LA SOLUCION DE OLMEDO

Me he encontrado con Olmedo. ¿Que quién es Olmedo? Para mi gusto, un hombre admirable. Es inteligente y no es intelectual. Ignoro si los otros habrían tenido mayor ventura; pero lo que la vida ha puesto delante de mí me impone la enojosa convicción de que, al menos en nuestro tiempo, casi no hay más hombres inteligentes que los intelectuales. Y como la mayor parte de los intelectuales no son tampoco inteligentes, resulta que la inteligencia es un suceso sobremanera insólito en el planeta Tierra. Esta convicción, cuyo enunciado irritará tan justamente al lector, es también para el que la abriga sumamente penosa y azorante. Por muchas razones; pero, ante todo, porque partiendo de ella se hace enormemente probable que uno mismo no sea nada inteligente y, en consecuencia, que todas las ideas de uno sean falsas, incluso ésta que califica de hecho insólito a la inteligencia. Pero ello es irremediable. Nadie puede saltar fuera de su sombra ni tener otras convicciones que las que tiene. Sólo cabe solicitar que cada cual cante su canción con lealtad. Y la mía ahora podrá llevar el mismo título que el famoso sermón de Massillon Sur le petit nombre des élus. Nada ha sembrado en uno tanta melancolía como esta averiguación de que el número de los inteligentes es escasísimo.

Porque no se trata de exigir al prójimo genialidad. Por inteligencia entiendo tan sólo que la mente reaccione ante los hechos con alguna agudeza y precisión, que no se tome el rábano perpetuamente por las hojas, que no se confunda lo gris con lo pardo y, sobre todo, que se vea lo que se tiene delante con un poco de exactitud y de rigor, sin suplantar la visión con palabras mecánicamente repetidas. Mas, de ordinario, se tiene la impresión de vivir entre sonámbulos que avanzan por la vida sumergidos en un sueño hermético de que no es posible despertarlos para hacerles percatarse del contorno. Probablemente, la Humanidad ha vivido casi siempre en este estado sonambúlico en que las ideas no son reacción despierta y consciente ante las cosas, sino uso ciego, automático de un repertorio de fórmulas que el ambiente insufla en el individuo.

Es innegable que mucha parte de la ciencia y de la literatura se ha hecho también en trance sonambúlico; es decir, por criaturas nada inteligentes. Sobre todo, la ciencia de nuestros días, a la vez especializada y metodizada, permite el aprovechamiento del tonto, y así vemos a toda hora que hacen obra estimable personas que no podemos estimar. Ciencia y literatura, pues, no implican perspicacia; pero su cultivo es, sin duda, un excitante que favorece el despertar de la mente y la mantiene en ese alerta luminoso que constituye la inteligencia.

Porque después de todo la diferencia entre el inteligente y el tonto consiste en que aquél vive en guardia contra sus propias tonterías, las reconoce en cuanto apuntan y se esfuerza en eliminarlas, al paso que el tonto se entrega a ellas encantado y sin reservas.

Por esa razón del estímulo constante hay más probabilidades para que un intelectual sea inteligente; pero yo considero grave desdicha que en una época o en una nación la inteligencia quede prácticamente reducida a los límites de la intelectualidad. Porque la inteligencia se manifiesta sobre todo —no en el arte, no en la ciencia— en la intuición de la vida. Ahora bien: el intelectual no vive apenas, suele ser un hombre muy pobre de intuiciones, no actúa apenas en el orbe, conoce poco la mujer, los negocios, los placeres, las pasiones. Lleva una existencia abstracta y raramente puede arrojar un trozo de auténtica carne viva a los colmillos puntiagudos de su intelecto.

La inteligencia del intelectual nos sirve de muy poco: actúa casi siempre sobre temas irreales, sobre cuestiones de su propio oficio. Por eso es una delicia para mí encontrar a Olmedo, verle llegar sonriente, precedido por el doble florete de su mirada —mirada perforante y casi cínica, que parece levantar las faldas a todas las cosas para ver cómo son por dentro. Olmedo es banquero y hombre del gran mundo. Cuando atraviesa rápido por mi existencia, al fin y al cabo escuálida, como de intelectual, me parece un meteorito coruscante que llega cargado de áureo polvo sideral. Venga de donde venga, yo sé que viene siempre del Universo y que en su viaje, al paso, ha visto de soslayo lo que se hacía en Venus y ha dado en el anca una palmada a Neptuno. Olmedo sabe mucho también de libros; sabe tanto como un intelectual; pero no lo sabe en intelectual, sino en hombre de mundo. No ha permitido nunca que el eje de su persona quede hincado en ningún oficio, y por lo mismo limitado, sino que lo deja vagar a la deriva de su destino unipersonal. En otros tiempos, por ejemplo, en el si— glo XVIII, debía haber muchos hombres así: nobles, financieros, propietarios, magistrados, que eran, sin embargo, inteligentes y se complacían en destilar de sus experiencias vitales ideas claras y distintas. (La situa— ción actual de Europa —su incapacidad de resolver con gracia los problemas que tiene delante— sólo se explica si se supone que faltan hoy hombres de esta clase. Así como hay épocas, verbi gratia, al fin de la historia romana, en que el valor se enrarece y acaban por no ser valientes más que los militares, así hay otras en que la inteligencia se recluye en los intelectuales y se vuelve oficio.)

De Olmedo se habla mucho en una crónica aún no publicada —tal vez nunca publicada—, donde se describen con inquietante proximidad ciertas zonas de la vida madrileña en los días que corren.

—Ya he visto su artículo sobre lady Hamilton —me dijo Olmedo—. Ha hecho usted muy bien en subrayar lo que hay de esencial paradigma en el caso; pero ahora venga la solución del problema.

—El caso es, amigo Olmedo, que yo no tengo la solución.

—¿Lo dice en serio?

—¡Completamente en serio!

—Entonces es usted el gentilhombre burgués de la psicología.

—¿Por qué?

—Porque resuelve usted los problemas sin saberlo.

—¡A ver, a ver!

—Donde usted formula el problema enuncia, en rigor, la solución. Después de todo, lo que casi siempre acontece. Nuestros enigmas y preguntas suelen ser respuestas disfrazadas con los dos rizos postizos de la interrogación. Así acontece ahora. Nelson y Hamilton, dos hombres de temple opuesto, pero ambos de primera calidad, se enamoran de una mujer que, por su gracia gentil y su falta de sindéresis, viene a ser aproximadamente una corza. He aquí el problema, dice usted...

—En efecto.

—Sin embargo, yo no veo ahí ningún problema; antes bien, un hecho ejemplar y luminoso como una ecuación matemática. El problema lo añade usted porque se acerca a tan claro hecho con una idea preconcebida, que es ésta: los hombres valiosos no se enamoran de las corzas.

—¡Hombre, parece natural que un varón de alma compleja y disciplinada no se sienta atraído por una criatura casquivana, de espíritu volátil, y, como dice un personaje de Baroja, «sin fundamento»!

—Sí, sí; parece natural; pero lo natural no es lo que nos parece a nosotros, sino lo que parece a la Naturaleza, que es mucho más natural que todas nuestras simetrías mentales y tiene siempre más sentido. Después de todo, ¿qué razón hay para que un hombre inteligente se enamore de una mujer inteligente? Si se tratase de fundar una industria, un partido político o una escuela científica, se comprende que un espíritu claro intente sumarse otros claros espíritus; pero el menester amoroso —aun dejando a un lado su dimensión sexual— no tiene nada que ver con eso; es precisamente lo opuesto a toda ocupación racional. Lejos, pues, de ser un enigma, el caso que usted plantea es la clave de la experiencia amorosa. Los hombres se enamoran de las corzas, de lo que hay de corza en la mujer. Yo no diría esto delante de las damas, porque éstas fingirían un gran enojo, aunque en el fondo por nada se sentirían más halagadas.

—Entonces, para usted, el talento de la mujer, su capacidad de sacrificio, su nobleza, son calidades sin importancia.

—No, no; tienen mucha importancia, son maravillosas, estimabilísimas —las buscamos y enaltecemos en la madre, la esposa, la hermana, la hija—, pero ¡qué quiere usted! cuando se trata, estrictamente hablando, de enamorarse, se enamora uno de la corza emboscada que hay en la mujer.

—¡Diablos, qué me dice usted! —El varón, cuanto más lo sea, más lleno está, hasta los bordes, de racionalidad. Todo lo que hace y obtiene lo hace y obtiene por razones, sobre todo por razones utilitarias. El amor de una mujer, esa divina entrega de su persona ultra íntima que ejecuta la mujer apasionada, es tal vez la única cosa que no se logra por razones. El centro del alma femenina, por muy inteligente que sea la mujer, está ocupado por un poder irracional. Si el varón es la persona racional, es la fémina la persona irracional. ¡Y ésta es la delicia suprema que en ella encontramos! El animal es también irracional, pero no es persona; es incapaz de darse cuenta de sí mismo y de respondernos, de darse cuenta de nosotros. No cabe trato, intimidad con él. La mujer ofrece al hombre la mágica ocasión de tratar a otro ser sin razones, de influir en él, de dominarlo, de entregarse a él, sin que ninguna razón intervenga. Créalo usted: si los pájaros tuviesen el mínimo de personalidad necesario para poder respondernos, nos enamoraríamos de los pájaros y no de la mujer. Y, viceversa, si el varón normal no se enamora de otro varón es porque ve el alma de éste hecha toda de racionalidad, de lógica, de matemática, de poesía, de industria, de economía. Lo que desde el punto de vista varonil llamamos absurdo y capricho de la mujer es precisamente lo que nos atrae. ¡El mundo está admirablemente hecho por un excelente oficial, y todas sus partes se ensamblan y ajustan que es una maravilla!

—¡Es usted estupefaciente, amigo Olmedo! —La idea, pues, de que el hombre valioso tiene que enamorarse de una mujer valiosa, en sentido racional, es pura geometría. El hombre inteligente siente un poco de repugnancia por la mujer talentuda, como no sea que en ella se compense el exceso de razón con un exceso de sinrazón. La mujer demasiado racional le huele a hombre, y en vez de amor siente hacia ella amistad y admiración. Tan falso es suponer que al varón egregio le atrae la mujer «muy lista» como la otra idea que las mujeres mismas insinceramente propagan, según la cual, ante todo, buscarían en el hombre la belleza. El hombre feo, pero inteligente, sabe muy bien que, a la postre, tiene que curar a las mujeres del aburrimiento contraído en sus «amores» con los hombres guapos. Las ve refluir, una tras otra, de arribada forzosa, infinitamente hastiadas de su excursión por el paisaje de la belleza masculina.

—Amigo Olmedo: si usted fuese escritor y escribiese todo eso que me está diciendo, lo colgarían a usted de un farol...

—Por eso no escribo. ¿Para qué escribir? No es posible transmitir las propias evidencias. Es muy raro que alguien se disponga generosamente a entendernos con exactitud. Pero, después de todo, esto que yo digo lo dijo ya en cifra, muchos años hace, nuestro amigo Fede. (Olmedo llama Fede a Federico Nietzsche.) Allí donde enumera los rasgos característicos del hombre mejor, que él denomina el «distinguido», encontramos éste:

«La complacencia en las mujeres, como en seres de especie menor acaso, pero más fina y ligera. ¡Qué delicia encontrar criaturas que tienen la cabeza llena siempre de danza y caprichos y trapos! Son el encanto de todas las almas varoniles demasiado tensas y profundas, cuya vida va cargada de enormes responsabilidades.»

El Sol. 27 de marzo 1927.

Estudios sobre el amor
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