[LA ÑATA Y SU DOBLE PERFIL]

Anuncié el otro día que hoy pondríamos algunos puntos sobre algunas íes. Noten ustedes lo que pasa siempre que se habla o se escribe. Primero, dice uno algo. En seguida cae en la cuenta de que eso que ha dicho no es propiamente lo que pensaba. No porque crea uno haber traicionado su pensamiento, sino porque eso que ha dicho es siempre sólo una fracción mínima de lo que pensaba, y si el que nos escucha cree que al decir eso poco lo hemos dicho todo, es evidente, que, sin quererlo, hemos falsificado nuestra idea. Valía más callarse. Acaso, en vez de hablar de la criolla, yo he debido callarme acerca de ella y perpetuar el culto silencioso que desde hace un cuarto de siglo le dedico. Pues ¿habrá quien crea que he dicho lo que pienso sobre la criolla porque haya hablado dos ratos, y con el de hoy tres, en torno a ella? ¡Vamos, hombre! ¿Sobre qué cosa del mundo, así sea la más simple, se puede decir en ese tiempo lo que se piensa? La imposibilidad de ello les será patente con claridad meri diana el día que yo realice un propósito que tengo, si bien no le he marcado fecha: el propósito que tengo, de hablar una vez a fondo, en Buenos Aires, sobre el hablar, sobre el lenguaje. ¡Es un tema magnífico, señores! Ya verán ustedes, acuérdense del pronóstico, cómo apenas Europa se serene —cosa que va a acontecer mucho antes de lo que se sospecha—, el lenguaje, ese instrumento y facultad peculiares al hombre, será uno de los temas preferentes de la preocupación occidental. Porque no es posible ya, en estas altitudes a que hemos llegado en el proceso de la aculturación o civilización, seguir usando del habla a la buena de Dios. Urge ya una higiene y una técnica del hablar en su doble operación de decir y de oír. Hay que aprender a hablar y hay que aprender a escuchar. Y lo primero y más fundamental que convendría hacer es advertir hasta qué punto hablar es una faena ilusoria y utópica, que no se logra nunca suficientemente; esto es, que lo que ingenuamente nos proponemos cuando hablamos, a saber: comunicar a los prójimos nuestros pensamientos, no lo conseguiremos nunca por completo. Es el sino inevitable de todo lo verdaderamente humano que el hombre hace, mejor dicho, que el hombre intenta hacer. Porque todo lo propiamente humano que el hombre se propone es, por esencia, imposible. El animal suele lograr lo que pretende porque sólo pretende cosas naturales. El hombre, en cambio, ¿qué se propone? Pues se propone, por ejemplo, ser sabio o ser justo. ¡Menudas fantasías! ¿Cómo va a lograr plenamente esos proyectos extr anat urales? ¡Gracias con que consiga realizarlos en una mínima parte! Mas como él aspiraba a realizarlos por entero, a ser íntegramente sabio, a ser por completo justo, es inevitable el fracaso.

Tal es el honroso privilegio del hombre. Ser hombre de verdad es, de verdad, fracasar. Yo sabía —claro está— de antemano que en el desarrollo de este tema iba a fracasar; pero, al mismo tiempo, me parecía el mayor homenaje que podía rendir a la criolla —fracasar ante ella—; después de haber sido ante ella una llama, ser —también— una ceniza. Lo cual no significa que, desde luego, me entregue inerte a la derrota. Nada de eso: se trata de luchar como si fuésemos a triunfar, con la misma alegría de batalla, con el mismo fervor beligerante y el mismo jovial trompeteo e hiriendo el espacio con alaridos de clarín, como si la victoria fuese cierta. Este humor pugnaz, dispuesto a la pelea, es la contrapartida inevitable de que, como dije el otro día en La Plata, yo vengo aquí, no a ganar dinero, que nunca he ganado, sino, por lo pronto, atraer, poco o mucho, lo que tengo y a llevarme de paso lo que hay aquí, a saber: juventud. ¡Qué le vamos a hacer si es así, si, como allá dije, esto me refresca, me renueva, me hace retoñar, me instaura en vida nueva! Lo malo es que con esta fraudulenta juventud me vuelve el temple polémico que henchía mi efectiva mocedad.

De aquí que me sienta indignado, furibundo, por haber oído, después de mis dos arias sobre la criolla, a más de un porteño que me decía: «Bueno, pero usted no habla más que de las virtudes de la criolla; ¿por qué no hace usted constar sus defectos?» Oír tal cosa, confieso que me pone fuera de mí y es muy Buenos Aires, 1939.

Hablaba hace pocos días con una señora de aquí muy inteligente. Hablábamos de Martínez, un hombre difícil, difícil si los hay. Después de largas consideraciones que sobre el personaje hicimos, esta señora irguió su torso, dándole la tensión del arco cuando va a disparar la flecha mortal, y exclamó: «¡Para resumir, digamos: Martínez o la objeción!» La expresión era exacta, pero yo entreveo que, en general, y con todas las salvedades que tan compleja realidad impone, podría ampliarse su sentido a casi todo el Buenos Aires que en este mi tercer viaje he encontrado. Confieso a ustedes que estoy abrumado, desazonado al no oír desde que he llegado aquí casi más que objeciones. ¡A todo hay algo que decir, a todo hay algo que objetar! y no se dice lo que hay de bueno y hay una morbosa complacencia en recoger lo defectuoso y lo desgraciado con toda pulcritud, como si se tratase de pepitas de oro. En el Buenos Aires de hoy casi no se dice, más bien se contradice, hasta el punto que si un geógrafo me diana mente perspicaz pasase por aquí hoy, con ánimo de componer una nueva geografía escribiría en su cuaderno de notas lo siguiente: «Buenos Aires es una ciudad de casi tres millones de habitantes y trescientos millones de objeciones.»

No me refiero a las que a mí se dirigen; ésas son naturales. Soy un extranjero, soy un transeúnte, y ya que beneficio de los privilegios que se otorgan al forastero, justo es que, estando a las maduras, esté también a las duras. El viajero pasa tan raudo por el paisaje que se convierte fácilmente en pieza de caza mayor, e invita a que se dispare sobre él, para ver si se le da. No, lo que me apena, lo que me irrita es ver cómo, aquí y ahora, es tan frecuente que el porteño sea una viviente objeción a los demás, a buena parte de los demás porteños. Cada cual parece ocupado, más que en vivir él, en detener, trabar y frenar la vida de los demás.

Como bajo esta enfermedad transitoria Buenos Aires sigue siendo lo que era y lo que será, acontece que ve uno, acá o allá, emerger el buen gesto de vehemencia, de espontaneidad y de gracia, pero notamos que en seguida ese gesto se detiene y queda congelado, no sigue, no concluye, es antes de cumplirse ruina de sí mismo, como del arco roto queda sólo el segmento inicial, a modo de muñón que subraya la ausencia del resto.

Yo comprendo que contentarse con hacer objeciones es una forma de la humildad, ya que la objeción no puede aspirar a tener vida propia. La objeción es un parásito de aquello contra quien va y necesita de ello para subsistir. Yo preferiría, sin embargo, ver que todo porteño siente orgullo de ser y no se contenta con anti-ser. La gratitud me imponía la obligación enojosa de decir eso, ya que yo soy ahora la voz que clama en... Buenos Aires.

Si es notorio, no sólo aquí y en España, sino en todo el viejo continente, pues el hecho ha circulado por todo él en virtud de ciertos motivos que aquí se ignoran, porque aquí se está mucho peor informado de lo que se supone; si es notorio, digo, mi fervor por este país, se sabe también que no le he halagado nunca. Por tanto, si yo no hablo de los defectos de la criolla no es porque premedite adularla, sino por la sencilla razón de que la criolla no tiene defectos. Los defectos los tienen, tal vez, las criollas, pero ya dije que éstas no son mi asunto.

La criolla —repito una vez más— no es una mujer en singular, ni muchas mujeres singulares, sino un tipo de feminidad ejemplar, que en estos países centro y sudamericanos se ha ido poco a poco, desde ha cuatro siglos, formando, componiendo, integrando, evolucionando y —¡quién sabe si desde hace unos años!— desintegrando y desvaneciendo. El que ese tipo sea ejemplar, por tanto, de gran perfección, no quiere decir que sea ideal. Las cualidades de la criolla que he descrito, y las que aún hoy describiré, no las he inventado yo ni ningún otro imaginador, sino que todos las hemos descubierto, hallado, ahí, en la gran sorpresa que es siempre la realidad. Más aún: mientras en la formación de otros tipos de mujer, por ejemplo, de la francesa, de la inglesa, ha intervenido mucho más la idea previa e irreal aún que el hombre tenía de una mujer posible, y el arte y la poesía anticiparon ciertos de sus rasgos, que luego la francesa y la inglesa procuraron realizar en sus exquisitas personas, la criolla ha nacido y se ha desarrollado como la avena loca de estos campos, por propia iniciativa y exenta de cultivo. No digo que el hombre no haya contribuido nada a su formación, pero me parece incuestionable que ha colaborado en su figura menos que en otro tipo de mujer. Mas como sé distinguir muy bien entre lo que veo con evidencia y lo que no veo claramente, confieso que no podría hoy precisar cuál es esa porción, aunque sea mínima, de influjo masculino en el perfil moral de la criolla. Conste así.

Conozco mis limitaciones —es casi lo único que conozco bien. Sé poco, sé poco de la criolla, que es una ciencia muy honda y muy sutil; pero, en definitiva, mi propósito no es otro que sacudir en las cabezas este tema esencial, en una hora en que los pueblos hispanoamericanos tienen que decidir los nuevos gálibos de su vida y de sus rutas hacia el porvenir. ¿O creían ustedes que se trataba sólo de un madrigal mío, de algo así como un tango rasgueado en una guitarra filosófica? Claro está que es también eso —sí, es un madrigal, ¡no faltaba más!—; pero es a la vez, e inseparadamente, lo más distante de eso, es a la par lo más serio y lo más grave y lo más dramático y lo más rigurosamente teórico que pueda haber en el mundo —digamos que es un tango, trascendental. En la medida de lo posible, sobre todo en nuestros pueblos, hay que esforzarse en ser un hombre entero, con su mediodía, con su medianoche, con su abstracción y con su frenesí. Y, sobre todo, aunque fuera indebido ser de esta manera, la cosa no tendría remedio —yo he sido siempre, soy y seré así, sin posible arreglo ni imaginable compostura—; de modo que una de dos, o me toman ustedes como soy o me envían ustedes deportado a las Malvinas. Dondequiera que vaya, estoy seguro de existir. En las costas mediterráneas de nuestro Levante, allá por Cartagena, hay unos moluscos muy sabrosos que se obtienen rompiendo con un martillo las rocas de la costa, porque estas animálculas viven allí, dentro de la prieta y compacta piedra, y allí nacen, se desarrollan y vacan a su delicia, como si estuviesen en el mismo Paraíso. Así es la vida y así hay que ser, y yo en las Malvinas no lo pasaría nada mal. El nombre mismo me es promesa. Yo conocí en Chile una mujer encantadora, a quien, según es uso en el país, llamaban la Malvina —de modo que si me deportan ustedes a varias, estén tranquilos, que no me voy a suicidar.

Mas precisemos, para que no haya confusión alguna. Como he dicho, es la criolla un tipo de feminidad ejemplar, pero no una irrealidad. Hay mujeres que poseen esas cualidades enunciadas por mí, que las poseen todas juntas y en grado máximo de perfección. Claro es que estas mujeres son excepcionales: todo lo perfecto es insólito. En ellas culmina la vida de las innumerables mujeres que han sido y son, en estas naciones de la América española. Al presentarnos perfectas y a saturación aquellas cualidades, hacemos su descubrimiento y, gracias a ello, aprendemos a verlas en las demás mujeres que poseen sólo algunas de esas virtudes o que las poseen en dosis menguante. Por eso, precisamente en beneficio de las criaturas que no son excepcionales, importa ante todo dibujar bien la figura ejemplar y excepcional, como para ver la montaña hay que mirar primero la pura lejanía de su cima.

Ya he dicho que no soy idealista. Los idealistas son unos señores que se sacaban los ideales de su propia cabeza. Vicio tal ha sido la miseria mayor de Occidente durante los dos últimos siglos, el morbo que nos ha extenuado. Yo creo, por el contrario, que los ideales, las formas de lo perfecto, hay que extraerlos de la realidad misma. Esto lo demuestro corrigiendo la idea errónea que se suele tener de la ñata. De la ñata suele decirse que es simplemente una mujer con demasiada poca nariz. ¡Qué error! Lejos de tener demasiada poca nariz la ñata, es la mujer que nos ofrece dos narices. La cosa es evidente. Descubrimos que la ñata lo es cuando nuestra mirada, deslizándose por la línea de su nariz, advierte con sorpresa que esta línea no va por donde debía. Es decir, que hay un punto en que la nariz real empieza a desviarse de otra nariz irreal, que seria la correcta, de una nariz ejemplar que nos parece como ver sobrepuesta a la efectiva. El perfil de la nariz de la ñata no coincide con la norma que es su otra nariz irreal; evita a ésta, juega a faltar a su norma, a ser, digamos, insuficiente. Es la travesura de la nariz de la ñata, que por eso sentimos como algo picaresco, burlón, que va a burlarse de nosotros porque empieza por burlarse de sí misma. La ironía es siempre ser, a la vez, dos cosas: una que se es de verdad y en plenitud, y otra en que, con creadora modestia, se finge ser menos de lo que se es. El gran irónico, como saben ustedes, fue Sócrates, tal vez el hombre más grande del mundo antiguo. Lo sabía todo y, sin embargo, sostenía por las plazas de Atenas, magnífico charlatán que era, sostenía saber sólo que no sabía nada. Se hacía el ñato de la filosofía, y ésta era su divina elegancia. Porque siempre se es, se debe ser, ñato de algo. Pero, además, era su rostro, en efecto, ñato, camuso dicen los italianos, patrón ilustre de todo lo ñato que luego en el mundo ha sido. Por eso el poeta Pascoli lo describe cuando, encarcelado, va a beber la cicuta, esa cicuta que periódicamente hace el buen burgués o el obrero beber al intelectual, diciendo:

E nel carcere in tanto era un camuso

Pan bosquererecio, un placido sileno

Di viso arguto e grossi occhi di toro.

Pareja es la ironía que danza en la doble nariz de la ñata. ¿No es cierto que todas las ñatas parecen no serlo en serio, sino que quieren ser ñatas, que son ñatas... por condescendencia?

Aprendamos de ellas la gran lección. Aprendamos a no medir cosa alguna con una unidad de medida que no sea ella misma. Midamos lo que algo es con la perfección posible que, a la vez, nos muestra como un perfil etéreo que lleva siempre sobre el que, en efecto, posee. Aprendamos de una vez que toda realidad nos enseña, a la par, lo que es y lo que debe ser, su norma y su enormidad.

La criolla de que hablo es ese perfil ejemplar que toda criolla lleva sobre sí, como una constante y encantadora posibilidad.

Este es uno de los puntos sobre una i. Ahora viene otro. Este.

Yo estoy hablando de la criolla, pero no de la argentina como tal, y menos de la porteña. Porque hay aquí gentes que creen tener estancada la criolla, que lo saben todo de la criolla y no dejan nada a los demás, a pesar de que ellos no han caminado en el mundo más allá de Chivilcoy. Y aquí tienen ustedes un ejemplo de cómo este tema que al pronto parecía frívolo a algunos estúpidos, a esos grandes estúpidos que quieren chafarnos la riqueza de nuestras vidas, haciendo gravitar sobre ellas todas sus toneladas de estupidez, es un tema grave, tan profundo que tocarlo es remover los problemas más sustanciales de este país. Porque es representativo de cierto error de óptica que hay en la visión de sí misma que tiene la Argentina su propensión a olvidar que la criolla de aquí es sólo la más reciente manifestación de la criolla. Yo tiendo a creer que acaso las figuras más excepcionales de este tipo de mujer —no, pues, la figura más frecuente, pero sí las más perfectas— se dan en esta tierra. No insisto sobre ello ni digo las razones que me hacen pensar así, porque no quiero adular a la mujer de este país, a la cual no pido nada, ni una sonrisa, como pedía Dante a Beatriz, ni una palabra estremecida, nada. Me basta vivir yo profundamente, apasionadamente, este mi himno a la criolla. Según Goethe nos enseña:

Es el canto que canta la garganta

el premio más cabal para el que canta

Como decía San Francisco de Asís: yo necesito poco, y ese poco lo necesito muy poco.

Es éste, sin duda, un pueblo joven. El otro día hacía yo constar en La Plata que esa expresión «pueblo joven» no es simple manera de hablar. Pero no exageremos, no es un pueblo párvulo, tiene ya un pasado respetable. Aunque ha sido como nación la más nueva de estas americanas, tiene a su espalda y allá arriba, hacia el Noroeste, cuatro siglos de pasado. En la perfecta criolla de hoy se han destilado gota agota esas cuatro centurias de esfuerzo vital, de experiencias, de ensayos, de fervores, de dolores. Y el error óptico de este país está en mirar demasiado poco a ese Noroeste, al tesoro de ese pretérito que está ahí, en ustedes, pero está paralítico, sin movilizar, sin actualizar. No puedo ahora desarrollar este tema, como no puedo ni siquiera lanzarme a describir la formación de la criolla a lo largo de esos cuatro siglos. Lo único que puedo, así apurado como voy, es disparar un pistoletazo, para llamar la atención sirviéndome de un ejemplo extremo.

Me parece una mala inteligencia pueril, un no tener la menor idea de la cuestión, querer fundar la personalidad de estos pueblos procurando una continuidad sustancial con la indiada. En la repulsa de eso hay que ser, a mi juicio, sobre manera enérgico. La arquitectura del alma argentina, el sistema de su dinámica fundamental, no tiene que ver con el indio. Pero es incuestionable que como un ingrediente secundario o terciario, el indio, sobre todo porque lo tuvo, tiene su papel. Un papel mínimo, casi imperceptible, pero innegable. Una gota de sangre india, sobre todo si fue de las mejores castas amerin diana s —les subrayo esta bella palabra que desde hace muy pocos años comienzan a usar los etnólogos ingleses y norteamericanos para designar al indio americano—, una gota de sangre amerin diana es un fermento, una vitamina, que por sí no es nada, pero que excita e incita las sustancias positivas del alma criolla. Un médico griego escribió hace poco, un folleto sugiriendo —no sé si en serio, pero para el caso es igual— que aquel milagroso y sin par frenesí intelectual y estético y bélico de Grecia, aquella inverosímil lucidez fueron debidos al paludismo de las tierras helénicas, el cual intoxicó levemente los cerebros, lo bastante para mantener en ellos una genial combustión. Yo diría que las gotas, las pocas gotas de sangre india que han intervenido en la vida de este país, que ingresaron en las venas de España hace siglos, este paludismo amerindiano, ha contribuido a esa vehemencia de la criolla, ha asegurado su genial temperatura, esa fiebre, esa fiebre blanda y sin intermitencia que el hombre de Europa siente irradiar de la criolla y le hace pensar que todas las demás mujeres son un poco inconfortables por deficiente calefacción.

Hace pocos días una criatura admirable, amiga de mi mujer y de mi hija, que me ha cuidado en mis primeras semanas, aún valetudinarias, de mi vida aquí, deslizó en la conversación inadvertidamente unas palabras por las cuales podía yo colegir que allá en la lontananza de siglos había entrado en su casta sangre incaica. No es para decir el brinco que yo di, el escalofrío medular que como un latigazo sentí ante la eventual presencia de sangre inca a mi vera. Esto no lo pueden ustedes comprender porque no se sabe, porque nunca se ha dicho lo que un español, que lo sea como yo hasta el tuétano, siente en estos países, las regiones de su ser que tenía como dormidas y que de pronto aquí se ponen en erupción. Es increíble, pero este tema está aún intacto. Y no cedí hasta que obtuve el árbol genealógico de la familia, el cual desde hace una semana llevo en el bolsillo como un talismán. Es la genealogía de la familia porteña Ramos Mejía, una espléndida estirpe. Resulta que en esta casta entra por dos vías sangre imperial del Perú. Hay por un lado nada menos que Tupac Yupanqui, inca soberano del Perú. Y hay, por otro, un Diego de Avendaño, conquistador del Perú —nada menos, señores—, que casa con Juana Azarpay, inca princesa peruana. Diego de Avendaño era un hidalgo montañés, de la región santanderina, tan rica en casas nobles, que por eso ostenta en sus casonas, entre la húmeda verdura, enormes blasones que abultan en los muros de piedras como bíceps genealógicos. Y en estos años, casi día por día y en las horas en que hace uno, decía yo casi adiós a la vida, estaba junto a mí una A vendaño, mujer de mi médico, uno de los tres o cuatro mayores médicos españoles, el doctor Hernando. Los Avendaño siguen siendo los hidalgos de Liendo, cerca de Santander. No; el pasado no ha roto su continuidad con el presente, no es un fantasma preterido, sigue manando desde Diego de Avendaño, en el siglo XVI, hasta ahora, hasta la cabecera de la cama donde yo, incorregible, dirijo piropos a la muerte.

¡Piensen ustedes, piensen ustedes —alucinadamente— lo que seria aquello! ¡Diego de Avendaño y la princesa inca! ¡EI amor es siempre un choque a la vez feliz y terrible, el amor es siempre delicia y estrago! ¿Qué pasaría entre estos dos seres, tan distintos, tan distantes, que chocan de pronto en el universo de la pasión? Este conquistador, este hidalgo fiero —como buen español, loco por la feminidad, apasionado, galante, conceptuoso, elocuente, y a la vez atroz, áspero, bronco, desesperado, melancólico, con la muerte pronta siempre a su lado, como su sombra— y esta india de una de las razas más nobles que han existido en el mundo, aquellos misteriosos y señoriales incas del Cuzco que adoraban el sol y las estrellas y todo lo fulgural, esta india muda, de semblante quieto, con un fuego arcano, fuego de montaña que va a ser volcán, esta india con su dulzor extrahumano, un dulzor cósmico, la íntima dulzura del vegetal y la dulzura de la estrella. ¿No han pensado ustedes en una noche limpia, cuando las estrellas cruzan como menudas vísceras de oro y de fuego, que las estrellas deben ser dulces, que lo sabriamos si pudiésemos besarlas? ¡Besar una estrella —¡buen Dios!—, qué delicia casi mortal! ¡Sentir que mi estrella pusiese su temblor, su temblor inextinguible e incandescente, sobre nuestros labios! En la Biblia los labios se purifican con un carbón ardiente. Santo Tomás de Aquino soñó que tocaban los suyos con un ascua para que pudiesen hablar, con pureza, de teología; un ascua, un carbón ardiente es casi la definición de la estrella. ¡Qué amores, qué amores deleitables y tremebundos debieron de ser aquellos entre el conquistador y la princesa inca! La hija que tuvieron era ya, en germen, la criolla, aun tiempo hijodalgo e hija del Sol. Este noble ingrediente amerindiano es uno de los muchos con que las abejas de los años han ido elaborando la miel de la criolla.

Pero no se me entienda mal: una criolla puede ser criollísima sin una gota de sangre india; es más: la criolla modelo carece de ella. Pero el tipo de mujer que es la criolla ha sido creado poco a poco en lo colectivo. En esa figura anónima y como nacional han ido depositando sus invenciones personales todas las criollas, y de esa norma o pauta extrapersonal ha pasado el conjunto de los rasgos, cualquiera que sea su origen, a las mujeres de estos pueblos. De este modo la princesa inca opera sus secretas químicas en la porteña que no tiene ni una gota de sangre peruana, como la hijadalgo está presente en la mujer actual de padres tudescos o italianos. Vamos ahora al tercer punto sobre la tercera i: El primer atributo de la criolla era la vehemencia; el segundo, la espontaneidad, el saber vivir y ser en todo instante desde el fondo auténtico de la persona, evitando todo lo convencional y aprendido de fuera, pero a la vez eludiendo toda extravagancia y presunta originalidad. La criolla es coti diana; no es lo que es sólo en ciertas solemnidades del año, ni sólo a la hora del cocktail. La espontaneidad es un fluir continuo de la más honda intimidad hacia el exterior; por tanto, dar salida perpetua a los primeros movimientos, los cuales, según los concilios, no pecan. Mas esto plantea una pequeña cuestión. No obstante los concilios, aun en el ser de mejor calidad, los primeros movimientos son un torrentillo que arrastra todo, la arena de oro que hay en el alma y la broza y el gusarapo, mayor o menor, que todo abismo engendra. Conviene, pues, precisar un poco, porque si esa espontaneidad fuese sólo un dejar salir lo que dentro germina, equivaldría a abandono, a falta de rienda ya un «¡allá va todo!». La espontaneidad requiere selección para dar paso sólo a lo que es valioso y reprimir lo inferior. ¿Qué facultad puede encargarse de esa discriminación y de esa crítica íntima? Si es una cautela reflexiva, se corre el riesgo de caer en una intervención pedagógica y policíaca, que, desde fuera de la espontaneidad, actúa fría y pedante sobre ésta. Lo cual traería uno de estos dos resultados: la reflexión cautelosa que detendría por completo la fluencia auténtica de la criolla o, lo que es peor aún, tendería a sustituir lo espontáneo por formas muy discretas, pero muy convencionales. ¡Adiós vehemencia, adiós naturalidad, adiós gracia! Pero a Dios gracias, la criolla resuelve la cuestión maravillosamente. Porque su espontaneidad no es atropellada, orgiástica ni ciega. ¡Es curioso! La criolla no es mujer de orgía. Ya he dicho —y por esto lo he dicho— que es coti diana, que existe siempre sobre sí, como se está en la hora habitual y tranquila, y goza de una extraña lucidez. La espontaneidad es en ella, y a la vez, vigilancia, y esta vigilancia no se parece a la deliberación ni al cálculo, sino que es tan espontánea como la espontaneidad misma, algo así como lo que llamamos «buen gusto» o en música «buen oído», dotes que no son reflexivas, sino que son también primeros movimientos. Por eso la criolla vive en un abandono que no se abandona, que se vigila así mismo sin frenarse ni denunciarse. En Buenos Aires esto no se ve tan claro. Porque aquí no sé quién se ha empeñado desde hace dos generaciones, desde los viajes excesivamente largos a París y a Londres, en desnaturalizar y hacer artificial a la admirable mujer porteña. Cuando hablo téngase en cuenta una vez más que hay, que existe, antes que la de Buenos Aires, la criolla antillana, la mejicana, la del istmo, la de Quito, la de Cartagena de Indias, la de Lima y el Cuzco. A veces piensa uno que el Buenos Aires del último tiempo es una enorme conspiración contra la criolla, algo así como el frigorífico de las criollas, que las congela primero y las exporta después. Por fortuna, Buenos Aires no es lo que quieren unos cuantos, y yo sigo creyendo que las cimas de este tipo de mujer, que es el más alto de la feminidad, por tanto, las cimas de las cimas, se elevan probablemente aquí.

Lo difícil es llegar hasta ellas; lo difícil, como en el Himalaya, es la ascensión.

Intercalo aquí la advertencia, acaso innecesaria, de lo limitado que la falta de tiempo hace mi tema. Porque la criolla es madre, es esposa, es hermana, es hija, y todo eso lo es con un estilo especial que convendría definir; pero yo he tenido que reducirme a lo que la criolla es antes de todo eso, porque es supuesto de todo eso, a saber: mujer, sólo mujer. Si la mujer no fuese ante todo mujer, no sería nuestra esposa, ni nuestra madre, ni nuestra hermana, ni nuestra hija. Conste así.

Por cierto que he recibido de La Plata una carta firmada con el seudónimo La que se busca, carta nada sentimental, pero cuyo contenido es del mayor interés y que está egregiamente escrita. Yo ruego a quien la escribió que abandone su anonimato y me permita contestarle. El asunto que plantea es éste: «¿Es la misión de madre la única misión de la mujer, su destino único? y si no es el único, ¿cuántos tiene?» Comprenderá la avispada criatura que se oculta en la mantilla de un atractivo seudónimo Que yo no puedo ahora rozar el asunto, un asunto monumental, nada menos que el llamado por mí «sistema de las categorías del ser femenino»; esto es, de las cosas que hoy puede y debe ser con plenitud la mujer. Hace muchos años, en mi correspondencia con el gran filósofo Scheler, debatimos el asunto y no andábamos en gran desacuerdo, tal vez porque tratamos a fondo el tema y discutimos todas las posibilidades femeninas, desde la monja a la prostituta. Comprenderá esta criolla que me escribe, y que no lo es del todo, puesto que usa un seudónimo, lo larga que tendría que ser nuestra conversación.

Saltándonos la gracia, tercer atributo de la Eva americana, vamos en pocas palabras al cuarto: la molicie.

La criolla es muelle. Yo no sé si transmitirles lo que con esta palabra pienso es muy fácil o es muy difícil. A mí me parece tan evidente que con una ligerísima insinuación debía bastar. Imaginen ustedes un objeto provisto de infinitos minúsculos muelles, con fina y enérgica elasticidad. Al apoyamos en él, los muelles ceden —¡qué suavidad!—; es un grato caer, pero como tienen elástico vigor, reaccionan y nos levantan, nos devuelven a nosotros mismos, librándonos de nuestro peso —es casi volar—, y juntas ambas cosas son, más bien, mecerse. Esto es la molicie de la criolla y es la calidad que nos impide libramos de ella. Porque no es blanda con blandicie inerte, sino muelle, elástica. En parangón con ella, toda otra mujer, o es un poco dura —de talla, de piedra—, o es francamente etérea, espiritada, irreal, fantasmática. Esta puede tener su encanto, pero un encanto con los mismos adjetivos —también etéreo, irreal y fantasmático. Recuerden ustedes una figura —egregia, sin duda—, la archirromántica, la mujer arcángel, Lucila de Chateaubriand, que muere tan joven, como volatilizada su impalpable persona. Pocas horas antes de sucumbir decía, preocupada: «¡Qué voy a hacer yo delante de Dios, un ser tan respetable, yo, que no sé más que versos!»

La criolla ni es dura ni etérea, sino ese venturoso justo medio, que es lo muelle. Es muelle su cuerpo, lo son sus movimientos; es muelle su voz —se mece uno en su voz—; ¡ay, la voz de la criolla, hecha con el reposo y el silencio de las estancias y de los ranchos! Existe un hai— kai, que es el poema más sencillo del mundo, que me parece maravilloso. Imaginen ustedes un japonés sentimental que en un día redondo de primavera sale a caminar, a embriagarse de luz, de paisajes, de existencia. Un poco cansado, se sienta a la puerta de una posada a beber algo, a acariciarse los ojos peinándolos con la campiña, con la ribera que acelera sus aguas. De pronto siente junto a sí un aroma en que culmina la delicia del momento y exclama: «¡Ay, el olor de estas glicinas!» Esta exclamación, sólo esta exclamación, es todo el hai— kai, todo el poema. Yo digo lo mismo. ¡Ay, la voz de la criolla! Pero yo lo digo en vieja remembranza, y el japonés tenía las glicinas a su vera, al alcance de su mano y de su olfato, y el aroma no era el recuerdo de un aroma...

Tengo que renunciar a describir el más grave y el más hondo de los atributos de la criolla que el otro día anuncié: el talento peculiar que le hace entender de hombres. Es un asunto de gran delicadeza y que requiere la movilización de muchas cuestiones demasiado profundas de la historia humana. Seria forzoso hablar de la relación entre ambos sexos a lo largo de los siglos, de cómo se enfrentan hombre y mujer en los pueblos jóvenes, a diferencia de los pueblos viejos, y de innumerables cosas que nunca han sido tratadas a fondo. Más vale que lo dejemos. Ya he dicho que es preferible fracasar. Además, mi voz empieza a aburrirse de mi voz. Ha caminado mucho, ciega, sorda, se ha extenuado en muchos sitios sin saber lo que en ellos le pasaba... Quiere ya volver a mí: retirarse, apagarse, extinguirse. ¡Adiós, adiós!

Estudios sobre el amor
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