PAISAJE CON UNA CORZA AL FONDO
Hacia 1793 había muchos hombres en Europa. Pero el hombre más hombre que había entonces en Europa era probablemente el capitán Nelson. Pues ¿y Napoleón? Napoleón era, más que hombre, superhombre o semidiós.
Por lo mismo que Nelson era tan exclusivamente y tan enormemente un hombre, parecía otras muchas cosas. El hombre, «medida de todas las cosas», es una encrucijada del universo y de él parten vías hacia todo lo demás que no es él. Prolongando sus facciones en un sentido o en otro, se arriba a imágenes espléndidas y monstruosas. La fantasía humana es una atmósfera densa donde se produce siempre el fenómeno de la Pata Morgana. Así, para un provincial neoclásico, como había tantos en la época, que leía las noticias de las gacetas, era Nelson un genio atlántico que iba imponiendo orden sobre los mares. Visto así, de lejos, Nelson era Neptuno. El provincial leía la gaceta junto a una chimenea sobre la cual había un reloj de bronce; la esfera se cobijaba en el rotundo seno de una ola metálica, donde se apoyaba, flotante, un dios desnudo con un tridente en la mano. Era Nelson. Pero visto de cerca era otra cosa, era otras muchas cosas; era un hombre pequeño y duro de gesto, áspero como una valva de marisco, con alma sombría y tempestuosa de tritón inglés. Un ser que no necesita para vivir de poesía, que la detesta y se la sacude, como el polvo del camino durante el día o los cínifes musicantes durante la noche. (Después de vivir en Nápoles las horas más deliciosas de su vida —horas de incendio amoroso sobre el área ya un poco desértica de la madurez—, todo lo que le ocurre decir de Italia es que es un insoportable país de violinistas, de poetas y truhanes.) Su vida de nauta se compone de ráfagas violentas que pasan sobre él llevándose algo de él: ahora un miembro, luego otro. ¡Fuera este brazo! ¡Fuera este ojo! y lo curioso es que cada una de estas amputaciones y ausencias subraya más lo que en este pequeño hombre había de hombre enterizo. Su bravura se recogía sobre los miembros que le quedaban.
Antes de vencer en Abukir a la flota de Bonaparte, cala un día con sus fragatas panzudas en la bahía de Nápoles. Pasa a la Embajada inglesa, donde es recibido por el embajador, sir William Hamilton.
La humanidad es un concepto muy vasto y generoso: en uno de sus extremos puede alojarse el almirante Nelson; en el otro, el embajador Hamilton, y no se estorban.
Hubiéramos querido conocer a este señor, ser de sus amigos, departir con él. Porque era un hombre de mundo, gran coleccionista y gran escéptico. El escéptico es el hombre de vida más nutrida, más rica y completa. Una torpe idea nos lleva a presumir que el escéptico no cree en nada. Todo lo contrario. El escéptico se diferencia del dogmático en que éste cree en una sola cosa y aquél en muchas, en casi todas. Y esta multitud de creencias, frenándose las unas a las otras, hacen el alma muelle y deleitable. Hamilton es uno de los primeros en recoger objetos «clásicos», y él comienza las excavaciones de Pompeya. Su colección sin par está hoy, creo, en el British Museum.
Nelson es presentado a la embajadora y por primera vez el tritón se siente mordido por un poder indefinible. Bien: ya tenemos planteada la fábula, una fábula esencial, que todos los escritores y todos los filósofos se han afanado por esquivar. Yo también, por supuesto. La fábula es ésta: Nelson y Hamilton, los dos tipos más opuestos de varón que cabe imaginar, se han enamorado de la misma lady Hamilton. Claro es que todos los demás tipos intermedios han sucumbido también a su magia.
La fábula queda completa si contestamos a esta pregunta: ¿Quién es lady Hamilton?
Lady Hamilton es esta dama que pasa ahora con un penacho blanco, galopando sobre una jaca baya. Es íntima, demasiado íntima amiga de la reina napolitana María Carolina, hermana de María Antonieta, que ha forjado dieciocho hijos y aún reserva fuego para amar a esta inglesa. Emma Hamilton es la mujer más bella del Reino Unido, una «belleza oficial», que las gentes se señalan desde lejos como los monumentos nacionales. Canta con una grata voz y da en los saraos sesiones de «actitudes». Con unos chales, vestida helénicamente, hace de Clitemnestra o de Casandra, frunce el ceño trágico o melancoliza su divina faz, haciendo que en sus pupilas quiebre la luz de reflejo, como en las figuras de Guido Reni. El triunfo es enorme: se habla de estas «actitudes» en toda Europa. No se olvide: estamos en la hora que prepara el romanticismo. El corazón se sube a la cabeza. Se acepta la emoción como un alcohol; es un sabor nuevo, que embriaga, y la gente busca ahora, sobre todo, embriaguez. La mujer va a servir de tema o pretexto a la exaltación de los sentimientos. El tono de la época se declara en el vocabulario: a toda hora oís «divino», «sublime», «extático», «fatal». Se lleva la lágrima y la perla.
Todo esto es, mirado de lejos, simpático y gracioso. El teatro pasa a la vida, y la vida se abomba e hincha como una vela bajo el viento que sopla del escenario. No sé; pero esta teatralidad de la vida —que explica el triunfo romántico de las «actitudes» ejecutadas por Emma Hamilton— me parece más estimable que el principio contrario, vigente cien años después, cuando el teatro se preocupa en imitar a la vida.
Bien; pero esta Emma, amiga de la reina, embajadora y lady Hamilton, ¿qué era antes? Pues era querida del sobrino de Hamilton, del caballero Greville, que la traspasó a su tío. Ella había encontrado en casa de un curandero que, mediante sacudidas eléctricas, devolvía la turbulencia a los decrépitos. Ante el sofá medicinal donde el paciente recibía las descargas, posaba de «Higea», de «Salud» esta muchacha maravillosa, que había sido criadita humilde, nacida de una cocinera. Ahora es embajadora de Inglaterra. No es fácil de menos llegar a más.
No basta la belleza —dirá el lector— para explicar tan ilustre ascensión. Esa mujer debió de tener un gran talento.
Para mí es este el punto decisivo de la fábula, el que todos solemos esquivar. Porque la verdad cruda es que lady Hamilton no tuvo nunca talento, ni siquiera fina educación, ni apenas gusto y buen sentido. Es la perfecta casquivana. Vivir es para ella ponerse y quitar— se trajes, ir y venir de una fiesta a otra fiesta. Gastar dinero. No parar. Baile, gestecitos, invitar y ser invitada. Es la eterna mundana que, bajo uno u otro nombre, todos hemos conocido y de que casi todos nos hemos enamorado alguna vez. Por eso digo que la fábula es esencial y no una mera anécdota.
El lector, en vista de esto, se vuelve atrás y dice: «Debió ser una belleza soberana.» Sí, parece que si; pero eso no explica tampoco que se enamoren de ella tan radicalmente hombres como Nelson y Hamilton. La belleza superlativa es un inconveniente para que hombres de fino sentir se sientan atraídos por una mujer. La excesiva perfección de un rostro nos incita a objetivar la persona que lo posee, a distanciarnos de ella para admirarla como un objeto estético. De las «bellezas oficiales» sólo se enamoran los tontainas y los mancebos de botica. Son monumentos públicos, curiosidades que uno contempla de lejos y sin detenerse. Ante ellas se siente uno turista y no amante.
Conviene, pues, que no escapemos de la cuestión por la ventana de la belleza. Sin una cierta dosis de ella, los dos héroes diferentes —Nelson y Hamilton— no hubiesen amado a Emma; pero lo que les atraía positivamente era otra cosa. Yo espero que el lector resista a la incitación plebeya y trivial de suponer que el amor en hombres de este rango nace del apetito sexual. Pero entonces topamos con un enigma...
Lady Hamilton, ágil, ligera, de cabos finos, de cabecita inquieta, aparece al fondo del paisaje como una corza. Es el paisaje que cuelga en casi todas las casas de Inglaterra. Lady Hamilton no tiene mucha más sindéresis que una corza. ¿Por qué se enamoran de ella dos hombres como Nelson y Hamilton?
La solución probable al enigma es bastante grave y no sé si atreverme a prometerla para el número próximo.
El Sol. 20 marzo 1927.