APUNTES SOBRE EL PENSAMIENTO
SU TEURGIA Y SU DEMIURGIA

CRISIS DEL INTELECTUAL Y CRISIS DE LA INTELIGENCIA

CONVIENE que hablemos un poco sobre el pensamiento ya que es, tal vez, de todas las cosas del mundo la que hoy está menos de moda. Pasar de moda es fatal para lo que no es sino moda, mas para una realidad sustantiva, esencial y perenne no es coyuntura deprimente sentir que pasó ya de moda. Le parece que en aquel tiempo de su esplendor, cuando todo en torno la halagaba, vivió enajenada de sí misma y que es ahora, al gozar de la general desatención, cuando reingresa en sí propia, cuando es más depuradamente lo que es, tanto o más que en la otra hora egregia, en su hora inicial, cuando era sólo germinación secreta e ignorada, cuando aun los demás no sabían que existía y, exenta de seducciones forasteras, vacaba sólo a ser sí misma.

Esta idea no brota en mí ahora. Al contrario, es un tema que aparece a menudo trotando por los vericuetos de toda mi obra. La situación actual del pensamiento ha sido por mí innumerables veces esperada y… anunciada. Con carácter programático lo formulé en el ensayo Reforma de la inteligencia, publicado en La Nación, de Buenos Aires, en 1923[38]. Allí se dice:

«Tal situación impone a la inteligencia una retirada de las alturas sociales, un recogimiento sobre sí misma. Esta retirada no podrá hacerse sino lentamente, paso a paso. Ha intervenido en demasiadas cosas el intelecto para que pueda súbitamente desertar. Pero la nueva trayectoria no puede ofrecer duda. Es preciso tender a que las minorías intelectuales desalojen de su obra todo pathos político y humanitario y renuncien a ser tomadas en serio —la seriedad es la gran patética— por las masas sociales. Dicho de otra manera: conviene que la inteligencia deje de ser una cuestión pública y torne a ser un ejercicio privado en que personas espontáneamente afines se ocupan.

»¡Qué delicia para la inteligencia verse exonerada de los graves oficios que frívolamente tomó sobre sí! ¡Qué delicia para ella no ser tomada en serio y vacar libre, libérrima a sus finos menesteres! De este modo podría volver a recogerse sobre sí misma, al margen de los negocios, sin sentir prisa de dar soluciones prematuras a nada, dejando que los problemas se dilaten según su propio radio elástico. ¡Qué deleite dejar pasar delante a todos: al guerrero, al sacerdote, al capitán de industria, al futbolista…, y de tiempo en tiempo disparar sobre ellos una idea magnífica, exacta, bien madurecida, llena toda de luz!

»Pero esta invitación a que la inteligencia se retire progresivamente, en etapas parsimoniosas y sin deserción —de servir a la vida en cuanto «vida colectiva»— equivale a invitar al intelectual a que se quede solo, sin los otros, a que viva en soledad radical. Y he aquí que entonces, al quedarse solitario, la inteligencia adquiere un cariz por completo diferente. La atención de los demás nos seduce a que pensemos para ellos, y como su plural —la colectividad— no tiene más vida que la pseudovida de sus intereses externos, la inteligencia puesta a su servicio se hace utilitaria en el mal sentido de la palabra a que arriba aludo. Frente a ese «servilismo» de la inteligencia a la falsa vida, su uso auténtico adquirió ya entre los griegos el carácter «inutilitario» de pura contemplación.

»Mas, cuando el hombre se queda solo, descubre que su inteligencia empieza a funcionar para él, en servicio de su vida solitaria, que es una vida sin intereses externos, pero cargada hasta la borda, con riesgo de naufragio, con intereses íntimos. Entonces se advierte que la “pura contemplación”, el uso desinteresado del intelecto, era una ilusión óptica, que la “pura inteligencia” es también práctica y técnica —técnica de y para la vida auténtica, que es la “soledad sonora” de la vida, como decía San Juan de la Cruz. Ésta será la reforma radical de la inteligencia».

Cuando las anteriores palabras fueron escritas, los intelectuales usufructuaban un máximo predominio social, en ciertos aspectos el mayor que nunca en la historia han poseído. No es necesario referir cómo, salvas excepciones, se han comportado después de la manera más estrictamente opuesta a lo que entonces se les proponía. La consecuencia fue que se han ido progresivamente desintelectualizando hasta el punto de que en estos últimos años había quedado increíblemente reducido el número de hombres que, de verdad, tenían algo que decir. Pues parece manifestarse en la historia una armonía preestablecida, sobremanera extraña, conforme a la cual las épocas en que la política cercena radicalmente la libertad de pensamiento, suelen coincidir con épocas en que los intelectuales no tenían nada o muy poco que decir sobre los asuntos humanos. (Esto explica el desazonador fenómeno de los saecula obscura, esas centurias tenebrosas que subitáneamente se abren como simas de invisibilidad ante la mirada de los historiadores; épocas de que apenas si se sabe algo, no sólo porque las convulsiones públicas quitaron reposo a los escritores, sino, además, porque éstos no tenían ideas vivaces y claras que manuscribir. Ejemplo de ello es el siglo X europeo. Los cinco siglos que duró el Imperio romano ofrecen a nuestra vista un curioso ritmo en que a una franja de relativa luminosidad —nunca abundante— sucede otra de la más bruna tiniebla).

Es un hecho que el Pensamiento no está de moda. En pocos años la «vida intelectual» ha cambiado, por completo, de situación en la sociedad. Ya esto bastaría para reclamar una reflexión del Pensamiento sobre su propio destino. Pero no es ese motivo el que ha inspirado los presentes apuntes, que esto y no otra cosa son. De aquí su adusta sequedad. En su dintel dejamos enunciado para no volver, acaso, a prestarle atención, aquel asunto. La situación social del intelectual es un problema somero y extrínseco en comparación con la situación intelectual de la inteligencia misma. Es dentro del Pensamiento, en sus senos profundos, donde se ha producido una radical peripecia, cuyo calibre no sabemos al de cuál otra comparar en todo el pasado occidental. Un aforo mínimo nos llevaría a emparejarla con la crisis de ideas que se abrió en el siglo XV. Pero apenas ensayamos la confrontación nos parece que la similitud es insuficiente, lo mismo en cantidad que en calidad. La crisis actual es más honda y más súbita. Por otra parte, su calidad es, en cierto modo, inversa de la que observamos en el gran drama mental que se suele llamar Renacimiento. Entonces el Pensamiento sintió que de un menos tenía que ir hacia un más. Fue una crisis de pubertad con todos los atributos morales característicos. Basta ver el alborozo orgiástico con que Lorenzo Valla gritaba: «¡Yo he enseñado a los hombres dos mil cosas nuevas!» La crisis de ahora no es seguro que tenga signo inverso. Según veremos, afinaría poco quien pretendiese diagnosticarla, sin más ni más, como una sensación de mengua en que alguien se siente ir del más al menos. Tal vez, al contrario, se trate de que el Pensamiento percibe su propia plenitud. Pero la plenitud no es, como bobamente suele creerse, la mocedad, sino la madurez. La juventud por ser excesiva se hace la ilusión de que es superabundante en tanto que la madurez precisamente porque advierte que ha llegado a su totalidad, al borde de sí misma, descubre también sus límites. La madurez es el tirón de riendas a los desfogues insinceros e irresponsables de la juventud. Pero, en cierto sentido, eso significa, sin duda, una retracción, una reducción. No por escasez, al contrario. La madurez es la fuerza en tal grado plena, que puede emplear una porción de sí misma para contener y regimentar al resto.

Lo que signifique concretamente todo eso y si es o no así, es lo que vamos a ver después de tomar la larga vuelta que el asunto exige. Ahora urgía indicar sólo que la peripecia íntima en que el Pensamiento se encuentra es tremenda, tanto que renunciamos, por el pronto, a compararla con ninguna otra del pasado europeo, y no ha de tomarse lo dicho como un anticipo de diagnóstico. Sabemos que al Pensamiento humano le pasa algo gigantesco, pero no sabemos qué es lo que le pasa y menos si lo que le pasa es bueno o malo.

La peripecia misma se descompone en dos estratos. El más concreto y que está más a la vista es el que se ha llamado estos años «crisis de los fundamentos» en las ciencias ejemplares. El Pensamiento, durante los tres últimos siglos de historia occidental, reconocía como su más depurada e intensa representación, las tres ciencias: física, matemática y lógica. De su solidez sustanciosa se nutría la fe en la razón, que ha sido la base latente sobre que ha vivido en toda esa época el hombre más civilizado. No es posible que en esas ciencias prototípicas se produzca la menor inseguridad sin que todo el orbe de la razón se estremezca y sienta en peligro. Pues he aquí que desde hace treinta años al extraordinario desarrollo de esas disciplinas acompaña una progresiva inquietud. El físico, el matemático, el lógico advierten que —por vez primera en la historia de estas ciencias— en los principios fundamentales de su construcción teórica se abren súbitamente simas insondables de problematismo. Esos principios eran la única tierra firme en que su operación intelectual se apoyaba —y es precisamente en ellos, en lo que parecía más inconmovible—, no en tal o cual miembro particular de sus organismos teóricos, donde el abismo se anuncia.

De todo ello he de ocuparme en partes más avanzadas de estos apuntes.

Pero bajo ese estrato de la peripecia hay otro aún más radical. Por causas que no tienen que ver con las generadoras de la crisis interior en aquellas ciencias, se ha producido, además, una crisis en la actitud del hombre ante el Pensamiento mismo, tomado en su integridad. Nada menos. Como primera descripción del enorme hecho a que me refiero pueden servimos las siguientes palabras de Husserl en 1929: «La situación actual de las ciencias europeas obliga a reflexiones radicales. Acontece que, en definitiva, esas ciencias han perdido la gran fe en sí mismas, en su absoluta significación. El hombre moderno de hoy no ve, como lo veía el “moderno” de la época de la Ilustración, en la ciencia y en la nueva cultura por ella plasmada, la auto-objetivación de la raza humana, esto es, la función universal que la humanidad ha creado para hacerse posible una vida de verdad satisfactoria, una vida individual y social creada por la razón práctica. Esa gran fe, un tiempo sustitutivo de la fe religiosa, la fe en que la ciencia lleva a la verdad —a un conocimiento de sí mismo, del mundo, de Dios, efectivamente racional y a través de él a una vida, siempre capaz de ser mejorada, pero digna en verdad y, desde luego, de ser vivida —ha perdido incuestionablemente su vigor en amplios círculos. Por ello se vive en un mundo que se nos ha hecho incomprensible, en el cual se preguntan las gentes en vano por su para qué, por su sentido antaño indubitable, tan plenamente reconocido por entendimiento y voluntad[39]».

Todo el que conozca bien lo que representa Husserl —la figura filosófica de más extenso influjo en lo que va de siglo— habrá de leer esas líneas con fuerte emoción. En primer lugar por la catástrofe misma que enuncia, pero, en segundo lugar, porque Husserl es, como pensador, un extremado racionalista, el último gran racionalista, que ha querido repristinar el punto de partida tomado por el primero, por el inmenso Descartes, de suerte que en él viene a rizarse el rizo del racionalismo. En tercer lugar, porque quien conoce a Husserl sabe que no decía nada que no estuviese «viendo». En cuarto lugar, porque es, creo, el único párrafo que hay en toda su obra donde se hable de un hecho trascendente a las ciencias mismas, de un hecho que las desborda y envuelve, en suma, de un hecho universal humano. En quinto y último lugar, porque Husserl vivía siempre en el mayor retiro, porque no andaba olisqueando por el mundo ni preocupado de «informarse». ¿Qué presión no tendrá, pues, el hecho por él tan sobriamente descrito, cuando ha penetrado hasta su retiro y se le ha plantado delante y ha tenido que «verlo»?

Sin embargo, necesito agregar dos cosas. Una es ésta: las reflexiones radicales que motivadas por el reconocimiento de ese hecho constituyen la obra citada de Husserl, no me parecen, ni mucho menos, radicales. El por qué se hallará en otro lugar[40].

La otra advertencia que necesito poner a las citadas palabras de Husserl se refiere a la descripción misma que de la ingente peripecia mental en que estamos nos ofrecen. Husserl, como he dicho, no vuelve a ocuparse del asunto. Le interesaba sólo hacerlo constar en la forma más breve posible. En este sentido la descripción es suficiente y conmovedora. Pero aquel tremendo hecho se halla en más estrecha conexión con el tema de este estudio y nos es forzoso, en sus umbrales, poner un punto en la i del diagnóstico a fin de que un despiste del lector, apenas perceptible en este primer paso, no degenere más adelante en franca desorientación.

Husserl dice que las ciencias han perdido la «gran fe» en sí mismas que antes tenían. Inmediatamente lo reitera añadiendo que el hombre actual ha perdido la «gran fe» en la razón que el de ayer poseía. Dos veces, en pocas líneas, se habla, pues, de la «gran fe». Este término vagamente cuantitativo es también un unicum en el vocabulario siempre preciso del autor. ¿Qué es eso de «gran fe»? ¿Hay una «fe chica»? ¿Y cuál sería la diferencia en cosa que no se mide por varas? La imprecisión, ni que decir tiene, es premeditada. Todo el que sabe leer habrá notado que el autor más preciso dice, a veces, algo imprecisamente. Se le sorprende prefiriendo un giro ancho donde la idea, como el badajo en la campana, se puede mover con sobrante holgura. La razón de ello es clara. Por motivos cualesquiera, el escritor no puede en aquel lugar desarrollar su idea lo bastante para hacerla inteligible en su estricta precisión. Por otro lado, no quiere traicionar a la exactitud misma de la idea. En vista de ello, escoge una fórmula de dintorno borroso que un día podrá ser, sin contradicción, ceñida de aristado perfil. Buen ejemplo de ello es esta expresión «gran fe» tan ajena al estilo intelectual de Husserl.

He aquí la prueba. Ensaye el lector resolver textualmente si con esas palabras afirma Husserl haber el hombre actual perdido, por completo, la fe en la razón, si asevera que las ciencias desconfían íntegramente de sí mismas. Evidentemente no es eso lo que enuncia. Dice que el mundo se ha hecho «problemático» porque se ha perdido la «gran fe». Si lo que se hubiera perdido fuese no la «gran fe» sino también la «chica», toda la fe en la razón, así, en absoluto, el mundo no sería problemático, al menos no lo sería por aquella causa. Para que sea problemática una cosa es menester que no estemos totalmente convencidos de lo contrario de ella. El «mundo racional» no nos sería problemático si hubiésemos llegado a persuadirnos por completo de que la razón no sirve para nada importante, de que podemos prescindir de la razón. En este caso creeríamos firmemente en la irracionalidad radical del mundo que es una fe como otra cualquiera y de la cual han vivido otras épocas.

Pero no es ésta nuestra situación. Sería falso decir que el hombre ha perdido la fe en la razón[41]. Lo que pasa es que en el siglo XVII las minorías dirigentes europeas comenzaron a sentir una confianza radical en el poder absoluto de la inteligencia como instrumento único y universal para hallar solución a los problemas de la vida. Esta confianza se propagó a círculos sociales cada vez más amplios durante el siglo XVIII, y en el XIX llegó a constituirse en fe vigente de las colectividades europeas. La fe en la inteligencia no tenía límites visibles ni en su carácter de fe, ni en lo que esperaba de la inteligencia. En vista de ello el hombre se puso a vivir de ideas como tales. De aquí la fabulosa producción de trabajos científicos, de teorías, de doctrinas, de ideas en suma. Pero un buen día se echó de ver que mientras la inteligencia y la razón resolvían cada vez más perfectamente innumerables problemas, sobre todo de orden material, habían fracasado en todos sus intentos de resolver los otros, principalmente morales y sociales, entre ellos los problemas que el hombre siente como últimos y decisivos. A esta conciencia de fracaso sólo puede llegarse después de muchos ensayos fallidos que fueron iniciados con fe plena. La desconfianza es siempre un capítulo muy avanzado en la historia de una confianza. El resultado es, pues, que el hombre se encuentra en una situación ambivalente. Por un lado no puede menos de seguir creyendo en la eficacia de la inteligencia que todos los días resuelve nuevos problemas formidables. Se sabe que la razón no es un fantasma consignado a desvanecerse, una ilusión óptica que puede y debe ser neutralizada, sino una realidad compacta con que se puede y se tiene que contar. Por otro lado, no le es ya posible abrirle un crédito en blanco sin bordes ni limitaciones. Mas como antes la razón era precisa y formalmente «aquello en que se podía creer sin límites» se encuentra con que el objeto de su fe ha cambiado ante sus ojos e inevitablemente ha cambiado de rechazo el carácter mismo de su fe.

Me parece, pues, que en los umbrales de este estudio, y con carácter tan sólo de primera aproximación, queda suficientemente ajustada la figura de nuestra íntima situación frente a la razón, frente a la inteligencia diciendo: perdido el hombre en la selva selvaggia de las ideas que él mismo había producido, no sabe qué hacer con ellas. Sigue creyendo que sirve de algo inexcusable, pero no sabe bien de qué. Sólo está seguro de que su servicio es diferente del que se les ha atribuido en los últimos tres siglos. Presiente que la razón tiene que ser colocada en otro lugar del que ocupaba en el sistema de acciones que integran nuestra vida. En suma, que de ser la gran solución, la inteligencia se nos ha convertido en el gran problema. Por eso urge meditar sobre ella tomando el tema en toda su extensión, sin limitarlo a una u otra forma particular del ejercicio intelectual como son la ciencia y la filosofía. Éstas se destacan como minúsculas figuras adscritas a unos cuantos siglos y a unos cuantos territorios del planeta sobre el fondo gigante de la ocupación intelectual humana, durante el millón de años que probablemente cuenta nuestra especie[42]. En este sentido de máxima amplitud nos preguntamos: ¿Qué es el Pensamiento? Mas antes de intentar la respuesta tenemos que quedar francos para la pregunta misma y esto sólo se consigue merced a una serie de penosas dislocaciones y descoyuntamientos de parejas de ideas tenazmente asociadas en nuestra tradición.

LAS OCULTACIONES DEL PENSAMIENTO

Cuando nos lanzamos a buscar ahí, donde parezca estar, el ser del Pensamiento, esto es, el Pensamiento en lo que tiene de auténticamente tal, nos encontramos cercados, solicitados, apremiados, por un tropel ingente y tupido de cosas que se nos presentan como siendo el Pensamiento, pero que no lo son en verdad.

La aventura no es peculiar a este caso, sino que es esencial y permanente. Cuando buscamos el ser de algo o su verdad, esto es, la cosa misma y auténtica de que se trata, lo primero que hallamos siempre son sus ocultaciones, sus máscaras. Ya lo advirtió Heráclito: La realidad se complace en ocultarse[43]. El universo es, por lo pronto, un constante carnaval. Máscaras nos rodean. Los árboles no dejan ver el bosque, la fronda no deja ver el árbol y así sucesivamente. El ser, la cosa misma, es por esencia lo oculto, lo encubierto, es el señor del antifaz. A la operación que nos lleva a encontrarlo bajo sus ocultaciones llamamos: «veri-ficar» o adverar, más castizamente averiguar. Es hacer patente lo oculto, es desnudarlo de sus velos, des-cubrirlo. Y esa manera de estar algo ante nosotros nudificado, es su «verdad». Por eso es redundancia hablar de la «verdad desnuda[44]».

El fenómeno de la ocultación no es complicado. Consiste, sencillamente, en que el ser de la cosa o lo que es igual, la «cosa misma», la cosa en su «mismidad» queda tapada por todo «lo que tiene que ver» con ella pero no es ella. Y nosotros en el itinerario de nuestra mente hacia la «cosa misma» comenzamos por tomar «lo que tiene que ver» con ella como si fuera ella. Ésta es la perenne escena al salir del baile en la madrugada, con la mascarita. «Lo que tiene que ver» con una cosa, tiene que ver con ella más o menos; a veces tiene que ver mucho. Cuanto más tenga que ver, peor: más tenaz será la ocultación y más tiempo viviremos confundidos y engañados.

Así el pensamiento nos queda oculto bajo la masa de nociones psicológicas referentes a las actividades intelectuales. A la pregunta «¿Qué es el Pensamiento?» se responde con la descripción de los mecanismos psíquicos que funcionan cuando el hombre se ocupa en pensar. Es evidente que esas funciones —percibir, comparar, abstraer, juzgar, generalizar, inferir— son cosas que «tienen que ver» con el Pensamiento. Sin ellas el hombre no podría cumplir esa ocupación que llamo Pensamiento. La realidad Pensamiento por la cual preguntamos es una tarea, algo que el hombre hace, que se pone a hacer —por eso le llamo ocupación— no es sólo algo que en él pasa como ver, recordar, imaginar y razonar. Ahora bien, caracteriza a todo «hacer» ser hecho por algo y para algo. El tercer ingrediente del hacer o acción es aquello con lo que se hace, el medio o instrumento[45]. Este medio puede ser inadecuado y entonces nuestro hacer no logra su intención, es un hacer malogrado, pero no por eso menos hacer que el fructuoso.

No sólo el moderno psicologismo, sino el propio Aristóteles, como en seguida veremos, identifican el Pensamiento con el simple ejercicio de las actividades psíquicas intelectuales, lo cual es un doble error. Porque el hombre al ponerse a pensar no se pone simplemente a percibir, recordar, abstraer e inferir —que son puros mecanismos mentales—, sino que moviliza todas esas actividades para llegar a un resultado. Esta finalidad que se propone y que a su debido tiempo procuraremos precisar, define más rigorosamente el Pensamiento que los instrumentos con que se afana por lograrlo[46]. Uno de los dos errores latentes en aquella identificación consiste, pues, en suponer que los medios psíquicos con que el hombre cuenta en la faena Pensar son adecuados y suficientes para que esa acción resulte lograda. Mas la perenne y dolorosa experiencia declara todo lo contrario: que la finalidad en vista de la cual el hombre se dedica a pensar no ha sido jamás conseguida de modo suficiente, por tanto, que es inadmisible suponer que el hombre ha poseído nunca hasta la fecha las dotes adecuadas para lo que al Pensar intenta. Y ello nos hace ya entrever, desde este nivel preliminar, que es el Pensamiento una ocupación a que el hombre tiene que entregarse aun desesperando de su suficiencia. La cosa será trágica, si se quiere emplear este adjetivo que tiene tan buena Prensa, pero es así. Hay siempre en la historia ciertos buitres alerta que acuden presurosos cuando una forma de Pensamiento, la razón, por ejemplo, sufre una grave crisis que hace patente su inexorable insuficiencia. Pero esos mismos buitres apenas han mondado con sus picos la carroña, no tienen más remedio que empezar de nuevo y perturbar su alborozada digestión poniéndose a repensar sus viejas ideas vulturinas, sus «filosofías» de necrófagos. Como el buitre y la hiena parten siempre de un cadáver, existen maneras de pensar, las cuales se nutren del fracaso que periódicamente sobrecoge al pobre ser humano.

No es, pues, posible averiguar la consistencia del Pensamiento, poniéndose a mirar dentro de la mente, entregándose a investigaciones psicológicas. El orden es, más bien, inverso: gracias a que tenemos una vaga e irresponsable noción de lo que es el Pensamiento ha podido la psicología acotar ciertos fenómenos psíquicos como preferentemente intelectuales[47]. Se les llama así porque intervienen en la tarea del Pensar y no viceversa.

Otra masa ocultadora del auténtico Pensamiento es la Lógica. En ella la ocultación consiste en una esquematización. La Lógica suplanta la infinita morfología del Pensamiento por una sola de sus formas el pensamiento lógico, es decir, el pensamiento en que se dan ciertos caracteres —ser idéntico a sí mismo, evitar la contradicción y excluir un tercer término entre lo «verdadero» y lo «falso». Todo pensar que no ostente estos atributos será un pensar fallido, que no consigue ser lo que constitutivamente pretende y que, por tanto, no es auténtico pensar. Es incalculable el poder de ocultación que durante dos milenios ha ejercido este imperativo casi religioso de «logicidad». Ha escindido todo el inmenso panorama intelectual de la humanidad en dos territorios de muy diferente extensión: de un lado, el mundo de lo lógico que era muy reducido; de otro, el orbe negativo de lo ilógico al cual no se presentaba atención, con el cual no se sabía cómo habérselas. Se identificó a lo lógico con lo racional hasta hacer sinónimos lógica y razón. Todo esto era inevitable y estaba justificado porque se creía que hay, en efecto, un pensamiento que es lógico plenamente y sin reservas. El hombre occidental estaba convencido de poseer con él un edificio de aristas rigorosas que contrastaba con la selva confusa de todos los demás modos de pensar. Pero he aquí que hoy empezamos a caer en la cuenta de que no hay tal pensamiento lógico. Mientras bastó la tosca teoría que desde hace veintitrés siglos se llama Lógica pudo vivirse en la susodicha ilusión. Pero desde hace tres generaciones ha acontecido con la logicidad lo que con otros grandes temas de la ciencia: que se les ha ido, de verdad, al cuerpo. Y cuando se ha querido en serio construir lógicamente la Lógica —en la logística, la lógica simbólica y la lógica matemática— se ha visto que era imposible, se ha descubierto, con espanto, que no hay concepto última y rigorosamente idéntico, que no hay juicio del que se pueda asegurar que no implica contradicción, que hay juicios los cuales no son ni verdaderos ni falsos, que hay verdades de las cuales se puede demostrar que son indemostrables, por tanto, que hay verdades ilógicas[48]. Ipso facto varía por completo la perspectiva. Al aparecer lo lógico penetrado de ilogiddad pierde la patética distancia a que se hallaba de las otras formas del pensamiento. Ahora resulta que el pensamiento lógico no era tal pensamiento —puesto que no lo hay—, sino sólo la idea de un pensar imaginario, esto es, un mero ideal y una utopía que se desconocía a sí misma. Creación al fin de Grecia, la Lógica de Aristóteles es tan irreal —y por análogas razones— como la República de Platón.

No caben, pues, ya devaneos como los de Lévy-Bruhl, en que a nuestro pretendido «pensar lógico» se opone el pensamiento de los primitivos como un «pensar prelógico», cosa que siempre debió parecer monstruosa. Al averiguar que el pensar lógico es mucho más ilógico de lo que sospechábamos, se nos abren los ojos para advertir que el pensamiento primitivo es mucho más lógico de lo que se presumía[49]. Desaparecen, pues, las diferencias absolutas entre un tipo del pensamiento y los demás que el hombre ha ejercitado en la historia y queda establecida entre ellos continuidad. O lo que es igual: que retirada la pantalla del pensar lógico como único representante del Pensamiento, nos aparece éste en su autenticidad consistiendo por fuerza en alguna otra cosa que exclusivamente en identidad, no contradicción y tercio excluso. Porque, repito, que si el Pensamiento consistiese últimamente en la presencia de esos atributos, nos sería forzoso reconocer que no lo ha habido nunca. Y el hecho es que el hombre de un modo o de otro, queriendo o sin querer, con brío o tenuemente, ha pensado siempre.

CARÁCTER HISTÓRICO DEL CONOCIMIENTO

Pero no es ninguna de estas dos máscaras que han ocultado la consistencia propia del Pensamiento, la más tupida. En uno y otro caso a la pregunta: ¿Qué es el pensamiento?, se responde mostrando cosas que no pretenden ser pensamiento concreto y efectivo. La Psicología nos presenta las actividades intelectuales, es decir, la mera posibilidad instrumental de pensar. La Lógica destaca sólo ciertos esquemas formales del pensar que son los que ostentan los presuntos atributos lógicos. Más eficaz que todo esto es el poder ocultador del Pensamiento que tiene el Conocimiento, hasta el punto de que prácticamente se comportan como sinónimos. Y es que, en efecto, el conocer es Pensamiento, pensamiento concreto, operante, en pleno ejercicio. Ni la mera actividad intelectual —lo que los antiguos llamaban «facultad»— ni los esquemas lógicos son ejemplos plenarios del Pensamiento. Conocimiento, en cambio, lo es. El error está aquí en creer que es también verdad la inversa, que todo pensamiento es, por fuerza, conocimiento, sea logrado, sea fallido. Por lo mismo, si en la gran cuestión que planteamos se quiere de verdad salir a alta mar y abrirse ruta hasta la raíz del problema, es inexcusable dislocar la tradicional asociación entre ambos términos.

Se supone que siempre que el hombre se ha puesto a pensar lo ha hecho con idéntico designio: averiguar lo que las cosas son. Como esta faena es lo que se llama «conocer», tendríamos que pensar y conocer son lo mismo. Y el caso es que si esto se dice informalmente, con la conciencia de que se emplean en su dulce vaguedad los vocablos, la suposición no es errónea. El error brota, cuando, de pronto, inadvertidamente, a esa vaga expresión: «averiguar lo que las cosas son» se le da un sentido rigoroso y, al mismo tiempo, no se cae en la cuenta de que entonces es falso afirmar que el hombre se haya propuesto siempre, con una u otra fortuna, descubrir el ser de lo que le rodea.

Se trata, pues, de un paralogismo que nos lleva a usar del vocablo «conocimiento» en dos sentidos, uno laxo y otro estricto.

Al hombre le ha importado siempre saber a qué atenerse respecto al mundo y a sí mismo. Ya veremos por qué le importa y veremos también que no es cosa tan «natural» como se cree que tenga que importarle. Cuando se encuentra sabiendo a qué atenerse respecto a algo no se le ocurre ponerse a pensar, sino que se está quedo en el pensamiento o idea que sobre ese algo poseía. La «idea en que estamos» es lo que llamo creencia[50]. Mas cuando esta creencia le falla, cuando deja de estar en ella, no tiene donde estar y se ve obligado a hacer algo para lograr saber de nuevo a qué atenerse respecto a aquello. Eso que se pone a hacer es pensar, porque Pensamiento es cuanto hacemos —sea ello lo que sea— para salir de la duda en que pernos caído y llegar de nuevo a estar en lo cierto. Quiera o no el hombre, no tiene más remedio que preocuparse de acertar. Esto le diferencia de los animales y de los dioses. Pero con esto no se ha dicho cuál sea la figura de operación que el hombre ejercite al pensar. Estas figuras pueden ser muy diferentes. No es una sola que el hombre posea una vez para siempre, que le sea «natural» y que, por tanto, con más o menos perfección haya de continuo ejercitado. Lo único que el hombre tiene siempre es la necesidad de pensar, porque más o menos está siempre en alguna duda. Los modos de satisfacer esa necesidad —se entiende, de intentar satisfacerla, lo que podemos llamar técnicas, estrategias o métodos del pensar— son, en principio, innumerables, pero ninguno le es regalado, ninguno es una «dote» con que desde luego se encuentra. Lejos de esto, tiene que irlos inventando el hombre y adiestrándose en ellos, experimentándolos, ensayando su posible fecundidad y tropezando siempre, a la postre, con sus límites. Tal vez no hay injusticia mayor que atribuir a la «naturaleza» humana —«naturaleza» es el conjunto de lo que nos es regalado y que poseemos a nativitate— el inmenso repertorio de procedimientos intelectuales que el pobre ente llamado «hombre» ha tenido que agenciarse con tenaz esfuerzo para intentar extraerse a sí mismo del enigmático pozo en que cayó al existir[51].

Uno, pero sólo uno, de esos métodos es el conocimiento en sentido estricto. Consiste en ensayar la solución del misterio vital haciendo funcionar formalmente los mecanismos mentales bajo la dirección última de los conceptos y su combinación en razonamientos. Es sorprendente que con tanta facilidad y constancia se haya considerado evidente que el hombre ha estado y está siempre en disposición de ocuparse en esa precisa forma de actuación, en ese peculiarísimo hacer que es conocer. La más somera reflexión nos revela que ponerse a hacer cosa tal implica ciertos supuestos y que sólo cuando éstos se dan se halla el hombre en franquía para dedicarse a conocer. Supone, en efecto, estas dos cosas: la creencia en que tras la confusión aparente, tras el caos que nos es, por lo pronto, la realidad, se esconde una figura estable, fija, de que todas sus variaciones dependen, de suerte que al descubrir aquélla sabemos a qué atenernos frente a lo que nos rodea. Esa figura estable, fija, de lo real es lo que desde Greda llamamos el ser. Conocer es averiguación del ser de las cosas, en esta significación rigorosa de «figura estable y fija». La otra implicación sin la cual ocuparse en conocer sería absurdo, es la creencia en que ese ser de las cosas posee una consistencia afín con la dote humana que llamamos «inteligencia». Sólo así tiene sentido que esperemos mediante el funcionamiento de ésta, penetrar en lo real hasta el descubrimiento de su ser latente.

Representémonos cuál es la situación del hombre al iniciar un esfuerzo de conocimiento. No sabe, por ejemplo, a qué atenerse respecto a la mudable y arbitraria apariencia de los fenómenos luminosos. En vista de ello, movilizando sus mecanismos intelectuales, parte en busca de algo, encontrado lo cual, espera instalarse en un estado de certidumbre respecto a la luz. Buscar es una extraña operación: en ella vamos por algo, pero ese algo por el que vamos, en cierto modo, lo tenemos ya. El que busca una cuenta de vidrio roja entre otras de vario color, parte ya con la cuenta roja en su mente; por tanto, anticipa que hay una cuenta roja antes de encontrarla y por eso la busca. Parejamente, el que inicia su esfuerzo cognoscitivo acerca de la luz ha anticipado que en los fenómenos luminosos, o como tras ellos, hay algo, lo cual, 1.º, una vez encontrado, le situará en estado de tranquilidad, de certidumbre respecto a lo luminoso; 2.º, que ese algo presupuesto posee una consistencia o textura tal, que se deja encontrar, capturar por el razonamiento. De otro modo, carecería de sentido buscarlo con la razón. Ese algo es el ser de la luz, un comportamiento estable y fijo de lo luminoso del cual se derivan en forma regularizada sus variaciones infinitas, antes indominables en su aparente desorden e intrincada confusión. La estabilidad y fijeza del ser, su «ser siempre lo que es», le proporciona el carácter de identidad. Como este mismo carácter es el propio del concepto, el ser y el pensar resultan constituidos por el mismo atributo y las leyes del concepto valdrán, sin más, para el ser. Cuando encontramos en lo luminoso ese algo invariable y fijo lo ponemos como la «verdad» de la luz, esto es, lo afirmamos en una proposición o tesis y decimos: La luz es vibración etérea. Tal es el resultado de nuestra faena cognoscitiva.

Pero notemos bien que si esa proposición o tesis es el resultado de nuestro esfuerzo por conocer, antes de éste y sin él, por tanto, sin conocer, habíamos anticipado que la luz y, en general, las cosas, tienen un ser. Sin esta suposición, el conocer no se dispararía y no llegaría a proposición. Pero al llamarlo suposición no se entienda que le atribuimos menos vigor de convencimiento que a la posición. Al contrario, el que se ocupa en conocer supone ya o pone de antemano con radical convicción que hay un ser y por eso va en su busca para ver si es tal o cual.

Pero entonces resulta que el conocimiento antes de empezar es ya una opinión perfectamente determinada sobre las cosas: la de que éstas tienen un ser. Y como esa opinión es previa a toda prueba o razón y 'supuesto de toda razón o prueba, quiere decirse que es simplemente una creencia, en cuanto tal nada diferente de la fe religiosa.

Conocer no es, pues, sin más ni más, «ejercitar las actividades intelectuales, los mecanismos psíquicos que van desde la percepción hasta la abstracción», sino que es una ocupación o hacer del hombre a que éste no puede dedicarse si antes no está en la firme y prerracional creencia de que hay un ser. Porque duda de cómo ha de habérsela con esta u otra cosa o con las cosas en general, recurre a aquello de que no duda, que no le es cuestión, que es para él no una idea que se le ha ocurrido, sino la realidad misma: el ser latente que, según su creencia radical, tienen las cosas. No se ajetrea en conocer porque se encuentra en posesión de ciertas actividades intelectuales, sino porque está en una determinadísima creencia, la cual no es una facultad abstracta de formarse ideas, sino ya una idea efectiva y concreta, un «producto» intelectual, una «doctrina». Y como no hay ideas innatas o regaladas, ello significa que esa creencia es un estado de convicción a que el hombre ha llegado, no un don nativo o «natural» y, por lo mismo, permanente que sea constitutivo de él, o como suele decirse desde Aristóteles, que pertenezca a su naturaleza. Mas si la creencia de que las realidades patentes poseen un ser latente es una situación mental a que el hombre ha llegado, quiere decirse que llegó a ella por un camino determinado, por el camino único que a esa opinión y sólo a ella conduce, esto es, en virtud de una serie de experiencias vitales, de ensayos y correcciones sucesivas que el hombre había, hecho por sí mismo y con la colaboración de las generaciones anteriores en cuya tradición, conservada por la colectividad, nació y se educó —o expresado en forma todavía más trivial: que al hombre le pasó llegar a la creencia de que la realidad tiene un ser, porque antes le había pasado estar en otras creencias— por ejemplo, en la creencia en los dioses cuya disolución y fracaso abrieron sus ojos para esta nueva.

Esta consideración transforma radicalmente la idea tradicional del conocimiento. De ser una facultad congénita del hombre y, por lo mismo, inalienable y permanente, pasa a ser vista como una forma histórica a que la vida humana llegó en virtud de ciertas peripecias que antes había sufrido. Este cambio de aspecto en el conocer se ha obtenido sin más que advertir la implicación precognoscitiva operante a la espalda del conocer. Esta advertencia nos hace evitar el paralogismo con que solemos hablar de él llamando unas veces conocimiento a todo esfuerzo mental para afrontar el enigma de nuestra existencia, y otras usando el término en su preciso sentido como apoderamiento de un supuesto ser, que en la realidad se oculta y que por su consistencia «idéntica» permite ser penetrado por la identidad de los conceptos. Basta con precisar su figura para que se ostente su condición meramente histórica. Más aún, al hacerlo caemos en la cuenta de que ese hacer u ocupación que es ponerse a conocer, sólo en ciertos siglos de Grecia ha poseído la plenitud de significación que el vocablo contiene. Sólo en Grecia se entregó el hombre sin reservas a ese menester, porque sólo allí y entonces vivía instalado firmemente en la creencia de que lo real era plena y puramente ser. Sobre el fondo de esa creencia que envuelve al hombre griego con el absolutismo que caracteriza al puro creer, mueven su mente los pensadores helénicos. Para los griegos el conocimiento era el saber definitivo. Por eso no era para ellos conocimiento nuestra ciencia empírica. La física moderna les hubiera parecido cosa muy distinta del conocimiento, porque en ella «no se sale al ser mismo», sino que se contenta con «salvar los fenómenos», esto es, con elaborar una figura imaginaria, subjetiva e intrahumana que nos permite una orientación en medio de las apariencias, sólo aproximada y siempre sometida a corrección en vista de nuevos fenómenos observados. Sólo lo que es ciencia de lo invariable^, por ello, ella misma invariable, es conocimiento. Era, pues, en Grecia no manejo intelectual de la realidad, como para nosotros, sino su revelación, Alétheia.

Ninguna actuación humana es inteligible si no se analiza ese subsuelo de creencias incuestionadas que operan tácitas a espaldas del hombre. Así el budismo es ininteligible si no se advierte que Budha parte, como de algo incuestionable, de que el individuo no muere, sino que está prisionero en la cadena eterna de las reencarnaciones. Esta creencia en la inmortalidad, en un inexorable no poder morir, produce horror al hombre, y el budismo no es sino la técnica de un suicidio trascendente, del desvanecimiento o disolución del ser individual, del terrible yo imperecedero en el Variochana, en el ser universal y desindividualizado.

Como ejemplo de creencia menos intensa pero en su grado no menos operante, recordamos esto: Kepler nos cuenta por qué vías mentales —por qué estados de espíritu— llegó a descubrir sus leyes. Y merced a ello sabemos que tenía una fe pitagórica en que rigen el mundo no sólo relaciones matemáticas, sino relaciones matemáticas muy simples. (Sin embargo, por motivos accidentales, ensaya primero el ovoide, curva más complicada que la elipse).

No comprendo cómo no se ha hecho nunca la anatomía de lo que la realidad era para el griego antes de que concretamente reobrase sobre ella su mente para elaborar una filosofía. Toda filosofía deliberada y expresa se mueve en el ámbito de una prefilosofía o convicción que queda muda de puro ser para el individuo la «realidad misma». Sólo después de elucidar esa «pre-filosofía», es decir, esa creencia radical e irrazonada, resultan claras las limitaciones de las filosofías formuladas. Así el griego de la edad en que la filosofía comienza —en Jonia, en Samos, en Elea— vive en la creencia radical de que tras los cambios aparentes en que está, como todo hombre, sumergido hay una realidad invariable de cuyo seno y conforme a estrictas regularidades emergen las mudanzas del primer plano: es la physis, la naturaleza. Esta naturaleza está ahí desde siempre. El griego de este tiempo no concibe la nada. Parte ya de una realidad incuestionablemente eterna, que se sostiene a sí misma y no necesitó ser puesta ahí por nadie. Estos atributos de eternidad e invariabilidad son los que expresa con la palabra ser cuando la emplea en la plenitud y autenticidad de su sentido. Un mundo contingente como el del cristiano que necesita comenzar a ser en virtud de un acto creador, y que queda, por lo mismo, afectado de su propio no-ser anterior, le hubiera producido un terror vital parecido al del cristiano si le quitan a Dios. Todas estas admisiones son, no se olvide, anteriores al conocimiento, son creencia pura en que, sin más, se está y que operan a tergo sobre el pensador orientando su conducta y ocupación, la cual consiste en penetrar desde la confusión aparente hacia la identidad y eterna quietud latentes. Por eso el nombre de «verdad» es en Grecia —alétheia— descubrimiento, quitar el velo y maraña que intercepta la contemplación nuda del ser.

Nosotros hemos heredado de Grecia la idea del conocimiento, pero no hemos heredado, por lo menos con suficiente integridad, esa creencia en el ser, en la natura rerum que la respalda, y de aquí la constante inseguridad que ha padecido en Occidente la ocupación de conocer.

¿Cómo llegó el griego a esa fe en el ser, a esa creencia en la Naturaleza? He aquí un problema de altísimo rango y, aunque parezca inverosímil, nunca planteado ni perseguido. Al revés; como para el griego esa creencia no era cuestión, no lo era tampoco su secuela: que el conocer —es decir, la captura del ser— constituía una función natural, congénita del hombre. Nosotros nos hemos quedado con esta última opinión, a la que se había amputado la fe en que se funda. Pero hoy se adelanta a nosotros por su propio pie el problema: ¿por qué es el hombre griego quien se encontró instalado en esa «gran fe» naturalista, en esa creencia de que hay «ser de las cosas» supuesto del hacer que es —sensu strictissimo— conocer?

El persa, el asirio, el hebreo no fueron «conocedores», porque creían que la realidad era Dios. Dios, un auténtico Dios, no tiene ser, consistencia estable y fija: es pura y absoluta voluntad, ilimitado albedrío. Quien cree de verdad y no con apaños y compromisos y aguando el vino de esa radical fe —que lo que hay es Dios y que, por tanto, todo lo demás que parece que hay no lo hay en rigor, sino que es sólo resultado de la indómita voluntad de Dios— no puede, claro está, creer que las cosas tienen un ser, una consistencia propia, esto es, no sólo que existan, sino que al existir consistan en ser fijamente de un modo determinado. Ahora bien: a ese auténtico creyente en Dios no se le puede ocurrir que con su intelecto pueda conseguir nada de las cosas, asegurarse en ellas y frente a ellas, sino que se sabe inexorablemente atenido a la voluntad de Dios, única, decisiva realidad. Todo lo que va a pasarle, a él y a los suyos, a su pueblo, depende del albedrío divino, de los decretos inescrutables e ineluctables de Dios. Si este hombre se siente en grave duda respecto a un orden de su vida hará algo, no se quedará quieto. Pero ¿qué hará? ¿Razonar, esto es, analizar, comparar, inferir, probar, concluir? En modo alguno: lo primero que hace es orar, dirigir una plegaria a Dios para que le ilumine, le ponga en lo cierto. Orar es una forma y técnica del pensamiento. No hay, para él, otra manera de acertar que impetrar de Dios la revelación de sus decretos, y si Él se digna otorgársela, eligiéndole entre los demás, comunicarla a éstos, eliminando todas sus ideas propias, haciéndose órgano de Dios, boca del Altísimo. Su decir no será nada parecido al legos del razonador, no será el descubrimiento del ser latente, que está ahí desde siempre y por siempre, no será alétheia, sino que será decir él hoy lo que Dios ha decidido, decretado que sea mañana; su decir será pre-decir desde Dios, será profetizar. Y como la voluntad de Dios es incontrastable, su predecir será un humilde y radical confiar en esa secreta voz divina que es, a la vez, libre y segura, decisión y promesa; su decir será no un logos de la verdad, sino un amén que significa —no como el logos de la verdad, A es B— sino «así será». La realidad para este hombre no tiene presente de indicativo, es, sino sólo futuro: será. Las cosas están en constante creación: son lo que Dios en cada momento quiera. Amen, ’emunah, es la palabra que significa «verdad» para el hebreo[52]. El contraste entre la alétheia del griego y la ’emunah del hebreo es extremo y produce en nosotros un choque de ideas que favorece la comprensión del carácter meramente histórico propio del conocimiento. Pero una vez lograda puede aprovecharse esa contraposición para aclarar diferencias menos acusadas. Por otro lado, nos permite mirar por dentro, con vina intimidad hasta ahora no conseguida, otras formas pretéritas del Pensamiento que han quedado siempre inasequibles para el hombre moderno, como es el pensamiento religioso, la mitología, la magia, la «sapiencia» o «experiencia de la vida».

Con esto hemos conseguido muchas cosas de gran calibre. Una, quitar al conocimiento el carácter de realidad absoluta a que absolutamente está el hombre adscrito, y convertirla en pura magnitud histórica. El conocimiento no es una operación «natural» y, a fuer de ello, inexcusable del hombre, sino una «forma de vida» puramente histórica a que llegó —que inventó— en vista de ciertas experiencias y de que saldrá en vista de otras.

Otra es que así deja el conocimiento de ser una utopía y es visto en la concreción y relatividad constitutiva de su efectivo ser. Al perder su aspecto utópico y aparecer en su concreta realidad podemos, de verdad, hacer su historia —esto es, aclarar por qué llegó a ella el hombre, por qué se embarcó en la precisa ocupación de conocer, cómo en Grecia adquiere esa ocupación la plenitud de su sentido, esto es, cómo sólo el griego creyó de verdad y sin limitaciones que era posible conocer. Partiendo de esta forma plenaria y más pura que el conocimiento tuvo en Grecia, podemos perseguir en la historia subsiguiente hasta nuestros días la progresiva degradación de la idea (y ocupación) del conocimiento. Con lo cual, automáticamente, la grave crisis actual de la razón pierde su figura abrupta y como súbita de inesperado cataclismo.

En fin —y esto es lo más importante—, todo ello nos permite tratar de la crisis actual colocándonos fuera de ella. Porque si el conocimiento es lo que el hombre ha hecho y tiene que hacer siempre, su crisis significaría la crisis del hombre mismo. Pero transformado en mera forma histórica de la vida humana, vemos antes de él otras maneras igualmente normales de afrontar el hombre el enigma de su vida, de salir de la duda para estar en lo cierto y vislumbramos después de él otras posibilidades. Así obtenemos por vez primera una filosofía que entrevé el fin o término de sí misma y preforma ensayos de reacción humana que la sustituirán.

Quien crea que la situación actual de la inteligencia se puede afrontar con una reforma de las nociones recibidas menos radical, padece una ilusión. Y no se trata de vagos problemas. Desde ahora, por ejemplo, puede pronosticarse que tan pronto como, tras el fragor de las batallas, vuelva la ciencia física, la ciencia ejemplar de Occidente, a concentrarse en reflexión sobre sí misma, surgirá de ella una teoría del «conocimiento» físico en que el conocer aparecerá definido como una faena apenas similar a cuanto en el pasado se ha denominado así.

De esta manera, y merced a las precedentes dislocaciones, queda libre nuestra vista para contemplar el Pensamiento liberado de su adscripción a formas particulares de sí mismo. Podemos sorprenderlo actuando bajo ellas, creándolas en el pasado, superando siempre la de ayer con la de mañana. Esta liberación frente a toda figura del pasado nos permitirá palpar, no sin estremecimiento, lo que aún no está ahí, el germinante porvenir de la inteligencia humana.

La caracterización del conocimiento como magnitud histórica que los párrafos antecedentes expresan, no es ni siquiera esquemática. Pretende valer sólo como un paradigma en que, con motivo del caso particular que es el Conocimiento, se intenta una operación de trascendencia general que desde hace años informa mi labor filosófica bajo el título de «razón histórica». Se trata, en efecto, de llevar a sus últimas y radicales consecuencias la advertencia de que la realidad específicamente humana —la vida del hombre— tiene una consistencia histórica. Esto nos obliga a «desnaturalizar» todos los conceptos referentes al fenómeno integral de la vida humana y someterlos a una radical «historización». Nada de lo que el hombre ha sido, es o será, lo ha sido, lo es ni lo será de una vez para siempre, sino que ha llegado a serlo un buen día y otro buen día dejará de serlo. La permanencia de las formas en la vida humana es una ilusión óptica originada en la tosquedad de los conceptos con que las pensamos, en virtud de la cual ideas que sólo valdrían aplicadas a esas formas abstractamente, se usan como si fueran concretas y, por tanto, como representando auténticamente la realidad. Así, en el concepto Conocimiento hemos distinguido dos valores muy distintos: uno el que tiene cuando se entiende por conocer todo intento que el hombre hace de ajuste intelectual con su derredor, sin más especificación. Éste es un concepto abstracto que contiene sólo algunos «momentos» o ingredientes parciales: el hombre abstracto, un derredor no menos abstracto, la abstracta necesidad de un ajuste entre ambos y la noción también abstracta del ejercicio intelectual. Sin duda, todo hombre concreto, por tanto, siempre el hombre ha hecho algo en que esos ingredientes intervenían, pero jamás ha hecho nada con sólo esos ingredientes. El mismo no era nunca el hombre, sino un hombre nacido en una cierta fecha y, por lo mismo, constituido por una determinada tradición desde la cual hace cuanto hace. Su derredor no era tampoco cualquiera, sino uno determinado que, además, representaba un sistema de facilidades y dificultades para la vida de ese hombre, según fuera la tradición en que nacía (por ejemplo, el repertorio de sus aspiraciones, esto es, su idea de la «felicidad» y el repertorio de su técnica). En fin, el intelecto no es tampoco una magnitud fija, sino que su realidad o concreción —la realidad es siempre y sólo lo concreto— varía constantemente a lo largo de la historia, según sea la dirección que se ha dado a su ejercicio, la educación o gimnasia a que sé la haya sometido. El hombre primitivo pensaba menos lógicamente que Poincaré o que Hilbert, no porque su intelecto fuese constitutivamente ilógico o prelógico, sino porque no buscaba la logicidad con voluntad tan clara, constante y deliberada como estos dos contemporáneos nacidos en una continuidad de tradición logicista que ha durado veintiséis siglos.

Ese concepto abstracto de Conocimiento es, pues, una mera expresión algebraica que, en vez de representar realidad alguna, reclama la sustitución de las letras o «lugares vacíos» (leere Stellen) por números concretos que significan distancias, tamaños, frecuencias. Al llenar el vacío de los abstractos con determinaciones concretas es cuando aparece la diversidad radical de las acciones confundidas bajo la denominación general de conocimiento y la necesidad de singularizar este término para una sola de ellas o —a lo sumo— para una serie de ellas que contienen más elementos comunes. Éste sería el concepto concreto de Conocimiento. En cambio, debemos libertar el vocablo Pensamiento para significar la idea formalmente abstracta del ajuste intelectual del hombre con su contorno. Pero al darle ese valor nos comprometemos a no tomarlo sino como la fórmula algebraica de un quehacer humano cuyos factores efectivos hay que determinar cronológicamente. Esto implica, ni más ni menos, el reconocimiento de que todo concepto con pretensiones de representar alguna realidad humana lleva inclusa una fecha o, lo que es igual, que toda noción referente a la vida específicamente humana es función del tiempo histórico.

Pues lo sugerido aquí a propósito del Conocimiento, habría de ser ejecutado también con respecto a la poesía, al derecho, al lenguaje, a la religión, a la «sapiencia» o experiencia de la vida, etc. Llamar igualmente poesía a lo que los griegos del siglo VII oían en los versos de Homero y a una Nuit de Musset, es estar resuelto a confundir demasiado las cosas. Como es parejamente entregarse al equívoco llamar religión a lo que el romano de la primera guerra púnica creía, sentía y hacía en relación con sus dioses, y al Cristianismo, o aun dentro del Cristianismo no advertir la heterogeneidad radical entre el Cristianismo de San Agustín y el de Newman[53].

Quien quiera entender el hombre, que es una realidad in via, un ser sustancialmente peregrino, tiene que echar por la borda todos los conceptos quietos y aprender a pensar con nociones en marcha incesante[54].

ANEJO

En virtud de razones que enunciadas ahora, lacónicamente, parecerían abstractas al lector, la fenomenología tiene de común con todas las demás filosofías antecedentes el carácter de «filosofía ingenua o injustificada». No se entiendan estos términos en un sentido apreciativo; no implican desestima ni desvaloración. Expresan simplemente un rasgo integrante de esas filosofías. Entiendo por filosofía ingenua o injustificada toda aquella que se deja fuera de su cuerpo doctrinal los motivos que lleva a ella, es decir, que no considera como porción constitutiva de la filosofía misma todo lo que ha inducido al hombre a esa creación filosófica. Vamos a ver, en este estudio, cómo la filosofía ha solido comenzar de un modo abrupto, siendo una serie de tesis sobre la realidad o sobre los principios de la verdad, sin que se sepa filosóficamente por qué, en absoluto, hay que enunciar tesis sobre la realidad o sobre la verdad.

Habían de parecemos lógicamente forzosas esas tesis o, lo que es igual, verdaderas, y siempre quedaría la duda de si es forzoso, o en qué medida lo es, arrojarse a formular tales tesis. Toda ocupación humana tiene que justificarse, no sólo ante los demás, sino ante los ojos del mismo que en ella se ocupa. No se trata de que deba hacerlo, sino que lo hace, dese o no cuenta de ello. Y cuando la ocupación, como en el caso de la filosofía, pretende ocuparse del universo y no dejar fuera nada esencial, la justificación no tiene otro espacio donde orgánicamente alojarse que en el cuerpo mismo de la doctrina filosófica, como uno de sus miembros constituyentes. La geometría o la física quedan exentas de esa obligación, porque las ciencias particulares son premeditadamente ingenuas, valga la expresión. Ésa es su virtud y, a la vez, su límite. Al acortar su tema pierden —al menos formalmente— todo carácter invasor y agresivo. Si usted no se interesa en ellas, le dejan a usted tranquilo. Hablo de las ciencias mismas, no de los hombres de ciencia[55]. Pero la filosofía no es así. Lleva ella implícita una sustancial violencia que contrasta con la apacibilidad de temple lograda, después de sus primeros pasos históricos, por el gremio filosófico. Pues podrán la cortesía y el eufemismo, que están a la disposición del filósofo, intentar ocultarlo, pero la filosofía misma, que no puede, por ninguna consideración deformar su sustancia y dejar de ser lo que es, contiene en sus propias entrañas, desde hace veintiséis siglos, un insulto perpetuo, inagotable. Haber filosofía en el mundo significa, sin remedio, existir en el mundo, tácito o sonoro, este grito: ¡El ser viviente que no es filósofo es un bruto! En el orbe intramundano todo lo que no es filosofía es sonambulismo, y los animales se caracterizan por su existencia sonambúlica. Conste que yo no digo esto; tal vez mi reforma filosófica introduce en este terrible punto alguna corrección, pero lo ha dicho, hasta aquí subentendiéndolo, el hecho mismo «filosofía». Después de su edad heroica en Jonia y la Magna Grecia, en Mileto y en Elea, los filósofos han procurado dulcificar la cosa envolviendo el insulto en melifluencia. Sócrates dirá en la Apología: «Una vida sin filosofía no es vividera para el hombre». Aristóteles dirá: «Todas las demás ciencias que no son filosofía son más “necesarias” que ésta, pero ninguna es más importante». Réstense los eufemismos y se tropezará con el insulto.

Una ocupación como la filosofía, que consiste en tan agresiva exigencia, ha menester intrínsecamente de justificación. De otro modo se quedaría en mera petulancia e inválido ademán y sería una forma más de sonambulismo. Sólo en la medida en que el hombre no tenga más remedio que hacer filosofía, en que sea, velis nolis, filósofo, resulta tolerable que haya aquélla y haya éste. Y, repito, no por razones de trato social ni para defenderse ante el prójimo hostil, sino que la filosofía misma para sí misma carece de sentido si no incluye, en su propia anatomía, el órgano de su propia justificación. Ni basta con las consideraciones que a modo de praembula fidei y de prólogo anteponen algunos tratados filosóficos como, en su libro primero, la Metafísica de Aristóteles. Pues todo eso resulta que aun para el mismo que lo escribe no es todavía filosofía, sino sólo informal aclaración previa, algo así como el mango que se nos ofrece para tomar la filosofía. Tal acontece, según pronto veremos, con Aristóteles. Da éste una explicación de por qué se filosofa, pero esta explicación queda a la puerta de la filosofía, como se advierte en que esa explicación no reobra sobre el contenido de las tesis filosóficas aristotélicas, no influye en su forma doctrinal. Y la justificación que yo reclamo sólo existirá cuando de ella se deriven, como de un principio, las ideas que constituyen el sistema filosófico mismo. O, dicho a su vez, en tesis: la justificación de la filosofía es su primer principio. Todo lo que induce al hombre a filosofar forma parte doctrinalmente de la teoría filosófica misma.

Pondré un ejemplo menor, reservándome para otra ocasión exponer, con algún desarrollo, otro monumental[56].

En el comienzo de su tratado filosófico, Locke nos dice: «Nuestra tarea en este mundo no es conocer todas las cosas, sino sólo aquellas que miran a nuestra conducta».

De ordinario se considera como lo filosófico de este enunciado lo que tiene de limitativo, de negativo al reducir el campo del conocimiento. Traza la línea «lo interesante para la conducta», que acota los temas del conocimiento merecedor de tal nombre y sobre el que tiene sentido reflexionar, esto es, filosofar. Pero al hacerlo, se comporta lo mismo que una ciencia particular a la cual basta con decimos «me voy a ocupar sólo de las relaciones espaciales: Geometría», o «me voy a ocupar sólo de los fenómenos directa o indirectamente mensurables: Física». Salvo que este acotamiento es en las ciencias particulares suficientemente preciso, y esta precisión un sustitutivo práctico de la justificación.

Como más adelante veremos, la verdadera justificación de la física moderna es su aprovechamiento técnico. De esa justificación ha beneficiado la matemática moderna como ingrediente de la física. En cuanto a la antigua se justificaba por su trascendencia metafísica. No se olvide que toda la matemática antigua es inmediata o mediatamente de tradición pitagórica. Pero decir que el conocimiento propiamente tal es el que se ocupa sólo de lo que interesa a nuestra conducta, parece tan vaga indicación que no nos garantiza nada, dejando a la filosofía en peor situación que cualquiera de aquellas ciencias. Añádase que Locke se limita a afirmar que nuestra tarea en este mundo no es conocer, pero ni lo fundamenta ni siquiera lo analiza. Es un «tópico» en el estricto sentido que ha venido a tener el sentido aristotélico del término. Por tanto, una opinión que ni es propiamente «verdad» ni permite derivar de ella «verdades». Es simplemente, lo que se suele opinar por la gente, es —opinión pública— endoxa.

Supongamos ahora que en vez de dejarlo en el umbral irresponsable de la filosofía, como hace Locke, lo tomamos filosóficamente en serio, esto es, que nos comprometamos a enunciarlo como la primera gran tesis filosófica. Esto implica, claro está, el compromiso de probarlo, sea cualquiera el régimen de prueba que requiera o permita. Ipso facto la frase fofa de Locke adquiere vigorosa inminencia y revela que lo filosófico en ella es lo que tiene de positiva. Ahora bien, para Locke poseía de hecho este sentido, puesto que el hombre Locke se funda efectivamente en esa opinión para hacer su filosofía. Influido por la tradición de lo que venía llamándose así, Locke piensa que eso no es aún filosofía, no la formula como una tesis, pero la practica como tal, es una tesis en acción, la cual significa nada menos que esto: el conocimiento no es nada sustantivo por sí, sino que es una función de la vida humana, la cual, a su vez, es una tarea. O expresado en otro orden, significa: 1.º, que nuestra existencia en este mundo es una tarea; 2.º, que ésta no consiste sustancialmente en conocer, sino en «conducirse»; 3.º, que en la medida en que la «conducta» exige conocimiento, éste es una · tarea inevitable. He ahí tres principios fundamentales de filosofía que la filosofía de Locke ignora, pero que operaron en él conduciéndole a la elaboración de ésta. Y esa filosofía «indocumentada», que ha quedado a la puerta de la oficial filosofía lockiana, sería además la justificación auténtica de ésta.

Son innumerables los ejemplos que podrían acumularse, pero el elegido, sobre tener la ventaja de su brevedad, basta para un primer esclarecimiento de lo que quiero decir. El resto de la claridad vendrá pocas páginas más adelante.

Si Husserl, al encontrarse haciendo fenomenología —que es para él la verdadera filosofía—, hubiese suspendido su marcha hacia adelante y en un movimiento de retrospección hubiese reflexionado con efectos ejecutivos sobre la trayectoria de su mente hasta el punto en que ésta comenzaba ya a ser a su juicio doctrina formal, habría advertido que ésta es inseparable de motivos no doctrinales en los cuales se engendra y de los cuales depende. El hombre hace filosofía en virtud de ciertas necesidades o conveniencias preteoréticas o ateoréticas, es decir, vitales. Éstas son no vagas, sino precisas y condicionan muy determinadamente el ejercicio intelectual, la llamada «razón». El párrafo de Husserl está en el mismo caso que el de Locke. Como en éste el conocer es una función de la vida, así en aquél es la razón «función de la humanidad» y la humanidad es la serie de hombres que han vivido y viven. Pero tampoco Husserl había tomado esto en serio.

La fenomenología, que aspira a ser expresión máxima de la razón, no es formalmente función de la vida, sino que es actividad independiente: conocer por conocer. En el análisis y definición de la razón que Husserl había cumplido en su obra anterior, la humanidad, la vida y el carácter funcional de la razón no aparecen por ninguna parte ni pueden aparecer. Su carácter de función vital le queda extrínseco e informal. Aunque el estudio a que la cita anterior pertenece, la Lógica formal y trascendental, anuncia «reflexiones radicales» sobre lo que es el conocimiento, ni las realiza ni creo que si lo hiciese pudieran llegar a un suficiente radicalismo. Es ya tarde. El orbe de absoluta realidad, que es para Husserl lo que llama «vivencias puras», no tiene nada que ver —pese a su sabroso nombre— con la vida: es, en rigor, lo contrario de la vida. La actitud fenomenológica es estrictamente lo contrario de la actitud que llamo «razón vital».

Husserl, como todo el idealismo, de quien es último representante, parte de afirmar como hecho básico y de máxima evidencia, que la realidad se constituye en la conciencia de ella. Por ejemplo: en la conciencia de (el mundo real) que tenemos y que consiste principalmente en la clase de actos conscientes que denominamos «percepciones». La efectiva realidad de ese mundo es sólo relativa, a saber, relativa a esa conciencia de él que tenemos. Pero como la realidad excluye la relatividad de sí misma, quiere decirse que la realidad del mundo al ser relativa a la conciencia de ella es problemática y sólo es realidad absoluta mi conciencia de (la realidad del mundo). La realidad de mi conciencia de algo es relativa a sí misma, porque, según Husserl y todo el idealismo, la conciencia sería consciente de sí misma o, dicho de otro modo, se es a sí misma inmediata[57]. Pero ser relativo a sí mismo equivale a ser absoluto.

Ahora bien, si la conciencia de… es la realidad absoluta y, por serlo, aquélla de que hay que partir en filosofía, sería una realidad en la cual el sujeto, yo, estaría dentro de sí mismo, de sus actos y estados mentales. Pero eso, existir estando dentro de sí mismo, es lo contrario de lo que llamamos vivir, que es estar fuera de sí entregado ontológicamente a lo otro, llámese a esto otro mundo o circunstancia.

Partir de la vida como hecho primario y absoluto equivale a reconocer que la conciencia de es sólo una idea, tanto o cuanto justificada y plausible, pero sólo una idea que viviendo y por motivos que previamente se dan en este nuestro vivir, descubrimos o inventamos. La razón vital no parte, pues, de ninguna idea y por eso no es idealismo.

Husserl intenta, sobre todo en el libro mencionado, llegar por medio de la fenomenología a las raíces («reflexiones radicales») del conocimiento. Como no puede menos, anticipa que esas raíces no son cognoscitivas, sino preteoréticas, digamos vagamente «vitales». Pero, como todo esto lo encuentra haciendo fenomenología y ésta no se ha fundamentado y justificado a sí misma, toda la consideración flota en el vacío[58].

Logos, Revista de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 4.0 trimestre 1941.