[LA SELECCION EROTICA]
¿Cuál ha sido el tipo de mujer preferido en España por la generación anterior a nosotros? ¿Cuál el que nosotros hemos amado? ¿Cuál el que presumiblemente va a elegir la nueva generación? Tema sutil, delicado, comprometido, como deben ser los temas sobre que se escribe. ¿Para qué escribir, si no se da a esta operación, demasiado fácil, de empujar una pluma sobre un papel cierto riesgo tauromáquico y no nos acercamos a asuntos peligrosos, ágiles, bicornes? En este caso, además, se trata de una cuestión sobremanera importante, y es incomprensible que ella u otras parejas no sean más frecuentemente tratadas. Se discute largamente una ley financiera o un reglamento de circulación, y, en cambio, no se comentan ni analizan las tendencias sentimentales que llevan como en brazos la vida íntegra de nuestros contemporáneos. Y, sin embargo, del tipo de mujer predominante dependen, en no escasa medida, las instituciones políticas. Es ciego quien no encuentra una estrecha correlación entre el Parlamento español de 1910, por ejemplo, y el tipo de mujer que los políticos de entonces habían alojado en su domesticidad. Yo quisiera escribir sobre todo esto, aun previendo que habré de errar en las nueve décimas partes de mi juicio. Pero este sacrificio de equivocarse lealmente es casi la única virtud pública que el escritor, como tal, puede ofrecer a sus convecinos. Lo demás son vanos gestos de plazuela o velador de café, módicos heroísmos que no nacen del órgano peculiar a su oficio: la inteligencia. (Desde hace diez años, muchos escritores españoles buscan en la política el pretexto para no ser inteligentes.) Mas antes de ensayar el diseño de esos perfiles femeninos dominantes en esta época española —intento a que conviene un estudio aparte—, quiero llevar a su última consecuencia de gran radio esta idea de la elección en amor.
Al pasar del individuo singular a la masa de una generación, la elección amorosa se ha convertido en selección, y nuestra idea desemboca en el gran pensamiento de Darwin —la selección sexual—, potencia gigante que contribuye a la forja de nuevas formas biológicas. Es de notar que este magnífico pensamiento no ha podido aplicarse fecundamente a la historia humana: quedaba recluido en el corral, en el redil y en la selva. Le faltaba una rueda para funcionar como idea histórica. La historia humana es un drama interior: pasa dentro de las almas. Y era menester trasponer a este íntimo escenario la selección sexual. Ahora veremos que en el hombre esta selección se hace por elección, y que esta elección va regida por ideales profundos, fermentados en lo más subterráneo de la persona.
A la idea de Darwin le faltaba esta rueda y le sobra otra: en la selección sexual eran elegidos, preferidos, los mejor adaptados. Esta idea de la adaptación es la rueda que sobra. Como es sabido, se trata de un pensamiento vago, impreciso. ¿Cuándo un organismo está especialmente bien adaptado.? ¿No lo están todos, salvo los enfermos? ¿No puede decirse, por otra parte, que no lo está plenamente ninguno?, etc. Y no es que yo abomine del principio de adaptación, sin el cual no es posible manejarse en biología. Pero es preciso darle formas mucho más complejas y sinuosas que las que le dio Darwin, y, sobre todo, es preciso dejarlo en un puesto secundario. Porque es falso definir la vida como adaptación. Sin un mínimum de ésta no es posible vivir; pero lo sorprendente de la vida es que crea formas audaces, atrevidísimas, primariamente inadaptadas, las cuales, no obstante, se las arreglan para acomodarse aun mínimum de condiciones y logran sobrevivir. De suerte que toda especie viviente puede y debe ser estudiada desde dos caras opuestas: como lujoso fenómeno de inadaptación y capricho y como ingenioso mecanismo de adaptación. Diríase que la vida en cada especie se plantea un problema de aspecto insoluble para darse el gusto de resolverlo, generalmente con riqueza y elegancia. Tanto, que estudiando las formas vivientes mira uno en derredor, a lo ancho del Cosmos, buscando el espectador entendido en vista de cuyo aplauso se toma todo ese trabajo, alegre, la Naturaleza.
Ignoramos por completo cuáles sean los propósitos últimos que dirigen la selección sexual en la especie humana. Sólo podemos descubrir resultados parciales y hacernos algunas preguntas sabrosamente indiscretas.
Por ejemplo, ésta: ¿Ha sido en alguna época normal que la mujer prefiera al tipo mejor de hombre existente en ella? Apenas planteada la interrogación, entrevemos ya la grave dualidad: el hombre mejor para el hombre y el hombre mejor para la mujer no coinciden. Hay vehementes sospechas de que no han coincidido nunca.
Digámoslo con toda crudeza: a la mujer no le han interesado nunca los genios, como no fuera per accidens; es decir, cuando a lo genial de un hombre van adyacentes condiciones poco compatibles con la genialidad. Lo cierto es que las calidades que suelen estimarse más en el varón para los efectos del progreso y grandeza humanos no interesan nada eróticamente a la mujer. ¿Quiere decirme qué le importa a una mujer que un hombre sea un gran matemático, un gran físico, un gran político? y así sucesivamente: todos los talentos y esfuerzos específicamente masculinos que han engendrado y engrosado la cultura y excitan el entusiasmo varonil son nulos para atraer por sí mismos a la mujer. Y si buscamos cuáles son, en cambio, las cualidades que la enamoran, hallamos que son las menos fértiles para la perfección general de la especie, las que menos interesan a los hombres. El genio no es un «hombre interesante» según la mujer, y, viceversa, el «hombre interesante» no interesa a los hombres.
Un ejemplo extremo de esta ineficacia sobre la mujer aneja al grande hombre es Napoleón. Conocemos su vida minuto tras minuto; tenemos la lista completa de sus aproximaciones a la feminidad. No faltaba a Napoleón corrección corporal. De joven, su delgadez aguda le daba un aire grácil de fino zorro corzo; luego se redondeó imperialmente, y su cabeza es una de las más hermosas desde el punto de vista masculino. Ello es que hasta su figura física ha exaltado el fervor y la fantasía de los artistas —pintores, escultores, poetas—, y bien podían las mujeres haberse también entusiasmado un poco. Pues nada de eso: con grandes probabilidades de decir la verdad, puede afirmarse que ninguna mujer se ha enamorado de Napoleón dueño del mundo; todas se sentían inquietas, desazonadas y más a gusto cerca de él; todas pensaban lo que Josefina, más sincera, decía. Mientras el joven general, apasionado, hacía caer en su regazo joyas, millones, obras de arte, provincias, coronas, Josefina le engañaba con el primer bailarín que sobrevenía, y al recibir aquellos tesoros, sorprendida, exclamaba: Il est drole, ce Bonaparte, resbalando sobre la r y cargando sobre la I, como suelen las criollas francesas 18.
Es penoso advertir el desamparo de calor femenino en que han solido vivir los pobres grandes hombres. Diríase que el genio horripila a la mujer. Las excepciones subrayan más la plenitud del hecho. Este, que es de suyo palmario, resulta más hiriente si se hace en él una operación de multiplicar exigida por la realidad.
Me refiero a lo siguiente: en el proceso del amor es preciso distinguir dos estadios cuya confusión enturbia desde el principio hasta el fin la psicología del erotismo. Para que una mujer se enamore de un hombre, o viceversa, es preciso que antes se fije en él. Este fijarse no es otra cosa que una condensación de la atención sobre la persona, merced a la cual queda ésta destacada y elevada sobre el plano común. No tiene aún tal favor atencional nada de amor, pero es una situación preliminar a él. Sin fijarse antes, no ha lugar el fenómeno amoroso, aunque puede éste no seguir a aquél. Claro es que la fijación crea una atmósfera tan favorable a la germinación de entusiasmo, que lograrla equivale normalmente aun comienzo de amor. Pero es de suma importancia diferenciar ambos momentos, porque en ambos rigen principios diferentes. Un buen número de errores en psicología del amor provienen de confundir las calidades que «1laman la atención» y, por tanto, destacan favorablemente al individuo, con aquellas otras que propiamente enamoran. Las riquezas, por ejemplo, no es lo que se ama en un hombre; pero el hombre rico es destacado ante la mujer por su riqueza. Ahora bien: un hombre ilustre por sus talentos posee superior probabilidad de ser atendido por la mujer; de suerte que, si ésta no se enamora, es difícil la excusa. Tal es el caso del grande hombre, que generalmente goza de luminosa notoriedad. El despego que hacia él siente el sexo femenino debe, pues, ser multiplicado por este importante factor. La mujer desdeña al grande hombre concienzudamente, y no por azar o descuido.
Desde el punto de vista de la selección humana, este hecho significa que la mujer no colabora con su preferencia sentimental en el perfeccionamiento de la especie, al menos en el sentido que los hombres atribuimos a éste. Tiende más bien a eliminar los individuos mejores, masculinamente hablando, a los que innovan y emprenden altas empresas, y manifiesta un decidido entusiasmo por la mediocridad. Cuando se ha pasado buena porción de la vida con la pupila alerta, observando el ir y venir de la mujer, no es fácil hacerse ilusiones sobre la norma de sus preferencias. Todo el buen deseo que a veces muestra de exaltarse por los hombres óptimos suele fracasar tristemente, y, en cambio, se le ve nadar a gusto, como en su elemento, cuando circula entre hombres mediocres.
Este es el hecho que la observación apronta; mas no se crea que al formularlo va inclusa una censura al carácter normal de la mujer. Repito que los propósitos de la Naturaleza quedan superlativamente arcanos. ¿Quién sabe si a la postre conviene este despego de la mujer hacia lo mejor? Tal vez su papel en la mecánica de la historia es ser una fuerza retardataria frente a la turbulenta inquietud, al afán de cambio y avance que brota del alma masculina. Ello es que, tomando la cuestión con su más amplio horizonte y como zoológicamente, la tendencia general de los fervores femeninos parece resuelta a mantener la especie dentro de límites mediocres, a evitar la selección en el sentido de lo óptimo, a procurar que el hombre no llegue nunca a ser semidiós o arcángel *.