[LA INFLUENCIA COTIDIANA]
Si el amor es, en efecto, tan decisivamente elección como yo supongo, poseeremos en él, a la par, una ratio cognoscendi y una ratio essendi del individuo. Nos sirve de criterio y señal para conocer el subsuelo moral de éste, como, según el símil de Esquilo, los corchos flotando entre las espumas del mar anuncian la red que rasca el áspero fondo. Por otra parte, actúa causalmente en la biografía de la persona, trayendo a ella, al más íntimo centro de ella, seres de determinado tipo y eliminando los restantes. El amor modela de esta suerte el destino individual. Yo creo que no nos hacemos bien cargo de la enorme influencia que sobre el curso de nuestra vida ejercen nuestros amores. Porque al pronto pensamos sólo en los influjos más superficiales, aunque de aspecto más dramático —las «locuras» que por una mujer hace un hombre, o viceversa. Y como la mayor porción de nuestra vida, cuando no toda ella, se halla exenta de tales locuras, tendemos a escatimar la proporción de aquella influencia. Pero el caso es que ésta suele adoptar un cariz sutilísimo, especialmente la de una mujer, sobre la existencia de un hombre. Junta el amor a los individuos en convivencia tan estrecha y omnímoda, que no deja entre ellos distancia para que se perciba la reforma que uno sobre otro produce. Sobre todo, la influencia de la mujer es atmosférica y, por lo mismo, ubicua e invisible. No hay manera de prevenirla y evitarla. Penetra por los intersticios de la cautela y va actuando sobre el hombre amado como el clima sobre el vegetal. Sus modos radicales de sentir la existencia oprimen suave y continuamente las facciones de nuestra alma y acaban por transmitirle su peculiar alabeo.
Esto nos lleva a descubrir en la idea de que el amor es una elección profunda, perspectivas importantes. Pues si en vez de referirnos al individuo en singular, proyectamos la doctrina sobre todos los individuos de una época —por ejemplo, de una generación—, tendremos lo siguiente: como siempre que se habla de muchedumbres, de masas, las extremas diferencias puramente individuales se contrarrestan y queda dominando cierto tipo medio de conducta; en este caso, cierto tipo medio de preferencia amorosa. Es decir: que cada generación prefiere un tipo general de varón y otro tipo general de mujer, o, lo que viene a ser lo mismo, cierto grupo de tipos en uno y otro sexo. Y siendo al cabo el matrimonio la forma más importante numéricamente de relación erótica, podemos decir que en cada época se casan mejor más mujeres de un cierto tipo que de los demás l7.
Como el individuo, cada generación revela en la elección de sus amores las corrientes subterráneas que la informan, hasta el punto de que fuera uno de los ángulos más instructivos bajo el que pudiera tomarse la evolución humana intentar una historia de los tipos femeninos que sucesivamente han sido preferidos. Y como cada generación, cada raza va alquitarando un prototipo de feminidad que no se produce espontáneamente, sino que va siendo modelado en larga obra secular, a fuerza de coincidir la mayoría de los hombres en preferirlo. Así, un esquema cuidadoso e impecable de lo que es la archimujer española arrojaría pavorosas luces sobre las cavernas secretas del alma peninsular. Habría, claro está, que destacar su perfil merced a comparaciones con la archifrancesa, la archieslava, etc. Lo fecundo, en esto como en todo, es no creer que la.s cosas y los seres son lo que son porque sí y en virtud de pura generación espontánea. No; todo lo que es, lo que está ahí, lo que tiene una forma, sea la que sea, es producto de una actividad. En este sentido, todo ha sido hecho, y siempre es posible indagar cuál es la potencia que lo ha fraguado y que en esa obra deja para siempre la señal de sí misma. En el perfil moral de la mujer española quedan conservados los golpes de toda nuestra historia, como los martillazos quedan en el repujado de un cáliz.
Pero lo importante en la preferencia amorosa de una generación es su poder causal. Porque, evidentemente, del tipo de mujeres que ella elija depende no sólo su existencia, sino, en buena parte, la del tiempo subsiguiente. En el hogar domina siempre el clima que la mujer trae y es. Por mucho que «mande» el hombre, su intervención en la vida familiar es discontinua, periférica y oficial. La casa es lo esencialmente cotidiano, lo continuo, la serie indefinida de los minutos idénticos, el aire habitual que los pulmones tenazmente recogen y devuelven. Este ambiente doméstico emana de la madre y envuelve desde luego a la generación de los hijos. Podrán éstos ser de los temperamentos y caracteres más diversos; pero inevitablemente se han ido desarrollando bajo la presión de aquel ambiente, nivel común sobre el que han nacido, alisio perdurable que les ha impuesto peculiar curvatura. Una mínima diferencia en el modo de sentir la vida, en la mujer preferida por los hombres de hoy, multiplicada por la constancia de su influjo y por el crecido número de hogares donde se repite, da como resultado una enorme modificación histórica a treinta años vista. En manera alguna pretendo que sea éste el único factor importante de la historia; pero sí que es uno de los más eficientes. Imagínese que el tipo general de mujer preferido por los muchachos de hoy sea un poco, muy poco, más dinámico que el amado por la generación de nuestras padres. Los hijos serán, desde luego, proyectados hacia una existencia un poco más audaz y emprendedora, más llena de apetitos y de ensayos. Por pequeño que sea el cambio de tendencia vital, ampliado sobre la vida media de toda la nación traerá, ineludiblemente, una transformación gigantesca de España.
Nótese que lo decisivo en la historia de un pueblo es el hombre medio. De lo que él sea depende el tono del cuerpo nacional. Con ello no quiero, ni mucho menos, negar a los individuos egregios, a las figuras excelsas, una intervención poderosa en los destinos de una raza. Sin ellos no habrá nada que merezca la pena. Pero, cualquiera que sea su excelsitud y su perfección, no actuarán históricamente sino en la medida que su ejemplo e influjo impregnen al hombre medio. ¡Qué le vamos a hacer! La historia es, sin remisión, el reino de lo mediocre. La Humanidad sólo tiene de mayúscula la hache con que la decoramos topográficamente. La genialidad mayor se estrella contra la fuerza ilimitada de lo vulgar. El planeta está, al parecer, fabricado para que el hombre medio reine siempre. Por eso lo importante es que el nivel medio sea lo más elevado posible. Y lo que hace magníficos a los pueblos no es primariamente sus grandes hombres, sino la altura de los innumerables mediocres. Claro es que, a mi juicio, el nivel medio no se elevará nunca sin la existencia de ejemplares superiores, modelos que atraigan hacia lo alto la inercia de las muchedumbres. Por tanto, la intervención del grande hombre es sólo secundaria e indirecta. No son ellos la realidad histórica, y puede ocurrir que un pueblo posea geniales individuos, sin que por ello la nación valga históricamente más. Esto acontece siempre que la masa es indócil a esos ejemplares, no les sigue, no se perfecciona.
Es curioso que los historiadores, hasta hace poco, se ocupasen exclusivamente de lo extraordinario, de los hechos sorprendentes, y no advirtiesen que todo eso posee sólo un valor anecdótico, o, a lo sumo, parcial, y que la realidad en historia es precisamente lo cotidiano, océano inmenso en que su vasta dimensión anega todo lo insólito y sobresaliente. Ahora bien: donde lo cotidiano gobierna es siempre un factor de primer orden la mujer, cuya alma es en un grado extremo coti diana. El hombre tiende siempre más a lo extraordinario; por lo menos sueña con la aventura y el cambio, con situaciones tensas, difíciles, originales. La mujer, por el contrario, siente una fruición verdaderamente extraña por la cotidianeidad. Se arrellana en el hábito inveterado y, como pueda, hará de hoy un ayer. Siempre me ha parecido una tontería lo de souvent femme varie, opinión formada atropelladamente por el hombre enamorado con quien la mujer juega un rato.
Pero el punto de vista del galanteador es de muy reducido horizonte. Cuando se contempla a la mujer desde mayor distancia y con serena retina, con mirada de zoólogo, se ve con sorpresa que tiende superlativamente a demorar en lo que está, a arraigar en el uso, en la idea, en la faena donde ha sido colocada; a hacer, en suma, de todo costumbre. Y resulta conmovedora la mala inteligencia persistente que entre uno y otro sexo existe a este respecto: el hombre va a la mujer como a una fiesta y a un frenesí, como aun éxtasis que rompa la monotonía de la existencia, y encuentra casi siempre un ser que sólo es feliz ocupado en faenas coti diana s, sea en zurcir la ropa blanca, sea en acudir al dancing. Tanto es así que, con gran sorpresa por cierto, los etnógrafos nos muestran que el trabajo fue inventado por la mujer; el trabajo, es decir, la faena diaria y forzosa, frente a la empresa, el discontinuo esfuerzo deportivo y la aventura. Por eso es la mujer quien crea los oficios: es la primera agricultora, colectora y ceramista. (Siempre me ha extrañado que en un ensayo de Gregorio Marañón titulado Sexo y trabajo no se cuente con este hecho, tan elemental y notorio.)
Cuando se entrevé en lo cotidiano la fuerza dominante de la historia, llega uno a comprender el gigantesco influjo de lo femenino en los destinos étnicos, y preocupa sobremanera qué tipo de mujer haya sobresalido en el pasado de nuestro pueblo y cuál sea el que en nuestro tiempo comienza a ser preferido. Comprendo, sin embargo, que esta preocupación no sea frecuente entre nosotros, porque, al hablar de la mujer española, se resuelve todo recordando la presunta herencia de los árabes y la intervención del cura. No discutamos ahora la porción de verdad que en semejante tesis resida. Mi objeción a ella es previa y consiste en hacer notar que, suponiendo verídicos estos dos agentes del tipo femenino
español, resultaría éste producido exclusivamente por el influjo varonil, y, por tanto, que esa tesis no recela siquiera el influjo recíproco de la mujer sobre sí misma y sobre la historia nacional.