[AMORES SUCESIVOS]

Es lo más frecuente que el hombre ame varias veces en su vida. Esto da lugar a una porción de cuestiones teóricas, encima de las prácticas que el amador, por su cuenta, tendrá que solventar. Ejemplo: ¿es constitutiva para la índole del varón esa pluralidad sucesiva de amores, o es un defecto, un vicioso resto de primitivismo, de barbarie, que en él queda? ¿Sería lo ideal, lo perfecto y deseable el amor único? ¿Existe alguna diferencia, por lo que a esto se refiere, entre el hombre normal y la mujer normal?

Ahora vamos a evitar todo intento de contestación a tan peligrosas preguntas. Sin permitimos opinar sobre ellas, tomamos, sin más, el hecho indiscutible de que casi siempre el varón es plural en amor. Como nos referimos a las formas plenarias de ese sentimiento, queda excluida la pluralidad de coexistencia y retenemos únicamente la de sucesión.

¿No encierra este hecho una seria dificultad para la doctrina aquí sustentada de que la elección amorosa descubre el ser radical de la persona? Tal vez; pero antes conviene refrescar en el lector la observación trivial de que esa variedad de amores puede ser de dos clases. Hay individuos que aman a lo largo de su vida varias mujeres; pero todas repiten con clara insistencia el mismo tipo de feminidad. A veces, la coincidencia llega hasta mantenerse dentro de un mismo formato físico. Esta suerte de fidelidad larvada en que al través de muchas mujeres se ama, en rigor, a una sola mujer genérica, es sobremanera frecuente y constituye la más directa prueba de la idea que sustentamos.

Pero en otros casos las mujeres sucesivamente amadas por un hombre, o los hombres preferidos por una mujer, son, en verdad, de condición muy distinta. Mirado el hecho desde aquella idea, significaría que el ser radical del hombre había variado de un tiempo a otro. ¿Es posible este cambio en la raíz misma de nuestro ser? El problema es de grueso calibre, acaso el decisivo, para una ciencia del carácter. Durante la segunda mitad del siglo XIX era sólito pensar que el carácter de la persona se iba formando de fuera a dentro. Las experiencias de la vida, los hábitos que engendran, los influjos del contorno, las vicisitudes de la suerte, los estados fisiológicos irían decantando, como un poso, eso que llamamos carácter. No habría, por tanto, un ser radical de la persona, no habría una estructura íntima previa a los sucesos de la existencia e independiente de ellos. Estaríamos hechos, como la bola de nieve, con polvo del camino mismo que vamos recorriendo. Para esta manera de pensar, que excluye un núcleo radical en la personalidad, no existe, claro es, el problema de los cambios radicales. El llamado carácter se modificaría constantemente: conforme se va haciendo, se va también deshaciendo.

Pero razones de bastante peso, que no es oportuno acumular aquí, me inclinan a la creencia opuesta, según la cual parece más exacto decir que vivimos de dentro a fuera. Antes de que sobrevengan las contingencias externas, nuestro personaje interior está ya en lo esencial formado, y aunque los casos de la existencia influyan algo sobre él, es mucho mayor el influjo que él ejerce sobre éstos. Solemos ser increíblemente impermeables a lo que cae sobre nosotros cuando no es afín con ese «personaje» nato que en última instancia somos. Entonces —se dirá—, no cabe hablar tampoco de cambios radicales. El que éramos al nacer seremos a la hora de morir.

No, no. Precisamente, esta opinión goza de elasticidad suficiente para amoldarse a los hechos en todo su alabeo. Ello nos permite distinguir entre las pequeñas modificaciones que los acontecimientos externos introducen en nuestro modo de ser y otros cambios más hondos que no obedecen a esos motivos de azar, sino a la índole misma del carácter. Yo diría que el carácter cambia, si por este cambio se entiende propiamente una evolución. Y esta evolución, como la de todo organismo, es provocada y dirigida por razones internas, connaturales al ser mismo, innatas como su carácter. El lector tendrá seguramente la impresión de que unas veces las transformaciones de sus prójimos le parecen frívolas, injustificadas, cuando no oriundas de lo inconfensable, pero que en otros casos la mutación posee toda la dignidad y todo el sentido de un crecimiento. Es el brote que se hace árbol, es la desnudez de hojas que precede a la foliación, es el fruto que sigue a la fronda.

Contesto, pues, a la objeción antecedente. Hay personas que no evolucionan, caracteres relativamente anquilosados (en general, los de menos vitalidad: prototipo, el «buen burgués»). Estas persistirán dentro de un invariable esquema de elección amorosa. Pero hay individuos con carácter fértil, rico de posibilidades y destinos, los cuales esperan en buen orden su hora de explosión. Casi puede afirmarse que éste es el caso normal. La personalidad experimenta en el transcurso de su vida dos o tres grandes transformaciones, que son como estadios diferentes de una misma trayectoria moral. Sin perder la solidaridad, más aún, la homogeneidad radical con nuestro sentir de ayer, cierto día advertimos que hemos ingresado en una nueva etapa o modulación de nuestro carácter. A esto llamo cambio radical. No es más, pero tampoco es menos 11:— Nuestro ser profundo parece en cada una de esas dos o tres etapas girar sobre sí mismo unos grados, desplazarse hacia otro cuadrante del Universo y orientarse hacia nuevas constelaciones.

¿No es sugestivo azar que el número de verdaderos amores por que suele pasar el hombre normal lleve casi siempre la misma cifra: dos, tres? ¿Y además que cada uno de esos amores aparezca cronológicamente localizado en cada una de estas etapas del carácter? No me parece, pues, exorbitante ver en la pluralidad de amores la más aguda confirmación de la doctrina insinuada aquí. Al nuevo modo de sentir la vida se ajusta rigorosamente la preferencia por un tipo distinto de mujer. Nuestro sistema de valores se ha alterado un poco o un mucho —siempre en fidelidad latente con el antiguo—; pasan a primer término calidades que antes no estimábamos, que tal vez ni siquiera percibíamos, y un nuevo esquema de selección erótica se interpone entre el hombre y las mujeres transeúntes.

Sólo una novela ofrece instrumental adecuado para dar evidencia a este pensamiento. Yo he leído trozos de una —que tal vez no se publique jamás— cuyo tema es precisamente éste: la evolución profunda de un carácter varonil vista al través de sus amores. El autor —y esto es lo interesante— insiste por igual en mostrar la continuidad del carácter a lo largo de sus cambios y el perfil divergente que éstos poseen, esclareciendo así la lógica viviente, la génesis inevitable de estas mutaciones. Y una figura de mujer recoge y concentra en cada etapa los rayos de aquella vitalidad que evoluciona, como esos fantasmas que con luces y reflectores se logra formar sobre una densa atmósfera.

Estudios sobre el amor
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