[DIVERSIDAD DEL AMOR]
No se puede negar a esta idea de la «cristalización» un primer pronto de gran evidencia. Es muy frecuente, en efecto, que nos sorprendamos en error a lo largo de nuestros amores. Hemos supuesto en lo amado gracias y primores ausentes. ¿No habrá que dar la razón a Stendhal? Yo creo que no. Cabe no tener razón de puro tenerla demasiado. No faltaba más sino que, equivocándonos a toda hora en nuestro comercio con la realidad, sólo en el amor fuésemos certeros. La proyección de elementos imaginarios sobre un objeto real se ejecuta constantemente. En el hombre, ver las cosas —¡cuanto más apreciarlas!— es siempre completarlas. Ya Descartes advertía que cuando al abrir la ventana pensaba ver pasar hombres por la calle, cometía una inexactitud. ¿Qué era lo que en rigor veía? Chapeaux et manteaux: rien de plus. (Una curiosa observación de pintor impresionista que nos hace pensar en Les petits chevaliers, de Velázquez, conservados en el Louvre y copiados por Manet.) Estrictamente hablando, no hay nadie que vea las cosas en su nuda realidad. El día que esto acaezca será el último día del mundo, la jornada de la gran revelación. Entretanto, consideramos adecuada la percepción de lo real que, en medio de una niebla fantástica, nos deja apresar siquiera el esqueleto del mundo, sus grandes líneas tectónicas. Muchos, la mayor parte, no llegan ni a eso: viven de palabras y sugestiones; avanzan por la existencia sonambúlicamente, trotando dentro de su delirio. Lo que llamamos genio no es sino el poder magnífico que algún hombre tiene de distender un poro de esa niebla imaginativa y descubrir a su través, tiritando de puro desnudo, un nuevo trozo auténtico de realidad.
Lo que parece, pues, evidente en la teoría de la «cristalización» rebosa el problema del amor. Toda nuestra vida mental es, en varia medida, cristalización. No se trata, por lo tanto, de nada específico en el caso del amor. Sólo cabría suponer que en el proceso erótico la cristalización aumenta en proporción anómala. Pero esto es completamente falso, por lo menos en el sentido que Stendhal supone. No es más ilusoria la apreciación del amante que la del partidario político, la del artista, del negociante, etc. Poco más o menos, se es en amor tan romo o tan perspicaz como se sea de ordinario en el juicio sobre el prójimo. La mayor parte de la gente es torpe en su percepción de las personas, que son el objeto más complicado y más sutil del universo.
Para dar al traste con la teoría de la cristalización basta con fijarse en los casos en que evidentemente no la hay: son los casos ejemplares del amor en que ambos participantes poseen un espíritu claro y dentro de los límites humanos no padecen error. Una teoría del erotismo ha de comenzar por explicarnos sus formas más perfectas, en vez de orientarse, desde luego, hacia la patología del fenómeno que estudia. Y el hecho es que, en aquellos casos, en vez de proyectar el hombre donde no existen perfecciones que preexistían en su mente, halla de pronto existentes en una mujer calidades de especie hasta entonces desconocida por él. Nótese que se trata precisamente de calidades femeninas. ¿Cómo pueden éstas, si son un poco originales, preexistir en la mente de un varón? O, viceversa, de excelencias varoniles que la mente femenina anticipase. La parte de verdad que haya en una posible anticipación y como invención de primores antes de hallarlos en la realidad no tiene nada que ver con la idea de Stendhal. Ya hablaremos del sutil asunto.
Hay, ante todo, un error garrafal de observación en esta teoría. Supone, según parece, que el estado amoroso implica una sobreactividad de la conciencia. La cristalización stendhaliana parece indicar lujo de labor espiritual, enriquecimiento y acumulación. Ahora bien: conviene resueltamente decir que el enamoramiento es un estado de miseria mental en el que la vida de nuestra conciencia se estrecha, empobrece y paraliza.
He dicho «el enamoramiento». So pena de continuar emitiendo inepcias, como es uso, en tomo al tema del amor, es preciso que pongamos algún rigor en el vocabulario. Con el vocablo «amor», tan sencillo y de tan pocas letras, se denominan innumerables fenómenos, tan diferentes entre sí, que fuera prudente dudar si tienen algo de común. Hablamos de «amor» a una mujer; pero también de «amor de Dios», «amor a la patria», «amor al arte», «amor maternal», «amor filial», etc. Una sola y misma voz ampara y nombra la fauna emocional más variada.
Un vocablo es equívoco cuando con él denominamos cosas que no tienen entre sí comunidad esencial, sin nada importante que en todas ellas sea idéntico. Así, la voz «león», usada para nombrar al ilustre felino a la vez que para designar los Papas romanos y la ciudad española León. El azar ha hecho que un fonema se cargue de diversas significaciones, las cuales aluden y nombran objetos radicalmente distintos. Los gramáticos y lógicos hablan entonces de «polisemia»; el vocablo posee múltiple significación.
¿Es este el caso del nombre «amor» en las expresiones antedichas? Entre el «amor a la ciencia» y el «amor a la mujer», ¿existe alguna semejanza importante? Confrontando ambos estados de alma encontramos que en ellos casi todos los elementos son distintos. Hay, sin embargo, un ingrediente idéntico, que un análisis cuidadoso nos permitiría aislar en uno y otro fenómeno. Al verlo exento, separado de los restantes factores que integran ambos estados de alma, comprenderíamos que sólo merece rigorosamente el nombre de «amor». Por obra de una ampliación práctica, pero imprecisa, lo aplicamos al estado de alma entero, a pesar de que en éste van muchas otras cosas que no son propiamente «amor», que ni siquiera son sentimiento.
Es lamentable que la labor psicológica de los últimos cien años no haya desembocado aún en la cultura general y sea forzoso, de ordinario, reducirse a la óptica gruesa, que aún suele emplearse para contemplar la psique humana.
El amor, hablando estrictamente 2, es pura actividad sentimental hacia un objeto, que puede ser cualquiera, persona o cosa. A fuer de actividad «sentimental», queda, por una parte, separado de todas las funciones intelectuales —percibir, atender, pensar, recordar, imaginar—; por otra parte, del deseo con que a menudo se le confunde. Se desea, cuando hay sed, un vaso de agua; pero no se le ama. Nacen, sin duda, del amor deseos; pero el amor mismo no es desear. Deseamos venturas a la patria y deseamos vivir en ella «porque» la amamos. Nuestro amor es previo a esos deseos, que nacen de él como la planta de la simiente
A fuer de «actividad» sentimental, el amor se diferencia de los sentimientos inertes, como alegría o tristeza. Son éstos a manera de una coloración que tiñe nuestra alma. Se «está» triste o se «está» alegre, en pura pasividad. La alegría, por sí, no contiene actuación ninguna, aunque pueda llevar a ella. En cambio, amar algo no es simplemente «estar», sino actuar hacia lo amado. Y no me refiero a los movimientos físicos o espirituales que el amor provoca, sino que el amor es de suyo, constitutivamente, un acto transitivo en que nos afanamos hacia lo que amamos. Quietos, a cien leguas del objeto, y aun sin que pensemos en él, si lo amamos, estaremos emanando hacia él una fluencia indefinible, de carácter afirmativo y cálido. Esto se advierte con claridad si confrontamos el amor con el odio. Estar odiando algo o alguien no es un «estar» pasivo, como el estar triste, sino que es, en algún modo, acción, terrible acción negativa, idealmente destructora del objeto odiado. Esta advertencia de que hay una actividad sentimental específica, distinta de todas las actividades corporales y de todas las demás del espíritu, como la intelectual, la del deseo y de la volición, me parece de una importancia decisiva para una fina psicología del amor. Cuando se habla de éste, casi siempre se describen sus resultados. Casi nunca se coge con las pinzas del análisis el amor mismo, en lo que tiene de peculiar y distinto de la restante fauna psíquica.
Ahora puede parecer admisible que el «amor a la ciencia» y el «amor a la mujer» tengan un ingrediente común. Esa actividad sentimental, ese cálido y afirmativo interés nuestro en otro ser por él mismo, puede indiferentemente dirigirse a una persona femenina, aun trozo de tierra (la patria), a una clase de ejercicio humano: el deporte, la ciencia, etc. y debiera añadirse que, en definitiva, todo lo que no es pura actividad sentimental, todo lo que es diferente en el «amor a la ciencia» y en el «amor a la mujer» no es propiamente amor.
Hay muchos «amores» donde existe de todo menos auténtico amor. Hay deseo, curiosidad, obstinación, manía, sincera ficción sentimental; pero no esa cálida afirmación del otro ser, cualquiera que sea su actitud para con nosotros. En cuanto a los «amores» donde efectivamente la hallamos, es preciso no olvidar que contienen muchos otros elementos además del amor sensu stricto.
En sentido lato, solemos llamar amor al «enamoramiento», un estado de alma complejísimo, donde el amor en sentido estricto tiene un papel secundario. Stendhal se refiere a él cuando titula su libro De l'amour, con una generalidad abusiva que revela la insuficiencia de su horizonte filosófico.
Pues bien: de ese «enamoramiento» que la teoría de la cristalización nos presenta como una hiperactividad del alma, quisiera yo decir que es, más bien, un angostamiento y una relativa paralización de nuestra vida de conciencia. Bajo su dominio somos menos, y no más, que en la existencia habitual. Esto nos llevará a delinear en esquema la psicología del arrebato erótico.