PROLOGO A «EL COLLAR DE LA PALOMA», DE IBN HAZM DE CORDOBA

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Mi amistad hacia Emilio García Gómez es oscilante: pendula entre ser fraternal y ser paternal. El cariz de paternalidad le viene de que la cronología de mi vida es mucho más larga que la exhibida por la suya, y el modo fraternal se origina en que al hablar de Fulano coincidimos.

Cuando se coincide al opinar sobre Fulano se coincide en todo lo demás. También es verdad lo inverso. La coincidencia ni implica ni siquiera prefiere ser identidad de juicio. No se trata de que coincidan las ideas, sino las vidas. Nadie puede tener las mismas ideas que otro si, de verdad, tiene ideas. La idea es personalísima e intransferible. Cuando un pensamiento nos es común corre grande riesgo de no ser una idea, sino todo lo contrario, un tópico. El tópico es el lugar, el lugar común, el sitio en que los hombres coinciden tanto, que se identifican y se confunden, cosa que no puede acontecer sino en la medida en que los hombres se mineralizan, se deshumanizan. En su verdad, en su autenticidad los hombres son incomunicantes. Los propios escolásticos, tan poco sensibles a estos temas, definían ya la persona por la incomunicabilidad. En su contenido, las ideas pueden discrepar sobremanera y, sin embargo, coincidir en lo único que importa: en haber sido pensadas desde el mismo nivel. En última instancia, nuestros sufrimientos, al tratar con los prójimos, suelen proceder de que pensamos, sentimos y somos sobre niveles diferentes.

Precisamente es éste uno de los dones mágicos poseídos por el amor, de que este libro tan a fondo diserta. A ello se debe, por ejemplo, el prodigioso fenómeno de que la mujer amante de un hombre cuyas dotes parecen muy superiores a las de ella, no se sabe cómo, simplemente amando, se eleva a su altitud. O bien, la viceversa. Pues ahí están los dos versos terminales de Fausto, en que Goethe se acoge a esta imagen del nivel. El Eterno Femenino es una realidad peraltada a la cual el hombre, cuando ama, se eleva, no por propio poder ascensional, sino porque es atraído —hacia lo más alto. No se me negará que la mujer si es algo, es atractiva, esencialmente atractiva; pero Goethe nos hace reparar que su atracción es siempre, siempre, cenital:

Das ewig— Weibliche Zieht uns hinam.

Con lo cual hemos caído, como por escotillón, dentro de este libro que Emilio García Gómez se ha tomado el largo y penoso esfuerzo de traducir. Era una deuda que los españoles, tomados corporativamente, teníamos. Porque este libro, el más ilustre sobre el tema del amor en la civilización musulmana, que ha sido vivido, pensado y escrito en tierras de España por un árabe «español», estaba, tiempo ha, traducido en otras lenguas, pero nadie se había atrevido a irle al cuerpo y verterlo en castellano.

Claro está que, al llamar a Ibn Hazm árabe «español», le atribuyó el arabismo en serio y la españolía informalmente. Sin que yo pretenda estorbar que los demás hagan lo que les plazca, no estoy dispuesto, por mi parte, a correr la aventura de llamar en serio «español» a cualquiera que nace en el territorio peninsular, aunque sea de sangre «indígena» y aunque haya vivido aquí toda su vida. La territorialidad y el plasma sanguíneo son los últimos atributos que pueden calificar la «nacionalidad» de un hombre, esto es, la sustancia histórica de que está hecho, y sólo tienen eficacia cuando se dan en él antes todos los demás. La prueba simple y notoria de ello está en que, viceversa, cabe ser español hasta el grado más superlativo sin haber visto nunca la tierra española, e igualmente cabe serlo teniendo muy poca o ninguna sangre de nuestra casta, Y esto que es verdad ahora, cuando España, desde hace mucho tiempo, ha llegado a la plenitud de su nacionalidad, lo era mucho más en el friso de los siglos décimo y undécimo, cuando la «cosa» España empezaba tan sólo a germinar. Todos estos calificativos «nacionales» significan, tomados en su precisión, la pertenencia substantiva a una determinada sociedad, y la sociedad árabe de Al— Andalus era distinta y otra de la sociedad o sociedades no-árabes que entonces habitaban España 34.

Pero esto no quita, como he dicho, que nuestra relación con los árabes de Al-Andalus, o «españoles», no implique para nosotros ciertos deberes respecto a su memoria; deberes que últimamente se fundan en la ventaja que nos proporciona cumplirlos, ya que con ello nutrimos nuestra propia sustancia, enriqueciendo y precisando nuestra españolía. Porque nuestra sociedad ha convivido durante siglos con esa sociedad andaluza, piel contra piel, en roce continuo de beso y lanzada, de toma y daca, de influjo y recepción. Y una de las grandes vergüenzas que desdoran los estudios históricos es que, a estas alturas, ni de lejos se haya logrado esclarecer la figura de la relación entre ambas sociedades. Esta es la causa del balanceo extremo entre las opiniones sobre los influjos de una en otra, a que hace referencia García Gómez en su Introducción. Es justo reconocer que nuestros arabistas, desde Ribera, han dado algunos importantes pasos en el intento de irse representando con alguna concreción cómo convivían andaluces y españoles. Pero la cuestión no puede avanzar grandemente si no se la toma en un estrato más profundo. Es preciso, en efecto, comenzar por definir bien, y por separado, la estructura de ambas sociedades, para poder luego figurar su enfronte y engranaje.

El tema, sin embargo, no puede reducirse a los límites de España. Es mucho más amplio. La mayor porción de Europa ha tenido también un contacto secular con la civilización árabe, una inmediatez cutánea con ella. Mas tampoco los historiadores extranjeros han derramado claridad sobre este hecho, que fue una de las grandes realidades en la historia occidental. Esta falla ha sido una de las principales causas que han impedido la inteligencia de la Edad Media europea. No es posible comprender bien un hecho histórico, sea el que sea, si no se acierta a contemplarlo desde el punto de vista que mejor manifieste su más auténtico sentido, es decir, desde el cual se divise a sabor, y en toda su extensión, el área de realidades humanas a que el hecho pertenece. Todo lo que sea mirar el hecho sobre el fondo de un área que es sólo parcial lo desdibuja y falsea automáticamente. Pues bien, desde hace muchos años —y Emilio García Gómez me es testigo de mayor excepción— sostengo que la Edad Media europea no puede ser bien vista si la miramos centrando la historia de aquellos siglos en la perspectiva exclusiva de las sociedades cristianas.

La Edad Media europea es, en su realidad, inseparable de la civilización islámica, ya que consiste precisamente en la convivencia, positiva y negativa a la vez, de cristianismo e islamismo sobre un área común impregnada por la cultura grecorromana. De aquí que el único punto de vista adecuado sea de indiferencia ante esas dos vertientes de la vida medieval, contemplando su aparente dualidad y discrepancia como unidad y coincidencia, que asumen dos modalidades distintas. Y la razón fuerte de ello es que ambos orbes —el cristianismo y el musulmán— son sólo dos regiones de un mundo geográfico que había sido históricamente informado por la cultura grecorromana. La religión islámica misma procede de la cristiana, pero esta procedencia no hubiera podido originarse, a su vez, si los pueblos europeos y los pueblos árabes no hubiesen penetrado en el área ocupada durante siglos por el Imperio Romano. Germanos y árabes eran pueblos periféricos, alojados en los bordes de aquel Imperio, y la historia de la Edad Media es la historia de lo que pasa a esos pueblos conforme van penetrando en el mundo imperial romano, instalándose en él y absorbiendo porciones de su cultura yerta ya y necrosificada. La Edad Media, por una de sus caras, es el proceso de una gigantesca recepción: la de la cultura antigua por pueblos de cultura primitiva. y la génesis cristiana del islamismo no es sino un caso particular de esa recepción, producida por el mismo mecanismo histórico que llevó a los árabes del siglo IX a recibir a Aristóteles y a Hipócrates y a Galeno y a Euclides y a Diofanto y a Tolomeo. Se olvida demasiado que los árabes, antes de Mahoma, llevaban siete siglos rodeados por todas partes de pueblos que estaban más o menos helen izados y que habían vivido bajo la administración romana. No es sólo de Siria de donde sopla sobre los árabes el gran viento de la Antigüedad, sino de Persia, de la Bactriana y de la India. En cambio, Europa, por su lado norte, se mantuvo libre de influjos grecorromanos y pudo conservar más tiempo intactas las raíces de su primitivismo.

Los estadios de esta recepción son, en su comienzo, muy similares. La única diferencia inicial —que es, sin duda, importante— radica en que los árabes recibieron la Antigüedad en su aspecto de Imperio Romano de Oriente, y los europeos en su forma de Imperio Romano de Occidente. Esto trajo consigo, por ejemplo, que los árabes pudieran tener muy pronto su Aristóteles, y, en cambio, el Cristianismo suscitador del Islam fuese el nestoriano y el de los monofisitas, dos perfiles arcaicos de la fe cristiana. En los estadios siguientes la recepción fue poco a poco tomando caracteres más divergentes, hasta que en el siglo XIII cesa entre los árabes, cuya civilización queda reseca y petrificada a fuerza de Corán y de desiertos. Pues los desiertos, que ciñen por Oriente y Sur el mundo islámico, lanzan sobre él periódicamente oleadas de puritanismo asolador. Los beduinos son sus portadores. La última avenida, bien reciente, ha sido la de los wahhabíes del Nechd, que, al concluir la primera guerra mundial, dirigidos por Ibn Sa'ud, cayeron sobre la Arabia de las ciudades de Meca y Medina 35.

Mi idea, por tanto, es que, al comenzar la llamada Edad Media, germanismo y arabismo son dos cuerpos históricos sobremanera homogéneos por lo que hace a la situación básica de su vida, y que sólo luego, y muy poco a poco, se van diferenciando, hasta llegar en estos últimos siglos a una radical heterogeneidad. La opinión contraria, que es la usual, surgió por generación espontánea, irreflexivamente —cosa tan frecuente en los historiadores—, porque proyectaron sobre aquellos primeros siglos medievales la imagen de extrema heterogeneidad que hoy nos ofrecen ambos grupos de pueblos. Pero esto, a su vez, no habría acontecido si se hubiesen tomado el trabajo de reconstruir analíticamente la estructura básica de la vida humana en la Edad Media. Habrían entonces caído en la cuenta de hasta qué punto fue decisivo en aquel modo de ser hombre, de existir, el hecho de que pueblos de una cultura primitiva viniesen a habitar en un espacio social —el área del Imperio Romano— donde preexistía una civilización llegada al último estadio de su desarrollo y, por lo mismo, de su complicación y su refinamiento. Por fortuna, esta civilización se hallaba ya atrofiada, caduca, y en avanzado proceso de involución, lo cual implica que había perdido gran parte de su ubérrima riqueza, que se había vuelto abreviatura de sí misma. Recuérdese que, por ejemplo, en el orden intelectual, la cultura grecorromana, hacia el siglo V d. C., se ha resumido y reducido a epítomes y enciclopedias o diccionarios. De no haber sido así, el choque —lo que llaman hoy los etnógrafos anglosajones el clash of cultures— habría sido excesivo, y sus resultados muy distintos. Los pueblos nuevos se habrían perdido, como en una selva tremenda, en la exuberancia de la vida «clásica». Por fortuna, repito, ésta había sido ya epitomizada ad usum delfinis. El delfín era el germano, era el árabe.

Pero ahora viene la advertencia verdaderamente fértil, que pudiera dar la clave para la inteligencia de la Edad Media, y que no he visto nunca formulada. La cultura clásica, aún contraída y esclerosada, significaba un repertorio de formas de vida enormemente más complicadas y más sutiles que las tradicionales en aquellos pueblos invasores. El germano y el árabe no podían entenderlas bien. No sólo por su complicación y sutileza, sino porque habían nacido de raíces que les eran ajenas, inspiradas por experiencias históricas distintas de las suyas. Mas, de otra parte, se les imponían, en algunos órdenes, por razones de utilidad, como en la administración, y en todos por razón de su prestigio incomparable. Yo no sé últimamente si cabe decir que el Imperio Romano ha sido el hecho más importante de la historia hasta la fecha actual, pero no creo exorbitante afirmar que lo ha sido su prestigio, poder tan tenaz que todavía gravita sobre nosotros.

Esto trajo consigo que, en la base misma de la existencia medieval, se diese una dramática dualidad al encontrarse el germano y el árabe con dos distintos repertorios de formas delante de sí, cada uno de los cuales solicitaba que el hombre hiciese por ellos fluir, como por un cauce, su comportamiento vital. Los modos hereditarios de su pasado tribal informaron, como no podía menos, su vida coti diana, pero ésta no es sentida como «vida», por ser pura habitualidad. Cuando, emergiendo de los hábitos en que de puro acostumbrados y mecanizados no reparamos, nos hacemos cuestión de vivir, buscamos lo contrario de la vida habitual, buscamos «vivir como es debido». Por su prestigio, las formas de la existencia grecorromana se presentaban a los pueblos nuevos con el carácter de «vida como es debido», frente a la «vida como es costumbre». Y he aquí por qué la estructura de la vida medieval es tan sorprendente. Es una vida de dos pisos, sin suficiente unidad entre ambos. Hay el estrato de los usos inveterados, y hay el estrato de los comportamientos ejemplares. Aquél es vivido con autenticidad, pero inconscientemente. Este es una serie de afanes imitativos, y la relación entre el hombre y lo que hace no es en él espontánea ni en este sentido sincera; es querer ser otro del que se es. Germanos y árabes se dedican a imitar a griegos y romanos, a intentar «ponerse» sus formas de vida —en la administración, en el derecho, en la concepción del Estado, en ciencia, en poesía 36. La religión misma toma en ellos aspectos de conmovedor mimetismo. Ya el islamismo es una imitación del cristianismo ad usum del delfín que vivía en el desierto. Pero también el cristianismo del germano es un remedo del de los padres de la Iglesia.

Esta estructura básica de la vida medieval fue la causa de hecho tan sorprendente y monstruoso como el Escolasticismo, es decir, la filosofía que tenazmente cultivaron las universidades de Occidente durante toda aquella Edad, hecho que espera aún su esclarecimiento, porque no se le ha visto sobre el fondo de muchos otros escolasticismos. El así famosamente llamado es sólo un caso particular de toda una gran categoría histórica, del «escolasticismo» con carácter genérico, que se ha dado y se sigue dando en muchos lugares y tiempos. Llamo «escolasticismo» a toda filosofía recibida —frente a la creada—, y llamo recibida a toda filosofía que pertenece a un círculo cultural distinto y distante, en el espacio social o en el tiempo histórico, de aquellos en que es aprendida y adaptada.

Los que ignoran de qué ingredientes están hechas las «ideas» creen que es fácil su transferencia de un pueblo a otro y de una a otra época. Se desconoce que lo que hay de más vivaz en las «ideas» no es lo que se piensa paladinamente y a flor de conciencia al pensarlas, sino lo que se soto-piensa bajo ellas, lo que queda sobredicho al usar de ellas. Estos ingredientes invisibles, recónditos, son, a veces, vivencias de un pueblo formadas durante milenios. Este fondo latente de las «ideas», que las sostiene, llena y nutre, no se puede transferir, como nada que sea vida humana auténtica. La vida es siempre intransferible. Es el Destino histórico.

Resulta, pues, ilusorio el transporte integral de las «ideas». Se traslada sólo el tallo y la flor y, acaso, colgando de las ramas, el fruto de aquel año, lo que en aquel momento inmediatamente es útil de ellas. Pero queda en la tierra de origen lo vivaz de las «ideas», que es su raíz. La planta humana es mucho menos desplazable que la vegetal. Esta es una limitación terrible, pero inexorable, trágica.

Pretender que aquellos frailes de cabeza tonsurada fueran capaces de entender los conceptos griegos, la idea de Ser, por ejemplo, es ignorar la dimensión trágica que acompaña al acaecer histórico como el hilo rojo va incluso en todos los cables de la Real Mari na inglesa. En la recepción de una filosofía ajena, el esfuerzo mental invierte su dirección, y trabaja, no para entender los problemas, lo que las cosas son, sino para llegar a entender lo que otro pensó sobre ellas y expresó en ciertos términos. El «término» no es una palabra de la lengua, sino un signo artificial. Por eso no se entiende sin más. Creado en virtud de una definición, hay que llegar a él entendiendo ésta, que, a su vez, está compuesta de términos. De aquí que todo escolasticismo es la degradación de un saber en mera terminología 37.

Ahora bien, los primeros escolásticos no fueron los monjes de Occidente, sino los árabes de Oriente. Santo Tomás aprende su Aristóteles a través de Avicena y Averroes. Es más, la facción de escolasticismo es aún más pronunciada en toda la civilización islámica que en la de los pueblos medievales europeos. Aún adolescentes, estos pueblos, merced acaso a su componente germánico, poseyeron desde muy pronto un estro creador que los árabes no han tenido nunca, y por ello quedaron detenidos en cuanto acabaron de recibir. Pero lo que aquí importa es subrayar este carácter escolástico común a ambas civilizaciones, y que se origina en la anómala estructura dual de la vida humana durante la Edad Media. No hay, pues, que buscar la causa de ese carácter en presuntas propensiones étnicas. El etnos era completamente distinto en uno y otro grupo de pueblos, pero ambos estuvieron sometidos a la presión de una misma básica circunstancia: la de tener que irse haciendo sobre unas glebas ocupadas ya por una magnífica cultura extraña a ellos.

Esta idea de la vida medieval es, ni más ni menos, lo que tiene que ser una idea, a saber, un esquema, una ingente cuadrícula sobre la cual debemos proyectar el hecho de la vida arábigo-andaluza que es este libro del amor urdido por Ibn Hazm. Porque los libros son, en el sentido fuerte de la palabra, acciones de los hombres y no excrecencias botánicas de los árboles ni precipitados atmosféricos. El libro se ocupa del amor, y en una nueva filología que ya desde hace mucho premedito y postulo, lo primero que reclama ser hecho ante un texto es ponerse uno en claro sobre la cosa de que habla. Es preciso acabar con esa filología puramente verbal que cree haber cumplido su faena refiriendo un texto a otros textos y así hasta el infinito. Exijamos una filología pragmática. Así, ante este viejo libro que se ocupa de la gran faena humana que dicen amor, se debiera comenzar esclareciendo un poco la cosa que éste es. Pero aquí y ahora es ello imposible, no sólo porque nos llevaría muy lejos, y no parece oportuno escribir otra risala sobre la que calamizó el buen cordobés, sino porque en nuestro contorno actual hay muchas gentes demasiado convencidas de que el Universo ha sido creado a beneficio de las ursulinas. El tema del amor es tabú, como si fuera algo estrambótico, surgido patológicamente en ese Universo que las tales gentes pretenden a su antojo y provecho administrar.

Al asomarnos a este libro, la primera curiosidad que sentimos es averiguar si el amor fue entre los árabes el mismo afán que es entre nosotros. Suponer que un fenómeno tan humano como es amar ha existido siempre, y siempre con idéntico perfil, es creer erróneamente que el hombre posee, como el mineral, el vegetal y el animal, una naturaleza preestablecida y fija, e ignorar que todo en él es histórico. Todo, inclusive lo que en él pertenece efectivamente a la naturaleza, como son sus llamados instintos.

Sin duda hay en el hombre —¡gracias sean dadas a Dios y a Alah!— un repertorio residual de instintos, entre ellos esta sorprendente atracción erótica de un individuo por otro. Esto, claro es, ha existido siempre.

Pero es preciso tener en cuenta que los restos de instintos aún activos en el hombre no se dan ni funcionan aislados jamás. Aun el más básico de todos, que es el de conservación, aparece complicada con las más abstrusas creaciones específicamente humanas, como el honor, la fidelidad a una creencia religiosa, la desesperación, que llegan, inclusive, a suspender su funcionamiento. Esta coalescencia de lo natural con lo cultural hace irrecognoscible al instinto, lo convierte en magnitud histórica que nace un día para desaparecer otro, y entremedias sufrir las más hondas modificaciones.

Por malaventura perturba la comprensión de esta realidad, que por ser elemental debía ser resplanciente, el vicioso e inveterado uso de llamar con la sola palabra «amor» las cosas más dispares. Ejemplo del mismo error es denominar con el vocablo único «poesía» lo que hizo Homero y lo que hacía Verlaine cuando, en efecto, se trata de ocupaciones apenas emparejables. En el caso a que vamos, la situación lingüística es especialmente desdichada, porque en las lenguas romances se llama «amor» a ese repertorio de sentimientos, y esta palabra nos es profundamente ininteligible merced a que arrastra una raíz para nosotros muerta, sin sentido. Nuestras lenguas la tomaron del latín, pero no era una palabra latina. Los romanos la habían, a su vez, recibido del etrusco, que es hoy una lengua desconocida, hermética. Este hecho lingüístico es ya de suyo bastante elocuente, pues ¿qué quiere decir que realidad tan íntima y, al parecer, tan universalmente humana como el ajetreo erótico tuviera que ser nombrada por los romanos con un vocablo forastero? ¿Es que los romanos, antes de ser civilizados por los etruscos, no conocían eso que los etruscos llamaban «amor», y, por tanto, que éste fuera para ellos una «institución» nueva, algo así como un cambio de régimen en la existencia privada? Que algo parecido a esto aconteció queda automáticamente probado por ese hecho lingüístico. Pero entonces se pregunta uno qué diablo seria eso que los etruscos habían inventado y cultivado y refinado ya que dieron, por razones semánticas para nosotros ocultas, el nombre de «amor», llamado a tan ilustre destino. La historia, si se la sabe mirar, está llena de escotillones como éste. Lo que se conoce de la vida etrusca declara suficientemente que el amor fue en aquel pueblo cosa muy distinta de la que iba a ser para nosotros, y, a lo mejor, cuando a nuestro más férvido y etéreo sentimiento por una mujer le decimos «amor», le estamos, sin saberlo, llamando una cosa fea. Los etruscos fueron uno de los pueblos más sensuales que han existido. Su sensualidad era torva, exasperada, desesperada. Tuvieron el genio de morir a fuerza de voluptuosidad.

En la página 68 del libro de Ibn Hazm leemos estos versos:

Te amo con un amor inalterable

mientras tantos amores humanos no son más que espejismos.

Te consagro un amor puro y sin mácula:

en mis entrañas está visiblemente grabado y escrito tu cariño.

Si en mi espíritu hubiese otra cosa que tú,

la arrancaría y desgarraría con mis propias manos.

No quiero de ti otra cosa que amor;

fuera de él no te pido nada.

Si lo consigo, la Tierra entera y la Humanidad

serán para mí como motas de polvo, y los habitantes del país, insectos.

El lector irresponsable, que es el más sólito, patina con los ojos por estas líneas, y cree que se ha enterado, porque no contienen abstrusos signos matemáticos. Pero el buen lector es el que tiene casi constantemente la impresión de que no se ha enterado bien. En efecto, no entendemos suficientemente esos versos porque no sabemos qué quiere decir el autor con la palabra «amor».

No creo que la filología arábiga haya llegado alas pulcritudes y fililíes de hacer el estudio semántico de los vocablos; en este caso, de precisar lo que en el siglo x la sociedad andaluza entendía cuando escuchaba o leía la palabra que traducimos por «amor». Porque, repito, significaba cosa bastante distinta de lo que nosotros entendemos con la nuestra. Baste hacer constar que esos versos van dirigidos a un hombre. Bien sé que también entre nosotros se da con alguna frecuencia el amor homosexual de varón a varón. Pero es incuestionable que en Europa «amor» significa, primaria y sustantivamente, algo que del hombre va consignado a la mujer y de la mujer es emitido hacia el hombre. Lo que sea un amor de hombre a hombre o de mujer a mujer no lo entendemos sin más; antes bien, tenemos que practicar una difícil operación de desarticular aquel sentido primario de la palabra e intentar, un poco a ciegas, una rearticulación diferente para figurarnos el erotismo homosexual. Ahora bien, como García Gómez hace constar, en este libro el amor es indiferente a las diferencias sexuales, y esto basta para que debamos representarnos el amor árabe como una realidad de sobra dispar a la que venimos ejerciendo los occidentales. Y tampoco puede decirse que sea similar a la que Platón describe, porque en Platón el amor no es indiferente a los sexos, sino que tiene su sentido primario en el amor de varón a varón. Platón, inversamente a nosotros, no entendía bien lo que pudiera ser un amor de hombre a mujer.

Con todo esto no pretendo sino avivar, del modo más breve posible, la conciencia de que este asunto del amor es sobremanera climatérico, y que no hay un amor natural frente al cual aparecen, por contraste, los amores antinaturales. Bien podían los que perpetúan la opinión contraria a esta sentencia sentir más noble orgullo por sus creencias, y en vez de escudarse en una supuesta naturaleza que recomienda un amor como natural y rechaza otros como antinaturales, hablar enérgicamente de amores como es debido y amores como no es debido, de lo que es moral y de lo que es inmoral. El amor es, como antes insinué, una institución, invento y disciplina humanos, no un primo de la digestión o de la hiperclorhidria.

Este libro de tan bello título 38 comienza con un surtido de nociones «filosóficas» sobre el amor que son puro escolasticismo y podían haber sido enunciadas, siglo y medio más tarde, en un enteco latín por cualquier fraile de Occidente. En las páginas 71 y 72 se tiene ya el que va a ser consuetudinario recuelo de Aristóteles. En la 74 se tropezará con una típica pedantería escolástica. En las 75 y 76 se define la causa del amor recurriendo al otro escolasticismo que es el platónico. Por cierto que en este punto corrige Ibn Hazm a Ibn Dawud, su predecesor en teorizar el erotismo, y la corrección nos permite comprobar el progreso en el conocimiento de Platón que los medios árabes habían hecho durante siglo y medio. Ibn Dawud, en efecto, que pretende ser un platónico, toma grotescamente en serio la explicación humorística del amor que Platón pone en boca del archihumorista Aristófanes, según el cual son las almas en su vida cismundana esferas partidas que, un tiempo y en región transmundana, estaban enterizas.

Pero este trivial escolasticismo sirve sólo de marco donde el andaluz cobija su verdadero tratamiento del tema erótico. Este es nada escolástico. Ibn Hazm espuma recuerdos propios y experiencias ajenas, contados con precisión y energía, directamente. En otros lugares formula, con sorprendente y perspicaz nitidez, análisis de diversas situaciones que el amor trae consigo. Como no es cosa de reproducir aquí trozos del texto que el lector va a recorrer, me limito a hacer una lista de pasajes que me parecen especialmente recomendables: página 86, fina selección de los actos que son señal de que dos están enamorados; p. 143, exclusivismo erótico de la mujer frente a la dispersión en que el varón suele vivir y le impide una última concentración en su fervor; p. 107, precisión sobre un problema que hoy preocupa tanto —y con razón— a los médicos: la diferente velocidad en el placer, casi normal, en los dos sexos; p. 109, influjo de la primera preferencia sobre los amores subsecuentes, que recuerda lo que Descartes nos refiere de sí mismo: cómo amó por vez primera a una bizca y siempre sintió una tendencia a interesarse en mujeres bisojas; p. 165, conciencia clara que tiene de ser el amor una de las cosas más penetrantes en el ser humano; página 167, la furtividad, cima del amor: ¡gran verdad!; pp. 174-175, espléndida descripción de la reconciliación entre amantes; p. 229, sobre el olvido; p. 266, historia del marinero, su miembro y la navaja.

No es posible requerir de Ibn Hazm que nos declare cuáles eran las características del amor andaluz en su tiempo. Ni podía tener sentido histórico, ni pudo compararlo con el amor en otros pueblos. Somos nosotros quienes hemos de perescrutar, en lo que nos cuenta y en lo que nos define, los rasgos diferenciales en aquella manera de amar. Al pronto nos parece que no hay tal diferencia. Pero lo mismo nos acontece cuando leemos el único libro minucioso y fehaciente que sobre el amor en un pueblo primitivo existe: La vida sexual de los salvajes, de Malinowski. Según éste resultaría que entre los Trobriand, pueblo sumamente primario que vive en una isla próxima a Nueva Guinea, y nosotros apenas habría en el quehacer amoroso más diferencia que ignorar ellos, como todo el Asia, la dulce faena del beso y, en cambio, complacerse en una ocupación para nosotros inusitada, que es morderse las pestañas. Esta aparente, somera identidad es tan excesiva, que nos pone alerta y nos trae a las mentes la advertencia fundamental de que la intimidad humana es fabulosamente rica en su flora y en su fauna, pero, a fuer de intimidad, no puede de suyo manifestarse, sino que está para ello atenida a los gestos y actos corporales. Ahora bien, el teclado de gestos corporales que nuestra intimidad encuentra a su disposición para expresarse es sobremanera limitado, si se compara con la exuberante variedad de las formas vividas por nuestro sentimiento. De aquí que con un mismo gesto tengan que exteriorizarse realidades íntimas sumamente dispares y que todos los amores, contemplados desde lejos, parezcan idénticos.

Pocas faenas me ocasionarían mayor fruición que entrar con la lupa en este libro para intentar, partiendo de lo que nos cuenta y nos comenta, obtener una fórmula diferencial de lo que era el amor para estos árabes refinados del siglo X y lo que es hoy para nosotros. Pero es asunto que reclama demasiado tiempo y demasiado espacio, porque involucra temas —pertenecientes a la relación hombre-mujer— sobre los cuales, aunque parezca mentira, está casi todo por decir.

Si se quiere un ejemplo superlativo de la inatención que sufren estos modos humanos del querer, basta con detenerse un momento en las últimas palabras del periodo anterior: «lo que es hoy para nosotros el amor». ¿De qué «hoy» se habla ahí? Porque no pode— mos identificar los enamorados europeos de hace cincuenta años y hoy. El lugar es el mismo, la distancia temporal es bien escasa, y, sin embargo, la diferencia entre el amor de entonces y el de las nuevas generaciones es superlativa. Obsesionadas las gentes por guerras y revoluciones, no han prestado atención al hecho palmario de que en ese breve trecho de tiempo se ha producido el cambio más profundo desde el siglo XII en la figura occidental del amor. En muchas cosas, durante esa breve etapa, se ha roto con la tradición multisecular; pero tal vez en ninguna, ya la chita callando, ha habido corte tan radical como en el estilo de amar. Desde aquel siglo el modo de quererse evoluciona con perfecta continuidad, como un género literario (en cierto modo, lo es), hasta comienzos de siglo. Por ello la relación hombre-mujer atraviesa una época de grave desajuste. Pero no es tema para que entremos ahora en él.

Para enterarse bien de lo que son las cosas hay que andar a porradas con ellas, contrastar unas con otras y, al choqueteo de las comparaciones, vislumbrar lo peculiar de cada una. Así, ahora, nos conviene confrontar las maneras del amor que Ibn Hazm nos descubre —lo que llamaremos el amor andaluz— con las del amor beduino en las tribus que hoy conservan más puro su esencial arabismo y viven en los desiertos sitibundos de la Arabia Oriental, en las cercanías del golfo Pérsico. H. R. P. Dickson publicó en 1949 el libro más detallado que existe sobre la vida de estas tribus. Nacido en Siria y amamantado por una beduina que pertenece a éstas, es, por tal razón, considerado como un miembro de la tribu más autorizada. Pues bien, Dickson nos hace ver cómo en esa región de Arabia —y, en cierta manera, en toda Arabia— el adulterio es desconocido. Verdad es que la facilidad para el divorcio no deja espacio donde aquél se aloje. Por otra parte, la mujer lleva completamente oculta la cabeza toda, y el que pudiera calificarse de su enamorado, más que verla, queda obligado a sospecharla. La mujer entra, pues, en el amor como un ser desconocido, y no es por ello sorprendente que la noche de bodas consista en una lucha feroz entre esposo y esposa, tan feroz que la novia sufre a menudo la fractura de una o más costillas. ¿Cómo puede ser un amor que habrá de moverse entre tales usos? El actual monarca de la mayor porción de Arabia, el gran Ibn Sa'ud, contaba a Dickson que él —puritano, jefe de los puritanos wahhabíes— había tenido hasta la fecha más de cuatrocientas mujeres, pero no había visto jamás la cara de ninguna. No nos es nada fácil un amor sin cara, porque precisamente la cara es el hontanar donde brota el amor como tal. Pues debía haberse atendido con mayor extrañeza al hecho de que la cara femenina no despierta en el hombre sensualidad, cuando todo el resto del cuerpo femenino, incluso las manos, está siempre en riesgo propincuo de suscitarla. Tal vez los labios dan algún quehacer más allá de la ternura, pero casi siempre secundariamente, cuando ya la sensualidad ha sido disparada por otros territorios erógenos.

Pero la gran cuestión histórica que partiendo de este libro habría menester de atacar es la tan propalada y discutida influencia de los árabes sobre el amor de «cortezia» y, en general, sobre la poesía y la doctrina de los trovadores. Esta cuestión es un avispero sobre el cual nadie ha puesto aún orden.

A fines del siglo XI y comienzos del XII, se inicia en Francia una manera de sentir el hombre a la mujer que no tiene estrictos precedentes ni en la cultura antigua ni en los siglos de la Edad Media anteriores. El hombre se complace en considerar a la mujer como algo superior a él. Se le rinde culto. Se proyecta sobre la relación sentimental entre ambos sexos la idea de «señorío», que en ese mismo tiempo comienza a informar la sociedad. La mujer es «señora» y el hombre su vasallo. La sensualidad, aunque aparece aquí y allá en las trovas, tiene en el conjunto del estilo trovadoresco sólo un carácter errático, como hay que afirmar frente ala insistencia de Briffault en recoger textos arriscados 39. El sentimiento hacia la mujer que enuncian los trovadores implica distancia. La amada aparece esencialmente situada en la lejanía, y, con frecuencia, en remoto peralte, como la estrella. No está al alcance de la mano y, por tanto, de la caricia. No es algo que se acaricia y de que se goza, sino algo de que se está dolorosamente separado y que se echa de menos. De aquí que la poesía trovadoresca cultive la quejumbre. El amor se presenta como delicioso dolor, como venturosa herida. Con ejemplar sencillez dirá el trovador Geoffroi Rudal que su amor es «amor de terra de lonh».

Estos caracteres del amor trovadoresco —tiene otros muchos que no puedo aducir aquí— han sido causa de que se quiera ver su origen en una forma de amor cultivada entre los árabes un siglo antes de Ibn Hazm y que suele llamarse el «amor bagdadí». Pero este amor de Bagdad no parece ser más que uno de los efectos producidos en ciertos grupos hipercultivados por la ingestión de platonismo acontecida en aquel siglo. En esos grupos se dio forma a una vieja leyenda que hablaba de una tribu —los Udries— en la cual los hombres morían de amor por renunciar al goce de la amada. ¿Es acertada esta interpretación del amor trovadoresco por semejantes formas de extremo ascetismo en el sentido erótico?

Aquí es donde necesitaría quejarme de la manera como han sido tratadas todas las cuestiones referentes a la poesía de los siglos XI, XII y XIII. Es evidente que, antes de emparejar el amor «cortez» Con otros estilos de amor entre los poetas árabes, convenía precisar bien las facciones de aquél. Si se hubiera practicado esto, habríase visto que el amor «cortez», aun siendo un sentimiento distante, de saudade y «echar de menos», no es por ello un sentimiento que implica renuncia, antes bien, lo desea todo, pero desde lejos. Esto explica los textos sensuales que Briffault recoge. ¡Quién sabe si la auténtica sensualidad humana no es hija de la distancia, no se forja y fomenta en la lejanía del objeto!

Mas con todo esto no pretendo resolver ningún problema, sino, por el contrario, sugerir hasta qué endiablado punto todo esto lo es.

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11/06/2011
Estudios sobre el amor
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