I
DON Gaspar de Mestanza, recientemente fallecido, es uno de los pocos españoles interesantes que han nacido en los últimos cien años. Porque es forzoso reconocer que el español, tan lleno de otras virtudes más importantes, no posee casi nunca el don de interesar. Es de ordinario un hombre excelente, pero aburrido. La causa de ello acaso esté en que reaccione siempre del modo previsto y no da margen para que esperemos de él nada que no esté ya en el programa. Por esta razón la vida española ha sido siempre poco divertida, hoy como en tiempo de Viriato. Don Gaspar de Mestanza representa una egregia excepción. Era siempre otra cosa además o aparte de lo que pudiera presumirse. Ya el hecho de que haya dejado escritas unas extensísimas memorias lo demuestra. Porque ni sus amigos más próximos sospechaban que este hombre tan alegre que parecía embarcarse entero en la gracia de cada hora fuese capaz de esa periódica retirada o abandono de la vida que supone la redacción de unas memorias.
Don Gaspar de Mestanza ha muerto de ochenta años, de modo que casi un siglo entero se ha destilado por aquella alma sutilísima, que se acercaba tanto a todo, conservando, a la vez, de todo una absoluta distancia. Nació en 1855, y esto le consigna a la generación que «tuvo el grito» en las postrimerías del siglo. Fuera acaso conveniente contar algún día a los jóvenes lo que fue aquel estilo de vida que se llamó fin de siècle, y que es probablemente el más opuesto entre los imaginables al vigente hoy. Ha sido el tiempo en que el europeo sintió más radical confianza en sí mismo y en el porvenir. Ese exceso de confianza le hizo abandonarse, perder toda cautela, y quien quiera hallar la causa inmediata, pero profunda, de cuanto hoy acontece, la encontrará rebuscando en esa última quincena de la centuria. Pero no suele faltar en ninguna generación un hombre que vive un poco al fondo de la escena, un hombre deslizante, que pasa inadvertido y que es su testigo excepcional. Hombre de ojo claro y frío, implacable en el ver, que lleva, como no puede menos, en su entraña los atributos de su generación, pero que no queda sumergido en ella, sino que la mira flotando sobre ella y por eso se salva cuando ella transcurre y sigue apto para vivir otros tiempos que subsiguen. Claro que esto sólo es posible en hombre cuyo modo sustancial de vida no es la pasión, sino la visión. Esa pupila implacable de azor que otea el paisaje ha sido Mestanza durante más de cincuenta años. La muerte, al acercarse, le ha encontrado con una inteligencia tan alerta como en la hora mejor de su vida y con la mano puesta en sus Memorias, donde, no hace todavía dos meses, urdía el comentario a los últimos acontecimientos del mundo. Dotado de sin igual perspicacia para percibir los cambios de los tiempos y definirlos, su obra no tiene pareja en la bibliografía porque nunca se ha podido asistir con tanta clarividencia a cambios históricos tan radicales. La historia ha solido siempre usar de un automático pudor que le hacía apagar la luz en la hora de sus graves mutaciones, como en el teatro se hace la oscuridad al tiempo de cambiar la decoración. Cuando la humanidad va a transformarse, los hombres parecen previamente volverse tontos y no ven lo que pasa. No podrá decirse lo mismo del presente. Estas Memorias tienen la particularidad de que no cuentan muchas cosas. No tienen una intención narrativa, sino analítica. Destacan sólo ciertos hechos de la vida pública y de la vida privada —más aún, de la vida íntima— que el autor considera representativos y los somete a una pavorosa endoscopia. Mete en lo real la fina sonda que lleva al cabo una lamparita eléctrica y nos hace ver mágicamente iluminada la entraña del humano existir en sus más secretas operaciones.
Para mí lo más sorprendente en Mestanza es que hombre de tal calidad, de mente tan densa, fuese diplomático. Tal vez se trata, por mi parte, de una injusticia respecto a ese oficio. Pero debo confesar la debilidad que me hace sentir angustia y una atroz melancolía cuando en una comida me encuentro sentado junto a un diplomático. «He aquí —pienso— dos horas de mi vida, total e irremediablemente perdidas. Voy a oír una serie de anécdotas que no tienen nada que ver entre sí ni con la realidad de cosa alguna, noticias vagas sobre países que no parecen estar en el mapa, e ideas equivocadas sobre todo». El giro popular español que habla de «tomar el rábano por las hojas» parece la definición de la diplomacia. Estos hombres de la carrière son el universal casi. Son casi elegantes, casi aristócratas, casi funcionarios, casi inteligentes y casi donjuanes. Pero el casi es el vocablo de la ausencia. A veces, sin embargo —recuérdese el caso de Stendhal—, la carrera diplomática es el mejor antifaz que un hombre distante de los demás hombres puede elegir para circular entre ellos sin que sospechen los ricos hontanares de espíritu que lleva dentro. Todos los individuos auténticamente personales que he conocido tenían dos vidas —una de ellas simple coraza de la otra. Así Mestanza, que pudo pasear impunemente durante cincuenta años su hipersensibihdad por las capitales de Europa y América, merced a una vulgar máscara de diplomático. En su profesión era considerado como hombre exacto, cumplidor, y que no se dejaba sorprender nunca. Probablemente este oficio le sirvió además para vivir fuera de su país. En España sufría excesivamente, y desde lejos su nación y su raza le aparecían purificadas en la esencialidad del recuerdo y la monumentalidad de la distancia. Muchas veces le oí decir: «Al revés que en los demás europeos, lo peor en el español es la piel y el primer movimiento. El español es de cutis áspero, como papel de lija: por dentro es suave y hasta blando. En cambio, el francés, que es de cuero untuoso, tiene una hoja de aserrar en el eje de su alma». Ello es que Mestanza rehuyó siempre y cuanto pudo el contacto con la piel de sus compatriotas. En sus Memorias ha dejado observaciones sobre nuestro carácter, sobre nuestra historia, tan agudas que no creo exista nada ni de lejos parecido. Con un soberano desdén hada los tópicos, va desde luego a las vísceras y descubre tremendos secretos de esta alma española, tan vieja y tan mal conocida. Porque si Mestanza soslayaba el contacto con sus paisanos, sentía, no obstante, una enorme curiosidad por ellos. De aquí que conociese a España mejor que nadie. Fue, con Francisco Alcántara, el primero que penetró a fondo en el terruño peninsular, que descubrió los pueblos profundos y perdidos. No era raro que desde sus remotos puestos oficiales —de Londres, de Berlín, de la América del Sur— descendiese fulminante, como un alcotán, sobre la menuda presa entrevista; sobre una vetusta villa perdida en el riñón de nuestra tierra. Vivía allí unas semanas y luego levantaba el vuelo llevándose en las garras la delicia gozada y algún secreto de España. En el tomo IV de sus Memorias hallo lo siguiente: «Debía cada cual hacer una lista de situaciones imaginarias que a su juicio representasen formas superlativas de la delicia del vivir. Yo tengo hecha esta lista, y uno de sus desiderata consiste en lo siguiente: ser inglés, que me durmiesen con un hipnótico en Oxford y me despertasen en Córdoba en un huerto de naranjos. Esa primera emoción del hombre nórdico ante la inverosimilitud del naranjo es una forma máxima de existencia». En uno de estos súbitos descensos predatorios le conocí yo, siendo casi adolescente. Fue hada 1902. Dirigido por Alcántara, el gran maestro de los desconocidos rincones españoles, visité entonces por primera vez a Albarracín. Esta caduca dudad lanza a las alturas su increíble perfil alucinado, agarrada a un cerro de piedra caliza que bajo el sol parece de plata. La entonces humilde y polvorienta carretera renunciaba, como hoy, a subir hasta ella y pasaba el cerro por un túnel. Allí, junto al túnel, empotrada en la roca, había una posada de cuento, tenida por una legendaria viejecita. En aquel tugurio encontré a Mestanza, que había llegado dos días antes de Berlín, donde representaba a nuestro país. Éste fue el fantástico escenario en que brotó nuestra amistad, una amistad firme y continuada que ha sido la causa de que la familia me haya entregado sus memorias al morir su admirable pariente. Yo espero dar pronto a la luz pública estos volúmenes, pero quisiera adelantar algunos extractos que den una idea anticipada de su curioso contenido.
II
En el mismo tomo IV, que corresponde, aproximadamente a su cincuentena, escribe Mestanza: «Al llegar a cierta altura de su transcurso, nuestra vida hace automáticamente balance definitivo de sus experiencias en un cierto orden de asuntos. No por ser tan normal es menos extraño el fenómeno a que aludo. Porque esa operación de balance y cierre de cuentas respecto a un tema vital —al amor y la mujer, por ejemplo, o bien sobre lo que se espera de nuestro pueblo y de los demás, o bien sobre la política— va motivada por una absoluta convicción de que ya hemos hecho todas las experiencias acerca de él que podemos hacer. Y esto es lo extraño: ¿cómo sabe nuestra vida de antemano que ya no va a experimentar nada nuevo en aquel orden? Nada tiene que ver este balance auténticamente definitivo e inexorable con otros que hacemos en alguna hora patética y de cuya insinceridad nos damos cuenta. En éstos nos sentimos histriones de nuestra propia vida. (Sería interesante, por cierto, estudiar el histrionismo que el hombre menos histrión segrega a lo largo de su vida, como si ésta necesitase de cuando en cuando darse espectáculos íntimos). El balance a que; me refiero lleva en sí mismo la garantía de su autenticidad; sabe que no es ficción y que es irremediable; más aún, se lo encuentra uno hecho y terriblemente concluso.
»Es una inapelable conciencia de que ya sabemos lo que es el amor, lo que es la mujer, lo que es nuestro pueblo, lo que es la política, y, a la vez, sabemos por qué antes no lo sabíamos y caminábamos a ciegas no obstante la fingida seguridad que aparentábamos. Este saber no tiene un carácter intelectual o teórico, no es siquiera un saber formulado y acaso sea informulable. Sin embargo, está ahí, interviniendo activamente en nuestra vida, como una luz soberana, como un incontrovertible mandato. Si intentamos iniciar un nuevo amor, advertimos al punto que nos es imposible porque se nos presenta desde luego con implacable evidencia toda su trayectoria y no nos deja márgenes de indecisión donde puedan fermentar las ilusiones.
»No debiera, después de todo, sorprendernos tanto la cosa porque la vida será todo lo rica, varia y profunda que se quiera, pero es, al fin y al cabo, una realidad finita, determinada. Irla viviendo es, a la par, irla conociendo, y este conocimiento llega en un cierto momento a su propia plenitud. En cada orden de asuntos tardaremos más o menos tiempo, pero en casi todos concluimos por haber dado la vuelta entera alrededor de ellos. Tal vez es ésta la expresión que mejor declara la plenitud de conocimiento en que, queramos o no, nos sentimos estar: haber dado la vuelta entera al tema, haberlo visto por todas sus caras. Antes, como nos faltaba alguna cara por ver, nuestro conocimiento no se cerraba sobre sí mismo, no era hermético, y en aquel vacío de intuición hacían su nido las ilusiones y ponían su trampa las generosas esperanzas. Como el hombre, en lo que depende de su voluntad, es por naturaleza tramposo, quisiera prolongar indefinidamente este estado de conocimiento insuficiente y abierto a nuevas posibilidades, pero la vida no le deja, y una cierta mañana se encuentra con que su saber sobre el amor, sobre su pueblo, sobre sí mismo, está ya completo y cerrado. ¡Adiós, las penumbras deliciosas! Hay que vivir en adelante bajo una cruda luz de mediodía. Todo está claro, ferozmente diáfano: cada cosa es lo que es y nada más. La existencia se despoja de las ilusiones, acariciadoras pero fraudulentas. En cambio, brota en nosotros una sorprendente sensación de dominio sobre la vida, una sensación rara que se asemeja a la que experimentamos sobre una comarca cuyos caminos y sitios conocemos perfectamente y al movemos por la cual llevamos con toda claridad en la mente su plano».
En las Memorias de Gaspar de Mestanza encuentro dos momentos en que el autor, sin declararlo expresamente, hace sendos cierres de cuentas. Uno de ellos se refiere a la faena sentimental que representa para el hombre el trato con la mujer; otro: atañadero a la política. Cuando hace el primero, Mestanza debía tener cincuenta años. El segundo coincide con los sesenta y tres o sesenta y cuatro. Por cierto que, al desarrollar sus ideas definitivas in eroticis, Mestanza escribe lo siguiente: «Tres veces, por lo menos, he dado por concluida mi juventud y me he colocado íntima y externamente en la actitud de un hombre que va a vivir en los modos de la madurez. Pero, con enorme sorpresa mía, me encontré otras tantas con que había padecido un error óptico. Me fue forzoso reconocer que, por debajo de mi juicio que decretaba el término de mi juventud, seguía ésta fluyendo con todos sus esenciales atributos. La primera vez fue a los treinta y dos años. La segunda a los cuarenta. La tercera a los cuarenta y cinco. ¿No es cómica esta situación? Me parece la contrapartida de la otra situación cómica en que el hombre resueltamente decrépito sigue creyéndose joven. Cuando analizo el porqué de aquella ilusión óptica, hallo pronto su causa. Se trata del influjo pasmoso que las ideas vulgarmente extendidas tienen sobre nosotros. En mi tiempo existía con plena vigencia la idea de que la juventud está adscrita a la veintena. Adviértase, por ejemplo, que toda mi generación se sabía de memoria unos ridículos versos de don Gaspar Núñez de Arce que comenzaban así:
¡Treinta años! ¡Quién me diría
que tuviera al cabo de ellos
si no blancos mis cabellos,
el alma apagada y fría!
»Todos, pues, esperábamos el día de cumplir los treinta años para asistir, con ingenua y secreta curiosidad, a ese fenómeno de congelación anímica. Pero esa idea que en los versos deplorables de Núñez de Arce toma un aspecto ridículo era incuestionablemente una opinión seria que se había formado con plena solidez. ¿Es posible que apreciaciones tan sustantivas sobre el proceso normal de nuestra existencia se formen de un modo completamente arbitrario? No lo creo. Más verosímil me parece suponer que la vida humana modifica la extensión de sus diversas sazones y que la juventud dura más en ciertas épocas que en otras o empieza antes y es antes desalojada por la madurez. No hay duda, por ejemplo, de que los hombres de 1800/2 1840 dejaban más pronto de ser adolescentes y concluían antes de ser jóvenes. Los románticos son gente prematura. Producen su obra en lo que hoy se consideraría casi la niñez. Y me refiero lo mismo a los poetas que a los políticos y a los industriales. En las novelas de Balzac sorprende que duquesas de veinticuatro años descubran a sus amantes adolescentes, en largas y elocuentes tiradas, todos los secretos de la perversa sociedad. Balzac exageraba, toda su obra es un edificio construido por la exageración. Pero, aun descontando ésta, no poco de verdad debía quedar en el comportamiento de sus personajes. De otro modo, no hubieran parecido tolerables a sus contemporáneos.
»Es, pues, forzoso reconocer que en la primera mitad del siglo último el proceso de la vida humana marchaba a mayor velocidad. Durante mi vida he podido observar cómo este proceso se iba haciendo más lento: los muchachos prolongaban más su puericia, la juventud empezaba más tarde y la madurez venía a establecerse en una edad que los románticos llamaban senectud. Esto explica que las ideas tópicas sobre las edades no coincidían con la marcha que éstas han llevado en mi juventud. Hoy veo que el antiguo canon sobre las fechas normales de la juventud y la madurez ha perdido vigencia, pero no creo que se haya formado aún otro nuevo y el individuo puede vacar libremente a ser joven o a ser viejo, conforme se le antoje».
III
«Cuando miro al trasluz —escribe Mestanza en el tomo VI de sus Memorias— los cuarenta años y pico de mi vida diplomática, veo en su ámbito agitarse, como infusorios en un líquido corrupto, los innumerables políticos que he conocido. He visto pasar por delante de mí los gobernantes de casi todos los países y los que aspiraban a serlo. ¿Qué impresión ha depositado en el fondo de mi ser esa fabulosa muchedumbre de personajes, a que fuera preciso añadir la recibida en mis lecturas históricas, continuadas durante medio siglo? No me es fácil enunciarla porque me repugnan las extravagancias, y aquella impresión lo es a fondo y sin remedio. Yo preferiría poder incriminar esa opinión mía sobre los políticos encontrando algún pretexto para descalificarla ante mi propio juicio.
»Hay opiniones en cuya formación nos damos cuenta de haber intervenido: las hemos buscado y solicitado, las hemos ido urdiendo, por decirlo así, con nuestras manos y conocemos el secreto lugar de ellas donde, para redondearlas, les dimos un ligero coup de pouce que acaso es arbitrario o, por lo menos, no impuesto ineludiblemente por los hechos. Pero hay otras opiniones de que nos sabemos por completo inocentes. Nunca intentamos formárnoslas, no fuimos ni remotamente sus conscientes creadores. Al contrario: nos las encontramos un buen día formadas en nosotros por generación espontánea, sin que sepamos de dónde vinieron y cuál ha sido su gestación. Por lo visto, en nuestro roce con la realidad, se han ido poco a poco precipitando en nosotros, como mecánicamente, en virtud de cierta secreta química tan solapada que ha ido operando a espaldas de nuestra íntima vigilancia. Ello es que, precisamente por no ser obra nuestra, no podemos nada frente a estas opiniones que ejercen un influjo inexorable sobre nosotros».
No se puede negar el acierto de esta distinción establecida por Mestanza en la fauna de nuestras opiniones, aunque le falte la clave última de ella. Mestanza, que era un formidable analítico de la vida humana, no fue un filósofo. Leyó mucho sobre las disciplinas filosóficas, sobre todo psicología y sociología, pero en sus meditaciones, aun aprovechando todos esos conocimientos con evidente garbo, suele detenerse allí donde el análisis de la vida en concreto había de despegar, como dicen los aviadores, y lanzarse a las abstracciones ontológicas. Ésta es acaso la enorme utilidad que encuentro en su manera y en su obra. Porque la vida humana, aunque resulte escandaloso advertirlo, es una realidad sobre la cual se ha pensado todavía muy poco en forma deliberada y no es posible, como hoy intentamos, plantear los últimos problemas filosóficos a que ella incita sin que hayamos antes dominado un poco más los caracteres de su estructura concreta. Entre la mera observación de sus hechos singulares, es decir, el puro, espontáneo empirismo, y las sumas generaciones de la filosofía hay una zona intermedia que corresponde en este tema humano a lo que es la física frente a los fenómenos materiales.
Pero nos importa, más que precisar el estilo intelectual de Mestanza, entresacar algunas de sus ideas sobre asuntos que hoy nos urgen e intrigan. No puede decirse que el amor y la mujer pertenezcan a esta clase. Será penoso o venturoso, pero es un hecho que hoy escasea el humor para hablar sobre el amor. Aprietan demasiado las cuestiones públicas para que nuestra vida encuentre ante sí espacio libre suficiente donde entregarse con morosidad a esas ocupaciones privadas. Tal vez es este hecho uno de los síntomas más terribles de nuestra época. No podía haber pasado inadvertido a Mestanza, que, como he dicho, vivió siempre con pupila de cazador, atento a los «cambios de los tiempos». «Si se me pregunta —dice en el tomo V, capítulo noveno— cuál ha sido la transformación más grande a que he asistido, no vacilaré en afirmar que la acontecida en lo que va de siglo XIX —¡y no antes, conste!— respecto al radio de individuación concedido al hombre. Reconozco que la expresión es abstrusa, pedante y nada afortunada, pero no encuentro otra. Todo será que me esfuerce un poco en aclararla. Me sorprende que los historiadores no hayan caído en la cuenta de que una de las magnitudes decisivas para resolver la ecuación que nos permite comprender una época, consiste en determinar la medida en que, durante ella, podía y tenía el hombre que comportarse según su individual inspiración. Probablemente no hay en toda la historia dos épocas que hayan dejado al hombre ser individuo en la misma dosis. Lo más frecuente ha sido que al hombre le sean impuestas formas de comportamiento —modos de pensar, sentir y actuar— por la colectividad en que vive, de suerte tal que apenas queda en su vida dimensión alguna donde pueda vivir por cuenta propia. Por supuesto, jamás ha acontecido ni acontecerá que el hombre pueda conducirse exclusivamente según su personal gobierno. Una criatura humana en cuya existencia no tuviesen la menor intervención usos, costumbres y leyes —por tanto, lo social— no podría sostenerse porque ello implicaría tener que inventar en absoluto con la propia Minerva todos sus pensamientos, deseos y medios de satisfacerlos. El problema empezaría al despertarse con el natural apetito mañanero. ¿Qué desayunar? Por fortuna la sociedad sale al paso de ese problema ofreciéndonos cierto repertorio de costumbres alimenticias matinales entre las cuales nos es relativamente fácil elegir. Sin este auxilio de la sociedad como directora de nuestra conducta, cada paso sería para nosotros un conflicto. ¿Qué hacer, por ejemplo, al entrar en una reunión? ¿Cómo resolver el peculiar problema consistente en el primer acto de nuestra relación con otros hombres, ese acto inicial, previo a todos los demás que motivan nuestra aproximación? La dificultad nos es dada hoy tan resuelta que casi nos cuesta trabajo representárnosla. Pero imagínense dos hombres que nunca se han visto y que se encuentran de pronto en un desierto. Cada uno ignora las intenciones del otro: ¿es un enemigo?, ¿es un necesitado pacífico? Evidentemente se hace preciso un acto que preceda a todos los demás y cuya única finalidad resida en mostrar la intención benévola de ambos, que constituya desde luego el área de trato sobre la cual van a moverse los actos subsecuentes. La sociedad nos ahorra el esfuerzo y el riesgo de inventar ese comportamiento inicial adelantándonos próvida el uso del saludo, un acto convencional, en sí mismo ridículo, pero que sirve anaquel ineludible menester de iniciar la relación. Entre los tuaregs, hombres de auténtico desierto, el uso salutatorio tiene que ser muy cauteloso y se desarrolla en largo ceremonial que dura aproximadamente media hora. Hoy en Europa, que es lo contrario del desierto, donde la población es demasiado densa, basta con un rápido apretón de manos, y, a lo que veo, este mínimo uso ha entrado en decadencia y empieza a ser bastante una leve inclinación de cabeza cuando no un minúsculo guiño de ojos. Puede decirse que hemos llegado a la taquigrafía del saludo. Ya no se pregunta siquiera por la familia, ni como en la India —cosa bien natural—: “¿Ha tenido usted muchos mosquitos esta noche?” Pero el hecho es que, hoy como hace milenios, el hombre no tiene que inventar por sí lo que va a hacer primero al toparse con un semejante, sino que la sociedad le da resuelto el problema mediante la norma colectiva del saludo».
IV
«Me parece un error creer que la red con que la sociedad mantiene en su seno, aprisionado, al individuo esté tejida principalmente con las ventajas materiales que le ofrece, presentándole resueltas sus más urgentes necesidades físicas. Si fuera así, pienso que resultaría mucho más frecuente el caso de hombres que huyesen resueltamente de toda convivencia humana. Porque esas ventajas materiales quedan de sobra contrapesadas por los enojos que reporta el trato con los prójimos. La experiencia me ha enseñado que, contra lo que afirman retóricas generalizaciones, son numerosísimos los hombres que no estiman las comodidades físicas y cuya capacidad para adaptarse a las mayores escaseces es prácticamente ilimitada. No creo, pues, que sea ésa la causa de que el individuo quede con tan extraña regularidad retenido dentro de la vida social, a pesar del vigor con que a cierta altura de la existencia suele sentir atroz misantropía. ¿Quién no ha pasado por más de una hora en que le pareció con irrefragable evidencia que no hay nada que hacer con “los demás”, que la presunta convivencia no es tal convivencia, sino más bien una extra o antivivencia, que vivir es inexorable incomunicación, incorregible soledad y consustancial no entenderse con nadie? No se simplifique, pues, livianamente el problema de la famosa “sociabilidad” del hombre. Antes se resolvían cuestiones como ésta apelando al Deus ex machina de los instintos, pero bien claro se ve que el hombre es un animal que los ha perdido y que arrastra sólo la ruina de ellos. Por tanto, algo peor que no tenerlos es conservar sus muñones e inorgánicas piltrafas, incapaces ya de dirigimos, pero suficientes para no dejamos seguir tranquilamente a la razón. Esto da a la condición del hombre esa penosa y ridícula ambigüedad que hace de él, a la par, un animal degenerado y un petulante cachorro de arcángel.
»No es, pues, la ventaja material ni un mitológico instinto de sociabilidad lo que más resueltamente mantiene al hombre en sociedad, sino esa otra ventaja moral que consiste en ahorrarle el esfuerzo de decidir qué es lo que va a hacer en cada minuto. Esto sí que es poderoso sobre nosotros y nos prende por el más secreto subsuelo de nuestra vida, iba a decir que por su peana. Tan secreto, tan previo y elemental es ese ligamen, que ni siquiera lo advertimos, y si un día nos faltara, nos pondría en trance de enloquecer. Imagínese que un hombre tuviera, de verdad, que inventar por sí mismo todos los actos intelectuales, apreciativos y corporales que necesita ejecutar en una sola de sus jornadas. ¡Sería pavoroso y sucumbiría de angustia ante la empresa! Por aquí es por donde la sociedad nos soborna haciendo que en todo instante nuestro contorno colectivo nos proponga una pauta de conducta —el sistema de costumbres, usos y leyes— en el cual, como en un cómodo cauce, dejamos fluir la mayor porción de nuestra existencia. Pero esto significa que nuestro comportamiento en esa mayor porción de nuestra existencia no es propio y original nuestro, sino módulo de origen colectivo —que esto es ser algo costumbre y uso. No es, en consecuencia, nuestra individual persona el efectivo agente de toda esa parte de nuestra vida. Somos más bien pacientes del molde en que la sociedad ahorma la materia fusiva de nuestro ser. Mas precisamente gracias a esta parcial enajenación de nuestra existencia podemos reservar nuestras escasas energías para poder ser individuos y vivir según propia inspiración en algún orden de ella.
»La vida de cada hombre aparece así integrada por dos zonas muy diferentes: aquélla en que somos meros autómatas, movidos por un mecanismo y repertorio de movimientos que la colectividad nos imbuye, y aquella otra en que actuamos por nuestra personalísima iniciativa. Ahora bien, la proporción o dosis en que somos lo uno o lo otro —autómatas sociales o personas— es por fuerza distinta en cada hombre y también en cada época. Una vez sobornados por la sociedad, una vez «socializados» por la peana de nuestra vida, por la sumisión a innumerables pequeños usos e inaparentes costumbres que nos parecen lo más «natural» e imprescindible del mundo, estamos perdidos. Porque ya no depende de nosotros qué es lo que de nuestra existencia entreguemos a la colectividad, sino que es ésta quien, en definitiva, nos deja más o menos holgura para ser personas. A esto me refería al principio cuando invitaba a los historiadores a determinar el radio de individuación que cada época otorga al individuo e insinuaba que el cambio más grave de la vida humana a que en la mía, tan larga, he asistido, me parece consistir en la fabulosa reducción de ese radio operada en lo que va del siglo XX.
»Es inconcebible la ignorancia en que aun los más perspicaces se encuentran hoy sobre puntos tan decisivos en el destino humano, y que no sólo teóricamente, sino con terrible presión práctica, afectan a la vida de los que hoy viven. Se pasma uno al advertir que hablar de estas cosas es hablar chino.
»No se ha reparado, ni mucho menos analizado y descrito a fondo, aquella extraña situación en que se encontraron los que en 1815 contaban entre veinte y treinta años. La Revolución había aniquilado todas las formas de la sociedad. Por otra parte, la ruina de Napoleón representaba el fracaso del Estado como poder regulador de la vida. Acontecía al mismo tiempo que los hombres europeos se hallaban con una riqueza de potencias intelectuales, morales y materiales superior a la que nunca había existido. Resultaba, pues, que el individuo de veinte años se sentía lanzado a la vida con una enorme potencialidad para ser y sin que la sociedad ciñese desde luego esa energía con los firmes moldes de usos bien establecidos. Hombres como Guizot, Lamennais, Stendhal, Lamartine, Vigny, Comte, Balzac, y con ellos los menos o nada ilustres de su generación —médicos, militares, industriales—, se encontraban teniendo que existir sin hallar ante si preformadas figuras de existencia. Habían perdido vigencia social las viejas ideas y las viejas maneras. Las cosas antes deseables, sobre todo los “puestos” sociales que antes incitaban y atraían las ambiciones, no existían o habían perdido actualidad y con ella prestigio y brillantez. De aquí que no sólo pudieron, sino que tuvieron por fuerza que inventar por sí mismos el perfil de su comportamiento, incluso el de sus aspiraciones y de sus normas morales, Para que se entienda bien lo insólito de la situación, basta recordar que durante el Imperio no existieron, normas morales, pero, en su lugar, se encontraba el individuo apretado de todos lados por una hipertrofia de mandatos imperiales. El Moniteur ahormaba cotidianamente y desde fuera, con su tono imperativo, la vida externa de los franceses. Al desaparecer esto, lo más natural hubiera sido que el individuo, sin ninguna presión ni directiva externas, se hubiese encanallado. Sólo podían dar tono, continuidad, elevación y dignidad a sus vidas aquellos hombres si sacaban de sí mismos el molde de sus propias vidas, y esto, a su vez, sólo era posible si partían de una gran fe y una alta idea de su individual persona, único punto de apoyo y roca superviviente del universal naufragio. De aquí un fenómeno que, a pesar de su evidencia, no se ha advertido ni menos explicado: la general soberbia y la superlativa vanidad, casi megalománica, de aquellos hombres. Cuando se ha caído en la cuenta de esto resulta divertidísimo entretenerse en dibujar las diferentes formas de soberbia y vanidad que fueron raíz del existir, sostén y nutrimento para estos hombres. En Guizot toma el aspecto de una terrible ambición reconcentrada y fría que necesita, sin embargo, satisfacerse en mando y sólo en mando. En Lamartine la soberbia se halla casi por completo disuelta en pura y absoluta vanidad, vaga y vaporosa nube de apetitos —de puro ser universal y sin límites. En Lamennais, la soberbia toma máscara satánica, y el frenético abate se pasa la vida a puñetazo limpio con Dios. En Comte la megalomanía toma una forma aún más cómica y, a la vez, no puede negarse que magnífica: este pobre hombre calvo y a quien le llora un ojo, con su aire de modesto empleado, se obstina, desde su habitación en un piso tercero izquierda, en fundar nada menos que una nueva religión, resumen y cima de todas las anteriores y en la cual le corresponde el papel de Sumo Pontífice».