuo, porque no hay individuo si éste no es alguien determinado, tal o cual, y ahora le proponemos que deje de ser el tal o cual que él es para que se convierta en el ente genérico «revisor de tren», «cartero», «guardia de Seguridad», «juez», etc.

La invitación es, en verdad, estupenda. Porque ha de notarse, aunque nos resistamos al cariz paradójico del hecho, que un cartero, un guardia, un juez, no es un hombre. Lo cual resultará evidente al lector con sólo reparar en qué es lo que sabe de un hombre cuando sólo sabe de él que es cartero, guardia o juez. Con cada uno de estos nombres se nos designa sólo cierto repertorio de actos que excluyen la individualización y se definen de una vez para todas en un Reglamento. Y si se dice que al determinar la conducta en que consiste el ser cartero da por supuesto el Reglamento que el cartero tiene, claro está, que ser antes hombre, no varía el asunto. Porque ese hombre presupuesto por el Reglamento de carteros es también un esquema genérico. No es tal o cual hombre, sino el hombre que ni es tal ni cual, antes bien, sólo aquellos caracteres comunes a todos los hombres sin los cuales los actos de repartir la correspondencia no se pueden ejecutar. El cartero, el revisor de tren, el juez, el guardia de Seguridad, no es un individuo humano, una persona, sino un papel, un róle, un personaje. Nos cuesta algún trabajo advertir cosa tan evidente porque sabemos demasiado bien que donde haya uno de esos personajes habrá también siempre una persona, que detrás de la «vida» oficial del funcionario y como soporte de ella habrá siempre una vida humana individualísima. Pero el que ambas entidades —la concreta humana y la esquemática oficial— se den juntas no quiere decir que sean la misma.

Cuando queremos atravesar una calle y el guardia que ordena la circulación nos lo prohíbe, nuestra relación con él no es de hombre a hombre —es decir, de persona a persona. El acto de intentar cruzar la calle nació de nuestra personalísima responsabilidad: lo habíamos decidido nosotros por motivos de nuestra individual conveniencia. Éramos los protagonistas de esa acción. En cambio, el acto de prohibimos el paso no se origina espontáneamente en el guardia por motivos personales suyos. De hombre a hombre, tal vez prefiera ser amable con nosotros y permitirnos avanzar. Pero él no es quien engendra sus actos. Ha suspendido su vida personal y se ha convertido en un autómata que ejecuta actos ordenados en un Reglamento. Como se dice en la pieza de Courteline: Le gendarme est sans pitié. Compárese nuestra relación con el guardia —la relación de hombre a funcionario— a la relación en que estamos con un amigo. En ésta, ambos términos son dos vidas individuales que se enfrentan. Lo que hago con mi amigo, lo que le digo y le callo, lo hago precisamente porque es el individuo determinado que él es. El concepto «amigo» no es abstracto como el de gendarme. El que es amigo lo es por lo que tiene de tal individuo. Pero el que es gendarme no lo es por su individualidad, sino al revés, a pesar de ella y en la medida en que quede suspendida.

Esta dualidad entre la persona y su oficio o personaje se da dentro del funcionario mismo. En el gendarme ludían constantemente su humanidad y su gendarmería, su inexorable condición de individuo y su obligación de no serlo y atenerse al Reglamento, supeditarse a la disciplina. De aquí que existan en la persona muchas maneras o actitudes de «tomar» su oficio.

Compare el lector un funcionario alemán, un funcionario francés y un funcionario argentino o español. Notará en el comportamiento del primero que el hombre oculto tras el róle oficial ha aceptado radicalmente éste, se ha sumergido por completo en él, ha inhibido de una vez para siempre su vida personal —se entiende «durante» el ejercicio de su obligación. No ahorra detalle alguno de los prescritos en el Reglamento: no se sorprende en él despego alguno hacia la actuación oficial que le es impuesta. Al contrario, hace lo que hace —el oficio— con verdadera fruición, cosa imposible si al individuo no le parece, ya como individuo, un ideal ser funcionario. Pero esto equivale a decir que el ideal íntimo de tal individuo es precisamente no ser individuo, sino ser gendarme, cartero, juez, etc. Entonces se comprende que se sienta menos o nada solicitado, durante sus horas de servicio, para «vivir su vida», para comportarse como la persona que es. Al contrario, su «vida» ideal es; no ser persona, sino personaje o funcionario.

Contraponga el lector a este caso el del funcionario español.

El espectáculo de su comportamiento no puede ser más diferente. Al punto advertimos que el español se siente dentro de su oficio como dentro de un aparato ortopédico. Diríamos que constantemente le duele su oficio, porque su vida personal perdura sin suficiente inhibición, y al no coincidir con la conducta oficial, tropieza con ella. Se ve que el hombre éste siente en cada situación unas ganas horribles de hacer algo distinto de lo que le prescribe el Reglamento. Resulta conmovedor adivinar el sufrimiento del guardia de la circulación madrileño por no serle lícito dejar pasar a una buena moza cuando la señal luminosa marca rojo. Es más: siempre que puede, suspende el orden normal de servicio para dejar pasar a la buena moza.

No olvidaré nunca haber presenciado en Sevilla un enorme conflicto de vehículos en un cruce de calle, y que en medio de él el guardia, en vez de actuar para resolverlo según le indicaban las Ordenanzas, estaba con los brazos en jarras, el casco ladeado sobre la oreja y diciéndose a sí mismo en hamletiano monólogo:

—¡Ci e lo que yo digo! ¡Que no puée cer! ¡Coche p’arriba, coche p’abajo! ¡Que no puée cer!

Aquel castizo sevillano que ejercía las funciones de guardia, no sólo no ejecutaba el acto que para el caso ordena el Reglamento, sino que mantenía en suspenso la circulación para darse el gusto de expresar su opinión personal sobre la totalidad del Reglamento.

Pero aparte estos casos extremos que aportan sólo la cínica claridad de la caricatura, es de sobra patente que la mayoría de nuestros paisanos «toman» su oficio público en forma muy distinta que el alemán. Si asistiéramos durante todas las horas de servicio a su comportamiento, veríamos, en primer lugar, que sólo algunos ratos entra de verdad nuestro hombre en el ejercicio de sus funciones. Siempre que le es materialmente posible abandona el gesto y la ocupación de su cargo, como quien se quita unos arreos incómodos, y vaca a ser sí mismo, a comportarse según su individualidad reclama. Cuando la ocasión aprieta, le vemos como echar a correr hacia su cargo y «ponérselo» apresuradamente, a modo de quien se pone una escafandra, para soltarlo de nuevo en cuanto la urgencia pasa. Pero aun dentro del ejercicio de sus funciones, procurará prescindir siempre que pueda de los detalles, saltarse ciertas formalidades. Raro será que le veamos verdaderamente interesado en lo que hace. Opera como un sonámbulo; deja actuar al esquema de hombre que, como mínimum, supone todo oficio, manteniendo ausente su personal atención, que es la única capaz de intensidad. En ello se engendra ese ambiente de soñolencia que suele cernirse sobre todas nuestras oficinas. Diríase que el buen español envía a su «doble» espectral, mientras su auténtico ser se queda en casa. Cuando el funcionario alemán concluye su jornada de servicio parece que se apaga, que su vitalidad se reduce. Su verdadera vida estaba en el ejercicio de su cargo: fuera de él, «no sabe qué hacer». Nuestro compatriota, en cambio, parece que despierta entonces, y donde vive de verdad, donde se apasiona, rutila, goza y existe es en la tertulia del café. Allí, donde no hay sino relación concretísima de hombre a hombre, allí donde, sin abstracciones, se puede ser el López que se es frente al Pérez, que es el otro, siente que, por fin, está cumpliendo su individual e intransferible destino.

Es incuestionable que manera tal de tomar el oficio es más bien «sabotearlo» y que no puede fundarse en ella ninguna buena «organización» social. Mas, por otro lado, no se puede negar que su comportamiento es «más humano». Toda la idolatría de la organización que podemos sentir no nos da derecho a considerar como «más humano» un comportamiento que inhibe la vida personal. Será más útil para la colectividad, pero esto nos plantea el más formidable problema del presente: si lo colectivo es humano o en qué medida lo sea. Pronto recibirá el lector noticias de un ataque a fondo sobre este tema. Hoy quisiera evitarlo.

Sin duda, nuestros compatriotas son mucho peores funcionarios que los alemanes, pero ¡quién duda que son «más humanos»! El defecto de mayor calibre que en su conducta se ha notado —la constante docilidad al «favor»—, ¿no es la mayor prueba de ello? Nuestros funcionarios, con enorme frecuencia, sólo funcionan «por favor», y «por favor» alabean todos los días las líneas rectas del Reglamento. Pero ni es cierto que esta docilidad al «favor» consista siempre, ni mucho menos, en soborno inmoral, ni la base de actitud que hace posible ese soborno, cuando lo hay, es la prevaricación por un feo interés. Al contrario, ésta se aloja y multiplica en el hueco que la ha abierto previamente el predominio de la «humanidad» sobre la «oficialidad». El funcionario de nuestras razas no acierta a entrar con el individuo del público sobre que ejerce en cada caso sus funciones en esa relación abstracta a que antes me refería, no es capaz de despersonalizarse. No es un funcionario frente a un hombre, sino un hombre frente a otro. La relación oficial conserva el carácter de efectiva relación interindividual, de «mí» a «ti». Y en ésta claro es que no hay Reglamentos, sino sentimientos: simpatías y antipatías, conmiseración o ira, respeto o desprecio, benevolencia o gratitud. Estos efluvios tan personales penetran en su actuación reglamentaria, convirtiéndola en favor o disfavor.

Mas como, por otra parte, la sociedad tiene, queramos o no, que existir, y para que exista gozar de una buena organización, será preciso que el hombre se dé cuenta de ello, reconozca las exigencias del buen servicio y, por reflexión, supedite su hombría al cumplimiento de su oficio, su vida individual a su «vida» oficial. Esta reflexión es la que no suele actuar o actúa insuficientemente en nuestros compatriotas. ¿Es que la sociedad, la colectividad, el Estado, son cosas demasiado abstractas para que sepan tenerlas presentes a toda hora? O bien, que al tenerlas presentes ¿no logran convencerse, como el alemán, de que ellas y no el destino personal son lo más importante?

El caso es que hay, tal vez, dos pueblos en que el hombre «tome» su oficio público de la misma manera. Mientras el español no lo toma en serio, pero lo toma con humanidad excesiva, el alemán se pasa y toma su cargo como si éste fuera su verdadera persona, lo cual viene a ser como si el actor creyera que su efectiva realidad es el papel que representa. (La confusión tiene en la historia muchos precedentes. Baste recordar el hecho de que en latín dramatis persona es papel, figura de teatro, ficción, lo que yo llamo «personajes». ¿Cómo vino ese vocablo a significar la realidad más real del universo, la concreta individualidad humana, o viceversa, partir de ese sentido para transformarse en el de mascarón?)

Una posición equidistante de esas dos es la del funcionario francés. En esto como en otras cosas son los franceses el grupo de Occidente que mejor ha dosificado los diversos ingredientes del hombre y con mejor equilibrio sabe atender a más dimensiones de la vida. Hasta tal punto es sutil la manera como el francés toma su actuación de funcionario, que se hace muy difícil describirla con claridad. Porque si bien los servicios públicos de Francia no ostentan perfección, carecen de pulimento, exactitud y rigor que en Alemania dan un subrayado muy fuerte a la organización como tal, sustantivándola, por decirlo así, tenemos por otra parte la impresión de que la función pública se realiza allí con sobrada solidez. Sólo que esta solidez no es exhibida, sino más bien ocultada. Se renuncia a la apariencia rígida y se disimula el automatismo. Y es que el funcionario francés vive con plena seriedad su oficio: ni lo desatiende como el español para liberar de él su persona, ni desaparece en él como el alemán. Vive su oficio, pero sin abandonar su propia vida. Esto es lo difícil de formular. Tal vez nos sirva echar mano de una imagen visual. Si nos representamos ambas actuaciones —la del individuo y la del funcionario— como dos perfiles sobrepuestos uno a otro, podríamos decir que en el caso del francés vibran, oscilan uno sobre otro con gran rapidez, de suerte que hay siempre un instante en que el perfil personal coincide con el oficial para separarse en el instante inmediato y volver a coincidir, y así sucesivamente. Con increíble movilidad el francés salta sin cesar de la una a la otra vida, y la celeridad del tránsito nos da como resultado óptico la extraña impresión de que es a la vez persona y funcionario, quitando a éste la aridez, el aristado del esquema, y a aquél la informalidad de estar ejerciendo un oficio sin respeto a él, sin solidaridad con él. Sabemos que su actuación reglamentaria no es una broma, pero a la vez, que no tenemos delante una máquina poco o nada humana, y que en última instancia, si el caso lo merece, podemos recurrir a su personal hombría para salvamos de una molestia injustificada que el Reglamento, con su brutal rodaje, nos proporciona. La cosa es tanto más de notar cuanto que el francés no es personalmente amable, antes bien, bronco y distante. Pero no deja nunca de ser la persona individual que es, y en nuestro trato oficial con él vemos siempre ésta tras el funcionario, nos hacemos la ilusión de que, en un conflicto, acabará por salvamos del Reglamento o acomodarlo a nuestra individual situación. Por eso en el viejo sainete de Courteline se completa la frase antedicha así: Le genderme est sans pitié… mais il n’est pas sans grandeur d’áme.

La Nación, de Buenos Aires, 10 de marzo de 1935.

IV

PLASTICIDAD DEL HOMBRE. — NUESTRO PASADO ES NUESTRA LIMITACIÓN. — EL CARÁCTER ÉTICO COMO EL PASADO DE UN PUEBLO. — ENTREVISIÓN DE QUÉ ES LO SOCIAL.

La descripción que he hecho de los tres tipos de funcionarios tiene un sentido comparativo, y sólo entendida así pretende alguna validez. Si introdujéramos otros términos de comparación habría que correr todas las figuras. Es claro que hay otros pueblos donde el hombre está aún menos colectivizado que en España, y frente a sus funcionarios parecería el español casi un francés o un alemán. Pero, además, esa descripción se refiere sin distingos a toda una larga etapa, cuando menos a los últimos cuarenta años. Esto significa que sólo es verdad en primera aproximación.

Cuanto digamos sobre cosas humanas, vale en la medida en que precisemos la fecha y distingamos de tiempos. La cronología no es, como en definitiva se ha creído hasta aquí, el dermato-esqueleto de la historia, una armazón extrínseca que el historiador necesita poner sobre los hechos humanos para ordenarlos y no confundirse él, sino, por el contrario, es la entraña misma de lo humano y como la sustancia de la historia.

Es verdad que entre el funcionario alemán y el español existe hoy, como hace medio siglo, la diferencia apuntada, pero no se puede negar, por otra parte, que en esta etapa, y comparado consigo mismo, el funcionario español se ha vuelto mucho mejor funcionario y ha aprendido no poco a inhibir su vida personal. Era inevitable. A comienzos del siglo, como he dicho, brotó con gran brío en todos los pueblos el entusiasmo por la «buena organización». Por eso es la fecha en que más se admira a Alemania. Cualesquiera fueran las resistencias espontáneas del carácter étnico, la voluntad de que los servicios públicos lograsen mayor perfección tuvo que irlas reprimiendo más o menos. Yo no dudo de que si continuase sin reservas ese entusiasmo por la buena organización, el funcionario español llegaría a ser lo que hoy es el alemán. El hombre es una entidad infinitamente plástica de la que se puede hacer lo que se quiera. Precisamente porque ella no es de suyo nada, sino mera potencia para ser as you like. El hombre es lo que ha hecho de sí mismo, donde va incluido lo que unos hombres influyentes logran hacer de los demás. Repase en un minuto el lector todas las cosas que el hombre ha sido, es decir, que ha hecho de sí, y que luego ha dejado de ser, es decir, ha desechado de sí; desde el «salvaje» paleolítico hasta el joven «surrealista» de París. Yo no digo que en cualquier instante pueda hacer de sí cualquier cosa. En cada instante se abren ante él posibilidades limitadas; limitadas precisamente por lo que ha sido hasta la fecha. Ésta es la única limitación concreta que el hombre tiene: su pasado. Pero si se toman, en vez de un instante, todos los instantes, no se ve qué fronteras pueden ponerse a la plasticidad humana. De la hembra paleolítica han salido Madame Pompadour y Lucila de Chateaubriand; del indígena brasileño, que no puede contar arriba de cinco, salieron Newton y Enrique Poincaré. Y estrechando las distancias temporales, recuérdese que en 1783 vive todavía el liberal Stuart Mill, y en 1903 el liberalísimo Herbert Spencer, y que en 1917 ya están ahí mandando, o poco menos, Stalin y Mussolini.

Cuando se habla, pues, de carácter étnico, no se entiende nada absoluto y definitivo. El carácter de un pueblo no es sino la acumulación de su peculiar pasado hasta aquí —su particular limitación, que no procede, en última instancia, de una imposición absoluta con que se ha encontrado: raza, clima, etc., sino de lo que ha hecho libremente de sí frente a esas circunstancias fisiológicas y climáticas. En este radicalísimo sentido es un pueblo su historia. Por lo mismo es tan fabulosamente grave embarcar a una nación en tal o cual forma de vida.

De la «buena organización» no veíamos hacía 1905 más que sus excelentes efectos, lo que por delante de sí va produciendo, que son los apetecidos. Pero una acción nuestra, además de esta eficacia rectilínea, irradia efectos hacia todas las direcciones. Y como éstos no son los que con ella buscamos, no solemos preverlos y nos sorprenden más tarde. Así olvidamos casi siempre que todo disparo es también culatazo, que todo impulso hacia adelante engendra un contraimpulso hacia atrás.

La «buena organización» perfecciona la vida colectiva. Pero ¿perfecciona también, sin más ni más, la vida personal? Estos artículos hacen ver que la buena organización implica una inhibición habitual de la propia vida del individuo. Si a rajatabla ponemos ésta al servido de aquélla, ¿no correremos el riesgo de debilitarla en proporciones desastrosas?

En esta cuestión caben dos actitudes y es preciso resolverse por una de ellas, pero no con ese modo de resolverse que hoy se llama «decisión» y que tradicionalmente decíamos en español «liarse la manta a la cabeza». Antes de decidimos por una de las dos, de poner nuestra vida a una de ellas, es preciso resolverse por la verdad de una u otra. Esto es lo inexcusable, y lo demás una enorme estupidez, que no deja de serlo porque pueblos enteros la cometan.

La cuestión —que he prometido no zanjar— tiene que ser planteada con toda la energía dé Perogrullo. Una «colectividad» de individuos es una colectividad de «individuos», de hombres, de existencias individuales. Si éstas, como tales, se desmedran, es evidente que también se desmedrará la colectividad.

Mas, por otra parte, la vida individual es la existencia del hombre en el mundo —en el mundo físico y en el mundo social. Según la leyenda árabe de la isla de Huac-Huac, nacen las mujeres en los árboles. Pero fuera de esa leyenda, las mujeres y los varones nacen en la sociedad, por lo menos en el grupo generador, llámesele o no familia. Es decir, que el individuo humano es, desde luego, y constitutivamente, miembro de una colectividad. Y no lo es sólo fuera, sino por dentro. No se trata de que el hombre está en la sociedad, sino que la sociedad está en él. Queramos o no, lo que otros hombres anteriores o de nuestro dintorno han pensado y hecho forma parte de nuestra persona, lo somos. Por tanto, si no hay colectividad sin individuos, no hay tampoco individuos sin colectividad. Es evidente, pues, que la realidad humana tiene dos formas: la colectiva y la individual que mutuamente se implican. La cuestión está en determinar la función que cada una sirve en la vida humana y el rango efectivo (no meramente estimativo) que con respecto a la otra le corresponde en verdad.

Sin otro ánimo, por ahora, que insinuar una mera posibilidad, yo diría lo siguiente:

Que el hombre, a diferencia de las demás entidades pobladoras del universo, no tenga un ser determinado, sino que consista en potencialidad ilimitada de ser esto o lo otro, no ha de interpretarse sólo como una desdicha. Tiene un lado magnífico. Es la condición, ineludible para que una entidad sea capaz de progreso. Sólo progresa quien no está vinculado a lo que ayer era, preso en ese ser que ya es, sino que puede emigrar de ese modo de ser a otro. Este peregrino del ser, este sustancial emigrante es, por ventura, el hombre. Pero no basta con esto para que progrese. No basta con que pueda libertarse de lo que ya es, como la serpiente de su camisa, para tomar una nueva forma. El progreso exige que esta nueva forma supere la anterior, y para superarla que la conserve y aproveche, que se apoye en ella, que se suba sobre sus hombros, como una temperatura más alta va a caballo sobre las otras más bajas. Es decir, que el progreso exige, junto a la capacidad de no ser hoy lo que ayer se fue, la de conservar eso de ayer y acumularlo. Ahora bien, el individuo, como individuo, estrena siempre la vida y sería siempre un primer hombre, eterno Adán, como lo es el animal en su especie. Durante su existencia se desarrolla su humanidad, pero no progresa. Sólo habrá progreso si esa humanidad que en él se desarrolla parte de otra que ya se desarrolló y llegó a su culminación; en suma, si acumula otras humanidades y su vida no es la de un primer hombre, sino la de un segundo, tercero, etc. Para este menester de acumulación hace falta que el hombre, al nacer, encuentre ya una forma de humanidad hecha, lograda, que no tiene él que inventar ni forjar, sino simplemente instalarse en ella, partir de ella para su individual desarrollo. Así este desarrollo no empieza desde el cero, sino ya de una cantidad positiva, a la cual añade su propio crecimiento. O lo que es igual, comienza a ser sobre lo que otros han sido y agrega a ello su personal trabajo e invención.

Esa acumulación del pasado sin la cual el hombre no podía ser hombre, es decir, entidad progresiva, exige un aparató que la haga posible y la asegure. ¿Quién transmitirá al individuo que nace hoy cuanto de sí mismo hicieron los individuos antepasados hasta la fecha? ¿Otro individuo? Imposible. Es preciso que muchos individuos actuales se repartan el peso de la herencia que nos viene de muchas series de individuos sucesivos. La multiplicidad sucesiva de hombres se conserva proyectándose en una multiplicidad simultánea, en los muchos hombres de hoy. Pero no basta con esto. El tesoro del pasado no puede estar a merced de que quieran o no aceptarlo, sin más ni más, los individuos de hoy. Es preciso que éstos tengan que contar con ello, que lo sientan como algo que se les impone en sentido análogo a como sentimos las imposiciones de la realidad física que están ahí, queramos o no, y sin que su existencia dependa de la buena voluntad de ningún individuo.

Esto nos hace ver que el pasado humano, para conservarse efectivamente, tiene que convertirse en una realidad extraña, que aun siendo humana, no tenga los caracteres más radicales de lo humano, a saber: que no depende de la voluntad como depende nuestra vida individual; que sea, por tanto, impersonal, irresponsable, automática. Pero resulta que éstos son los caracteres de la naturaleza bruta, del mundo físico. Ahora bien, esto, precisamente esto, es lo social, lo colectivo. Todo lo que de verdad proviene de la sociedad, de la colectividad y en que éstas consisten es impersonal, automático, irresponsable y brutal. Y, sin embargo, todos esos adjetivos se refieren a cosas humanas y no físicas, a modos de pensar (opinión pública), de actuar (usos morales, derecho), a hombres y no a movimientos materiales, reacciones físicas ni procesos zoológicos. Lo social, lo colectivo es, pues, lo humano deshumanizado, cuasi-materializado, naturalizado. Por eso hemos sido llevados, sin advertirlo, a llamar también «mundo» a lo social. El hombre está en la sociedad como en una segunda naturaleza. De aquí qué siendo humana sea tan inhumana.

Según esto, la sociedad, la colectividad, sería el medio esencial ineludible para que el hombre sea hombre. Pero entiéndase bien: cuanto hay en la sociedad vino de individuos y en ella se desindividualiza para hacer posibles nuevos individuos. Lo colectivo, pues, es algo intercalado entre las vidas personales, que de ellas nace y en ellas desemboca. Su papel, su rango, con ser constitutivo del hombre, es simplemente papel y rango de medio, de utensilio y aparato; por tanto, secundario al papel y rango de la vida personal.

A lo que creo, esta concepción trascendería todas las opiniones hasta ahora sustentadas en que se contraponen individualismo y colectivismo o en que se intenta turbiamente armonizarlos.

La Nación, de Buenos Aires, 17 de marzo de 1935.

V

ÚLTIMAS REFLEXIONES.

Al comenzar este ensayo decía yo al lector que en mi reciente viaje a Alemania no había visto lo que ahora pasa, sino lo que ha pasado en los veintitrés años que separan mi inspección actual de la anterior. Y si esto pudo parecerle al pronto cosa un poco enigmática, pienso que ahora le parezca sencillísima.

La entrega que el hombre alemán hizo de su personal existencia a la organización de la vida colectiva —allá por 1850— es un hecho demasiado profundo para que pueda ofrecerse ningún otro de mayores influjos. Lo probable es lo inverso: que todas las demás cosas acontecidas en Alemania en los postreros treinta años provengan de aquella radical resolución o queden absorbidas por ella.

Lo que yo he visto, como realidad de primer término, no es sino el avance en la colectividad del hombre alemán. Hace veintitrés años había llegado en ella a un estado bastante adelantado. Hoy la encuentro mucho más allá. La vida individual ha quedado reducida al mínimum; es casi sólo un muñón, un rudimento. Las personas viven automatizadas, y cuando el Reglamento público que regula su comportamiento no determina lo que deben hacer, se quedan perplejas, sin saber qué gesto, qué acción ejecutar.

No me interesa ahora apreciar este enorme resultado, valorarlo, juzgarlo. Me parece mucho más fértil invitar al lector para que detenga sobre él su meditación y lo contemple por todas sus caras. Se trata de un gigantesco ensayo, hecho a fondo, para movilizar toda una nación en un cierto sentido, para realizar en ella una entre las innumerables posibilidades humanas. El exclusivismo insólito con que el ensayo se ha cumplido, le da todo el valor de una experiencia de laboratorio. Y es preciso que este ensayo sea aprovechado por las demás naciones, sea tenido rigorosamente en cuenta para seguirlo a para rechazarlo.

Además, ocurre preguntarse: Este ensayo de colectivizar la persona humana ¿fue, sin más ni más, una ocurrencia arbitraria o casual de los alemanes, o existen en toda sociedad presente causas que, gravitando sobre el albedrío, le imponen esa dirección? En este último caso, la imagen de Alemania sería como un espejo de nuestra común destino; convendría mucho ver con claridad sus componentes para aceptarlo si parece deseable o para luchar eficazmente contra él si lo tenemos y aún es sazón de eludirlo. Tratándose del hombre, el destino no significa pura fatalidad. Es fatal que tengamos que contar con nuestro destino, pero no es fatal que se cumpla.

Las fronteras de los pueblos europeos rebosan de habitantes. Esos habitantes han recibido del ambiente —educación, propagandas, prensa— conciencia de amplísimos derechos y tienen despiertos todos sus apetitos. Desean vivir y vivir bien. Pero el bienestar de todo orden —no me refiero sólo al económico, sino a las ilusiones de la ambición del triunfo, etc.— no da margen para que sea repartido en forma de que cada individuo pueda alcanzarlo y gozarlo mediante propia creación. El espacio vital —podríamos decir moral— no deja holgura para que millones y millones de hombres vivan cada cual para sí. Esto supone una esfera de acción libre donde la trayectoria individual —la voluntad diferencial de cada persona, su poder de invención humana en ideas, proyectos, gustos, preferencias— pueda desarrollarse. Pero el caso es que cada individuo tiene que existir apretado contra su prójimo. (El ejemplo más visible, aunque el más tosco, es la dificultad de circulación en las calles de las grandes urbes). Para moverse tiene que coincidir con el movimiento de los que en torno le oprimen, y, viceversa, éstos tienen que contar con él. En tal disposición, ¿no será preciso que yo tenga que renunciar a moverme según propia inspiración, contentarme con actos reglamentados, como en una gimnasia colectiva, con hacer en cada instante lo que un poder público manda a toque de cometa?

En el último medio siglo se ha hablado demasiado de «teorías» colectivistas, de utopías de socialización para que se atendiese con suficiente serenidad al colectivismo efectivo y ya existente de las circunstancias. Aquellas teorías podían, como todas las teorías, vaporizarse y ser suplantadas por ideas opuestas; pero los hechos no hay quien los volatilice. Están ahí e irremisiblemente habrá que contar con ellos.

De este modo, la cuestión, hasta ahora romántica, de si se resolvería uno por las «ideas» colectivistas o por las «ideas» individualistas, se convierte en asunto harto más trágico, a saber: sí la realidad colectiva de hoy, si las sociedades actuales, no son por sí mismas de constitución colectivista, y abandonadas a su espontaneidad no concluirán ahogando la vida personal y transformándose en termiteras humanas.

A mi juicio, es ésta la tremenda cuestión, la sustantiva, que hoy palpita bajo todas las apariencias. Y su gravedad se multiplica por el grado de miseria intelectual en que el hombre presente se encuentra ante los fenómenos sociales. Dos veces durante el siglo XIX se intentó comenzar el análisis de las sociedades y se abrió un libro bajo el título Sociología. Pero no se pasó de escribir las primeras líneas. Con sorprendente frivolidad se hallaron pronto pretextos para desdeñar la empresa. Los pretextos consistieron siempre, con uno u otro giro, en que la nueva ciencia no se parecía a la física. Y gracias a ello venimos a una situación en que nos es de superlativa urgencia tener ideas claras qué es lo social, qué la colectividad, cuál su relación con el hombre, y toda la física maravillosa no sabe decirnos una sola palabra sobre tales asuntos.

Sería pavorosa, si pudiera realizarse, una encuesta donde apareciesen con todo rigor las ideas que en los hombres más influyentes del planeta —no hablemos del resto— se unen a vocablos como «sociedad», «colectividad», «masa», «uso», «opinión pública», «individuo humano», «revolución», «Estado», etc. Sobre todo, si luego se compara la tosquedad primitiva de esas ideas con la precisión de conceptos a que se ha llegado en las técnicas de la naturaleza. Es como si habitásemos encima de un laboratorio donde son manejados los explosivos más violentos por hombres de quienes supiésemos que no tenían la menor noción de sus ingredientes.

La crisis económica, que es de cuanto hoy acontece la dimensión más notada por el hombre medio, ha puesto de manifiesto la insuficiencia de la economía, que parecía la más adelantada entre las ciencias sociales. En una época de auténtica y seria energía humana —y no de mera retórica «energista»—, la natural reacción ante esa falla hubiera sido revisar a fondo el corpus de las ideas económicas, con la serena confianza de que un trabajo más agudo y más hondo rendiría un sistema de leyes económicas más firme. En vez de eso, nuestros contemporáneos parecen preferir la actitud pueril e insensata de alegrarse o poco menos ante el fracaso de esa ciencia, satisfaciéndose en el desprestigio de los economistas. Y, sin embargo, la más sobria meditación bastaría para presumir que la defectuosidad de la economía tradicional procede de que es una ciencia social particular, cuyos cimientos estarán al aire mientras no exista una ciencia fundamental sociológica, como no es posible una buena óptica o una buena acústica si no existe una buena mecánica.

La Nación, de Buenos Aires, 31 de marzo de 1935.