LECCIÓN IV

EL MÉTODO DE LAS GENERACIONES EN HISTORIA

EN todo momento el hombre vive en un mundo de convicciones, la mayor parte de las cuales son convicciones comunes a todos los hombres que conviven en su época: es el espíritu del tiempo. A esto hemos llamado el mundo vigente, para indicar que no sólo tiene la realidad que le presta nuestra convicción, sino que se nos impone, queramos o no, como ingrediente principalísimo de la circunstancia. Como el hombre se encuentra con el cuerpo que le ha caído en suerte y tiene que vivir en él y con él, así se encuentra con las ideas de su tiempo y en ellas y con ellas —aunque sea en el modo peculiar de contra ellas— tiene que vivir. Ese mundo vigente —ese «espíritu del tiempo»— hacia el cual y en función del cual vivimos, en vista del cual decidimos nuestras más simples acciones, es el elemento variable de la vida humana. Cuando cambia él, cambia el argumento del drama vital. Del cambio del mundo, mucho más que del cambio de caracteres, razas, etc., dependen las modificaciones importantes en la estructura de la vida humana. Y como el tema de la historia no es la vida humana, que es asunto de la filosofía —sino los cambios, las variaciones de ella—, tendremos que el mundo vigente en cada fecha es el factor primordial de la historia. Pero ese mundo cambia con cada generación porque la anterior ha hecho algo en el mundo, lo ha dejado más o menos distinto de como lo encontró. Hasta visualmente es distinto el Madrid con que hoy se encuentran los que tienen veinte años del Madrid con el cual tuvieron que habérselas mis floridos veinte años. De ahí para arriba todo el resto ha cambiado mucho más. El perfil del mundo es otro y consecuentemente la estructura de la vida. Esto me hizo decir allá por 1914 y luego en un libro que se publicó en 1921, que la generación era el concepto fundamental de la historia, cuando nadie en Europa hablaba de ello. Hace unos años, muy pocos, un historiador del arte, Pinder, fundándose en aquellos párrafos míos que desmedidamente elogia pero que no logra interpretar bien, publicó su libro sobre El problema de las generaciones, que ha disparado, por vez primera, la atención de los historiadores sobre el asunto, porque todas las indicaciones que antes se habían hecho, salvo el libro farragoso y contraproducente de Ottokar Lorenz, y el que cité de Drommel, que nadie conocía, aparecidos ambos en el siglo pasado, eran levísimas, de unas cuantas líneas no más y a veces de unas cuantas palabras. Creo, pues, haber contribuido a la iniciación formal y deliberada de este método de las generaciones, aunque por mi desidia —que me lleva a hablar de las cosas y no publicarlas— haya esperado a este curso para exponer a fondo mi idea. Como decía, Pinder, no obstante su favorable acogida, no lo ha entendido en lo más esencial. No es culpa suya, porque los párrafos que él pudo leer, en la traducción alemana de uno de mis libros, no desarrollan suficientemente el pensamiento. Pero lo que no comprendo es que eche de menos en ellos la distinción entre contemporáneos y coetáneos, cuando es ésta la clave de los párrafos mismos que él cita. A diferencia, en efecto, de todas las otras teorías sobre las generaciones y aun de la idea tradicional y viejísima acerca de ellas, yo las tomo, no como una sucesión, sino como una polémica, siempre que se entienda en serio esta palabra y no se la frivolice como hacen ahora los jóvenes; por tanto, siempre que no se crea que la vida de cada generación consiste formalmente en pelearse con la anterior, que es lo que han creído en estos últimos quince años los jóvenes cometiendo un error mucho más grave de lo que sospechan y que tiene raíces muy hondas, que traerá consecuencias catastróficas —se entiende para ellos, porque los que no son jóvenes no sufren ya catástrofes. La polémica no es, por fuerza, de signo negativo, sino que, al contrario, la polémica constitutiva de las generaciones tiene en la normalidad histórica la forma o es formalmente secuencia, discipulado, colaboración y prolongación de la anterior por la subsecuente.

Digo, pues, que se ha confundido hasta ahora, más o menos, la idea de las generaciones con la genealogía, con la serie biológica —podía mejor decirse zoológica—, de hijos, padres, abuelos. Todas las historias primitivas, por ejemplo, las hebreas, están construidas al hilo de las genealogías. Así empieza el Evangelio de San Mateo: «Libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham. Abraham engendró a Isaac. E Isaac engendró a Jacob. Y Jacob engendró a Judas y sus hermanos, etc., etc.». De esta manera el historiador primitivo coloca a Jesús en la altura determinada del destino general humano que miden las generaciones genealógicas. Esto revela una aguda intuición de que la vida de un hombre está encajada en un proceso más amplio, dentro del cual representa un estadio. El individuo está adscrito a su generación, pero la generación está, no en cualquiera parte —utópica y ucrónicamente—, sino entre dos generaciones determinadas. Lo mismo que en nuestra vida individual el acto que ejecutamos ahora, por tanto, lo que ahora somos, asume un trozo irreparable del tiempo definido que va a durar nuestra existencia, así cada generación representa un trozo esencial; intransferible e irreparable del tiempo histórico, de la trayectoria vital de la humanidad. Por eso es el hombre sustancialmente histórico: por eso decía yo a ustedes en la primera lección que la vida es lo contrario del utopismo y el ucronismo —es tener que estar en un cierto aquí y en un insustituible y único ahora. El presente del destino humano, presente en el cual estamos viviendo —mejor dicho, presente que somos nosotros; se entiende, nuestras vidas individuales— es el que es porque sobre él gravitan todos los Otros presentes, todas las otras generaciones. Si estos presentes pasados, si la estructura de la vida en esas generaciones hubiese sido otra, nuestra situación sería también distinta. En este sentido cada generación humana lleva en sí todas las anteriores y es como un escorzo de la historia universal. Y en el mismo sentido es preciso reconocer que el pasado es presente, somos su resumen, que nuestro presente está hecho con la materia dé ese pasado, el cual pasado, por tanto, es actual —es la entraña, el entresijo de lo actual. Es, pues, en principio indiferente que una generación nueva aplauda o silbe a la anterior —haga lo uno o haga lo otro, la lleva dentro de sí. Sí no fuera tan barroca la imagen deberíamos representarnos las generaciones no horizontalmente, sino en vertical, unas sobre otras, como los acróbatas del circo cuando hacen la torre humana. Unos sobre los hombros de los otros, el que está en lo alto goza la impresión de dominar a los demás, pero debía advertir, al mismo tiempo, que es su prisionero. Esto nos llevaría a percatarnos de que el pasado no se ha ido sin más ni más, de que no estamos en el aire sino sobre sus hombros, de que estamos en el pasado, en un pasado determinadísimo que ha sido la trayectoria humana hasta hoy, la cual podía haber sido muy distinta de la que ha sido, pero que una vez sida es irremediable, está ahí —es nuestro presente en el que, queramos o no, braceamos náufragos.

Bajo la confusión de las generaciones históricas con las genealógicas —hijos, padres, abuelos— late, pues, un certero reconocimiento de que es la generación el concepto que expresa la efectiva articulación de la historia y que, por lo mismo, es el método fundamental para la investigación histórica. Y no es extraño que el único libro seriamente dedicado hasta ahora al tema de las generaciones, el de Ottokar Lorenz, caiga de cabeza en esa confusión y exponga una teoría genealógica que, como era inevitable, hizo por completo estéril el voluminoso esfuerzo.

Al interpretar las generaciones en el sentido de la genealogía se subraya en ellas exclusivamente lo que tienen de sucesión. Por eso Homero, coincidiendo en su intención con la Biblia y, repito, con todo primitivismo histórico, las compara a las hojas secas que nacen en otoño para ser sustituidas en la sazón vernal por otras nuevas. ¡Sucesión, sustitución! Todo ello proviene de que se forma el concepto de generación desde el punto de vista del individuo, bajo una perspectiva subjetiva y familiar —hijos, padres, abuelos. Tal concepción se apoya en una idea de las edades que es también subjetiva y privada. Se entiende por juventud un cierto estado del cuerpo y del alma del hombre bien distinto del estado que ambas —cuerpo y alma— presentan en la vejez. Pero esto supone que el hombre primordialmente es su cuerpo y su alma. Contra este error va todo mi pensamiento. El hombre es primariamente su vida —una cierta trayectoria con tiempo máximo prefijado. Y la edad, según vimos en la lección pasada, es ante todo una etapa de esa trayectoria y no un estado de su cuerpo ni de su alma. Hay hombres que llegan al cabo de una larga existencia con una ininterrumpida plenitud corporal que, por sí sola, no permitiría distinguir entre su plena juventud, su madurez y su ancianidad. En el orden intelectual la cosa es aún más clara. Porque es bien notorio que la plenitud de intelección se logra en tomo a los cincuenta años. Esa edad seria, pues, la juventud de su mente. Pero no hay tal: ese hombre de juventud física inmarcesible ha pasado como cualquier otro por las etapas inexorables de la existencia: joven aún de cuerpo, tuvo que vivir en madurez y luego vivir una vida vieja. Y, en efecto, Aristóteles pone la akmé o florecimiento corporal entre los treinta y treinta y cinco, y la akmé intelectual, con un exceso de precisión no poco sorprendente, en los cincuenta y uno./Con lo cual, dicho sea de paso, revela su adscripción al error perenne, en él mayor que en nadie, de creer que el hombre es sustancialmente el organismo biológico —cuerpo y alma— con que el hombre vive.

La averiguación esencial de que hablando del hombre lo sustantivo es su vida y todo lo demás objetivo, que el hombre es drama, destino y no cosa, nos proporciona súbito esclarecimiento a todo este problema. Las edades lo son de nuestra vida y no, primariamente, de nuestro organismo —son etapas diferentes en que se segmenta nuestro quehacer vital. Recuerden ustedes que la vida no es sino lo que tenemos que hacer, puesto que tenemos que hacérnosla. Y cada edad es un tipo de quehacer peculiar. Durante una primera etapa, el hombre se entera del mundo en que ha caído, en que tiene que vivir —es la niñez y toda la porción de juventud corporal que corre hasta los treinta años. A esta edad el hombre comienza a reaccionar por cuenta propia frente al mundo que ha hallado, inventa nuevas ideas sobre los problemas del mundo —ciencia, técnica, religión, política, industria, arte, modos sociales. Él mismo u otros hacen propaganda de toda esa innovación, como, viceversa, integran sus creaciones con las de otros coetáneos obligados a reaccionar como ellos ante el mundo que encontraron. Y así, un buen día, se encuentran con que su mundo innovado, el que es obra suya, queda convertido en mundo vigente. Es lo qué se acepta, lo que rige —en ciencia, política, arte, etc. En ese momento empieza una nueva etapa de la vida: el hombre sostiene el mundo que ha producido, lo dirige, lo gobierna, lo defiende. Lo defiende porque unos nuevos hombres de treinta años comienzan, por su parte, a reaccionar ante ese nuevo mundo vigente.

Esta descripción pone de manifiesto que para la historia hay una porción determinada de nuestra vida que es la más importante. El niño y el anciano apenas si intervienen en la historia: aquél todavía; éste ya no. Pero tampoco en la primera juventud tiene el hombre actuación histórica positiva. Su papel histórico, público, es pasivo. Aprende en las escuelas y oficios, sirve en las milicias. Lo que en el niño y el joven es vida actuante, queda bajo el umbral de lo histórico y se refiere a lo personal. En efecto, es la etapa formidablemente egoísta de la vida. El hombre joven vive para sí. No crea cosas, no se preocupa de lo colectivo. Juega a crear cosas —por ejemplo, se entretiene en publicar revistas de jóvenes—, juega a preocuparse de lo colectivo, y esto a veces con tal frenesí y aun con tal heroísmo, que a un desconocedor de los secretos de la vida humana le llevaría a creer en la autenticidad de la preocupación. Mas, en verdad, todo ello es pretexto para ocuparse de sí mismo y para que se ocupen de él. Le falta aún la necesidad sustancial de entregarse verdaderamente a la obra, de dedicarse, de poner su vida en serio y hasta la raíz a algo trascendente de él, aunque sea sólo a la humilde obra de sostener con la de uno la vida de una familia.

La realidad histórica está, pues, en cada momento constituida por la vida de los hombres entre treinta y sesenta años. Y aquí viene el punto más grave de mi doctrina. Esa etapa de treinta a sesenta, ese período de plena actividad histórica del hombre ha sido considerado siempre como una sola generación, como un tipo de vida homogéneo. Llevó a ello la viciosa óptica que hace ver en la serié de las generaciones sólo lo que en ella hay de sucesión y sustitución.

Rectifiquemos esta óptica.

Partamos del hombre alrededor de los treinta años y que se ocupa, por ejemplo, de ciencia. A esa edad ha aprendido la ciencia que estaba ahí, se ha instalado en el mundo científico vigente. Pero ¿quién sostiene y lleva ese estado vigente de la ciencia? No tiene duda: son los hombres entre cuarenta y cinco y sesenta años. Ellos representan el saber establecido ya, el que está ahí presto para ir siendo recibido y que él, el hombre de treinta, ha sido el primero en asimilar. De treinta a cuarenta y cinco corre la etapa en que normalmente un hombre encuentra todas sus nuevas ideas; por lo menos, las matrices de su original ideología. Después de los cuarenta y cinco viene sólo el desarrollo pleno de las inspiraciones habidas entre los treinta y los cuarenta y cinco.

Lo propio acontece en política: de los treinta a los cuarenta y cinco, el hombre combate en pro de ciertos ideales públicos, nuevas leyes, nuevas instituciones. Y lucha con los que están en el Poder, que suelen ser individuos de cuarenta y cinco a sesenta años.

En arte acontece lo propio.

Pues qué, ¿no pasa lo mismo en un orden históricamente más importante de lo que se ha creído hasta aquí y con el estudio del cual es preciso integrar la nueva historia? Me refiero a esa gran dimensión de la vida humana en que pone su decisiva influencia el otro gran hecho elemental de lo humano que junto a las edades articula la vida: la diferencia sexual y su dinamismo en la forma de los amores. Pues bien: de los treinta a los cuarenta y cinco corre la etapa en que el hombre interesa verdaderamente a la mujer. Cómo y por qué, son preguntas indiscretas para responder a las cuales yo necesitaría un curso entero —un curso, por cierto, que es preciso hacer alguna vez y no en cualquier sitio, sino en una Universidad—, porque se trata de uno de los temas más graves y más serios de la vida humana y de su historia. ¡Ah, no faltaba más! Hasta ahora, al hablar de la historia y de las generaciones parecía que hablábamos sólo de los varones, como si las mujeres, que son ciertamente unas pocas, no existiesen; como si no interviniesen en la historia o hubiesen esperado milenios y milenios a intervenir hasta que se les concediera el voto electoral. Y, en efecto, la historia que se ha escrito Hasta aquí es, en principio, historia de hombres solos —como ciertos espectáculos que se anuncian «sólo para hombres». Pero es que la más efectiva, permanente, genuina y radical intervención de la mujer en la historia se verifica en esta dimensión de los amores. Ello nos da ocasión para hacer notar de paso —y el hecho confirma nuestra idea de que la generación no implica, por fuerza, una identidad de fecha natalicia— que las mujeres de una generación son constitutivamente, y no por azar, un poco más jóvenes que los hombres de esa misma generación, dato más importante de lo que a primera vista parece.

Pero volvamos a lo más urgente en esta exposición.

Vemos que la más plena realidad histórica es llevada por hombres que están en dos etapas distintas de la vida, cada una de quince años: de treinta a cuarenta y cinco, etapa de gestación o creación y polémica; de cuarenta y cinco a sesenta, etapa de predominio y mando. Estos últimos viven instalados en el mundo que se han hecho; aquéllos están haciendo su mundo. No caben dos tareas vitales, dos estructuras de la vida más diferentes. Son, pues, dos generaciones y ¡cosa paradójica para las antiguas ideas sobre nuestro asunto!, lo esencial en esas dos generaciones es que ambas tienen puestas sus manos en la realidad histórica al mismo tiempo —tanto que tienen puestas las manos unas sobre otras en pelea formal o larvada. Por tanto, lo esencial es, no que se suceden, sino, al revés, que conviven y son contemporáneas, bien que no coetáneas. Permítaseme hacer, pues, esta corrección a todo el pasado de meditaciones sobre este asunto: lo decisivo en la idea de las generaciones no es que se suceden, sino que se solapan o empalman. Siempre hay dos generaciones actuando al mismo tiempo, con plenitud de actuación, sobre los mismos temas y en tomo a las mismas cosas —pero con distinto índice de edad y, por ello, con distinto sentido.

En cuanto a los mayores de sesenta años, ¿es que no tienen ya papel en esa realidad histórica? Sí que lo tienen, pero sumamente sutil. Basta con caer en la cuenta de que, en comparación con las otras edades, los mayores de sesenta años son muy pocos —en este sentido, su simple existencia es ya algo excepcional. Pues así es también su intervención en la historia: excepcional. El anciano es, por esencia, un superviviente y actúa, cuando actúa, como tal superviviente. Una veces porque es un caso insólito de espiritual frescor que le permite seguir creando nuevas ideas o eficaz defensa de las ya establecidas. Otras, las normales, se recurre al anciano precisamente porque ya no vive en esta vida, está fuera de hecho, ajeno a sus luchas y pasiones. Es superviviente de una vida que murió hace quince años. De aquí que los hombres de treinta, que están en lucha con la vida que llegó después de ésa, busquen con frecuencia a los ancianos para que les ayuden a combatir contra los hombres dominantes.

Las «jerusias», senados, etc., fueron en su significado primitivo cuerpos al margen de la vida actual, a los cuales se recurría en busca de consejo, precisamente como a instancia inactual, precisamente porque ya no eran la plena y efectiva realidad histórica.

Tenemos, según esto, que desde el punto de vista importante a la historia, la vida del hombre se divide en cinco edades de a quince años: niñez, juventud, iniciación, predominio y vejez. El trozo verdaderamente histórico es el de las dos edades maduras: la de iniciación y la de predominio. Yo diría, pues, que una generación histórica vive quince años de gestación y quince de gestión.

Pero con todo esto nos falta lo que, para hacer de la generación un rigoroso método de investigación histórica, es más inexcusable. Precisar de qué fecha cronológica a cuál otra fecha se extiende una generación. Sabemos que dura quince años; bien: pero ¿cómo distribuimos concretamente en grupos de quince años los años del tiempo histórico?

Como siempre, lo primero que se nos ocurre es partir de una perspectiva personal y privada, cada cual de sí mismo. El hombre tiende siempre a hacerse centro del Universo y, cuando ese hombre da la casualidad de que es español, entonces mucho más.

Tal joven que me escucha desea saber a qué generación pertenece y partiendo de sí mismo se encuentra con tres posibilidades. Supongamos que ese joven cumple en este año de 1933 los treinta años. Como la generación, dijimos, no es una fecha sino una «zona de fechas» que hoy hemos fijado en quince años, ese joven no puede saber si su fecha actual de treinta años pertenece a los quince años hacia atrás o a los quince hacia adelante, o bien, si él está en medio de la zona de su generación teniendo a ambos lados dos series de siete años. Dicho en otra forma, desde la perspectiva individual el hombre no puede estar seguro de si en su fecha de edad comienza una generación o si acaba, o bien, si es ella el centro de la generación.

Esto demuestra, indirectamente, el carácter objetivo, histórico y no privado del concepto de generación.

Es esencial a este concepto, según hemos visto, que toda generación surge entre otras dos, cada una de las cuales confina con otra y así sucesivamente. Es decir, que la generación implica ineludiblemente la serie toda de las generaciones. De aquí que determinar la zona de fechas cronológicas que a una generación corresponde, sólo puede hacerse determinando la totalidad de la serie.

¿Cómo se logra esto? He aquí el procedimiento que yo propongo a los historiadores.

Tómese un gran ámbito histórico dentro del cual se ha producido un cambio en el vivir humano que sea radical, evidente, incuestionable. Es decir, partamos de un momento histórico en que el hombre vive tranquilamente instalado en una cierta figura de mundo. Por ejemplo, en 1300 —la hora de Dante. Si deslizamos la mirada por el tiempo que sigue, vemos con toda claridad que el hombre europeo va perdiendo tranquilidad con respecto a su mundo. Un poco más allá vemos que ese mundo se viene abajo y el hombre no sabe qué posición tomar. Seguimos y arribamos a otra fecha en que le hallamos nuevamente tranquilo. Se ha instalado de nuevo en un mundo cierto y en él persevera complacido durante siglos. Esté panorama nos hace tomar contacto evidente con tres épocas: La Edad Media que vive en plenitud hasta 1350; la Edad Moderna, que vive en plenitud desde 1630, y entre medias, una época de indecisión.

La Edad Media no nos interesa ahora y la tomamos como mero punto de referencia. La época de indecisión, por su mismo carácter indeciso, no nos permite hacer pie para ninguna determinación firme. La Edad Moderna, en cambio, nos muestra con sobrada claridad el desarrollo insistente y continuo de ciertos principios de vida que fueron por vez primera definidos en una cierta fecha. Esta fecha es la decisiva en la serie de las fechas que integran la Edad Moderna. En ella vive una generación que por vez primera piensa los nuevos pensamientos con plena claridad y completa posesión de su sentido: una generación, pues, que ni es todavía precursora, ni es ya continuadora. A esa generación llamo generación decisiva.

En el orden del pensamiento filosófico y de las altas ciencias a que he reducido el tema de este curso, no hay duda alguna de cuándo acontece esa maduración ejemplar del tiempo nuevo: es el periodo que va de 1600 a 1650. Se trata de aislar en ese período la generación decisiva.

Para esto se busca la figura que con mayor evidencia represente los caracteres sustantivos del período. En nuestro caso, no parece discutible que ese hombre es Descartes. Pocas veces un innovador lo ha sido tan decisiva y plenariamente; quiero decir, que haya dado su innovación en forma más madura, consciente de sí misma, en formulación ya perfecta.

Con esto tenemos el «epónimo de la generación decisiva», logrado lo cual, el resto es obra del automatismo matemático. Anotamos la fecha en que Descartes cumplió los treinta años: 1626. Esa será la fecha de la generación de Descartes —punto de partida para fijar a uno y otro lado las demás, sin más que añadir o restar grupos de quince años. Así la fecha de la próxima generación anterior es 1611, que es la generación de Hobbes, de Hugo Grocio; luego 1596, que, sea dicho de paso, es la generación de Galileo, de Keplero y de Bacon —una generacioncita—; luego 1581, que es la generación de Giordano Bruno, de Tycho Brahe y de nuestro Cervantes, Suárez y nuestro Sánchez el escéptico; luego 1566, la generación de Montaigne, de Bodino, que sigue a la de 1551, una generación sin grandes figuras. No es obligatorio para una generación poseer grandes hombres: no es obligatorio, es simplemente lamentable. Pero la vida humana no es más ni menos real, no deja de tener su figura propia y exclusiva porque sea ilustre o mediocre.

Pero ¿cómo hemos agrupado esos hombres en cada generación, si han nacido en años diferentes? Las fechas 1626, 1611, 1596, etc., han sido denominadas por mí fechas de generaciones, no de personas. Sólo en el caso inicial hemos elegido como fecha de una generación la fecha de los treinta años de un hombre determinado. Colocados, pues, en 1626, decimos: esta fecha es el centro de la zona de fechas que corresponde a la generación decisiva. Por tanto, pertenecerán a ella los que hayan cumplido treinta años, siete años antes o siete años después de esta fecha. Por ejemplo, el filósofo Hobbes nace en 1588 —cumple los treinta en 1618—. Sus treinta años distan de los treinta de Descartes, ocho. Está, pues, lindando con la generación de Descartes: un año menos y pertenecería a ella. Pero el automatismo matemático nos obliga a colocarlo, por lo pronto, en otra anterior.

¿Qué se pretende con esto? ¿Que el automatismo matemático decida con su característica estupidez y abstracción de la realidad histórica? En modo alguno. Esa serie precisa de generaciones nos sirve como una retícula con que nos acercamos a los hechos históricos para ver si éstos toleran el ser ordenados y ajustados en aquélla. Imaginen que no es así: que Hobbes, una vez comparado con Descartes, aparece como representando una misma estructura vital que Descartes, colocándose ante el problema intelectual del mundo en idéntica altitud que Descartes. Entonces es que nuestra serie ha sido erróneamente articulada: habrá que correr toda la serie y así sucesivamente hasta que la articulación de las fechas coincida con la efectiva articulación histórica y Hobbes pertenezca a la misma generación que Descartes. De hecho, acontece que el caso Hobbes confirma rigorosamente la seriación propuesta. El automatismo matemático nos insinúa que Hobbes pertenece a otra generación, pero que representa la linde misma que confina con el modo de pensar cartesiano. El estudio de su obra, el análisis de la actitud general con que se acerca a los problemas, coincide exactamente con ese pronóstico. Hobbes llega casi a ver las cosas como Descartes —pero ése casi es sintomático—. Su distancia a Descartes es mínima y es la misma en todas las cuestiones. No es, pues, que coincida con Descartes en tal punto y discrepe en tal otro —no—; diríamos, para expresar con rigor la curiosísima relación entre ambos, que coinciden un poco en todo y en todo discrepan un poco. Como si dos hombres mirasen un mismo paisaje situado el uno algunos metros más arriba que el otro. Se trata, pues, de una diferencia de altitud en la colocación. Pues esa diferencia de nivel vital es lo que yo llamo una generación.

Desde que existe democracia —por tomar un ejemplo cualquiera—, cada generación tenía por fuerza que ver sus problemas desde una altura distinta. No puede ser la misma la experiencia que de la democracia tiene la generación que la inaugura y la que recibe de ella la generación siguiente y así en adelante. Aun viviendo todas dentro del horizonte y la fe democráticos, su actitud, con respecto a ella, tenía que ser distinta.

Según lo dicho, no somos nosotros quienes en virtud de nuestras impresiones inmediatas podemos juzgar a qué generación histórica pertenecemos. Es la historia quien, construyendo la realidad del pasado hasta nuestro presente, estatuye la serie efectiva de las generaciones. Faena tal no está aún cumplida, ni siquiera iniciada: es la que, a mi juicio, va a emprender la nueva ciencia histórica.

Lo único que podemos aprovechar, desde luego, para la concepción de nuestro tiempo, es el principio general de que cada quince años cambia el cariz de la vida. En su biografía de Agrícola, Tácito emplea una frase que hasta ahora no había sido aclarada a fondo, una frase enigmática que es ésta: Per quindecim amos, grande mortalis aevi spatium. Durante quince años, etapa muy importante en la vida del hombre. Y no lo dice al azar, sino en un párrafo en que se ocupa a la vez de la trayectoria vital del individuo y de los cambios de la historia. Hoy creo que esa frase enigmática queda suficientemente esclarecida.

Con esa presunción de que la tonalidad histórica varía cada quince años, podemos ensayar el orientamos en nuestro tiempo y llegar a diagnósticos aproximados, a reserva siempre de lo que en última instancia determina la construcción científica que sólo la historia puede lograr.

Con todas estas cautelas, salvedades y reservas, dando, pues, a lo enunciado tan sólo un valor de insegura sospecha, yo me 'atrevería a insinuar en virtud de muchas, muchas razones que no tengo tiempo ahora de decir, que en 1917 comenzó una generación, un tipo de vida, el cual habría, en lo esencial, finiquitado en 1952. No sería difícil dibujar la fisonomía de esa existencia que ha coincidido con el período llamado —y a mi juicio mal llamado— de la postguerra. No voy ni siquiera a rozar de verdad el asunto. Pero si alguien se interesa por un cierto modo vital —por ejemplo, una cierta manera de pensar en filosofía o en física, o un cierto modo de estilos artísticos o unos ciertos movimientos políticos— y quiere orientarse sobre su porvenir, debería, según mi insegura hipótesis, fijar bien la fecha de su origen y ponerla en relación con 1917. Por ejemplo, es curioso que en esa fecha precisamente broten las formas políticas llamadas «fascismo» y «bolchevismo». En esa fecha se inicia el cubismo pictórico y la poesía pariente de él, etc., etc. ¿Obligará esto a sospechar que todo ello es ya inexorablemente un pasado? Es lo que vamos a poder averiguar irrefragablemente en estos nuevos quince años en que estamos ya embarcados.