EL INTELECTUAL Y EL OTRO
EL intelectual de que aquí se habla no es el «escritor» ni el «hombre de ciencia», ni el «profesor», ni el «filósofo». Son todos estos nombres de oficios o profesiones, es decir, figuras sociales, perfiles públicos que el individuo adopta y que no garantizan lo más mínimo la autenticidad de una incoercible vocación intelectual en el hombre que los ejerce. Mas aquí se trata sólo del Intelectual que lo es de verdad, cualquiera que sea su aparente y notoria ocupación. Ser intelectual no es cosa que tenga que ver con el yo social del hombre. No se es intelectual para los demás, con este o el otro propósito, a fin de ganar dinero, de lucir, de sostenerse en el piélago proceloso de la colectividad. Se es intelectual para sí mismo, a pesar de sí mismo, contra sí mismo, irremediablemente.
Es indudable que no existirían aquellos oficios y profesiones si no hubiera habido hombres que fueron escritores, hombres de ciencia, profesores o filósofos en esta forma original, auténtica e irremediable. Todo lo que es figura social surgió como destino creador de un individuo. Pero ¡ahí está!, esa forma de vida que éste creó y fatalmente fue, al desaparecer él quedó como un caparazón evacuado de efectivo contenido personal; quedó como «puesto» público, como molde impersonal dentro del cual podía alojarse fraudulentamente cualquiera. Todo lo social, todo lo colectivo, es, en tal sentido, fraudulento, inauténtico —es gesto, manera, título y máscara. La mayor parte de los intelectuales que andan por ahí no lo son, claro está, sino que viven haciendo de intelectuales, a veces correctamente, sirviendo con honradez y no escasa utilidad el oficio a que socialmente se han comprometido, el «cargo que ocupan». Esta expresión de nuestro idioma es certera. Nos descubre que el cargo es una forma de algo humano pero hueca —hueca precisamente de efectiva humanidad. Ese hueco tiene que ser llenado u ocupado por alguien que unas veces sirve para ello y otras, las más, no. ¡Es igual! La sociedad se contenta con un mínimo cumplimiento o henchimiento del cargo. Se dice a sí misma, como al comenzar a pintar solía decirse aquel humilde imaginero andaluz, consciente de su nula destreza: «¡Si sale con barbas…, San Antón, y si no…, la Purísima Concepción!» Así ha pasado siempre y en todos los órdenes. Primero se le ocurrió a Julio César ser, con cierta originalidad, Julio César. Cuando le asesinaron, la colectividad romana sintió la necesidad de que siguiera existiendo César. Pero el individuo César se había ausentado para siempre. De él quedó sólo el hueco, es decir, el perfil de su necesidad, sentida por el mundo romano. Y César fue, desde entonces, ese hueco solidificado —un cargo, una magistratura que duró cinco siglos. El cargo, la magistratura, por excelencia, que en el mundo ha habido. Mas por un extremo azar resultó que ni uno solo de los innumerables Césares subsecuentes fue cosa ni de lejos parecida a César. Muchos ocuparon el espacio «César», pero ninguno lo fue.
Parejamente, hace cien años, hubo en Francia un hombre que era una especie de huracán poético o marea viva del lirismo. Se llamaba Víctor Hugo. Como un poder elemental —ya digo, huracán, Syzigia—, sacudió e inundó toda la vida francesa. Su poesía es tosca, sin calidad, sin arcanos temblores, pero es ciclópea, magnánima, hercúlea, miguelangelesca. En rimas audaces cantó el amor, la mujer, el niño, la hoja otoñal, la vieja leyenda, la gran batalla, divinizó a Napoleón I, lapidó a Napoleón IIΙ, verbalizó sobre «l’Humanité». No hay cosa de Francia y del hombre ante la cual no agitase sonoro su enorme cencerro, en un magnífico, universal, carnaval. Se comprende que los franceses viesen en él algo que no había existido desde Virgilio, Homero y Dante: el Poeta de un pueblo, el lirismo como institución. Pero desde entonces Francia se ha obstinado en tener siempre un Poeta, como tenía un Presidente de la República, y velis nolis ha henchido a la fuerza ese puesto, ese gran hueco público. De aquí la situación tragicómica del pobre Paul Valéry, último mandarín de las letras francesas, ni que decir tiene, auténtico Intelectual, pero corto de resuello, nada popular, manierista, con un exiguo caudal de cosas que decir y, como toda mente pobre, obligado para ser a retorcerse. De este hombre, que hubiera sido un excelente colaborador de una revista más o menos regional, se hizo, por fulminación, el Poeta de Francia. Y desde entonces ha tenido que vivir el egregio bonhomme galopando jadeante tras de su propia justificación.
No confundamos, pues, las cosas. Aquí se habla del Intelectual que es intelectual con desesperada autenticidad, que lo es sin remedio, por inescrutable e inexorable decreto de Dios. Como los Césares carecieron de cesarismo, está lleno el mundo de intelectuales sin intelectualidad o con dosis precaria de ella. Sin embargo, no se presuma que el Intelectual es, por fuerza, muy inteligente. También en esto conviene evitar confusiones. Intelectual es el nombre de una vocación. Talento es el nombre de una dote. Y aunque aquélla suela coincidir con ésta, hay ocasiones en que no van juntas. Se puede tener enérgica vocación y no tener talento. Se puede tener talento y ninguna vocación. Como es cuerdo ponerse en lo peor, casi todo lo que voy a decir del Intelectual vale aunque le supongamos lerdo.
Pocos años después de comenzar mi labor literaria —hace, pues, largo tiempo— tuve un buen día la intuición de que el Intelectual, que había sido durante dos siglos la figura predominante en las sociedades de Occidente, iba muy pronto a ser centrifugado de la consideración pública y con el extremismo dialéctico, que es el andar de la historia, de ser todo iba a pasar, sin intermisión, a ser nada. Nadie sospechaba entonces tal cosa porque todavía, y aun bastantes años después, parecía gozar el Intelectual la hora de su mayor prepotencia. De aquí que me enorgullezca no poco haber tenido en hora tan temprana esta vislumbre del porvenir. Además, acomodé a ella, desde luego, mi vida, evitándome a limine no todos ciertamente, pero muchos de los errores y torpezas en que otros han caído. No he contado nunca con que, en serio, se me hiciera caso y no estaba ni estoy dispuesto a aceptar la ficción de que soy atendido.
Aquella intuición me visitó en la fecha que, como dije en la reciente conferencia sobre Vives, suele ser la edad en que el Intelectual tiene el primero y apasionado encuentro con los grandes temas y las grandes ideas que va a desarrollar en el resto de su existencia. Pues esa edad no es cualquiera. La cronología viviente es muy rigorosa. No da lo mismo un año que otro. Son los veintiséis años. Sin duda hay excepciones, y alguna muy clara, casuística. Por ejemplo, en las ideas del pensamiento formalista, como el matemático, es frecuente una anticipación. Pero en los temas más sustanciosos, más humanos, son los veintiséis años la jornada iluminada del primer éxtasis en que los grandes gipaetos, que son sus futuras ideas, hincan sus garras en los sesos del pensador y lo arrebatan hacia lo alto, como a una inocente oveja. Porque las grandes ideas no son nuestras, sino nosotros su presa. Ya no le dejan a uno el resto de su vida: feroces y tenaces, picotean sin cesar la víscera de Prometeo. Casi todo Intelectual ha sido enfermo del hígado. Después de todo, no es nada misteriosa esa fecha de la vida. Es el año en que normalmente dejamos de ser predominantemente receptivos, y, echando a nuestra espalda la alforja de lo aprendido, nos volvemos al universo con retinas intactas.
Y lo que me hizo prever el destronamiento del Intelectual fue advertir que iban a apoderarse de los mandos históricos las muchedumbres y que estas muchedumbres eran profundamente incultas porque los intelectuales habían cometido el tremendo error de crear una cultura para intelectuales y no para los demás hombres. Es de advertir que los grandes iniciadores no quisieron esto. Ni Bacon, ni Galileo, ni Descartes, ni Shakespeare, ni Cervantes. Como siempre, son los herederos los que echan a perder todo, los señoritos que nacen ya en la tierra ganada por los antepasados.
Pero dejemos todo esto. Por unas u otras causas, ya tenemos al Intelectual exonerado de su preeminencia social, a pie, mano a mano con los demás, atenido a sí mismo, como un hombre cualquiera entre los cualesquiera hombres. Este es el plano en que resulta más interesante su peculiar condición humana.
Como acontece con todo modo esencial de ser hombre, al Intelectual le parece que serlo es lo más natural del mundo, y empieza por creer que todos los demás ciudadanos son como él. Por eso es un modo esencial de humanidad: incluye todo lo humano, pero orientado en cierta dirección, y el que es de tal modo cree ingenuamente que eso es ser hombre, confundiendo a los demás consigo mismo, como Carlos III, que no se acercó a otra mujer que la suya, una sajona pelirroja, creía que todas las mujeres olían a piel de Rusia, porque éste es el olor de las pelirrojas.
Merced a esto el Intelectual vive una buena parte de su vida en permanente quid pro quo. En su trato con los demás parte de suponer, como cosa de clavo pasado, que están ahí para lo mismo que él, que pertenecen a su misma tribu. ¡Su propia existencia es tan maravillosa, que sentiría cordial espanto si descubriese que los demás no participan de ella!… Porque es la pura verdad: la existencia del Intelectual es maravillosa. Vive permanentemente en la cima de un Tabor donde se producen incesantes transfiguraciones. Cada instante y cada cosa le es peripecia, fantasmagoría, gran espectáculo, melodrama, aurora boreal. Su calendario se compone de puros días de fiesta. Se pasa la vida, literalmente la vida, trabajando. Pero ¿se puede llamar trabajo lo que hace el Intelectual? Su trabajo consiste precisamente en suscitar un festival perpetuo. Se comprende que otros tiempos sospechasen en él cierta condición divina. ¿Dios trabaja? Porque Dios no para de hacer, sobre todo el Dios que es Supremo Hacedor. ¿Fueron días de trabajo aquellos genesíacos? ¿No tenemos la impresión de que Dios se puso triste el día que resolvió descansar como un albañil? ¿No habrá un ligero error de expresión en el texto bíblico? ¿No será que después de haber creado el mundo y no teniendo otra cosa que hacer, cuando llegó el primer Sábado, se caló las gafas y se puso a componer un soneto titulado: El mundo? Se comprendería el error verbal, porque hacer un soneto ¿es un trabajo o es una delicia? Salvadas las distancias, el Intelectual, quiera o no, está siempre deshaciendo y rehaciendo todo en su derredor. Imagínese que asistiésemos a los primeros días del Génesis. ¡Menudo espectáculo! ¡No ha habido otro ballet igual! ¡Qué Nijinski, Adán! ¡Qué Pawlova, Eva! ¡Y el auténtico pájaro de auténtico fuego! Pues todas las jornadas del Intelectual son un poco eso: presencia una vez y otra el nacimiento de las cosas y estrena la gracia de que sean lo que son. Va de sorpresa en sorpresa. Su cotidianeidad está hecha de exclusivas sorpresas. Lleva la pupila dilatada de asombro. Camina alucinado. Es borracho de nacimiento. Tiene el aire demencial que toma un arcángel cuando se avecinda en un barrio terrestre.
Ni que decir tiene: contemplado bajo cierto ángulo parece un ingenuo vitalicio y un siempre caído de la luna. Tarda mucho en averiguar que su trato con el prójimo es ridículo. Tarda mucho en descubrir que el prójimo no es intelectual, sino precisamente el Otro, el absolutamente Otro. Siempre había notado algo raro en su conversación con el prójimo. La cosa no marchaba nunca bien. Era como si a las ruedas del coloquio faltase lubricante. A cada embestida hacia lo alto el prójimo oponía su lastre, cuando no tiraba hacia abajo. Pero al cabo llega un día en que el asunto se aclara. Ve, por fin, diáfanamente que la disonancia no es casual ni causada por motivos parciales: no es diferencia de temperamentos o humores ni de dotes. Es una discrepancia integral. La mayor que puede haber. Se trata de dos maneras radicalmente opuestas de tomar la vida, de estar en el universo. Cuando descubre esto, el Intelectual siente profunda vergüenza, un súbito pudor. Comprende que ha hecho el ridículo y que no ha hecho otra cosa. Le parece haber vivido desnudo ante los demás, con una desnudez aún más grave que la exhibición de la piel, porque él se ha pasado la vida mostrando a los demás su última intimidad: lo que piensa, lo que siente del mundo, de las cosas, de los otros hombres, del pretérito, de lo que está pasando, del germinante porvenir. Ahora advierte que hacer eso es una indecencia, que ser intelectual es una condición que debe quedar oculta, como ser ladrón, como ser espía, como ser prostituta. Pensar sobre las cosas —con pensar conceptuoso o poético— es algo pudendo. Al mismo tiempo, siente desolación, angustia, por el prójimo al averiguar hasta qué radical punto no es intelectual. Antes creía que lo era, tal vez, menos que él, que acaso le faltaban dotes preciosas, que la vida le obligaba a reprimir los brincos de su intelectualidad. Esto último le había conmovido muchas veces, le había parecido heroico. ¡Aquel hombre tenía que alimentar a doce de familia! ¡Por eso y no por otra cosa, no podía tomar la vida como él! Aunque el intelectual también tiene a veces un familión… Pero ahora, al saber que no se trata de nada de eso, se encuentra con un nuevo y punzante enigma. ¿Cómo puede vivir el prójimo siendo el Otro? ¿Qué género de existencia es ésa?
Entonces, como para borrar una pesadilla del tablero de la frente, se pasa la mano por ella y se dice: ¡Hay que poner esto en meridiana claridad! ¿Qué diferencia hay entre la vida del Otro y la mía? Hela aquí:
El Otro vive instalado en un mundo de cosas que son de una vez pata siempre lo que parecen ser. Ni por casualidad las pone en cuestión. Precisamente esta actividad de poner en cuestión las cosas es la que no ejercita y aun desconoce. Por eso tienen para él un carácter definitivo y el mundo todo es eso que hay ahí, sin más y tal como lo hay ahí. Entre esas cosas que al Otro le son hay algunas enigmáticas, misteriosas, desconocidas, pero estos caracteres no suscitan en él ninguna especial reacción. Le parecen cualidades de las cosas tan reales y normales como el color o la forma. No le inmutan. No hay para él diferencia entre lo que cree saber cómo es y lo que se le presenta como enigmático. No hay para él saber o no saber. Su relación con las cosas es de simple contar con ellas. Lo mismo que sabe que los cuerpos son pesados —es decir, cuenta con su peso— cuenta también con que el cáncer es un misterio, con que es arcana la existencia del universo, con que se ignora por qué las sociedades ascienden y decaen.
Su vida excluye todo reobrar sobre lo que le rodea para hacerlo cuestionable, analizarlo, desvirtuarlo, volverlo fantasma y espectro. Al contrario, su vida va a consistir en atenerse a lo que hay ahí, en moverse dentro de ese mundo incuestionado, sólido, compacto y definitivo, alojarse en él, manipular las cosas, usarlas, aprovecharlas en su ventaja lo mejor que pueda. Es un egoísta nato. Lo que le importa es salir adelante, hacer su negocio, pasarlo bien él y los suyos. Si es honrado, con decoro. Si no, con trampa. Como no le preocupa lo más mínimo el mundo ni nada en él, vaca a ocuparse tranquilamente de su propio interés, sea su persona o su familia o su partido político o su patria. Siempre y sólo lo suyo.
El Intelectual no tropieza, pues, con el Otro por motivos particulares y concretos. Tropieza, desde luego, porque su actitud vital primaria es la inversa y desde el primer gesto o palabra debió advertirlo. El mundo con que el Intelectual se encuentra le parece estar ahí precisamente para ponerlo él en cuestión. Las cosas no le son por sí mismas plenamente, porque no las deja tranquilamente estar ahí, sino que al punto las analiza, las descompone, las mira por dentro, busca su espalda, en suma, las convierte de presuntas cosas en problemas. A primera vista parece que es un destructor y se le ve siempre con vísceras de cosas entre las manos, como un matarife. Pero es todo lo contrario. El Intelectual no puede, aunque quiera, ser egoísta respecto a las cosas. Se hace cuestión de ellas. Y esto es el síntoma máximo del amor. No están ahí para aprovecharlas sin más, como hace el Otro, sino que su vida es servicio a las cosas, culto a su ser. El culto, como lo fueron todos los fuertes cultos, es cruento; es deshacerlas, desmenuzarlas para rehacerlas en su supremo esplendor. Sabe que las cosas no son plenamente si el hombre no descubre su maravilloso ser que llevan tapado por un velo y una tiniebla. De aquí que para el Intelectual vivir significa andar frenéticamente afanado en que cada cosa llegue de verdad a ser lo que es, exaltarla hasta la plenitud de sí misma. He ahí cómo y por qué resulta que las cosas sólo son lo que ellas son cuando le son al Intelectual. Esto lo presiente a veces la Mujer. Pero ello, claro está, irrita profundamente al Otro. Mas la irritación es aquí inoperante. La realidad es así, sin remisión. Y las cosas de que el Otro usa y abusa, que maneja y aprovecha en su sórdida existencia, fueron todas inventadas por el Intelectual. Todas. El automóvil y la aspirina; flor, canción y mujer. ¿O creían ustedes que todas esas cosas, esas maravillosas cosas estaban ahí, así, sin más? Ahora lo van a ver ustedes. Ahora que el Intelectual, como tantas veces en la historia, va a desaparecer o poco menos, a sumergirse igual que el somormujo en lo profundo. Lo profundo, por excelencia, es el silencio. Van ustedes a ver cómo lo maravilloso va desapareciendo de sobre el haz: de la tierra y la vida, incluso la del Otro, pierde gracia tensión y frenesí.
Para que las cosas sean, quiérase o no, hace falta el Intelectual. Lo que el Otro usa como realidades no es sino un montón de viejas ideas del Intelectual, vetustos petrefactos de sus fantasías. Si sólo el Otro habitase en el planeta nada sería eso que es. En su verdad toda cosa es leyenda, axioma, verso y mito. Por eso también al Intelectual acaba por irritarle el Otro. Le irrita que éste no deje ser a las cosas, no se ocupe de ellas, sino que aprovecha vilmente, despiadadamente, irreligiosamente, sus apariencias. Para el Intelectual el Otro es un ateo, el ateo de todo. Es el hombre sin temblor ante lo divino, que es todo. Vivir en el mundo sin hacerse cuestión de él parecería al Intelectual parasitismo.
Convenía decir esto ahora que el Intelectual no existe ya socialmente, que es un paria y mi malhechor.
Pero es lo cierto que tan pronto como el Intelectual cae en la cuenta de que el prójimo a quien tiene delante es el Otro, no sólo corrige el error de su antiguo trato con él, sino que siente por él verdadero entusiasmo. Como toda cosa que es auténtica, le emociona. Y se complace en verle como lo que es, como una hormiga laboriosa y tozuda que, cayendo y levantando entre las gigantes briznas de hierba, tropezando con esto y con aquello, lleva a los suyos, sin más literatura, la opípara semilla que ha tenido la suerte de encontrar. ¡Qué diablo, viva el Otro! Lo que no puede soportar el Intelectual son las falsificaciones dé que hoy está atestado el planeta. Porque hay el pseudo Intelectual, que no es sino el Otro, con el antifaz de escritor, de hombre de ciencia, de profesor, de filósofo. Y hay hoy, sobre todo, esto: que el Otro, el puro Otro, es muy difícil de encontrar. Porque el Intelectual moderno tuvo, según he dicho, el atroz desliz de crear una cultura de ideas. Es evidente que toda cultura se hace con ideas, pero estas ideas deben ser principalmente ideas de cosas, de sentimientos, de normas, de empresas, de dioses. No tienen por qué ser ideas de ideas. Y la cultura de los últimos siglos ha sido crecientemente intelectualista. El resultado fue que el Otro se ha llenado de ideas, e, incapaz de manejarlas, de dominarlas, pretende vivir de ideas y tener, claro está, sus ideas. Ya he dicho que para el Otro sólo existe lo suyo. Antes no acontecía esto. No pretendía tener ideas. Vivía de tradiciones, de creencias, de fervores y de rencores, que es su régimen natural de vida. Pero ahora pretende opinar, cosa para la cual no está hecho. Es penoso observar cómo su mano de mental chimpancé se esfuerza en agarrar la aguja de la idea. El resultado es inevitable. Al entrar en el Otro una idea se convierte automáticamente en lo contrario, en un dogma. Dogma es lo que queda de una idea cuando la ha aplastado un martillo pilón. Y es la escena universal a que asistimos. El Otro, que en su existencia espontánea era, a su modo, admirable, puesto a pensar es un martillo pilón que aplasta las ideas, y como éstas van en las cabezas de los Intelectuales, aplasta, de paso, las cabezas de los Intelectuales.
Yo comprendo muy bien la periódica estrangulación del Intelectual que se produce en la historia. Comprendo que enoje e inquiete al Otro este hombre que anda siempre por detrás de las cosas y que él mismo no es cosa, sino algo fluido, ígneo, magnético.
La Nación, de Buenos Aires, diciembre 1940.