[DE GRADO Y SIN REMISION]

Reprimamos los gestos románticos y reconozcamos en el «enamoramiento» —repito que no hablo del amor sensu stricto— un estado inferior de espíritu, una especie de imbecilidad transitoria. Sin anquilosamiento de la mente, sin reducción de nuestro habitual mundo, no podríamos enamoramos.

Esta descripción del «amor» es, como se advierte, inversa de la que usa Stendhal. En vez de acumular muchas cosas (perfecciones) en un objeto, según presume la teoría de la cristalización, lo que hacemos es aislar un objeto anormalmente, quedamos sólo con él, fijos y paralizados, como el gallo ante la raya blanca que lo hipnotiza.

Con esto no pretendo desprestigiar el gran suceso erótico que da en la historia pública y privada tan admirables fulguraciones. El amor es obra de arte mayor, magnífica operación de las almas y de los cuerpos. Pero es indudable que para producirse necesita apoyarse en una porción de procesos mecánicos, automáticos y sin espiritualidad verdadera. Supuestos del amor que tanto vale son, cada uno de por sí, bastante estúpidos y, como he dicho, funcionan mecánicamente.

Así, no hay amor sin instinto sexual. El amor usa de éste como de una fuerza bruta, como el bergantín usa del viento. El «enamoramiento» es otro de esos estúpidos mecanismos, prontos siempre a dispararse ciegamente, que el amor aprovecha y cabalga, buen caballero que es. No se olvide que toda la vida superior del espíritu, tan estimada en nuestra cultura, es imposible sin el servicio de innumerables e inferiores automatismos.

Cuando hemos caído en ese estado de angostura mental, de angina psíquica que es el enamoramiento, estamos perdidos. En los primeros días aún podemos luchar; pero cuando la desproporción entre la atención prestada a una mujer y la que concedemos a las demás y al resto del cosmos pasa de cierta medida, no está ya en nuestra mano detener el proceso.

La atención es el instrumento supremo de la personalidad; es el aparato que regula nuestra vida mental. Al quedar paralizada, no nos deja libertad alguna de movimientos. Tendríamos, para salvarnos, que volver a ensanchar el campo de nuestra conciencia, y para ello sería preciso introducir en él otros objetos que arrebaten al amado su exclusivismo. Si en el paroxismo del enamoramiento pudiésemos de pronto ver lo amado en la perspectiva normal de nuestra atención, su mágico poder se anularía. Mas para hacer esto tendríamos que atender a esas otras cosas, es decir, tendríamos que salir de nuestra propia conciencia, íntegramente ocupada por lo que amamos.

Hemos caído en un recinto hermético, sin porosidad ninguna hacia el exterior. Nada de fuera podrá penetrar y facilitarnos la evasión por el agujero que ella abra. El alma de un enamorado huele a cuarto cerrado de enfermo, a atmósfera confinada, nutrida por los pulmones mismos que van a respirarla.

De aquí que todo el enamoramiento tienda automáticamente hacia el frenesí. Abandonado a sí mismo, se irá multiplicando hasta la extremidad posible.

Esto lo saben muy bien los «conquistadores» de ambos sexos. Una vez que la atención de una mujer se fija en un hombre, es a éste muy fácil llenar por completo su preocupación. Basta con un sencillo juego de tira y afloja, de solicitud y de desdén, de presencia y de ausencia. El pulso de esta técnica actúa como una máquina neumática en la atención de la mujer y acaba por vaciarla de todo el resto de mundo. ¡Que bien dice nuestro pueblo «sorber los sesos»! En efecto: ¡está absorta, absorbida por un objeto! La mayor parte de los «amores» se reducen a este juego mecánico sobre la atención del otro.

Sólo salva al enamorado un choque recibido violentamente de fuera, un tratamiento a que alguien le obligue. Se comprende que la ausencia, los viajes sean una buena cura para enamorados. La lejanía del objeto amado lo desnutre atencionalmente; impide que nuevos elementos de él mantengan vivo el atender. Los viajes, obligando materialmente a salir de sí mismo y resolver mil pequeños problemas, arrancándonos del engaste habitual y apretando contra nosotros mil objetos insólitos, consiguen forzar la consigna maniática y abren poros en la conciencia hermética, por donde entra, con el aire libre, la perspectiva normal.

Ahora convendría afrontar una objeción que, leyendo el capítulo anterior, se le habrá ocurrido al lector. Al definir el enamoramiento como un quedar fija la atención sobre otra persona, no lo separamos bastante de mil casos de la vida en que asuntos políticos o económicos de gravedad y urgencia retienen superlativamente nuestra preocupación.

La diferencia, sin embargo, es radical. En el enamoramiento, la atención se fija por sí misma en el otro ser. En las urgencias vitales, por el contrario, la atención se fija obligada, contra su propio gusto. Casi el mayor enojo de lo enojoso es tener por fuerza que atenderlo. Wundt fue el primero —hace lo menos sesenta años— que distinguió entre la atención activa y la pasiva. Hay atención pasiva cuando, por ejemplo, suena un tiro en la calle. El ruido insólito se impone a la marcha espontánea de nuestra conciencia y fuerza la atención. En el que se enamora no hay esta imposición, sino que la atención va por sí misma a lo amado.

Una psicología delicada de este fenómeno describiría aquí una curiosa situación de doble haz, en que atendemos, a la vez, de grado y sin remisión.

Entendido con sutileza, puede decirse que todo el que se enamora es que quiere enamorarse. Esto distancia el enamoramiento, que es, a la postre, un fenómeno normal, de la obsesión, que es un fenómeno patológico. El obseso no se «fija» en su idea por propia inclinación. Lo horrible de su estado es precisamente que, siendo suya la idea, aparece en su interior con el carácter de feroz imposición ajena, emanada por un «otro» anónimo e inexistente.

Sólo hay un caso en que nuestra atención va por su propio pie a fijarse en otra persona, y, sin embargo, no se trata de enamoramiento. Es el caso del odio. Odio y amor son, en todo, dos gemelos enemigos, idénticos y contrarios. Como hay un enamoramiento, hay —y no con menor frecuencia— un «enodiamiento».

Al emerger de una época de enamoramiento sentimos una impresión parecida a la del despertar que nos hace salir del desfiladero donde se aprietan los sueños. Entonces nos damos cuenta de que la perspectiva normal es más ancha y aireada y percibimos todo el hermetismo y enrarecimiento que padecía nuestra mente apasionada. Durante algún tiempo experimentamos las vacilaciones, las tenuidades y las melancolías de los convalecientes.

Una vez iniciado, el proceso del enamoramiento transcurre con una monotonía desesperante. Quiero decir que todos los que se enamoran, se enamoran lo mismo —el listo y el tonto, el joven y el viejo, el burgués y el artista. Esto confirma su carácter mecánico.

Lo único que en él no es puramente mecánico es su comienzo. Por lo mismo, atrae nuestra curiosidad de psicólogos más que ninguna otra porción del fenómeno. ¿Qué es lo que fija la atención de una mujer en un hombre o de un hombre en una mujer? ¿Qué género de cualidades otorgan esa ventaja a una persona sobre la fila indiferente de las demás? No hay duda que es este el tema más interesante. Pero, a la vez, de una gran complejidad. Porque si todos los que se enamoran se enamoran lo mismo, no todos se enamoran por lo mismo. No existe ninguna cualidad que enamore universalmente.

Pero, antes de entrar en tema tan peliagudo como este de qué es lo que enamora y cuáles los diversos tipos de preferencia erótica, conviene mostrar la semejanza inesperada del enamoramiento, en cuanto parálisis de la atención, con el misticismo y, lo que es más grave aún, con el estado hipnótico.

Estudios sobre el amor
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