[SUS CINCO CUALIDADES]
¿Saben ustedes quién era Goethe? Claro que muchos de ustedes lo saben, lo saben perfectamente, como yo, mejor que yo. Ni por un momento lo he dudado. Pero tengan esos que lo saben —que saben mucho, que, tal vez, saben demasiado—, tengan compasión de esta voz mía que ahora envío de nuevo a los espacios, y que es en este instante mi único haber, mi único utensilio, mi única arma, mi único escudo.
Esta voz es una sola y ni puede disociarse en varias voces que digan cosas distintas para las distintas clases y castas de personas que me escuchan, llevando a cada cual lo que le corresponde. Bien quisiera ser mi voz como ese cohete festival que asciende fogoso y dorado en la noche bruna y al llegar a una cierta altitud se disgrega en innumerables culebrinas que se dispersan por el firmamento y parecen llevar presurosas su fuego, cada cual a su estrella particular, a la hermana estrella con quien tiene cita. Mi voz es menos afortunada: está condenada a ser una sola, como yo soy, solo Yo —por eso lleva a ustedes los fervores de mi soledad—: mi voz asciende unitaria y no puede la pobre convertirse, cuando quisiera, en una voz federal que repartiese su decir a medida del escuchar. Yo hablo para el que sabe quién es Goethe, pero también y principalmente para el que no lo sabe y aún va con franca predilección a ese que me conmueve más que todos, a ese que no sabe si lo sabe.
Pues bien: Goethe era un poeta alemán que poetizó a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. ¡Qué ridículo es el lenguaje, amigos, qué ridículo! Con una y misma palabra denominamos las realidades más dispares: con la sola palabra poeta calificamos a Goethe y al intelectualete de suburbio o de barrio, a la sabandija literaria que, una vez, por error, hizo un soneto. En vista de ello, y para guardar las distancias, diré a ustedes que Goethe no fue un poeta, como es poeta un individuo cualquiera, sino que fue algo así como si un continente entero fuese poeta, como si los Andes, un buen día, se pusiesen a hacer versos; imagen tal vez profética, porque es posible, es probable, es casi seguro —no lo veremos nosotros, ni acaso nuestros hijos, quizá nuestros nietos—, es casi seguro que un buen día nacerá aquí un hombre de alma titánica —los titanes son los hijos de las montañas—, un hombre de alma titánica que hará versos soberanos y será propiamente el Ande que versifica.
¡Eh, eh! ¡Mi voz! ¿Por dónde has ido? ¿Qué divagaciones son éstas? ¿A qué tanto preámbulo y preludio para decir lo que ibas a decir, una cosa tan sencilla y hasta perogrullesca? ¡Eh! ¡Cerrera, cerrera!, como los pastores dicen en mi áspera tierra a la cabrilla arriscada que se descarría por las alturas...
En efecto, yo quería recordar simplemente que fue Goethe el primero en decir que la palabra impresa es un mero sustitutivo de la palabra hablada. La cosa es incuestionable. La palabra impresa se deja fuera de ella casi todo el hombre que la escribió y la hizo imprimir. Por eso dice mucho menos que la palabra hablada. Esta tiene un timbre y el timbre de la voz con sus modulaciones es delator del hombre. Si supiésemos escuchar advertiríamos que arrastra consigo los secretos de éste, como el Paraná rasca, en su líquida carrera, las arcanas orillas del lecho tropical donde comienza y nos trae tierra lejana, extraña tierra purpúrea, a la rada porteña. Por eso yo, que desde mi ventana contemplo el estuario del Plata, cuando veo que un día, al atardecer, se le pone el agua dramática y sanguinolenta, ya sé lo que pasa: que ha habido no se sabe qué guerras cruentas allá en el Paraguay.
Goethe tenía razón, pero no toda. La palabra hablada, a su vez, es sólo un fragmento del auténtico hablar. No se dice todo lo que el hombre quiere decir. Se aclara en un instante mi idea si les refiero que el más genial etnógrafo contemporáneo, mi grande amigo León Frobenius, que una y otra vez ha visitado toda el Africa, sorprendido al observar que los indígenas no entienden nunca bien al europeo aunque éste maneje perfectamente la lengua de ellos, cayó en la cuenta de por qué esto pasaba. Y es que el europeo apenas si gesticula, y para el negro hablar, decir, no es sólo pronunciar, mover lengua y labios, sino que es poner a contribución todo su cuerpo: manos, brazos, piernas, pupilas de azabache, blanco de los ojos. La palabra hablada es para ellos sólo una porción del hablar: es sólo, por decirlo así, el texto; mas como los niños necesitan para entender que el texto lleve ilustraciones, ellos necesitan la mímica y la pantomima de toda su corporeidad. Por eso, al lado del absoluto hablar del negro, nuestro pobre hablar europeo, tan parco en ademanes, es casi silenciar. Cuando el sacerdote negro del Harlem neoyorquino predica el sermón del Domingo de Ramos y cuenta que Jesús entró en Jerusalén caballero en un asno, el buen cura de chocolate se monta en el púlpito para que no haya duda. Si no recuerdo mal, Victoria Ocampo ha descrito muy bien esa escena. Piensen ustedes en el polo opuesto al negro, en la faz impasible del inglés, que puesto detrás de su pipa emite inmóvil los leves maullidos displicentes en que su habla consiste. Por eso es tan difícil entender a un inglés.
Va todo esto a sugerir que en mi afán de decir a ustedes mucho, de decirles todo, de decir totalitariamente, yo no sé cómo arreglármelas delante del micrófono para ser el negro de mi voz.
Porque hoy se trata de un asunto en que es muy difícil entenderse, de un asunto complejo, sutil, tejido todo de matices como el cuello de la paloma. Sería inútil cuanto diga si no nos ponemos de acuerdo, con toda precisión, sobre qué es lo que nos proponemos. Y hablo en plural, porque no es cuestión de mi capricho personal proponerme esta finalidad u otra. Dado el asunto, queda automáticamente prescrito lo que hay que hacer. El capricho aquí, como siempre, es la gran estupidez, es ignorar que las cosas tienen, queramos o no, una estructura real, que no hay, por lo pronto, sino reconocer. Por hacer lo contrario el hombre occidental desde hace dos siglos, por creer que las cosas no tienen su anat omía propia, sino que son materia blanda y dócil, sumisa a nuestra petulante voluntad, se está el mundo retorciendo en congojas. Pero esto es un tema gravísimo y enorme del que si les interesa a ustedes hablaríamos algún día. Se trataría de diagnosticar en su más profundo estrato la verdadera enfermedad de Occidente y mostrar su origen desde el siglo XVII. Porque los grandes cuerpos históricos como Oriente, como Occidente, no se ponen malos de repente. Es un error creer que en la Historia hay terremotos. No hay historíomotos. Como he dicho en «Amigos del Arte», la Historia es lenta, tardígrada. Recuerden ustedes los magníficos versos de Ercilla en La Araucana:
Como el celoso toro madrigado
que la tarda vacada va siguiendo...
Pues bien esa tarda vacada es la Historia. Nada de capricho, por tanto, en este tema tan casi sacro que es la criolla. Hagamos no lo que nos gusta, sino lo que hay que hacer. Digamos no cualquiera cosa, sino lo que hay que decir.
Cuando intentamos definir la criolla —¡qué melancolía, señores!, ¡la definición es la caricia del filósofo!—, cuando intentamos definir la criolla, ¿qué es lo que tenemos que hacer? No es, evidentemente, describir a una criolla singular que en el año de gracia de mil novecientos y tantos penetró en nuestra existencia como un fulgurante meteorito. Eso no le importa a nadie más que a nosotros. No se trata, pues, de una criolla determinada y singular, de una criolla concreta y real, que está ahora en un sitio preciso y que acaso, con un encanto indiscutible, hace en este momento a mi voz vagabunda, a mi voz sin pupilas, a mi voz sin yemas de los dedos, un mohín desdeñoso.
Tampoco se trata de lo contrario; a saber: de una especie de ideal criolla, de criolla inexistente, si por ideal se entiende un fantasma que se saca uno de la cabeza. Yo no soy —ya lo he hecho constar varias veces— idealista. Idealismo es precisamente el nombre de esa enfermedad terrible que ha padecido Occidente, acerca de la cual hablaremos acaso un día.
Esta criolla que, como terminé diciendo el otro día, es lo que la filosofía fue para Aristóteles, h zhtoumhnh —la que se busca—, no es una mujer inventada, poética. El mundo de los objetos poéticos es lo otro que el mundo de las cosas reales. Ser poeta es desrealizar, es negarse a lo real. Por eso la creación poética puede constituir una simple negación de lo que está ahí ya. Alguien ha hecho notar que el poeta francés Mallarmé obtiene sus objetos poéticos por este método negativo. ¿Cuál será para él la hora bella, la hora poética? Muy sencillo: la hora ausente del cuadrante. ¿Cuál será la mujer en el sentido poético de la palabra? Pues no hay duda: la femme aucune, la mujer ninguna.
Todo esto está muy bien, pero no es lo que nos interesa. La criolla que buscamos no es una criolla determinada que ha intervenido en nuestra biografía, ni la criolla irreal que habita en el verso, en la quinta dimensión maravillosa que es el verso, esa dimensión benéfica que nos permite en una hora desesperada salvarnos de las otras y a la cual se pasa como a otra habitación, a la habitación absolutamente otra.
La criolla que buscamos es real —¡menuda petulancia sería creer que uno la ha inventado, cuando es una de las grandes averiguaciones y experiencias y aprendizajes que humildemente ha hecho uno!—, se trata, pues, de una criolla real, pero no ésta o aquélla, sino la criolla típica. La palabra «típico, típica» se ha desviado en nuestro idioma e importa mucho corregir su uso, que es un abuso. «Típico» se suele entender como lo curioso, pintoresco o característico de algo. «¡Es muy típico!», se dice de una costumbre rara en un país. Pues bien: el sentido verdadero y utilísimo de esta palabra no es ése: entiéndase por «típico» simplemente lo que es propio de un «tipo», y tipo significa un modo real, pero general, de ser. La criolla que buscamos es el tipo esencial de la criolla; sus cualidades efectivas, las que nosotros no hubiéramos nunca podido imaginar, sino que, al revés, no sospechábamos y nos han sorprendido como deliciosos salteadores en un recodo de la existencia. ¿Está claro lo que nos proponemos? Era inexcusable decir esto, aunque es un poco pedante, un poco curso académico. Decirlo con todo rigor es un sacrificio que reclamaba de nosotros la pulcritud y la dignidad de este asunto.
Goethe, que además de ser un ingente poeta fue un gran investigador, que descubrió uno de los principios fundamentales de la osteología o anat omía de los huesos y uno de los principios más fértiles en botánica, halló el tipo o prototipo de la planta, el cual dibujó en un papel y dijo: «Esta figura es la ley de todas las plantas; es lo que, en esencial y última realidad, son todas las plantas, cualesquiera sean sus diferencias infinitas.» Pero todas las plantas concretas son sólo excepciones de esa ley,. esto es, son siempre un poco otra cosa que el prototipo. Me alegro que esta conferencia proceda bajo el signo de Goethe, un gran intelectual que creyó siempre en la mujer, que para existir, él, que era un gran varón, necesitaba respirar mujer.
Me parece que ahora nuestro propósito está claro. La criolla que buscamos es el prototipo real de todas las mujeres que aspiren a ser criollas, que pretendan, aunque sea de lejos y con enternecedora humildad, merecer ese rango y ese título de la criolla, que viene a ser algo así —y nada menos— que ser mariscal de campo de la feminidad. Y de toda criollita, de la ciudad o del campo, de la estanciera elegante o de la muchacha obrera —¡qué delicia, que ventura!, ¡la muchacha obrera, la obrera criolla! Si yo fuese joven, si yo fuese muchacho, si yo fuese estudiante, si yo fuese obrero, ¡cómo iba a danzar la danza ritual delante de ella, la danza apasionada y divinamente histérica de David delante del Arca! Pero ¡qué le voy a hacer! ¡Si soy todo lo contrario, obrera de ojos hondos, de ojos negros, negros! —como una cita en la sombra—, ¡qué le voy a hacer! ¡Si en vez de joven soy muy maduro, si en vez de estudiante soy profesor, si en vez de ser obrero manual soy atorrante intelectual! ¡Me quedo sin danzarte mi danza, con lo cual sales tú ganando y perdiendo yo todo!
Iba diciendo que si ser la criolla es como ser mariscal de campo de la feminidad, de cualquier criollita puede decirse lo que Napoleón decía a sus ejércitos: que todo soldado llevaba en la mochila el bastón de mariscal de campo. Pero añado honradamente que la cosa no es fácil. ¡No es la criolla, así como así, quien quiera!
Toda realidad tiene, como he indicado, estructura propia; tiene su arquitectura, un orden y disposición de sus elementos. Cada uno de éstos se halla en su puesto. Las calidades de la criolla forman una arquitectura viviente y hay un atributo, el primer atributo de la criolla, que es base de todos los demás, del cual brotan los restantes; tan brotan, que ese atributo es ya por sí un surtidor, un hontanar o fuente pulsante de energía y dinamismo.
Lo primero que la criolla es, amigos, es... vehemencia. Sin esto no habría nada de todo lo demás. La palabra «vehemencia» es magnífica. ¡No, si el lenguaje que antes he llamado ridículo tiene cosas estupendas! ¡Así es todo y así somos todos en la vida: un poco ridículos y un poco genios, un poco bestias y, a la vez, cachorros de arcángel!
La palabra «vehemencia» significa en su origen soplo vivaz, viento. El viento ha sido siempre para el hombre símbolo de lo dinámico y enérgico, porque entre las cosas perceptibles en vista de las cuales forjó en tiempos remotísimos su lenguaje, es el viento la que con menos materia manifiesta más pura fuerza. Por eso todas las palabras que expresan el ser moral del hombre provienen de raíces que significan aire —alma, ánima es viento, y espíritu es soplo.
La criolla es vehemente porque vive en constante y omnímodo lujo vital —es, existe con sobra de existir—; no está ante nada escasa de reacción, como la mujer del norte de Europa, que es un poco inerte. Por esto digo que vive en constante lujo vital, no importe que sea rica o que sea pobre. Yo he conocido a una criolla, de una belleza patética, descendiente de la más vieja aristocracia americana, que estaba en la más completa miseria. Y, sin embargo, parecía una emperatriz —de la vida—, porque era vehemente, dulcemente vehemente; era una gran brisa humana y todo ante ella se ponía en superlativo. Era un aire feliz que sopla inexhausto, ya su lado sentía uno lo que debía de sentir la fragata cuando un viento favorable y enérgico henchía sus velas y las tornaba combas con curva de seno y hacía ondear todos sus banderines y gallardetes.
Esta vehemencia de la criolla procede acaso de la que poseía la española —como en otra medida la francesa y la portuguesa— en los siglos XVI y XVII. He dicho «acaso» porque no estoy del todo cierto, pues aun cuando hablo apasionadamente, soy dueño de mí y estoy hablando con pleno rigor de concepto bajo todas mis exaltaciones. Como no se ha hecho la historia de la mujer —según deploré el otro día—, se ignora todo esto. La española fue perdiendo aquella vehemencia, pero su heredera, la criolla, la conservó y la depuró. Porque la vehemencia de la española era un poco bronca y áspera, y la vehemencia de la criolla es, aunque muy enérgica, de piel suave y sabor dulce. Consiste en un inmenso afán de vida que hay en ella. Por eso mana hacia lo que ve, constantemente, con ese temblor emocionante y emocionado del agua en el manantial. Es vehemente porque está siempre yendo a las cosas y personas, en vía tensa hacia ellas. No defrauda nunca, responde siempre —no porque sea fácil. Ya veremos que no lo es: no es la mujer fácil en el sentido vil en que los hombres emplean esta expresión. Es todo lo contrario: es exigente, dice a muchas cosas ya muchos seres que «no», pero lo dice con vehemencia, interesándose en ellos. Decir «no», apartar, despedir, puede ser una de las maneras de estar yendo a las cosas, de sentirlas, de probarlas. No hay duda, a un el rechazar puede ser la sombra de una caricia.
Yo no puedo ahora explicar a ustedes todas las causas que produjeron esta sin par vehemencia. Seria menester entrar en el estudio de las condiciones en que se produce eso que llamo «pueblo joven». Como toda mi actuación aquí, con la apariencia de ser fortuita y desperdigada, es de un terrible sistematismo, mucho de lo que dije el lunes en La Plata * sugeriría a ustedes la explicación que ahora, por falta de tiempo, tengo que callar. Yo no estoy muy seguro de que lo que yo digo tenga gran importancia, pero sí indicaré que si a alguien le interesa lo que digo, ha tenido y tiene que oírme entero. ¡Porque se trata de toda una canción!
La vehemencia sostiene y mantiene en el aire, puesto que es un soplo vehemente, todas las demás cualidades de la criolla. Sin ella, el resto perdería su peculiar virtud y estilo.
La segunda de esas cualidades es la espontaneidad. ¡Dios ponga tiento en mi voz! Porque la cosa es muy difícil de decir en pocas palabras. ¡Vamos a ver! Con una ojeada, pasen ustedes revista de todas las cosas que hacen durante el día, desde que se despiertan hasta que reingresan en esa buena ausencia que es el sueño. Entiendan la palabra hacer en su sentido más amplio: por tanto, todos los movimientos de su cuerpo y todo lo que hace su alma, todos sus decires y todos sus pensamientos. Notarán que la inmensa porción de todo eso no lo hacen ustedes por inspiración o invención propia, sino porque han aprendido a hacerlo de su contorno social. Por ejemplo, la mayor parte de nuestras ideas no se nos han ocurrido a nosotros, sino que las hemos oído decir o las hemos leído. Muchas, muchas de estas ideas recibidas que usamos, ni siquiera las repensamos por nuestra cuenta, sino que las usamos mecánicamente, como autómatas. Esto es normal, pero reconocerán que en cada individuo hay una proporción diferente entre el número de cosas que hace porque las ha visto hacer o las ha oído decir y las que provienen de su propia iniciativa, las que son invención suya. y tendremos dos casos extremos: el que en su hacer, en su conducta corporal o espiritual, no inventa apenas nada, sino que se adapta a las pautas dominantes en la sociedad o grupo social donde vive, y aquel en quien, por el contrario, predomina la invención propia. El primero es un hombre o una mujer convencionales, sin personalidad, sin intimidad. Es una marioneta movida por los hilos mecánicos de la sociedad. El segundo es el hombre o la mujer que viven de lo que en su intimidad nace y brota. Esto es la espontaneidad.
La criolla es, a mi juicio, el grado máximo de espontaneidad femenina. Pero así como cualquiera mujer puede hacerse ilusiones de que es vehemente, aunque no lo sea en verdad, este segundo atributo de la criolla muestra ya lo difícil que es ser la criolla. Para ser la criolla hace falta, lisa y llanamente, ser un genio, un genio de lo femenino. Dante decía de Beatriz que era del donnesco la cima, la cima de lo femenino; pues eso es la criolla. Una criatura que es la espontaneidad misma, que lo es siempre, en toda ocasión y situación. Siempre hará, pensará, dirá lo que no es convencional, lo que no es aprendido, sino lo que asciende del fondo de su ser, y por eso al verlo, al oírlo, nos trae siempre efluvios de ese fondo abisal —como las caracolas de abismo que con su extraño rumor interior nos cuentan siempre la historia patética de lo que pasa en el fondo del mar. La criolla es la permanente autenticidad. Es, pues, de un lado lo contrario de la criatura convencional y amanerada, que hace siempre, que dice siempre lo que no viene de su propio fondo, sino que fue aprendido de fuera. Pero es también algo opuesto a lo que se llama una «mujer original», que ha dado un brinco de acróbata, de saltimbanqui, fuera de las convenciones sociales y en extravagantes altitudes, en complicadas lejanías, hace sus volatines y sus descoyuntamientos, que nos interesan, a lo sumo, como un número de circo. La criolla no se evade de los usos sociales, no es una original. No necesita extravagar, sino que, instalada dentro de la más normal normalidad, es desde ella siempre un poco otra cosa que lo normal, que lo convencional. La original nos asusta, nos espanta y nos enfría. Pero a la criolla la hallamos asentada tranquilamente en la cotidianeidad y nos acercamos a ella sin precauciones y..., y ¡estamos perdidos, perdidos sin remedio!
Porque, en ese marco de aparente y aceptada cotidianeidad, surge imprevista la más pura originalidad. Cada palabra, cada gesto es un poco otra cosa que lo usado, es una creación constante, porque en la medida que se es auténtico se es creador. La vida, cuando es ella lo que es —y a esto llamamos autenticidad—, es un incomparable poeta y un sabio sin par, porque no puede menos de estar inventando, creando mientras está siendo. Ya hablaremos más de esto el próximo día, ya veremos en qué medida la forma de existencia que ha llegado a tener Buenos Aires propende a destruir a la criolla, a quitarle espontaneidad, a hacerla convencional, a no dejarla ser .
Consecuencia de lo dicho es que de la criolla no nos podamos defender. Reconozcámoslo gallardamente: confesemos, sin humillación, nuestra derrota anticipada. Porque estamos preparados para resistir a lo sabido y consabido. La mujer vulgar, con su vulgar comportamiento, con su repertorio de discos, es fácil de evitar. Nos da tiempo para oponer al disco el contradisco. Pero ¿qué haremos ante la criolla si no nos da tiempo para colocarnos a la defensiva, porque su primer gesto es ya otra cosa que lo consabido, si es el divino imprevisto? Nuestro amigo Dante, el inmenso Dante, lo sabía —en Dante hay una curiosa anticipación gótica de la criolla.
Por eso nos dice:
Che saetta prevista vien piu lenta.
(la flecha que se ve venir viene más despacio). Pero la flecha de la criolla que en los primeros siglos se educó entre la indiada es la flecha prematura del indio y no nos deja respiro. Entra usted tan tranquilo, tan como cualquier día, en una casa donde no ha estado nunca y ve usted que del fondo del vasto salón avanza con un caminar elástico y de vago ritmo, que no es sino andar, y es, sin embargo, ya una danza en germen, un ser —no—, unos ojos oscuros y densos, donde bailan imaginaciones, una blusa de organdí blanca, una pollera de campana y bufante... Es la criolla; es la criolla, porque la primera palabra va a ser ya otra palabra que la esperada por usted y el modo de inclinar la cabeza no lo había usted visto nunca y la calidad de la voz es ya para usted y de pronto la imprevista llegada a un país cuya existencia desconocía y..., y no sabe usted qué hacer. ¿Cómo va usted a saber qué hacer, si no había estado nunca en ese nuevo mundo, donde, súbitamente, y sin saber cómo, se encuentra usted ingresado? ¡Créame, amigo! ¡Está usted perdido! ¡No hay nada que hacer!
Se dirá que todo esto es exageración, y claro está que lo es un poco. Pero ¿no hemos venido a este mundo precisamente a eso, a exagerar un poco? Por mis libros anda una teoría muy seria y muy fundamental que demuestra cómo hablar, el simple hablar, el decir la frase más sencilla, es ya exagerar. Pero sostengo que hay en todo lo dicho mucha menos exageración de lo que parece. Yo he tomado mis precauciones para evitar lo exorbitante, y el que me acuse de exagerar probablemente no las ha tomado; por ejemplo, no se ha precisado bien cuál es el tipo de mujer en los otros países. No hay ahora tiempo de definir, además de la criolla, la francesa, la italiana, la inglesa, la alemana, la eslava, la norteamericana. Pero si ustedes se empeñan, yo estoy dispuesto al combate sin el menor susto. Sé que estoy en lo firme. ¡Sobre que sería ridículo que extrañase esta apoteosis de la criolla! ¡Cualquiera diría que la realidad humana a que cuanto he dicho alude fuese una novedad! Lo nuevo será mi insensatez de formularlo, de consagrarlo con la palabra. Pero todo europeo me diana mente alerta lo sabe desde hace por lo menos siglo y medio. En un salón del viejo continente decid a ese europeo que se espera a una criolla, que ya va a llegar la criolla, y en ese instante, mirad bien sus ojos y veréis qué ardor insólito aflora a ellos de su secreta intimidad, qué vaga y qué lejana y qué ultramundana se hace su mirada y cómo su mano pasa inquieta por su mejilla, con inquietud de doble filo en la doble espera del peligro y la delicia. Si tuviésemos una lupa psicológica, podríamos percibir y dibujar luego el preciso perfil de promesas que para ese hombre significa el anuncio de una presencia criolla, y estoy seguro que ese perfil sería en hueco lo que es en cóncavo mi definición de la criolla que estamos comenzando.
El día próximo pondré algunos puntos sobre algunas íes, pero ahora añadamos algo más.
La vehemencia lanzando a la espontaneidad, la espontaneidad dando materia a la vehemencia, producen, sin pretenderlo, la tercera cualidad de la criolla, que es la gracia. Esta gracia no es el chiste ni es tampoco, por fortuna, el esprit. La criolla no es ni chistosa ni espiritual, con lo cual —¿ven ustedes?— alejamos nuestro entusiasmo de varios tipos ilustres de mujer. El esprit es el alfiler intelectual, el alfiler y el alfilerazo. Nada más. No nos interesa. La gracia de la criolla es lo grácil de todo su ser, de sus ademanes, posturas, expresiones, fervores, travesuras. Pues la admirable elasticidad que le otorga su energía vital le da un gran sentido para crear sobre la vida inevitable el juego de la vida. Es traviesa, inventora de proyectos, de estratagemas, de halagos, de burlas.
Es siempre expuesto decir de un libro que es uno el único que lo ha leído. No obstante, yo me atrevo a decir que hay un cierto libro cuyo único lector viviente soy yo. Porque es un libro insignificante de viaje al Perú hacia 1860, perdido en una anticuada y enorme colección de viajes. No doy el título porque he regalado la idea de publicarlo a un editor de aquí *.
Un farmacéutico francés fue comisionado por su país para hacer ciertos estudios botánicos en las regiones limítrofes entre el Perú y Bolivia. Se instaló en el Cuzco, de la cual ciudad narra algunas escenas divertidas. De allí parte, en penosa exploración, hacia la frontera de Bolivia, por tierras que se hallan a tres mil y más metros de altura, que eran en aquellos tiempos vastísimas y silentes soledades habitadas por escasos indios y algunas estancias a enorme distancia entre sí. Un día arribó de mañana a una de estas estancias de que era dueño un buen cincuentón, hombre de excelente fondo, pero un tanto presumido. Quiso el azar que aquel día se celebrase la fiesta de su cumpleaños. Había recibido vagos anuncios traídos por indios de que alguien iba allegar para festejar la fecha y él había preparado mesa y bebidas.
Y, en efecto, sin que se sepa cómo, ni por dónde, el estanciero cincuentón y el farmacéutico francés se encuentran con que en el salón han surgido dos damas, dos criollas de las estancias vecinas, si es que en aquellas solitarias y enormes lejanías se puede hablar de vecindad. y apenas llegan, con su peinado de rodetes, con sus chales ingrávidos, con sus polleras redondas que la moda hacia aún cortas, comienzan y no paran a tocar guitarras y mandolinas, a danzar, a endechar canciones ardorosas y nostálgicas, a embromar al cincuentón, a reír, a sonreír, a llenar el espacio con los jilgueros de sus voces, a hacer beber a los dos hombres, y cuando el cincuentón, a prima noche, no mal bebido, cree estar cerca de las grandes victorias, sin que se sepa cómo ni por dónde las dos criollas se volatilizan, desaparecen; con el último brinco de su última danza han puesto el pie en la ausencia, se han convertido para siempre en recuerdo alucinado.
Estas dos criollas que florecen imprevistas en un rincón perdido de la mayor soledad representan para mí, claro está, no más que el nivel mínimo de la criolla. Pero en ellas germinalmente está ya prefigurada la cima de este tipo de mujer, irreal de puro real, a la vez coti diana e inverosímil.
Pero el próximo día tenemos que seguir hablando de la gracia y escrutar su causa. Luego avanzaremos hacia otra cualidad de la criolla que ya transparece en esas dos criaturas descubiertas por mí en una aventura de biblioteca —¡qué ironía, amigas mías!—, la cualidad de la molicie. La criolla es muelle ya su lado toda otra mujer parece un poco dura e inelástica.
A la postre no tendremos más remedio que afrontar la última gran cualidad de la criolla. ¡Buena nos espera! Porque siendo ella el genio de la feminidad, por fuerza ha de poseer en grado máximo un talento especial, que sólo tiene la mujer, el talento que le hace entender de hombres. ¡Excuso decirles la que nos espera!, cuando de esto hablemos, a ustedes los hombres que me escuchan y a mí, el gran insensato que se ha metido en estas aventuras, las cuales no tienen ni siquiera la compensación de ser, en efecto, aventuras.