[HACIA LA CRIOLLA]
¡Buenas noches! Lo siento mucho, pero tengo que comenzar dando a ustedes un susto; tengo que comenzar con un grito: «¡Socorro!», porque en este momento un hombre se está ahogando. ¡Sí!, por lo pronto, asisten ustedes a una escena de naufragio. ¡Qué le vamos a hacer! Son cosas que pasan en la vida. La vida es todo: la hora de la delicia y la hora del naufragio. Y en la ocasión presente tenemos que partir de esta última, que es una escena penosa. Sí, ¿no le ven ustedes? Allá lejos, en un lejos que no se sabe dónde es, en un punto de la inmensidad convulsionaria que es un mar borrascoso, sacudido por el espasmo de sus olas gigantes, entre las espumas blancas y el verde atroz del agua salobre —¡sí, allí!, a cien metros de la roca—, un hombre se ahoga. Ha braceado enérgico para mantenerse a flote; pero el mar ha podido más, y se le traga, le absorbe —¡como si nada! Ya no se ve de él más que una mano, una mano que se agita entre lo blanco y lo verdusco. En esa mano, último resto visible de un hombre, sentimos todo el hombre: en ella se ha retirado y concentrado cuanto él era: su cerebro y su corazón; su carne elástica, capaz de lucha y de voluptuosidad; sus ilusiones y sus proyectos; su desesperación y sus esperanzas...
Los chinos, que son los seres más corteses del mundo, y que por eso consideran, con razón, al europeo y al americano como unos groseros bárbaros, han encontrado los más bellos eufemismos para nombrar lo enojoso, y a la amarga cosa que es morir la llaman «descender al río»; esto es, sumergirse; y en vez de decir que alguien ha muerto, dicen que «ha saludado a la vida». ¿Verdad que es suave y sutil y elegante esa manera de decir? La imagen que hay tras ella es el náufrago del cual lo último que se ve son los brazos, las manos que se crispan en un ademán de «adiós», de «adiós» a la existencia, de radical despedida. El náufrago es para nosotros un hombre que cuando le vemos le vemos desaparecer o estar apunto de ello y del cual sólo percibimos un último residuo de su ser que se sumerge.
El hombre que en este momento se ahoga ante ustedes —ante los que me están oyendo en toda la ancha Argentina— soy yo. La mayor parte de ustedes no sabían nada de mí hasta este instante, y la mayor parte de los que saben de mí no me han visto nunca, y he aquí que unos y otros me descubren en el instante en que yo desaparezco, en que me sumerjo en lo invisible, me borro del mundo corpóreo como volatilizado, y de mí queda para ustedes y de mí tienen ustedes sólo una supervivencia residual, algo menos aún que una mano crispada entre la espuma —porque la mano es, al fin, y al cabo, un cuerpo, un trozo de cuerpo, una cosa, y lo que de mí está ahora ahí, entre ustedes, presente y representándome, es menos que una cosa, es un mero acontecer, algo que está pasando de segundo a segundo—, mi voz, mi voz, que dice su decir, y el decir no es una cosa, sino un acto que muere conforme va naciendo; por tanto, no una cosa que es, sino algo que pasa, que pasa ahí, en esa reunión donde están ustedes escuchándome, salón de Buenos Aires, vasto y silente aposento de estancia, bar inquieto de ciudad provincial o de villa remota, rancho que huele a flor y a hacienda.
Yo tengo que trasladar todo lo demás que soy a eso solo que queda de mí —la voz—; tengo que escorzarme íntegro en ella, en mi pobre voz que acaba de deslizarse, no se sabe cómo, en esa pieza donde están ustedes, por la cual avanza vacilante, a tientas, porque es ciega, y por lo mismo, como los ciegos, es toda ella, a la vez que voz, manos y dedos y yemas de los dedos, que son, después de los ojos, el lugar donde el hombre ha concentrado más dosis de alma, donde más sabe vivir, donde más sabe morirse.
Comprenderán ustedes que desde aquí, desde este abismo en que me he sumergido y anulado, imagino muy bien todas las aventuras de mi voz que anda por ahí errabunda, que yo no puedo dirigir para que no entre en tal lugar y se insinúe, en cambio, en otro, y camina indefensa con anhelos y humildades de can sin dueño, segura de recibir duros empellones compensados por vagas caricias.
Ya en ese instante habrá tropezado mi voz y se habrá hecho daño contra más de un alma hermética, resuelta a no escuchar, que está ahí, junto al aparato de radio, oyendo precisamente para no escuchar, para cerrarse más y más a la pretensión —ciertamente no espontánea, sino solicitada—, a la pretensión que mi voz lleva de ser oída.
En cambio, también en este instante mi voz habrá encontrado, desde la segunda palabra, almas que le ofrecen generosas su porosidad, decididas a escuchar todo, a absorber todo, incluso las pausas. Así es siempre la vida, y ésta es su mayor gracia: la naturalidad con que ella, gran hilandera, en todo instante nos entreteje el esplendor y la miseria.
Ya saben ustedes que, durante tres miércoles consecutivos, a esta hora, voy a hablarles sobre un solo tema que titulo: Meditación de la criolla. El tema es estupendo, el tema es pavoroso: difícilmente habrá otro de mayor peligro, y hace falta ser todo lo insensato que es en su último y más valioso fondo el español para resolverse a tratarlo. Pero debo decirles también que es uno de los temas que desde más tiempo atrás se me pasean cálidamente por el alma sin que nunca haya hablado a fondo sobre él. Había que esperar, esperar hasta que se ofreciese la forma adecuada para hablar de él. Había que hablar de él ausentándome yo, había que hablar desde lo invisible. Por eso he querido que no haya aquí nadie, para poder ser, en efecto, no más que una voz, voz anónima que trota por las pampas y se enreda en las sierras.
Porque es un tema grave y delicado. Hubiera querido darle como título Misterio de la criolla, pero la palabra misterio tiene en el lenguaje vulgar un significado trivial e impertinente ahora; significa enigma, secreto, y, por tanto, ese título hubiera sugerido el propósito de entrar en ridículas elucubraciones sobre lo femenino, como las que estaban y en parte siguen estando de moda; cosas de esas que se dicen sobre la mujer, dándoselas de listo, guiñando un poco el ojo, para dar a entender que está uno en el secreto, que se sabe uno de memoria lo que es la mujer, especialmente la mujer de estos países nuevos; por tanto, que ha sido un hombre de buenas fortunas, salteador de alcobas y gran loco-lindo ante el Altísimo; en fin, para usar la expresión horrenda, símbolo de la seudoviveza, la expresión que en Buenos Aires, hace cuarenta años, escupían los compadritos: yo me barajo todo en la uña
No; yo no me barajo nada en la uña. De la uña me acuerdo sólo al cortármela, lo cual quiere decir que evito la manicura. No; yo no soy listo. Hace ya muchos años que el europeo renunció para siempre a la listeza. El hombre ensaya una forma de vida —por ejemplo, el ser listo—, la desarrolla durante unas cuantas generaciones, la lleva a sus últimas consecuencias y así descubre que, aun en el mejor caso, esa forma de vida es insuficiente, que es un error. Entonces la abandona, es una experiencia hecha que se conserva para el futuro, pero que queda ya inscrita en el pasado. Así el europeo, a fuerza de ser listo, ha aprendido el encanto y la utilidad de no serlo. El listo se dedica a andar hurgando en las cosas, a hacer carantoñas delante de ellas, en vez de abrirse sin más e ingenuamente a ellas, de dejarlas ser —ser lo que las cosas son— y así nutrirse y enriquecerse con su efectiva sustancia. La listeza es un arcaísmo, me permito advertirlo y subrayarlo. Todo lo grande y noble escapa a ella. El hombre se ha debilitado y entontecido, tras dos siglos de listeza, y ahora, entre las ruinas de ésta, comienza a redescubrir la ingenuidad.
He aquí por qué no he titulado estas conferencias Misterio de la criolla; era para los oyentes normales un título listo y me repugnaba, como me repugna todo el resto, el loco-lindo, el salteador de alcobas, el homme a femmes de las novelas francesas, que sea dicho desde luego, es todo lo contrario del fiero, magnífico, trágico y español Don Juan.
El misterio de que yo voy a hablar es misterio en el sentido que esta palabra tuvo, allá, donde nació, en la más antigua y profunda Grecia, y que conservó nuestra madre Roma, y que aún tenía en la Edad Media de Francia y España. Misterios son aquellas realidades radicales de que brota nuestro destino, el de nuestra persona y el de nuestra nación, realidades tan hondas, tan poco asequibles a nuestra inteligencia, que sólo las entrevemos, y eso que de ellas entrevemos nos causa un peculiar pavor —el terror religioso—, el cual, a diferencia de los otros miedos que nos incitan a huir, nos atrae a la vez que nos amedrenta, nos retiene, nos fascina. De aquí los dos adjetivos que los romanos, los hombres más religiosos de la antigüedad, unían a la palabra misterio: Misterium tremendum, misterio pavoroso, y Misterium fascinans, misterio fascinante.
Yo deseo que entremos en la meditación de la criolla con un temple no muy remoto del que suscitan los temas religiosos. Porque no se trata de recónditos enigmas psicológicos, más o menos remilgados, que arrastran damiselas transeúntes, sino de una realidad enorme que actúa y opera desde hace siglos en plena luz de la Historia, que ha colaborado en la de Europa desde hace ciento cincuenta años, y que es, tal vez, el problema decisivo para el futuro de estos países americanos. Porque una nación es, ante todo y sobre todo, el tipo de hombre que va logrando hacer, y ese tipo de hombre, dominante en la historia de un pueblo, depende de cuál sea el tipo de mujer ejemplar que fulgura en su horizonte.
Como el tema es serio, y es grave, y es conmovedor, yo necesito que sean ustedes generosos —el sabio lo mismo que el ignorante, pues quisiera llegar a todos, que sean generosos y me abran un crédito de paciencia—, y no extrañen que tardemos mucho en llegar verdaderamente a lo central del tema, porque no puedo acercarme a la criolla, así, de pronto, no voy a asaltar, como si fuese yo un joven capitán de caballería. Y no es que tenga nada malo que decir sobre el capitán de caballería. Posee sus maneras y sus modos. Está perfectamente siendo lo que es, como estaría mal yo si imitase su estrategia. Yo no soy ningún paje, sino, más bien, lo contrario. Déjeseme, pues, mi estilo: yo y ustedes conmigo vamos a acercarnos a la criolla sin petulancia ni caracoleos, paso a paso, lentamente, para que no se nos ausente, y no huya y se nos escape de entre las manos que la anhelan. Porque en la mujer —y la criolla es, como veremos, el superlativo de la palabra «mujer»—, en la mujer hay siempre algo de corza, para ventura de ella, para derrota nuestra, y cuando esa corza latente se pone alerta, estamos perdidos, porque hace lo que hacen todas las corzas: se estremece maravillosamente sobre sus finos cabos, vuelve desdeñosa la deleitable cabecita y parte veloz en fugitiva carrera. El arma de la corza es la fuga. Y nosotros, siempre ingenuos, obsesionados por darle caza, seguimos, seguimos adelante sus casi irreales pistas, la perseguimos, y ella, entre galopes y corcovos, nos va atrayendo hacia el fondo arcano del bosque, hacia el lugar mágico donde se operan los encantamientos. Si esto pasa no hay ya nada que hacer. Quedamos encantados... y mudos. Y ahora se trata de no encantarnos, sino de resistir, por lo menos, de resistir durante estos tres ratos al encanto, para guardar distancia de la criolla y poder verla y decir lo que vemos. Las cosas para ser vistas y bien vistas reclaman una determinada lejanía.
Amigos, ¡ánimo! Conservemos nuestra serenidad y mantengámonos dueños de nosotros mismos. ¿Recuerdan ustedes la balada romántica del formidable poeta Reine que se llama así mismo último rey abdicado del reino milenario del romanticismo? Rarald Rarfagar era el rey de los vikingos, los héroes navegantes de los mares del Norte que agitaron esforzadamente la primera Edad Media. Rarald fue quien dio cima a las más famosas hazañas, pero se enamoró de la dama del mar, de la venus marina que sabía encantar y que habitaba en lo profundo de las aguas su palacio de cristal. Allá la siguió Rarald y allí vivió hechizado años y años que no traían vejez. De cuando en cuando, las barcas de los pescadores escandinavos pasaban rasgando con sus quillas llenas de ovas el haz de la mar, bogaban cantando las viejas hazañas de Rarald Rarfagar. Este, al oír desde el abismo delicioso esas canciones, sentía rebrotar su heroísmo, se incorporaba, quería volver al mundo y proseguir sus hazañas. Pero la venus marina se inclinaba entonces sobre su frente, hacía pesar sobre él la mirada de sus ojos verdes, y el pobre Rarald volvía a caer inerte, prisionero de su hechizo.
Vamos, pues, con cautela, que el espacio está poblado de mágicos peligros. Los hombres del antiguo Mediterráneo descubrieron que había un medio, un solo medio, para libertarse del encanto del canto que hacen las sirenas, y era... cantarlo al revés. Así nosotros, en vez de acercarnos, sin más, a la criolla, vamos por lo pronto a hacer lo contrario, a alejarnos un poco, a contemplarla bajo la gran perspectiva de la Historia. Porque es preciso que nos pongamos de acuerdo sobre el significado de la palabra «criolla». Durante mi viaje anterior a la Argentina observé con sorpresa que al emplear esta palabra delante de señoras porteñas la reacción de éstas era más bien negativa y como de ofensa. No les es grato oírse llamar «criollas», un vocablo que yo les lanzaba con todo entusiasmo, como si él solo fuese ya un madrigal. Entonces caí en la cuenta de que esa voz, como tantas otras, ha tenido mala suerte. Sin perder su sentido normal y permanente en la gran masa de las hablas españolas, ha adquirido en la Argentina un significado secundario que tiene carácter despectivo. Y como suele acontecer cuando una palabra tiene dos sentidos, uno bueno y otro malo, es éste el que se pone delante, el que se adelanta primero. Pasa lo mismo que en la moneda, según la famosa ley económica de Gresham, que la moneda mala hace desaparecer la buena, retira a ésta de la circulación, concentrándola bajo tierra en los tesoros ocultos.
De este sentido despectivo —o, como dicen los filólogos, peyorativo—, que tiene la palabra «criolla» me guardaré muy bien de decir nada. Ni siquiera me atrevo a descubrir ese sentido que para ustedes tiene. Hacerlo me parecería una insolencia y una estupidez por mi parte. Porque ese sentido peculiar que el vocablo ha adquirido aquí es un hecho intranacional de la Argentina y un suceso íntimo de este país. Diríase que no es cosa de monta el hecho cotidiano de modificar una palabra su sentido. Pero la verdad es que esos cambios, tan poco importantes en apariencia, proceden de cambios histórico-sociales acontecidos en el país, a veces profundos y graves; en ellos transpira alguna grande experiencia y aventura y vicisitud de la nación, son síntoma abreviado de un trozo de su vida, por tanto, de las secretas ilusiones y las secretas angustias de la vida de un pueblo. Yo vivo desde hace años en una indignación sin riberas, y me siento avergonzado y humillado, en cuanto hombre, cuando oigo y leo cómo hablan los hombres de una nación de lo que pasa dentro de otra. Ello revela la bestialidad, la bellaqueria y la imbecilidad que está adueñándose del mundo. Pero ¿qué idea tienen esas gentes de lo que es una nación, no de lo que deba ser, de lo que nosotros quisiéramos que sean esas realidades que se llaman naciones, sino de lo que son, en verdad y de hecho, queramos o no? Si lo supieran —si no fuesen tan desalmados y tan torpes—, sabrían que una nación es una intimidad, un repertorio de secretos, en un sentido prácticamente idéntico a lo que pensamos cuando hablamos de la intimidad de una persona, del arcano solitario e impenetrable que es toda vida personal. Y, por tanto, es perfectamente ilusorio creer que conocemos lo que en una nación pasa. Cuanto hablemos sobre ello será una equivocación, una confusión, y, como decimos en España, un tomar el rábano por las hojas. Quien crea lo contrario es que es un estúpido, totalmente incapaz de distinguir entre lo que de verdad entiende y lo que de verdad no entiende. Para no aludir sino al hecho nacional más primario y elemental: ¿quién que no sea un estúpido puede creer que conoce de verdad un idioma extranjero? Sólo el que haya vivido casi íntegra su vida en ese país extraño podría pretender conocerlo; pero entonces, si ha vivido allá, toda o casi toda su vida, ¿de dónde es en verdad ese hombre, a qué nación, en efecto, pertenece? El lenguaje es un secreto de los naturales de un país, y claro está que lo son en mayor potencia todas las otras dimensiones más complejas de su vida, como la política, la literatura, el modo de conversar y el modo de ser en amor feliz o sin ventura. La mayor parte de las congojas que ahora sufre el Occidente proviene de que cada nación se cree informada de lo que pasa en la otra nación porque sus periódicos publican muchos telegramas y muchas crónicas periodísticas datadas de todos los puntos del orbe. Y toda esa información estaría muy bien y sería benéfica si se tomase exactamente como lo que es, a saber: como datos externos y superficiales de lo que pasa en otros pueblos; pero nunca como representación adecuada de su realidad. Como el saber de la materia exige laboratorios y matemáticas y técnicas difíciles, el saber de la vida humana, personal o nacional, exige inexcusablemente vivirla. No hay otro modo de saberla. Lo demás es, a la par, mera insolencia y pura estupidez. Como esto lo dije en su hora y en inglés a los ingleses, que son los hombres a quienes más estimo y, a la vez, los que más a fondo han cometido este error, bien puedo repetirlo ahora.
Si yo hablase de ese detalle insignificante que es en la vida de ustedes el sentido despectivo de la palabra «criolla», me parecería que invadía toscamente su intimidad, la colectiva y la individual de ustedes. Porque en ese cambio de sentido sobreviven luchas civiles que hubo en este país. Y, además, cometería errores, porque, en efecto, con última y eficaz precisión, yo no puedo representarme lo que se levanta en sus almas cuando esa palabra las roza. Pero, además, no nos hace falta, pues claro está que la criolla de que voy a hablar es la otra, la aludida en la significación normal y permanente de este vocablo, que se origina en las colonias portuguesas, donde se comenzó a llamar crioulo al nacido de padres europeos en las tierras nuevas. Del crioulo portugués nació el «criollo» castellano, y de éste, el créole francés.
Lo que tenemos, pues, a la vista es, por tanto, el hecho amplísimo de una variedad femenina que apareció en la especie humana cuando gente de Francia y de Portugal, y sobre todo de España, a la vez esforzadas y ardientes y apasionadas e indolentes, vinieron al Nuevo Mundo y en las glebas, como vírgenes, renovaron su afán de existir y dieron nuevo gálibo a su vida. Gálibos se llaman los bellos dibujos que se hacen en los arsenales para construir las naves, de tan mórbidas formas, y obtener el delicioso alabeo de su maderamen. Como en Cádiz hay arsenales, yo supongo que de gálibo viene la palabra tan andaluza «garbo».
Naciones nuevas son estilos nuevos de humanidad. En la criolla se iniciaba un nuevo modo de ser mujer, de esa cosa tan temerariamente difícil que es ser mujer. ¿Cuáles son los atributos, las características, de esa nueva forma de feminidad? ¡Pues no andan ustedes con poca prisa! ¿Por qué me hacen ustedes esa pregunta ya? Todavía nos quedan dos noches de dos miércoles. Si decimos ahora y sin más lo que es la criolla no tendríamos más que conversar, y, además, si yo lo hubiese revelado desde el comienzo o lo dijese ahora mismo, no me entenderían. ¡Es muy difícil entenderse! A veces pienso que los hombres hemos venido al mundo a no entendernos. Antes de irnos a fondo sobre lo más tierno del tema, tienen ustedes que habituarse a esa voz superviviente de un hombre desaparecido y a otras cosas preparatorias del asunto que, sin darse mucha cuenta, tienen ya dentro. Tengan paciencia. ¡No sientan apuro de llegar! Piensen que acaso tiene razón Cervantes —que tanto sabía del vivir—, cuando aseguraba que después de todo es más divertido el camino que la posada. En la vida, amigos, lo importante no es llegar, sino ir, estar yendo.
¿Cómo se forma y evoluciona ese tipo de mujer que es la criolla y que, en mi opinión, se inicia inmediatamente, ya en las hijas que engendran aquí los conquistadores y los primeros colonizadores españoles, portugueses y franceses? No lo sabemos, aunque, a mi juicio, hay datos sobrados para averiguarlo. Pero no se ha hecho la historia de la criolla, como, en general, no se ha hecho la historia de la mujer. Hasta ahora la Historia ha solido ser como esos espectáculos en que un cartel ostenta la consabida prevención. «Sólo para hombres.» Si bien en estos espectáculos pasa lo contrario, porque tras ese cartel lo que se suele ver es precisamente mujeres que un empresario bellaco ha desnudado, y en cambio la historia al uso es, en efecto, sólo historia de hombres y entre hombres. La mujer no suele aparecer sino cuando hace alguna gran trastada, o menos aún, cuando un hombre hace por culpa de una mujer una trastada.
Desde hace muchos años trabajo en una reforma radical de la historíografia. Si continúo algún tiempo en la Argentina expondré, por primera vez en conjunto, el resultado de mi trabajo. Pues bien, sólo un detalle de esa sistemática renovación de la Historia consiste en la advertencia humildísima, perogrullesca, de que la historia humana no es sólo historia de varón, sino también de la mujer. Esto es preciso tomarlo en serio y hacer, en efecto, la historia de ambos sexos y lo que —como veremos el próximo miércoles— es más importante: la historia de la relación entre hombre y mujer, que es una de las más decisivas variables históricas. Lo que hay tras estas palabras dudo que lo presuman ustedes, pero estén seguros que no tiene nada que ver con cuestiones de alcoba, las cuales, como dije antes, detesto cordialmente.
La Historia atiende a la mujer cuando es política y quiere gobernar, o cuando, amazona, se lanza a la guerra, tal vez para conquistar los senos que le faltan, pero no presta la atención debida a la actuación de la mujer como mujer. Si se hubiesen tenido atisbos de las formas peculiares que toma la influencia femenina en la Historia, la fama de la criolla, que ya es grande, gracias a sus gracias, sería mucho mayor porque se habría visto, por ejemplo, una cosa tan evidente y tan de primer rango histórico como ésta que por vez primera digo en público y por vez primera van ustedes a oír.
La Revolución francesa taja hasta la raíz la civilización europea. En una convulsión feroz y subitánea aniquila casi todas las formas tradicionales de vida, las normas, los usos, los modos de ser hombre y de ser mujer. La mujer del antiguo régimen había culminado en un tipo de feminidad que podríamos llamar el tipo Pompadour si no fuera porque esta genial marquesa era anormalmente frígida. La mujer del siglo XVIII no era frígida, sino más bien lo contrario: sus sentidos estaban despiertos y voraces. Era muy sensual y muy espiritual. Pero lo que hace falta entre medias de esas dos cosas y vale más que ellas —el alma— estaba ausente. Por eso la mujer del XVIII es una mujer sin temperatura. El calor humano se engendra en esa zona de nuestro ser que con un nombre vago llamamos sentimientos y que forman el alma por excelencia, la ciudadela del alma, y que localizamos simbólicamente en el corazón —«breve nido de venas azules», decía Shelley—, donde la sangre parece como hervir. Porque la mujer dieciochesca no tenía temperatura de alma, sino sólo la fría inteligencia y el fuego sin calor de los sentidos, todo el siglo XVIII, sin duda grácil e ingenioso y elegante, era un paisaje polar. Los hombres y las mujeres marchaban a la deriva como témpanos. Sólo hacia 1760 empieza a licuarse el témpano bajo el soplo tenue de vagas sensiblerías, de lo que se llamó la sensibilité y que consistía, no más, que en tener la lágrima pronta y llorar por todo. La Revolución, ciclón furibundo, barre todo eso y no queda nada, o poco menos. Hay que inventar una nueva vida, nuevas maneras de ser. Y he aquí que en el hueco social que dejaron las marquesas guillotinadas o emigradas surgen en Francia, país entonces rector de Europa, unas cuantas criollas. Josefina, la de Napoleón, es la menos interesante, aunque más digna de atención de lo que se suele creer. E inmediatamente, el clima humano cambia. La vida se carga de súbito con una ignota temperatura. El reino del alma comienza y con él su expresión artística, que es el romanticismo. Aquellas críollas inventan sin quererlo, simplemente siendo, un nuevo tipo de mujer europea, precisamente el que con una u otra tonalidad ha dominado hasta hace veinte años, la mujer romántica, tal vez el tipo de mujer más perfecto hasta ahora. Y, como es inevitable, esa nueva feminidad irradia su influjo e impone su modulación en todas direcciones. Para ella inventa su nueva prosa genial Chateaubriand, y se extenúa en líricos temblores Lamartine, y caracolea petulante Musset, y ulula sus sermones el padre Lacordaire. Es toda una vita nova que emerge de un gesto de mujer, de un gálibo criollo, como la otra, la de Dante, brotó íntegra de una deliciosa mueca de desdén que hizo una mañana en Florencia Monna Hice Portinari.
Como ven ustedes, esto de la criolla no es ningún jueguecito. En broma, al acercamos a ella, lentamente, hemos tropezado con la historia universal. Yo he estudiado las vidas de esas criollas que pusieron la huella de su ser en el curso del mundo, y, si he de serles franco, no he quedado satisfecho. Sí, son figuras no exentas de interés; sí, son criollas —¿cómo no? ¡Criollas!—, pero ¿son la criolla, la auténtica criolla, esa hacia la cual camina lenta y, ocultamente apasionada, mi sinuosa meditación?
Ya el hecho de que sean francesas me hace dudar. No porque yo no venere a la mujer de estirpe francesa, sino porque no es fácil, no es fácil que en un medio francés y estrecho, como son las pequeñas colonias antillanas de Francia, la criolla pueda florecer en perfección. Quedemos en que son aproximaciones a la criolla, alusiones a ella, pero no la criolla misma.
Porque eso a que yo doy este nombre es una realidad sumamente improbable. No debe creer cualquiera criatura que me escucha —y perdóneme la insuficiente galantería— que por haber nacido entre el Aconquija y el Plata es ya la criolla. En la historia humana lo decisivo es lo excepcional. Las reglas se forman para preparar la excepción, y la excepción, generosa, da secretamente lo mejor de su jugo a la regla, que sin él sería banal.
Pero ¿qué es esto? ¿A lo mejor resulta que la criolla no existe, que es pura imaginación, exigencia exorbitante y forma extrahumana? ¡Ya veremos, ya veremos! Aún nos quedan dos noches para hacer nuestra investigación, que ahora está ya preparada y puede avanzar recta a nuestro blanco. Pero confesemos que hoy terminamos inquietos, insatisfechos e indecisos. A lo mejor hay criollas, pero no la criolla.
Como fue lícito a Dante confundir la teología con Beatriz, séame permitido a mí, más modestamente, confundir por un momento, la filosofía con la criolla. Lo digo por esto. En Grecia, la palabra filosofía no significa lo que ahora: con ella se denominaban todas las ciencias. Pero el gran patrón de mi gremio, Aristóteles, buscaba una ciencia —la que hoy llamamos especialmente filosofía—, que era un conocimiento más radical, más integral, una ciencia sublime, que no sabiendo ya cómo nombrarla, Aristóteles concluyó dándole un nombre conmovedor —conmovedor y no cursi, como es el nombre «filosofía»—: a esa ciencia sublime, hacia la cual va su afán, la llaman sencillamente h zhtoumhnh, la buscada. Es decir, que de esa ciencia tan perfecta y suprema no se sabe más, no se tiene sino eso: el hecho de que el hombre la busca.
¿No será también criolla la que se busca? ¿No resultará, a la.postre, que la única realidad de la criolla es nuestro afán hacia ella, nuestro ardiente buscarla?
Veremos, veremos... Buenas noches.