[ATENCION Y«MANIA»]

El «enamoramiento» es, por lo pronto, un fenómeno de la atención.

En cualquier momento que sorprendamos la vida de nuestra conciencia hallaremos que el campo de ella se encuentra ocupado por una pluralidad de objetos exteriores e interiores. Esos objetos, que en cada caso llenan el volumen de nuestra mente, no están en confuso montón. Hay en ellos siempre un orden mínimo, una jerarquía. En efecto, siempre hallaremos alguno de ellos destacado sobre los demás, preferido, especialmente iluminado, como si nuestro foco mental, nuestra preocupación lo esfumase en su fulgor, aislándolo del resto. Es constitutivo de nuestra conciencia atender algo. Pero no le es posible atender algo sin desatender otras cosas que, por ello, quedan en una forma de presencia secundaria, a manera de coro y de fondo.

Como el número de objetos que componen el mundo de cada cual es muy grande y el campo de nuestra conciencia muy limitado, existe entre ellos una especie de lucha para conquistar nuestra atención. Propiamente, nuestra vida de alma y de espíritu es sólo la que se verifica en esa zona de máxima iluminación. El resto —la zona de desatención consciente, y más allá, lo subconsciente, etc.— es sólo vida en potencia, preparación, arsenal o reserva. Se puede imaginar la conciencia atenta como el espacio propio de nuestra personalidad. Tanto vale, pues, decir que atendemos una cosa, como decir que esa cosa desaloja un cierto espacio en nuestra personalidad.

En el régimen normal, la cosa atendida ocupa unos momentos ese centro privilegiado, del cual es expulsada pronto para dejar a otra su puesto. En suma, la atención se desplaza de un objeto a otro, deteniéndose más o menos en ellos, según su importancia vital. Imagínese que un buen día nuestra atención quedase paralizada, fija en un objeto. El resto del mundo quedaría relegado, distante, como inexistente, y, faltando toda posible comparación, el objeto anómalamente atendido adquiriría para nosotros proporciones enormes. Tales, que, en rigor, ocuparía todo el ámbito de nuestra mente y sería para nosotros, él solo, equivalente a todo ese mundo que hemos dejado fuera merced a nuestra radical desatención. Acaece, pues, lo mismo que si aproximamos a los ojos nuestra mano: siendo tan pequeño cuerpo, basta para tapar el resto del paisaje y llenar por entero nuestro campo visual. Lo atendido tiene para nosotros ipso facto más realidad, más vigorosa existencia que lo desatendido, fondo exangüe y casi fantasma que aguarda en la periferia de nuestra mente. Al tener más realidad, claro es que se carga de mayor estima, se hace más valioso, más importante y compensa el resto oscurecido del universo.

Cuando la atención se fija más tiempo o con más frecuencia de lo normal en un objeto, hablamos de «manía». El maniático es un hombre con un régimen atencional anómalo. Casi todos los grandes hombres han sido maniáticos, sólo que las consecuencias de su manía, de su «idea fija», nos parecen útiles o estimables. Cuando preguntaban a Newton cómo había podido descubrir su sistema mecánico del universo, respondió: Nocte dieque incubando «pensando en ello día y noche». Es una declaración de obseso. En verdad, nada nos define tanto como cuál sea nuestro régimen atencional. En cada hombre se modula de manera diversa. Así, para un hombre habituado a meditar, insistiendo sobre cada tema a fin de hacerle rendir su secreto jugo, la ligereza con que la atención del hombre de mundo resbala de objeto en objeto es motivo de mareo. Viceversa, al hombre de mundo le fatiga y angustia la lentitud con que avanza la atención del pensador, que va como una red de fondo rascando la áspera entraña del abismo. Luego hay las diferentes preferencias de la atención que constituyen la base misma del carácter. Hay quien, si en la conversación surge un dato económico, queda absorto, como si hubiese caído por un escotillón. En otro irá la atención espontáneamente, por propio declive, hacia el arte o hacia asuntos sexuales. Cabria aceptar esta fórmula: dime lo que atiendes y te diré quién eres.

Pues bien: yo creo que el «enamoramiento» es un fenómeno de la atención, un estado anómalo de ella que en el hombre normal se produce.

Ya el hecho inicial del «enamoramiento» lo muestra. En la sociedad se hallan frente a frente muchas mujeres y muchos hombres. En estado de indiferencia, la atención de cada hombre —como de cada mujer— se desplaza de uno en otro sobre los representantes del sexo contrario. Razones de simpatía antigua, de mayor proximidad, etc., harán que esa atención de la mujer se detenga un poco más sobre este varón que sobre el otro; pero la desproporción entre el atender a uno y desatender a los demás no es grande. Por decirlo así —y salvas esas pequeñas diferencias—, todos los hombres que la mujer conoce están a igual distancia atencional de ella, en fila recta. Pero un día este reparto igualitario de la atención cesa. La atención de la mujer propende a detenerse por sí misma en uno de esos hombres, y pronto le supone un esfuerzo desprender de él su pensamiento, movilizar hacia otros u otras cosas la preocupación. La fila rectilínea se ha roto: uno de los varones queda destacado, a menor distancia atencional de aquella mujer.

El «enamoramiento», en su iniciación, no es más que eso: atención anómalamente detenida en otra persona. Si ésta sabe aprovechar su situación privilegiada y nutre ingeniosamente aquella atención, lo demás se producirá con irremisible mecanismo. Cada día se hallará más adelantado sobre la fila de los otros, de los indiferentes; cada día desalojará mayor espacio en el alma atenta. Esta se irá sintiendo incapaz de desatender a aquel privilegiado. Los demás seres y cosas serán poco a poco desalojados de la conciencia. Dondequiera que la «enamorada» esté, cualquiera que sea su aparente ocupación, su atención gravitará por el propio peso hacia aquel hombre. Y, viceversa, le costará una gran violencia arrancarla un momento de esa dirección y orientarla hacia las urgencias de la vida. San Agustín vio sagazmente este ponderar espontáneo hacia un objeto que es característico del amor. Amor meus, pondus meum: illo jeror. quocumque jeror. («Mi amor es mi peso: por él voy dondequiera que voy.»)

No se trata, pues, de un enriquecimiento de nuestra vida mental. Todo lo contrario. Hay una progresiva eliminación de las cosas que antes nos ocupaban. La conciencia se angosta y contiene sólo un objeto. La atención queda paralítica: no avanza de una cosa a otra. Está fija, rígida, presa de un solo ser. Theia manía («manía divina»), decía Platón. (Ya veremos de dónde viene este «divina», tan sorprendente y excesivo.)

Sin embargo, el enamorado tiene la impresión de que su vida de conciencia es más rica. Al reducirse su mundo se concentra más. Todas sus fuerzas psíquicas convergen para actuar en un solo punto, y esto da a su existencia un falso aspecto de superlativa intensidad.

Al propio tiempo, ese exclusivismo de la atención dota al objeto favorecido de cualidades portentosas. No es que se finjan en él perfecciones inexistentes. (Ya he mostrado que esto puede ocurrir; pero no es esencial ni forzoso, como erróneamente supone Stendhal.) A fuerza de sobar con la atención un objeto, de fijarse en él, adquiere éste para la conciencia una fuerza de realidad incomparable. Existe a toda hora para nosotros; está siempre ahí, a nuestra vera, más real que ninguna otra cosa. Las demás tenemos que buscarlas, dirigiendo a ellas penosamente nuestra atención, que por sí está prendida a lo amado.

Ya aquí topamos con una gran semejanza entre el enamoramiento y el entusiasmo místico. Suele éste hablar de la «presencia de Dios». No es una frase. Tras ella hay un fenómeno auténtico. A fuerza de orar, meditar, dirigirse a Dios, llega éste a cobrar ante el místico tal solidez objetiva, que le permite no desaparecer nunca de su campo mental. Se halla allí siempre, por lo mismo que la atención no lo suelta. Todo conato de movimiento le hace tropezar con Dios, es decir, recaer en la idea de El. No es, pues, nada peculiar al orden religioso. No hay cosa que no pueda conseguir esa presencia permanente que para el místico goza Dios. El sabio que vive años enteros pensando en un problema, o el novelista que arrastra constantemente la preocupación por su personaje imaginario conocen el mismo fenómeno. Así Balzac, cuando corta una conversación de negocios diciendo: «¡Bueno, volvamos a la realidad! Hablemos de César Birotteau.» También para el enamorado la amada posee una presencia ubicua y constante. El mundo entero está como embebido en ella. En rigor, lo que pasa es que el mundo no existe para el amante. La amada lo ha desalojado y sustituido. Por eso dice el enamorado en una canción irlandesa: «¡Amada, tú eres mi parte de mundo!»

Estudios sobre el amor
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_028.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_029.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_031.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_032.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_033.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_034.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_035.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_036.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_037.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_040.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_041.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_042.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_043.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_044.xhtml