LA POESIA DE ANA DE NOAILLES
Hablemos un poco en torno a la más poética de las condesas y la más condesa de las poetisas. Ana de Noailles es hoy la hilandera mayor del lirismo francés. Con un fuego ejemplar, laboriosa, constante, hila cada lustro los versos de un libro que es siempre parejo a los anteriores —tan bello, tan cálido, tan voluptuoso. Diríase que el libro precedente se deshizo y fue necesario volverlo a tejer. Ana de Noailles es, literariamente, Penélope.
El postrer volumen se llama Las fuerzas eternas. Estas fuerzas eternas son, ante todo, el amor y la muerte. No se crea, sin embargo, que ha esperado la condesa hasta ahora para cantar esas potencias esenciales. Toda su obra ha gravitado siempre hacia ellas, basculando deleitablemente de la una a la otra.
Son cuatrocientas páginas de apretada poesía. Llega a nosotros el libro atestado de flores, de astros, de abejas, de nubes, golondrinas y gacelas. Cada poeta tiene un repertorio de objetos que son sus utensilios profesionales. Como el lañador trashumante viaja con su berbiquí y sus alambres, la condesa necesita desplazarse con toda esa impedimenta para poder operar sus preciosas fantasmagorías. Sobre cosas tan bonitas no es posible decir cosas más bonitas:
L 'abeille aux bonds chantants, vigouresement molle,
Parece en sus vuelos perseguirse a sí misma; La golondrina pasa con sus gritos de pájaro que alguien asesina:
le connais bien ce cri brisant de l'hirondelle Comme une fleche oblique ancrée au coeur du soir .
Los campanarios son dulces colmenas de abejas argentinas.
Las ranas son cigarras de la onda.
La lluvia es un sol que juega con rayos de metal. En el viaje,
res reveuses prunelles
Contemplaient l'horizon, flagellé et chassé
Par le vent, qui, cherchant ton visage oppressé,
Faisait bondir sur toi ses fluides gazelles
La campanilla que anuncia la cena da sus brincos de cabrilla loca atada a su cuerda.
En la noche limpia, los astros son fragmentos de día. Hay en los versos de Ana de Noailles, lo mismo que en su prosa, una excesiva y monótona preocupación por el amor. El amor es todo; dice varias veces en este volumen:
Amour, tache pure et certaine,
Acte joyeux et sans remord;
Le seul combat contre la mort,
La seule arme proche et lointaine
Dont dispose, en sa pauvreté,
L 'é'tre hanté d'éternité.
Este erotismo tan exclusivista fatiga un poco al lector que no posee una disposición tan continuada para el deliquio apasionado. Al resbalar por estas páginas pensamos más de una vez que se trata de una curiosa ilusión óptica padecida por este poeta. No es que el amor sea todo en verdad, sino que la elocuencia poética sólo brota en Ana de Noailles de estados de ánimo voluptuosos.
Plus je vis, oh mon Dieu, moins je peux exprimer
La force de mon coeur, l'infinité d'aimer ,
Ce languissant ou bien ce bondissant orage.
Je suis comme l'étable ou entrent les rois mages
Tenant entre leurs mains leurs cadeaux parfumés.
Je suis cette humble porte ouverte sur le monde;
La nuit, l'air, les parfums et l'étoile m'inondent.
Esta perpetua cantinela voluptuosa fluye como un río denso por el cauce del verso. No es, pues, propiamente amor; es simplemente voluptuosidad. Sus metáforas son casi siempre del mismo tipo; en casi todas se alude al estremecimiento erótico y repercute el espasmo. El alma que en esta poesía se expresa no es espiritual; es, más bien, el alma de un cuerpo que fuera vegetal.
Si intentamos imaginar el alma de una planta, no podremos atribuirle ideas ni sentimientos: no habrá en ella más que sensaciones, y aun éstas, vagas, difusas, atmosféricas. La planta se sentirá bien bajo un cielo benigno, bajo la blanda mano de un viento suave; se sentirá mal bajo la borrasca, azotada por la nieve inverniza. La voluptuosidad femenina es acaso, de todas las humanas impresiones, la que más próxima nos parece a la existencia botánica.
Ana de Noailles siente el universo como una magnolia, una rosa o un jazmín. De aquí su prodigiosa sensibilidad para los cambios atmosféricos, climas, estaciones. No obstante su insistencia amorosa, es revelador que el hombre no aparece nunca dibujado en el fondo aéreo de esta poesía. En cambio, actúan los entes anónimos y difusos: el viento, la humanidad, el azul, el silencio.
Le flot léger de l'air vient par ondes dansantes...
¿No es ésta una idea que cabe muy bien en el corazón de una amapola?
y en otro lugar:
Les vents légers ont ce matin
Celle odeur d'onde et de lointain
Qu'ont les vagues contre les rives.
Otra vez habla del «secreto olor metálico del frío» y del «jovial olor de la nieve», o reconoce en el viento los aromas de que en su viaje se ha cargado, como en el vino se sabe del odre. Olores, sabores, contactos —esto son sus paisajes. El contorno visual falta casi siempre: sería demasiado humano, demasiado «espiritual» para este genio vegetativo. Es divinamente ciega, como una camelia.
Una vez filiada como planta sublime, no nos extraña que sea «rebelde al otoño» y le dedique un sincero vejamen:
Je ne vous aime pas, saison mélancolique.
Se trata de una condesa eminentemente estival. En sus paisajes, todo es verano; a lo sumo, un estío que se acuerda de su infantil primavera o se asoma ala vertiente declinante de su otoño. Esta poesía vive exenta de invierno. Lo que más abunda en ella es el cielo pulimentado. Imaginamos a la condesa con un vago gesto de criolla, sentada al balcón, sobre un jardín, bebedora de azul.
Certes, rien ne me plaí't Que tes étés. a monde!
Magnolia, rosas, jazmín, le sabe la tierra húmeda, paladea las brisas y se estremece cuando pasa en el caz, temblando, el agua andarina.
De paso, flirtea con la nube transeúnte:
La nuit, me soulevant d'un lit tiede el paisible,
M'accoudant au balcon, j'interrogeais les cieux,
El j'échangeais avec la nue inaccessible
Le langage sacré du silence el des yeux.
Porque hay en este lirismo vegetal un poro, al través del cual sorprendemos que dentro de la planta hay una mujer, mejor, una alta dama. Y es que primavera, estío, azul de cielo, aura de septiembre, vaho abrileño de lluvia, todo lo recibe como si se tratase de caricias que le fuesen personalmente dedicadas. Nos habla «del cielo que alarga sus lácteas caricias», o bien comienza una composición de esta suerte:
Charme d'un soir de mai, que voulez vous me dire? Comme un corps plein d'amour vous venez contre moi.
Con todo esto, una cosa debe quedar taxativamente dicha: la poesía de la Noailles es espléndida. Tal vez no haya habido en todas las literaturas modernas otra mujer dotada de parejo ímpetu poético. Las observaciones que acabo de hacer no son propiamente reparos, más bien, subrayan y definen la calidad de su admirable estilo. Sin embargo, o tal vez por lo mismo, asoma durante la lectura a nuestro ánimo, irreprimible, una pregunta perturbadora.
¿Hasta qué punto puede alojarse en la mujer la genialidad lírica? La cuestión es poco galante y corre riesgo de suscitar en contra todas las banalidades del feminismo. No obstante, algún día será preciso responder a esta pregunta con toda claridad. Por ahora, permítaseme una ligera indicación. El lirismo es la cosa más delicada del mundo. Supone una innata capacidad para lanzar al universo lo íntimo de nuestra persona. Mas, por lo mismo, es preciso que esta intimidad nuestra sea apta para semejante ostentación. Un ser cuyo secreto personal tenga más o menos carácter privado producirá una lírica trivial y prosaica. Hace falta que el último núcleo de nuestra persona sea de suyo como impersonal y éste, desde luego, constituido por materias trascendentes.
Ahora bien: estas condiciones sólo se dan en el varón. Sólo en el hombre es normal y espontáneo ese afán de dar al público lo más personal de su persona. Todas las actividades históricas del sexo masculino nacen de esta su condición esencialmente lírica. Ciencia, política, creación industrial, poesía, son oficios que consisten en dar al público anónimo, dispersar en el contorno cósmico lo que constituye la energía íntima de cada individuo. La mujer, por el contrario, es nativamente ocultadora. El contacto con el público, con el derredor innominado, produce automáticamente en la mujer normal un cauto hermetismo. Ante «todos», el alma femenina se cierra hacia dentro. Al revés que el hombre, el cual, en la relación privada o individual con otro semejante —una mujer u otro varón—, es siempre insincero, torpe e insignificante. Es vano oponerse a la ley esencial y no meramente histórica, transitoria o empírica, que hace del varón un ser sustancialmente público y de la mujer un temperamento privado. Todo intento de subvertir ese destino termina en fracaso. No es azar que la máxima aniquilación de la norma femenina consista en que la mujer se convierta en «mujer pública», y que la perfección de la misión varonil, el tipo más alto de existencia masculina, sea el «hombre público».
Ese mecanismo de sinceridad que mueve al lirismo, ese arrojar fuera lo íntimo, es en la mujer siempre forzado, y si es efectivo, si no es una ficticia confesión, sabe a cínico. Conviene a este propósito recordar que ha habido un género literario donde sólo han descollado mujeres y donde siempre el hombre ha fracasado: el género epistolar. Es él la única forma privada de la literatura y, como tal, estaba predispuesto para la mujer. En cambio, el hombre no acierta a escribir cartas, porque, sin darse cuenta, convierte al corresponsal en todo un público y hace ante él gestos de escenario. Cuando se da el caso de que una mujer posea facilidad y gracia bastantes para transmitir a la muchedumbre su secreto personal de una manera convincente y auténtica, descubrimos que esa intimidad femenina, tan deliciosa bajo la luz de un interior, puesta al aire libre resulta la cosa más pobre del mundo. La personalidad de la mujer es, más bien, un género que un individuo. Me parece vano querer cegarse ante esta evidente realidad, que explica tan bien la labor de la mujer en la Historia y la perpetua mala inteligencia interpuesta entre ambos sexos. Ello es que la mejor lírica femenina, al desnudar las raíces de su alma, deja ver la monotonía del eterno femenino y la exigüidad de sus ingredientes.
La pintura se ha encontrado sorprendida por la misma experiencia. En el retrato se plantea el problema de crear plásticamente una individualidad, una figura que afirme su carácter único, insustituible, señero. Para ello hace falta que el pincel sea capaz de individualizar su objeto; pero, además, que éste sea de suyo individual y no igual a otros muchos, mero representante de un tipo. Y acaece que, si hay pocos verdaderos retratos de hombre, puede decirse que no hay ninguno de mujer. El retrato femenino es la desesperación de la pintura. El artista se ve forzado, para singularizar la fisonomía copiada, a acumular distintivos ornamentales, buscando en el traje diferenciaciones que faltan en la persona. La mujer es para el pintor, como para el amante, una promesa de individualidad que nunca se cumple.
Si hubiese habido mayor número de mujeres dotadas de los talentos formales para la poesía, seria patente e indiscutido el hecho de que el fondo personal de las almas femeninas es, poco más o menos, idéntico.
No es, por tanto, nada extraño que en Ana de Noailles, postrera poetisa, hallaremos una rara coincidencia con la primera mujer versipotente: con Safo, la de Lesbos.
En los escasos fragmentos que de ésta nos han conservado se enuncian exactamente los mismos temas e igual modulación que en nuestra musa, contemporánea:
Como el viento resbala por las laderas
y resuena entre los pinos,
así estremece Eros mi corazón.
(Fragmento 42.)
De nuevo Eros me atormenta, Eros que adormece los miembros, monstruo agridulce, irresistible...
(Fragmento 40.)
La misma sensibilidad para el contorno cósmico que en versos antes citados transparece en estos otros, viejos de casi tres mil años:
La luna y las pléyades han declinado,
es media noche;
hace mucho que pasó la hora...;
hoy he de yacer solitaria.
Melancólica queja de una mujer también «rebelde al otoño», para quien ha pasado la hora incendiada del amor.
Un radieux effroi fait trembler mes genoux,
entona la Noailles.
Un temblor se apodera de mí toda,
entona Safo.
Deux é'tres luttent dans mon coeur,
C'est la bacchante avec la nonne.
¿Se ha conocido alguna vez una mujer que no sostenga llevar dos dentro de sí? Centauresa de bacante y de monja, no hace la Noailles sino repercutir el verso solitario de Safo:
No sé lo que hago: hay en mí dos almas.
Las dos mujeres divinas, situadas a ambos extremos del destino europeo, sienten la fuerza anónima del silencio con inesperada coincidencia. La actual «observa, tenso el espíritu, como un cazador, el curso ilimitado y puro del silencio». La antigua, con mayor modernidad, dice sólo esto: «La noche está llena de orejitas que escuchan.»
Culmina este paralelismo en haber dicho Safo de sí misma que era pequeña y morena: mikrà kai mélaina. La condesa de Noailles no lo dice, pero lo es maravillosamente.
Revista de Occidente. julio 1923