Capítulo 17

Había nevado más durante la noche. Al llegar a la orilla del lago, mientras pasaba bajo los pinos repletos de pinocha, Tuala oyó el suave sonido que hacía la nieve al caer al suelo cuando las ramas se desprendían de su peso. No sabía cuánto tiempo llevaba andando. Había perdido la cuenta de los días. Sus botas absorbían la humedad de la nieve que caía sobre ellas y la falda se le pegaba, mojada, a las piernas. Su aliento formaba una nubecilla en la gélida atmósfera; le dolían los oídos y le goteaba la nariz. Ya casi había llegado. Aquellos pinos altos, la pendiente cubierta de blanco y la extensión de agua oscura le resultaban familiares; las voces de los pájaros que gritaban en lo alto, más allá de las copas de los árboles, la llamaban para llevarla a casa. A casa… Alguna especie de hogar… sin frío, sin hambre, sin dolor… sin muerte… Resultaba extraño imaginárselo. La inmortalidad: un estado que los hombres anhelaban, un don con el que se soñaba pero que nunca se alcanzaba… Eso era lo que le habían ofrecido los Seres Buenos. Y, sin embargo, en ese momento, no significaba nada para ella. Lo único que quería era una chimenea cálida, unas medias secas y verlo otra vez, sólo una vez más antes del final…

El druida se hallaba de pie en la entrada, mirando colina arriba hacia el nordeste. Hacía ya un buen rato que sabía que Tuala se estaba aproximando, que estaba en los límites de su territorio. Había viajado desde Caer Pridne en varias formas distintas, primero como un veloz perro de caza, luego como una liebre de pelaje blanco y, por último, como un níveo búho, volando por los bosques de Pitnochie hasta su propia puerta, donde transformó las alas en una capa oscura y cambió el aspecto de ave por la forma humana, antes de entrar y darle a Mara semejante susto que a la mujer se le cayó un cuenco de cebollas. Broichan no había visto a Bridei durante su viaje, pero había pasado por encima de Tuala en el camino y se había detenido en una rama para observar su obstinado y lamentable avance. Parecía estar hablando sola, como si el largo y solitario viaje hubiera empezado a hacerle perder el juicio. Debía estar casi en Pitnochie; pronto tendría la casa a la vista. Debía asegurarse de que nunca llegara a ella. Broichan alzó los brazos y cerró los ojos. Respiró profundamente e invocó las palabras de un antiguo hechizo de ilusión.

Cuando estuvo hecho a su satisfacción, regresó adentro, cerró la puerta tras él y echó el cerrojo, aunque todavía era de día. Había hecho lo que debía para proteger a Bridei de la entrometida influencia que intentaba torcer su camino. Había cumplido con su responsabilidad hacia los dioses. No podía permitir que nada ni nadie se interpusiera en el camino del rey perfecto.

Tuala siguió el camino que doblaba hacia abajo y vio los campos cercados y la cabaña de Fidich, y también los árboles que rodeaban la casa del druida. Las ovejas se apiñaban para guarecerse al abrigo del establo. Las pulcras formas pardas de los patos se agrupaban bajo los arbustos junto al estanque helado. Su hogar… Vio los robles donde había pasado largos ratos sentada, esperando a que Bridei terminara sus lecciones, y el patio donde Donal y él habían ensayado sus intrincadas danzas de guerra. Entonces vio la casa de Broichan, en la que se había sentado junto a la chimenea con los dos ancianos sabios y les había escuchado hablar sobre asuntos misteriosos e interesantes, amenos y solemnes, donde se había acomodado en un banco al lado de Bridei, hacía mucho tiempo, y había escuchado una historia… «Y allí, en la puerta, ¿qué encontró?… Un bebé…». Tuala cerró los ojos; no iba a llorar, hacerlo sería una debilidad, y si iba a cruzar al otro lado, debía hacerlo con valentía y dignidad. Pero la casa… estaba muy cerca… y hacía tanto frío. Los huesos parecían habérsele vuelto de hielo y no podía dejar de temblar… «Te veremos en el Espejo Oscuro», le habían dicho antes de dejarla sola. Tenía que seguir adelante, luego subir la colina y dirigirse hacia el oeste, así se aseguraría de llegar allí antes de que anocheciera. De noche sería imposible encontrar el camino, con la luna a oscuras. No debía perder tiempo. Pero… al otro lado de esa puerta se hallaba el fuego del hogar de Pitnochie, refugio, calor, ropa seca, probablemente sopa caliente y pan recién horneado. El hecho de que no la quisieran apenas parecía tener importancia. Siempre se podía contar con que Mara obraría con sentido común. Tal vez no tuviera una calurosa bienvenida, pero al menos Mara, pensaba ella, se encargaría de que estuviera caliente y seca antes de proseguir su camino. La idea del fuego hizo que temblara de agotamiento. Seguro que una visita rápida no haría ningún daño. No hacía falta que fuera muy larga. Vaciló un momento, a continuación dio la vuelta entre los robles pelados y se dirigió hacia la puerta de la cocina.

No había ni rastro de guardias, ni huellas de sus botas en la blanda nieve. Habían colocado una tranca de hierro en la puerta, una nueva, por la parte de fuera. Tuala alzó una mano débil para llamar y volvió a bajarla. Estaba de pie encima de un montón de nieve acumulada que cubría el umbral donde una vez estuvo ella en una cuna de plumón de cisne. Retrocedió; miró hacia arriba. No se alzaba humo del tejado; en un día de tanto frío como aquel no habían encendido el fuego. Dirigió la mirada por encima de los campos hacia la casa de Fidich y vio que allí tampoco había ninguna nube de humo elevándose por encima del techo de paja; no había señales de vida en los alrededores de la pequeña vivienda. Tuala dio la vuelta a la casa de Broichan y miró hacia los pocos sitios donde se habían hecho aberturas para las ventanas en sus gruesas paredes de piedra y tierra. Todos los postigos estaban cerrados; dentro estaría oscuro como la noche. Puede que ardieran algunas lámparas, pero ¿por qué no había fuego?

La única ventana que estaba sin postigos era la del antiguo dormitorio de Bridei, pero se hallaba demasiado alta para que Tuala pudiera atisbar por ella. Volvió a la puerta y llamó, la necesidad de despertarlos de pronto se hizo apremiante. Era como en uno de esos cuentos, esos que daban miedo, donde, mientras uno duerme, el mundo cambia y se queda completamente vacío salvo por el único solitario que deambula por una repentina pesadilla; o esos en los que una chica penetra en otro reino donde el tiempo avanza más despacio y cuando vuelve a casa los rostros familiares hace mucho tiempo que están muertos. Reinaba una extraña quietud en el lugar, como si todas las cosas estuvieran conteniendo la respiración. Volvió a llamar; no hubo respuesta. Quizá sus esfuerzos habían sido demasiado débiles para que pudieran oírla. Tuala encontró un palo pesado y lo utilizó para descargar un fuerte golpeteo contra los sólidos tablones de roble. Golpeó una, dos, tres veces de forma imperiosa. El sonido resonó en la distancia bajo los árboles cubiertos de nieve y penetró en el silencio de los bosques. No había nadie en casa.

Tuala se acercó al establo. Allí, al menos, había algún signo de vida: las ovejas apretujadas las unas contra las otras para darse calor y un pequeño pájaro que buscaba insectos en un montón de madera podrida. Quizá los hombres estuvieran dentro, atendiendo a los caballos o a otra parte del ganado. Perla debía de seguir allí y también Llamarada… Pero el establo también estaba cerrado, las grandes puertas dobles tenían echado el cerrojo y estaban aseguradas con cadenas; al mirar a través de una rendija de la madera, Tuala no vio ni a un solo hombre o caballo, ni a una oveja, perro o pollo en el vacío espacio del interior. Con el corazón igual de helado que sus miembros temblorosos, se arrebujó aún más en su capa y empezó a alejarse de Pitnochie. Subió por la zona más agreste del bosque, donde a los fuertes y oscuros robles se les unían los abedules de una palidez plateada y los matorrales de pinchudos acebos en los que relucían las bayas de invierno. «No vayas más allá de los acebos, Tuala». ¿Quién había dicho eso? ¿Acaso volvía a ser una niña para que unos guardianes la frenaran y todos sus movimientos fueran gobernados por la voluntad de Broichan? Ya era una mujer e iba a seguir adelante. Dejaría aquel mundo donde ya no había lugar para ella y viajaría al reino al que siempre había pertenecido realmente… Entonces ya no volvería a tener frío nunca más… ¡Si pudiera verlo sólo una vez más, aunque fuera fugazmente, era lo único que necesitaba!

Aunque Tuala calculó que el sol oculto tan sólo se hallaba en su punto medio cuando ella se abrió camino con cautela por el estrecho sendero que conducía al Valle de los Vencidos, tuvo la impresión de que tardaba mucho tiempo. Sus pies resbalaron en la superficie embarrada, extendió las manos para mantener el equilibrio, intentó agarrarse con precipitación y sintió el hiriente azote de las zarzas en su ya dañada carne. Tontamente, aquello hizo que brotaran las lágrimas que había jurado no derramar. Se sorbió la nariz, se limpió las mejillas con el dorso de la mano y siguió adelante tambaleándose hasta el pie del camino.

El pequeño valle se hallaba desierto. El lago estaba oscuro y tranquilo; las antiguas rocas se erguían en silencio, agachadas bajo sus mantos musgosos. La envolvente enredadera se había extendido mucho desde la última vez que Tuala había visitado aquel lugar y ahora cubría una de las siete piedras-druida con su fronda exuberante y lustrosa. No había ni rastro de Telaraña y Madreselva. No había nadie.

Tuala se dejó caer en el suelo junto al borde del Espejo Oscuro. No le quedaba más remedio que aguardar y esperar que cumplieran su palabra. Le habían dicho que se reunirían con ella allí y la guiarían hacia el otro lado del margen. No le habían dicho cuándo.

Quizá se suponía que tenía que permanecer allí, alerta, en aquel lugar de antigua verdad. ¿No había ansiado tener una visión del hombre al que amaba, una última imagen, para tener algo que llevarse con ella a ese otro mundo? Aunque era poco probable que lo olvidara aun estando en el otro lado. Así pues, era entonces cuando tenía que buscarla. No importaba que la última vez que lo había intentado el don la hubiera abandonado por completo. Siéntate tranquilamente, respira hondo, abre el ojo del espíritu. Y encuéntralo. «Encuéntralo…».

Fue transcurriendo el día. Llegó un momento en que a Tuala ya no le afectaba el frío, ni el cansancio, casi estaba más allá del mundo en el que se hallaba sentada con las piernas cruzadas sobre las rocas, mirando fijamente el agua helada. En la profunda y abrigada grieta que albergaba el lago no había ningún movimiento. Ningún pájaro daba saltitos entre los torzales de enredadera en busca de cualquier alimento que pudiera encontrar en esa estación de escasez, ningún insecto se cernía sobre las aguas oscuras, ningún pececillo nadando rápidamente para ponerse a cubierto rizaba la tranquila superficie. No apareció ninguna imagen, ni una sola. Daba la impresión de que no podía hacer nada más que permanecer allí sentada, respirar y esperar. Permanecer sentada hasta que su espalda se convirtiera en una vara de ardiente dolor, respirando cada vez más superficialmente, pues inspirar aquel aire era como llenarse de hielo los pulmones. Debía esperar hasta que por fin se apiadaran de ella y fueran a buscarla. El sol iba descendiendo cada vez más; el día más corto se aproximaba a su fin y la pequeña cañada se había vuelto umbría y extraña. Tuala dejó caer la cabeza; los párpados se le cerraban, no podía mantenerse despierta…

El color destelló en la superficie del agua con la misma brusquedad que la llamarada de una antorcha. Tuala parpadeó y levantó la cabeza, que le martilleó con aquel pequeño esfuerzo. Clavó la mirada en el lago.

Él estaba de pie en un gran salón, en Caer Pridne, sin duda. Llevaba una ropa suntuosa, muy distinta de la sencilla y práctica indumentaria de su época en Pitnochie. Iba vestido de azul, con una túnica y unos pantalones de lana de magnífico hilado y una suave capa corta por encima, de un color gris oscuro, con ribetes bordados y sujeta con un broche de plata labrada en forma de un águila en pleno vuelo. Llevaba su rizada melena castaña peinada con trenzas que le caían por la espalda. ¡Y sus ojos, ah, tan brillantes, tan llenos de esperanza y coraje, como si fuera el propio Guardián de las Llamas quien mirara por ellos, el mismísimo portador de los sueños de Fortriu! Eran unos ojos más azules que el mar profundo, más azules que el cielo de verano, tan azules como los pétalos de una violeta silvestre. Estaba rodeado de gente y todos parecían estar de un humor exultante, felicitándolo tal vez. Estaba Broichan, con sus rasgos impasibles llenos de un orgullo manifiesto, y también Talorgen, sonriente, y la chica zorro con un aspecto elegante, vestida de verde, y Gartnait con sus traviesos hermanos pequeños. Otras muchas personas se amontonaban a su alrededor, tendiéndole las manos, pronunciando unas palabras que Tuala no oía, pero que reconocía, como: «¡Bien hecho, Bridei! ¡Desde el principio supimos que eras el adecuado! ¡Hoy es un día feliz!».

Vio que se volvía un poco hacia un lado, alargaba la mano y esbozaba una dulce sonrisa. Él era parco en sonrisas; la gente no estaba acostumbrada a verlo sonreír. Al cabo de un momento apareció en la visión Ana la de las Islas Luminosas, con su abundante cabellera pálida como la ceniza y un vestido blanco de seda, su encantador rostro era un sueño de piel sedosa y mejillas sonrosadas, sus serios ojos miraban a Bridei como si fuera el único hombre en el mundo. Él la tomó de la mano; ella dijo una palabra o dos y él le respondió. Tuala vio la mirada de Bridei, que levantó su otra mano y acarició la mejilla de Ana con dedos suaves. No llevaba ningún adorno en la muñeca. El lazo verde ya no estaba.

Cuando la imagen se desvaneció y dejó a Tuala vacía, despojada de todo lo que le importaba, le pareció oír una voz desde lo alto del sendero, al borde del valle.

—¡Ven! ¡Más arriba! ¡Sígueme!

Todavía debía hacer algo, un último y pequeño ritual. Con los dedos entumecidos, Tuala metió la mano en la bolsa que llevaba en el cinturón y sacó el pequeño talismán de cuerda entrelazada, la historia de su más antigua amistad. Tras una larga separación, los dos ramales habían vuelto a unirse una última vez, enroscándose y aferrándose con maravillosa delicadeza, como si estuvieran destinados a ser uno solo. Luna llena… Y después se separaban de nuevo, cada uno siguiendo su propio camino. Los cordones estaban empezando a deshilacharse y a quedar en nada. Tuala cerró fuertemente el puño en torno al pequeño objeto, apretó los dientes y a continuación lo arrojó al Espejo Oscuro. A pesar de lo poco que pesaba, el talismán se hundió como una piedra, provocando unas ondulaciones que se extendieron por el agua.

—¡Ven! ¡Sube! —llamó la voz. No supo decir si se trataba del tintineo de la campanilla de Telaraña, del tono más profundo de Madreselva o de una voz totalmente distinta. Se mezclaba con un sonido más extraño, un aullido apesadumbrado y sobrecogedor, que parecía el de un perrito abandonado. Ya lo había oído antes en ese mismo lugar.

Decidió levantarse, pero le costó mucho más tiempo de lo debido. Sus pies obedecieron su orden de avanzar arrastrándose y ascendió con paso lento e irregular por el empinado sendero que salía del valle. Sus manos se aferraban a todo lo que encontraban por el camino; sin la ayuda de los espinosos y desgarradores arbustos ni siquiera hubiera podido mantenerse derecha. Cuando llegó a lo alto, su respiración se había convertido en un doloroso jadeo. La luz empezaba a desvanecerse, incluso allí arriba. No podría seguir adelante mucho más tiempo.

—¡Vamos! ¡Sígueme! ¡Más arriba! ¡Más arriba!

Entonces parecía haber todo un coro de seres en la penumbra. No podía verlos. El sonido la condujo hacia delante, hacia un nuevo sendero, un camino ascendente que serpenteaba sin cesar entre los árboles, primero un enlodado cenagal, luego un sendero estrecho densamente repleto de un mantillo de hojas en descomposición y, por último, una empinada subida de rocas resbaladizas y cubiertas de musgo. En algún lugar de su mente decía «No puedo», pero las voces eran insistentes, persuasivas; ya casi había llegado el momento en que cesaría aquel dolor… Sólo con que pudiera seguir un poquito más, sólo con que pudiera seguir avanzando un poco, pronto ya no importaría nada de eso…

—¡Más arriba! ¡Más arriba! ¡Más! ¡Más!

Arrastrándose, gateando, impulsándose, Tuala se fue abriendo camino con desesperación, cada vez más cerca de la cima del Rasguño del Águila, dejando manchas de sangre en las piedras en las que se agarraba y esforzándose por encontrar con los pies un apoyo que apenas sentían.

Parece extraño decirlo —la criatura conocida como Madreselva se comunicó con su compañera a su propia manera—, pero me da la impresión de que esto es muy… cruel. Casi me siento inducido a sentir lástima por la chica.

Telaraña se rio.

—Es una prueba —dijo—. Es necesario, ¿qué son todos esos males humanos, un estómago vacío, un pequeño rasguño, una noche sin dormir? No son nada.

—Es una buena chica. Es de nuestra sangre. No veo qué necesidad hay de prolongar su sufrimiento.

Telaraña meneó la cabeza. Unos mechones de brillantes cabellos proyectando un resplandor de luz por la sombría ladera bajo los robles desnudos.

—Esto le hará pensar. Le hará reflexionar. Asegurará que nunca olvide de dónde viene y quién es en realidad.

—Ella no sabe quién es realmente —le recordó Madreselva.

—No. Pero lo sentirá. Cuando sea vieja y sueñe junto al fuego del hogar con su nieto en las rodillas, lo sentirá en lo más profundo de su ser y lo contará en sus historias. Lo llevará en el corazón.

—Eso si antes no muere de frío, o de soledad, o de desesperación.

—¡Los humanos son tan débiles, tan imperfectos, tan frágiles! Al menos no está lloviendo.

—¿No podríamos mandarle a un compañero? —inquirió Madreselva—. Con uno pequeño bastaría.

—¿Qué pasa? ¿Acaso te estás convirtiendo en un hombre, que te pones sentimental en cuanto ves a esa chica experimentar un pequeño inconveniente? —El tono de voz de Telaraña era desdeñoso—. ¿Tú también has caído víctima de los males del amor?

—¿Amor? Lo dudo. De todos modos, creo que…

—Haz lo que quieras. —Telaraña se encogió de hombros—. Bridei se acerca; no tardará en llegar a Pitnochie, él y la yegua. Una elección inteligente; el anciano camina con un pie en cada mundo y ve toda la verdad. Sólo esa criatura, Espuma, podía haber traído a Bridei hasta aquí a tiempo. Pero el joven ya tiene un compañero, uno que lleva la máscara del amigo para ocultar el rostro de un traidor. Así empieza…

—¿Empieza? —repitió Madreselva—. Empezó con una niña pequeña, un bebé recién nacido y la fría mirada de la Brillante. ¿Y si el joven fracasa? ¿Y si le sale mal?

Telaraña volvió sus grandes ojos brillantes hacia él.

—Debemos esperar que no sea así —repuso en tono grave—. Un líder como Bridei rara vez se encuentra entre los mortales. Una compañera como Tuala no tiene precio. Si hoy fracasa, creo que Fortriu está perdido.

Bridei sentía la debilidad en todos sus miembros; la herida y el largo tiempo de inconsciencia habían minado profundamente su fortaleza. Eso quedó contrarrestado por la repentina y milagrosa desaparición de la jaqueca, que le dejó la mente más clara de lo que había estado en mucho tiempo. Luego estaba la yegua, Espuma, que demostró ser todo lo que él había esperado. El animal encontró su camino sin que tuviera que guiarla en absoluto, manteniendo su ritmo a pesar del cambiante terreno y sin dar muestras de fatiga en ningún momento. Su único «fallo» era el modo en que se detenía en ocasiones al abrigo de una pared de roca o de un denso pinar; lo hacía de una forma tan brusca que lo derribaba de su lomo, de manera que Bridei se veía obligado a descansar un poco. La yegua no dormía de pie, como habrían hecho Nieveardiente o Fortuna, sino que se tumbaba a su lado y le calentaba el cuerpo con el suyo.

Bridei estaba impaciente. Le parecía que no había tiempo para descansar. Tuala se había marchado de Banmerren hacía mucho, quizá ya estuviera en Pitnochie y siguiera adelante… ¿Hacia dónde? Se estremecía sólo con pensarlo, pues cuanto más consideraba lo que le había dicho Ferada y cuanto más pensaba en la manera en que se había desarrollado todo, menos le costaba creer que Tuala había decidido dejarlo, cruzar el último margen para dirigirse a un lugar donde él no podría seguirla. Le había fallado en luna llena. Ella lo había esperado y él no había acudido. Si Ferada había dicho la verdad, también Pitnochie había rechazado a su pequeña hija del bosque.

Tuala había huido de Banmerren. Nunca había querido ser una sierva de la Brillante… Ella había querido… lo mismo que él, y él, ciego como estaba a todo lo que no fueran sus propias necesidades, no se había dado cuenta. Lo había hecho todo mal y ahora, si no la encontraba pronto, la perdería para siempre.

Se irritaba con cada retraso, consciente al mismo tiempo de la absoluta necesidad de descansar y entrar en calor. Sin Espuma no podría continuar; no podría alcanzar a Tuala a tiempo yendo a pie. A menos que ella esperara en Pitnochie… Pero no creía que lo hiciera. Si lo mejor que Broichan había sido capaz de ofrecerle era el matrimonio con un desconocido o una vida tras unos muros de piedra, no era probable que el druida del rey volviera a recibirla de buen grado en su casa. Bridei apretó los dientes. Broichan prácticamente le había mentido. Decir que ir a Banmerren fue elección de Tuala estaba muy bien. Omitir el hecho de que la única alternativa que se le ofreció había sido casarse con Garvan era una cruel ocultación de la verdad. El druida había dejado que Tuala se escapara, y no le había dicho ni una palabra al respecto. Había desconfiado del regalo del Solsticio de Invierno de la Brillante desde el principio. Se trataba de una traición, simple y llanamente. En un instante su padre adoptivo se había convertido en un extraño para él, en un hombre que no confiaba en él y en quien él ya no podía confiar.

Se habían detenido en dos ocasiones para dormir. Entonces era de día y, a juzgar por la posición del sol, cubierto de nubes, Bridei calculó que ya debía ser bien entrada la tarde. A medida que se iban acercando a Pitnochie, avanzando con cuidado por el empinado sendero que bordeaba el lago, Espuma se fue inquietando cada vez más, moviendo las orejas, volviendo la cabeza y sacudiendo la cola. Bridei era plenamente consciente de que no llevaba armas, ni siquiera un cuchillo pequeño con el que defenderse; se había marchado sin nada. Donal no hubiera aprobado esa imprudencia.

Bridei oyó entonces lo que había alertado a la yegua: el golpeteo de unos cascos tras ellos, un jinete que se aproximaba. En unos segundos pensó en todas las posibilidades: un asesino, otro hombre a sueldo de las personas influyentes de Circinn; el propio Broichan, que quería localizar a su desobediente hijo adoptivo y obligarlo a volver a la corte… No; si Broichan hubiera decidido ir tras él hubiera viajado como lo hace un druida, por senderos que la gente común y corriente no conocía. También podía ser uno de sus guardias, Breth o Garth. O quizá se trataba de Faolan; eso era muchísimo más probable. El escoto tenía que ganarse su sueldo, y para hacerlo debía asegurarse de que su protegido estuviera en Caer Pridne para la asamblea y no andando por ahí en una misión estúpida. Faolan poseía la fuerza y la habilidad suficientes para localizarlo de ese modo, para estar allí en aquel momento, al final. Espuma se detuvo y se dio la vuelta para encararse hacia quienquiera que fuera el que se aproximaba. Bridei hizo acopio de las reservas de energía que le quedaban. Con armas o sin ellas, no caería sin luchar.

El jinete dobló un recodo y quedó a plena vista: un joven de rostro pecoso, alto, pelirrojo. Sus rasgos poco atractivos mostraban una demacrada palidez, signo de su agotamiento. Su caballo tenía los ojos desorbitados y temblaba, como si lo hubieran forzado al límite de su resistencia.

—¡Gartnait! —exclamó Bridei; su amigo era la última persona que esperaba ver—. ¡En nombre de los dioses! ¿Cómo me alcanzaste?

—Digamos que ahora mismo voy un poco falto de sueño —respondió el muchacho, que frenó su caballo detrás de Bridei—. Cambié de montura en la Granja de las Tres Colinas y volví a hacerlo en el Margen de las Aguas. ¡Vaya una persecución! Esta yegua va a un ritmo endemoniado, ya lo creo. Bridei, pareces exhausto. ¿Qué estabas…?

—¿Por qué has venido hasta aquí? —Pasaba el tiempo. No quería compañeros; no sabía muy bien adónde lo conduciría el camino en cuanto llegara a Pitnochie—. ¿Por qué me has seguido?

Gartnait puso mala cara.

—Esta no es manera de saludar a un amigo, Bridei. Estaba preocupado por ti. Un hombre no se levanta de un salto de su lecho de enfermo y sale corriendo para emprender una búsqueda descabellada en mitad del invierno sin dar ninguna explicación a los suyos, ¿sabes? Sobre todo si ese hombre está a punto de presentarse como candidato al trono. ¿En qué estabas pensando?

—Ya debes saberlo —contestó Bridei—. No hay duda de que Ferada lo sabía todo. El trono puede esperar; tengo que encontrar a Tuala. Y el tiempo apremia. Si quieres venir conmigo, ven. Pero no es sólo cuestión de entrar en la casa y recogerla. No estará allí; creo que puede haber ido a un lugar secreto en lo alto del bosque.

—Un lugar secreto —repitió Gartnait mientras Espuma volvía a ponerse en marcha por el sendero y él guiaba a su montura tras ella—. ¿Es peligroso?

—No de la manera que tú quieres decir, supongo. Es un lugar bastante aislado.

—Entonces necesitarás tener a un amigo a tu lado. No te molestes en darme las gracias por haber estado a punto de matarme por alcanzarte.

—Gracias —dijo Bridei un poco tenso; el hecho de estar allí hablando le parecía una pérdida de tiempo y de energía preciosos—. No era necesario.

Había gente en Pitnochie, aunque menos que en los viejos tiempos. Podía distinguirse una pequeña figura a la puerta del granero, con niños y perros en torno a sus pies: Fidich que se inclinaba sobre su muleta inspeccionando unas ovejas. Los guardias cambiaban el turno, una afortunada y oportuna casualidad.

—No te separes de los árboles —le dijo Bridei a Gartnait—. No tengo ni idea de lo que harán si me ven, pero no queda tiempo y debo dirigirme al Espejo Oscuro sin tardanza.

—¿El Espejo Oscuro? —inquirió Gartnait al tiempo que conducían a sus caballos hacia lo alto por debajo de los pinos, donde no pudieran ser vistos desde la casa o el patio.

—El lugar al que tengo que ir. Un lugar que frecuentan los Seres Buenos. Es una estrecha cañada que en otro tiempo fue testigo de una terrible masacre, hombres de Fortriu abatidos por los escotos. Tuala debe de haber ido allí.

—¿Por qué? —preguntó Gartnait sin comprender. Su voz sonaba extraña.

—Solía ir al Espejo Oscuro a buscar respuestas cuando estaba preocupada, disgustada, o cuando se sentía sola. Hay un lago oscuro, un lago en el que algunas personas pueden ver visiones… Allí es donde ella iría.

Siguieron cabalgando en silencio, adentrándose en las profundidades del bosque donde la luz del sol tan sólo penetraba débilmente. El follaje estaba húmedo y pegajoso, el suelo se hallaba cubierto de una gruesa capa de hojas en descomposición, de un rico color oscuro, que desprendían un olor acre bajo los cascos de los caballos. Un frío vapor se alzaba entre los árboles y flotaba a poca distancia de sus raíces nudosas, haciendo que sus zarcillos se alzaran para tejer una gélida red en torno a sus troncos. Bajo el dosel de ramas retorcidas, la niebla que cubría las cuestas era tan espesa que Bridei no alcanzaba a ver a más de tres pasos por delante. Al final bajó del lomo de Espuma y avanzó a pie con la mano en el cuello del caballo. Por detrás de él, Gartnait también desmontó.

—Aquí está —dijo Bridei—. Este es el sendero que conduce al Valle de los Vencidos. —No vio las piedras blancas junto al camino. Daba igual, él seguiría adelante, con Seres Buenos o sin ellos. Quizá Tuala se encontraba allí abajo, no más lejos que a un grito de distancia… Bridei no gritó—. Tendríamos que dejar los caballos aquí —le dijo a Gartnait—. El sendero es demasiado estrecho para ellos. Si vas a venir conmigo, hazlo ahora.

—Bridei…

No esperó a oír lo que su amigo quería decirle y se adentró en el precario y resbaladizo sendero, respirando pesadamente mientras las mangas se le enganchaban en el espinoso follaje que crecía a ambos lados. Algo se había adueñado de él, una nueva y sombría sensación de apremio, como si una voz lo estuviera llamando, una voz que era como un desafío: «¡Sal y pelea con nosotros! ¡Demuestra tu valía! ¡Demuéstranos de qué estás hecho!».

Apretó los dientes y avivó el paso. «Tuala, Tuala…». Ella era lo único que importaba. Sin ella no podía hacer nada. ¿Por qué Broichan no era capaz de entenderlo? ¿Por qué tampoco podía entenderlo Faolan?, ¿por qué nadie lo entendía? Tenía que encontrarla, tenía que detenerla…

Bridei soltó una maldición cuando algo pasó junto a sus pies a toda velocidad y estuvo a punto de hacerlo caer. Era una pequeña furia de pelaje gris que subió como una centella por el sendero proveniente de la cañada del Espejo Oscuro y se alejó adentrándose en el bosque.

—¡Que el Cuervo Negro nos asista! —exclamó Gartnait—. ¿Qué era eso?

Era Bruma, el gato de Tuala, que huía completamente aterrorizado o que iba en pos de una misión igual de urgente que la suya…

—Deprisa —murmuró Bridei, y bajó como pudo por el sendero hasta el borde del agua.

Al instante quedó claro que Tuala no se encontraba allí. Quizá hubiera estado antes, pero un frío intenso se había apoderado entonces del lugar, que estaba encerrado en un silencio impenetrable. Hacía tanto frío que al corazón le costaba latir y se helaba el aliento. Bridei se detuvo en el borde de las aguas oscuras. ¿Habría estado allí Tuala? Había marcas en la tierra, las huellas de unas botas pequeñas y las de las patas de un gato. ¿Dónde estaba ella? ¿Adónde había ido? Ya casi había anochecido. ¿Cómo iba a encontrarla en medio de la oscuridad de la luna nueva?

—Lo siento —dijo Gartnait a sus espaldas y a continuación sus manos le rodearon el cuello y apretaron con fuerza. Bridei se tambaleó, el corazón le latía a toda velocidad y le costaba respirar. Intentó con todas sus fuerzas zafarse de los dedos que le oprimían la garganta. Faltaba tan poco, estaba tan cerca y ahora… ¡En nombre de los dioses!, ¿qué significaba aquello…? Gartnait tenía ventaja sobre él, era más alto, y ese día, a pesar de la larga cabalgada, también era más fuerte, un torno alrededor de su cuello… No podía respirar, todo oscurecía a su alrededor… Donal, ¿qué haría él?… Bridei arrojó su peso hacia delante e hizo que ambos perdieran el equilibrio. Al cabo de un instante estaba cayendo en las gélidas aguas del Espejo Oscuro y Gartnait, que seguía apretando su cuello para estrangularlo, cayó con él.

Tuvo lugar una lucha encarnizada para sobrevivir. El agua estaba mucho más fría que la de cualquier estanque normal, incluso en la época del solsticio. Helaba la sangre en las venas. Gartnait, que siempre fue mejor nadador, mantenía a Bridei bajo el agua… No había tiempo, no había tiempo… Bridei luchó por todas las cosas que importaban en su vida: por la lealtad de Breth y la amabilidad de Garth, por la extraña y renuente amistad de Faolan, por el fuego del hogar de Pitnochie y las banderas que ondeaban sobre el campo de los confines de Galany por los fuertes y feroces ojos de Drust el Toro y el cuerpo retorcido de un guerrero tatuado, por la disciplina y los muchos años de enseñanza de Broichan, por Tuala, sobre todo por ella… ¡Dioses! Gartnait era fuerte. No se había dado cuenta de lo fuerte que era…

—¿Por qué? —resopló Bridei cuando las manos de Gartnait se aflojaron un momento en medio de la confusión de la pelea—. ¿Por qué?

No hubo respuesta; sólo vio fugazmente el rostro blanco del que había sido su amigo, su mirada furiosa y perdida, y luego volvió a notar la presión.

—Lo siento —dijo el hijo de Talorgen con un susurro jadeante, y empujó la cabeza de Bridei de nuevo bajo el agua.

Se estaba ahogando. Moriría… Un intenso dolor le invadía los pulmones y en su cabeza se amontonaban visiones embarulladas y distorsionadas… En algún lugar debajo del agua ladraba un perro…

Se hallaba en las profundidades de la tierra, mecido por la oscuridad, hecho un ovillo, como un bebé durmiendo. Por encima de él las raíces de los grandes robles se abrían camino, lenta e inquisitivamente, a través de capas y más capas de tierra, y en torno a los tortuosos senderos que trazaban se deslizaban los caminos menores de una miríada de criaturas diminutas: escarabajos, luciones y larvas serpenteantes. Sus pequeñas excavaciones, sus cuevas, pasadizos y almacenes minúsculos convertían la tierra en un laberinto, en un mundo invisible bajo la boscosa ladera, el campo cubierto de hierba, el páramo poblado de brezo… Estaba enterrado bajo tierra… Estaba atrapado… «¡Tuala!».

—Olvídate de tu cuerpo, confía en tu mente. —La voz de Broichan le llegó fuerte y profunda—. Utiliza lo que has aprendido.

—No pasa nada, Bridei —era la voz clara y suave de Tuala. Le entraron ganas de llorar—. Puedes hacerlo.

Tenía que pensar. Debía pensar en la Diosa Madre, en cuyos brazos yacía y cuyas normas regían las pequeñas historias de cada uno de ellos, tanto del rey de Fortriu como de un niño expósito, tanto del gran águila que planeaba como del más pequeño de los animales excavadores. Ella los contenía a todos; a cada uno le garantizaba cierto tiempo. Ciertas oportunidades, y cuando juzgaba que ya era suficiente, venía el prolongado sueño. Aquel no era su momento. La Diosa Madre, en cuya matriz descansaba entonces, tranquilo y a salvo, caliente… por fin. Sus manos eran fuertes, su alcance amplio, desde las cañadas del oeste hasta las costas junto a la fortaleza del rey, desde las más suaves colinas de Circinn hasta los rocosos picos pelados del noroeste… Todo era una sola cosa, igual y única; su amor existía en todas partes… El gran reino de Fortriu, que ahora lo necesitaba…

«No suplicaré por mi vida —oró Bridei en silencio—. Me pondré en tus manos. Deja que la encuentre. Tengo que seguir adelante; tengo que estar al frente. Yo no hago tratos. No soy tan estúpido como para atreverme a poner a prueba la voluntad de los dioses de este modo. Yo amo. Confío. Déjame seguir adelante en este viaje…».

Sintió el agua en torno a él. Unas extrañas y maravillosas criaturas nadaban por todas partes como resplandecientes bolas de color con miembros atenuados. Peces achaparrados y de ojos desorbitados o alargados, delgados y tachonados con púas amenazadoras. Había un ser parecido a la bestia marina de las islas y un pequeño perro blanco con cola de salmón. Describían círculos alrededor de él en una danza extravagante, deslumbrándole y seduciéndole. No veía a Gartnait. Fuera cual fuera el reino al que había viajado, parecía ser que su amigo no lo había seguido. Pero había alguien más allí. Por encima de él, en la superficie, una chica nadaba. Trataba de mantenerse a flote, pero sus pesadas vestiduras grises la arrastraban hacia el fondo. Veía sus pies pequeños y pálidos pataleando cada vez con más debilidad a medida que el frío y el cansancio minaban su resistencia. Sus brazos se movían sin fuerza bajo el agua, sus ojos le miraban fijamente, su cabello oscuro flotaba en torno a su rostro como frondas de gráciles algas…

«¡No!», gritó Bridei, pero el agua convirtió su grito en burbujas inútiles. Agitó los pies enérgicamente, extendió las manos hacia arriba, ella estaba allí mismo, a dos brazos de distancia por encima de él, podía tocarla, podía salvarla… Uno de sus pies quedó atrapado, no podía moverse… Miró hacia abajo, sus movimientos eran lentos en el agua. Algo lo estaba sujetando, una tira de alga enredada, un trozo de red, un pedazo de cuerda… «¡Tuala!», gritó, y las burbujas se alzaron y estallaron junto al rostro de la chica que se ahogaba. «¡Tuala!».

—Utiliza lo que te hemos enseñado. —Le llegó la voz del calvo y panzudo Erip—. Agua. Mareas. Flujo y reflujo.

Flujo y reflujo. La Brillante. Bridei cerró los ojos, se imaginó la forma llena, redonda y majestuosa de la diosa tal como la había visto una vez en el Solsticio de Invierno, contemplando los tranquilos campos de Pitnochie. Encantadora, buena y sabia. Ella no dejaría que su hija se fuera de ese modo, de una forma tan cruel; no cortaría su camino tan pronto. «La quería cuando era un bebé», dijo él, y las burbujas llevaron sus palabras silenciosas hacia arriba, hacia la luz. «La quería cuando era una niña pequeña. La quería como a mi amiga del alma. La quiero como mujer y la quiero como a tu hija».

—Mira a tu alrededor… —la voz seca de Wid le susurraba al oído—. Observa, chico, observa.

Peces que pasaban como flechas, algas que se movían empujadas por la corriente, rocas oscuras en el fondo, lodo blando… Allí, junto a su pie, enredado en torno al cierre de su bota, había un cordel, una cuerda, que lo sujetaba… Era eso lo que lo mantenía hundido. Bridei alargó las manos, agarró la cuerda y tiró de ella hasta romperla. Con el pequeño cordel en la mano, pataleó para salir a la superficie. Ahora podría alcanzarla… ¿Dónde estaba? ¿Adónde se la habían llevado? Arriba, en algún lugar, más allá del agua, un perro estaba ladrando…

Cuando salió fuera del agua y notó el calor, vio el resplandor de luz al tiempo que sus pies se movían sobre tierra firme. El perro estaba allí, no tenía cola de pescado, sino cuatro patas, blancas y peludas, y estaba frente a él, vigilándolo. Sus ladridos eran demasiado fuertes para tratarse de un sabueso tan diminuto. Ya lo había visto antes, hacía mucho tiempo, en una visión, montando guardia fielmente junto a un guerrero caído. En torno a ellos se arremolinaba y resplandecía el fuego, que desprendía unas grandes y palpitantes oleadas de calor. Era como si estuvieran en el rugiente centro del mismísimo Guardián de las Llamas. «Tuala». ¿Adónde había ido? ¿Al interior de aquella masa de ardientes llamaradas? ¿Más allá del espacio y el tiempo, en un viaje que él no podía compartir? No podía ser. No debía ser. Él era Bridei, hijo de Maelchon, educado en la casa de un druida y destinado a ser el líder de Fortriu, y no dejaría que los Seres Buenos se la llevaran. Se llenó de aire los pulmones, lenta y metódicamente, tal como le había enseñado a hacer Broichan. Bajó la vista hacia el perrito, que se quedó en silencio, mirándolo. Entonces, los dos a la vez, dieron un paso adelante y se adentraron en el fuego.

No fue exactamente dolor, más bien fue una sensación de desprendimiento; una capa detrás de otra, piel, carne, venas, músculos, huesos, mente, corazón, todo desapareció, todo se consumió en el blanco calor de la purificación, todo quedó sacrificado a la voluntad del dios… Sólo quedó la esencia, el coraje, el espíritu que yacía en lo más profundo de todo hijo verdadero de Fortriu, de toda hija verdadera, marcándolos para siempre como hijos de la sangre… Era el grano, la semilla, el núcleo que significaba que siempre seguirían adelante. Fueran cuales fueran las pérdidas, el dolor, aquella verdad interior les aseguraba que nunca serían vencidos… «Fortriu», jadeó Bridei mientras la llama lo chamuscaba, y sintió el pulso latiente del fuego como si su pecho fuera un tambor de guerra y los golpes del dios cayeran sobre él con fuerza y rapidez, haciendo sonar una furiosa y desafiante música. «¡Fortriu! ¡Fortriu!».

Tenía la boca abierta, la mandíbula floja. Había ramitas y hojas bajo su rostro. Tenía frío. Sus ropas estaban empapadas y alguien le presionaba los costados con unas manos crueles, un apretón rítmico que le dolía, ¡dioses, cómo dolía! ¿Por qué no paraban?, ¿acaso no sabían que ya estaba muerto, que ya había muerto tres, o quizá cuatro veces? Se le llenó la garganta de un borbotón de líquido repugnante y se atragantó.

—Déjalo ya, Gartnait… Ya has hecho suficiente…

La presión cesó. Un par de manos lo agarraron de los hombros y lo volvieron de lado. Alguien intentaba despojarlo de la ropa mojada. La túnica y la capa que, por lo visto, todavía llevaba.

—¡Maldita sea, Bridei! —dijo alguien—. ¿No puedes ayudarme un poco? Sácate esto, deprisa, y esto… Si hubiera algunos dioses para los que estuviera preparado a dar crédito, ahora mismo les estaría dando las gracias…

Esa voz tenía un acento gaélico y sin duda no era la de Gartnait. Bridei estaba entonces apoyado en los codos, mirando hacia un cielo que conservaba los últimos trazos de penumbra de la puesta de sol, y un pequeño perro blanco le lamía la cara con mucho entusiasmo. Era un perro de verdad, de carne y hueso. ¿Acaso lo había liberado de su prolongada vela? Cien años de espera…

Intentó sentarse. Le deslizaron una túnica seca por la cabeza. Sentir sus cálidos pliegues sobre su piel fría y mojada fue una delicia. Al cabo de un momento una capa de lana le cayó por encima de los hombros y se arrebujó en ella. ¿Quién hubiera imaginado que una cosa tan simple podía llegar a ser un regalo tan maravilloso? Volvió la cabeza.

—No pongas esa cara —dijo Faolan, que estaba en mangas de camisa—. Hay un hombre muerto.

Bridei miró. Gartnait yacía tumbado de espaldas junto a la orilla del Espejo Oscuro, con su cabellera pelirroja casi metida en el agua y los ojos abiertos a la noche.

—No pude hacer nada por él —dijo—. Ya estaba muerto cuando le saqué del agua. En cuanto a ti, has sido más estúpido de lo que yo creía. En nombre de todo lo sagrado, ¿qué ha ocurrido aquí?

Bridei no respondió. Tenía la mirada fija en la cuerda insignificante que su mano seguía agarrando, un talismán tejido con dos ramales de cordón fuerte, atados y entrelazados de manera intrincada.

—Tuala… —susurró—. ¿Dónde está? ¿La has visto? ¿Está aquí? —Su mirada recorrió las rocas, las orillas, el sendero lleno de maleza; escudriñó la superficie del agua oscura.

—Ni rastro. Sólo vi a tu amigo y al final te vi a ti, cabeceando en medio del lago. Y al perro, que tuvo su papel a la hora de sacarte del agua. ¿Adónde habrá ido ahora? —Faolan miró hacia la creciente oscuridad—. No importa —dijo—. Los caballos no están lejos; tenemos que llevarte a un lugar cálido y resguardado antes de que se vaya del todo la luz. No tengo intención de perder mi bolsa de plata sólo porque se te metió en la cabeza irte a nadar el día del Solsticio de Invierno.

—Tuala —repitió Bridei, mientras sus dedos se movían distraídamente por el cordón que sostenía, anudando, atando y uniendo los extremos sueltos, como si aquel movimiento pudiera ayudarle a pensar—. Tengo que encontrarla… ¿Adónde la han llevado?

—Bridei —le dijo Faolan con un tono sereno y amable, como si le estuviera siguiendo la corriente a un niño caprichoso—. Gartnait está muerto. Tú has estado a punto de ahogarte y te he dado casi toda mi ropa. Ya prácticamente es de noche. Debemos bajar hasta la casa. Ahora. Vamos a buscar los caballos.

El perro ladró desde lo alto del sendero, con un tono agudo y apremiante.

—Debemos salir de aquí. El aire es muy frío. Vamos, Bridei, deprisa. Apóyate en mí.

—Aire —empezó a decir Bridei—. Tierra, agua, fuego y… aire. El aire es la prueba final. Aire, alas, vuelo… El águila… volando. ¡Oh, dioses! —Se puso de pie de un salto, echó a correr hacia el camino y Faolan, maldiciendo, corrió tras él.

Más arriba! ¡Más arriba! —exclamaron las voces. La rodeaban por todas partes, estridentes, inevitables—. ¡Sube! ¡Sube! —Estaba tan oscuro que apenas distinguía el camino delante de ella. Le dolían las manos y los pies a duras penas podían sostenerla. Pero entonces había algo que la empujaba a avanzar desde el exterior, una fuerza demasiado poderosa para resistirse. Había llegado el momento de pasar al otro lado. Era hora de dejar atrás las cosas malas.

Siendo niña había escalado el Rasguño del Águila sin pensárselo, ágil como una marta. Ahora era distinto. Sus pies resbalaban; tenía las manos llenas de sangre y no podía agarrarse bien a las rocas; respiraba con mucha dificultad. Tenía los dientes tan apretados que le dolía la mandíbula. ¿Dónde estaban Madreselva y Telaraña? ¿Por qué no estaban con ella si habían prometido ayudarla? No había ni rastro de ellos; sólo las voces, que cantaban, llamaban, gritaban. Resonaban dolorosamente en su cráneo. Arriba, arriba. Un paso tambaleante, una mano débilmente asida, la respiración temblorosa. No había elección; debía seguir subiendo.

Tuala llegó por fin a la losa de la cima del Rasguño del Águila, el lugar en el que dos niños se habían sentado juntos en los días de verano, compartiendo una comida frugal y la silenciosa compañía del otro. Verano… Aquellos días iluminados por el sol, aquella sencilla felicidad parecían entonces un sueño, lejano, distante, que nunca podría alcanzarse de nuevo. Se dejó caer en el suelo, tenía las piernas demasiado débiles para sostenerla.

—¡Sube! ¡Sube! —gritaron las voces—. ¡Más arriba! ¡Más arriba!

No había ningún otro sitio adonde ir. No podía ir a ninguna parte salvo a la pequeña cúspide rocosa en la que se había parado de niña, dando vueltas y más vueltas al viento mientras que Bridei fingía no tener miedo de que se cayera.

—¡Arriba! ¡Arriba!

Se obligó a ponerse de pie y subió a la roca más alta. Era muy pequeña; no recordaba que fuera tan pequeña, ni que estuviera tan alta. Bajo ella el Rasguño de Águila caía en picado y se sumía al fondo en una completa oscuridad. En lo alto, los últimos indicios de luz se desprendían de un cielo que tenía el color de las sombras, el color del sueño, el color de los ojos de la Diosa Madre.

—¡Aaaa…! —suspiraron las voces cuando Tuala se quedó de pie, temblando bajo su capa mojada, envolviéndose el cuerpo con los brazos—. Ahora, este es el momento… Ven…

Ante ella sólo había el vacío. Apretó los dedos sobre el tejido de la capa; sus pies se movieron vacilantes sobre la húmeda superficie de la roca. A Tuala nunca le habían dado miedo las alturas; en realidad, nunca había entendido ese miedo. Pero en ese momento, de repente, la cabeza empezó a darle vueltas y se le hizo un nudo en el estómago al mirar hacia abajo, hacia un abismo de oscuridad. «Ven…». ¿Qué podían querer decir?

—¡Hazlo ahora, Tuala! —Esa era la voz de Telaraña, suave pero insistente, no era una invitación sino una orden—. Sabes que puedes hacerlo. Haz lo mismo que hiciste para nosotros en Banmerren. ¡Cierra los ojos, extiende los brazos y vuela! ¡Vuela hacia nosotros, hermana mía! ¡Olvida el cansancio! ¡Deja atrás el dolor y el pesar! ¡Ahora, Tuala, ahora!

La verdad era que daba lo mismo, pensó Tuala. ¿A quién le importaba si volaba o si caía? Tanto si se convertía en el búho de su imaginación y se elevaba en el cielo nocturno cruzando un margen invisible hacia la tierra más allá de los sueños, como si se caía y quedaba al pie del Rasguño del Águila como una vasija rota, el mundo no cambiaría en absoluto. Bridei seguiría adelante sin ella. Se lo contarían, derramaría algunas lágrimas y luego la olvidaría. Sería rey; tendría una vida demasiado activa para ocuparse de pequeños pesares. Tuala respiró hondo, cerró los ojos apretándolos con fuerza y extendió los brazos.

Algo le rozó los tobillos, algo suave como una pluma pero insistente y real, que le hizo perder el equilibrio. Soltó un grito ahogado y se tambaleó sobre las rocas. Abrió los ojos de golpe; se esforzó para no caerse. Bruma dio un salto sin previo aviso y, al coger al gato en sus brazos, Tuala notó el dolor punzante de las uñas del animal clavadas profundamente en sus manos. De algún modo aquel dolor fue lo peor de todo, como un último golpe, una traición final de aquellos a los que había amado y en los que había confiado. Bruma siguió aferrado a ella; las zarpas se hundieron aún más en su carne. ¡Dioses, cómo dolía…!

—¡Ahora, Tuala! —gritaron las voces—. ¡Ahora, ahora! ¡Vuela!

Ella no podía moverse. Mientras permanecía allí clavada, con el viento nocturno azotándole la capa, resbalándose en la roca y sintiendo las garras del gato penetrando en sus manos llenas de sabañones, Tuala reconoció la verdad. Estaba el dolor, el pesar, el miedo a caer, el terror a lo desconocido, pero también el fuego del hogar, los banquetes con pan de avena y manzanas crujientes, la risa irónica de los ancianos y Bridei… Su sonrisa, su piel, su beso… Las manos de Tuala se asieron con más fuerza y apretó el suave y cálido cuerpo del gato contra su pecho. Amaba todas esas cosas. El dolor, el miedo, la sabiduría y el júbilo formaban parte de ella, significaban estar vivo. Formaban parte de ser humano. No sabía de dónde venía ni quién era, pero no tenía la menor duda de que pertenecía a este mundo y no al otro.

—¡Vamos, Tuala, ven! —gritó Telaraña, y Tuala creyó distinguir, en el mismísimo límite de su visión, un atisbo de resplandor sobrenatural, un destello de color brillante. Oyó algunos compases de una música maravillosa capaz de proporcionar consuelo a los espíritus. Le pareció percibir un dulce aroma en el aire, parecía una mezcla de todas las especies de flores primaverales. Le llegaba con la brisa más agradable que nunca había cruzado por los meandros de la Cañada. Todas las cosas buenas se encontraban al otro lado de ese margen… Era una estupidez desperdiciar todo aquello simplemente porque…, sólo porque…

—Ven, Tuala. —El tono de voz más bajo de Madreselva, suave, seductor, con la calidez de una promesa—. Lo único que te hace falta es dar un paso. Sabes que esto es mejor para Bridei, es mejor para los dos… Ven a casa, niña querida…

Tuala cerró los ojos. Bruma… Tendría que volver a dejar a Bruma.

—Bien, bien —murmuró Madreselva—. Cierra los ojos y dame la mano… «¡Tuala!».

El corazón le latía con fuerza; la cabeza le daba vueltas. De pronto las lágrimas cegaron sus ojos.

«¡No me dejes, Tuala! ¡Te amo!».

Su voz sonó distorsionada por el terror, pero ella supo al instante que Bridei estaba cerca. Había ido a buscarla. Tuala volvió la cabeza y escudriñó la oscuridad. El viento se aferraba a su ropa, fuerte y con insistencia. Se tambaleó. Caerse entonces, ahora que se había producido el milagro, sería demasiado cruel…

—Dame la mano. —No era Madreselva, era un desconocido que extendió los brazos hacia ella, la agarró por las dos manos y la ayudó a bajar de la cúspide a la relativa seguridad de la losa. Tenía unas manos cálidas y fuertes; Tuala se aferró a ellas, le temblaba todo el cuerpo. Cuando pudo hablar lo hizo con el tono hiposo e irregular de un niño aterrorizado.

—¿Bridei? —dijo.

El desconocido se apartó y Bridei se acercó y la estrechó fuertemente entre sus brazos. Tuala notó su corazón latiéndole contra su mejilla, él besó sus cabellos. Bridei respiraba con dificultad, tal vez lloraba; ella notó cómo temblaba. Lo abrazó con todas sus fuerzas; sus sentimientos eran demasiado intensos para describirlos, demasiado confusos para comprenderlos. Lo único que importaba era que estaba viva y que él había ido a buscarla. Ocultó el rostro en su pecho, notó el suave tacto de sus manos en su larga cabellera suelta y lo oyó susurrar en un tono que nunca había usado antes:

—Tuala, Tuala… —Su voz era ronca y queda; parecía una plegaria.

Al cabo de unos instantes el otro hombre carraspeó.

—Bridei —dijo.

Tuala se dio cuenta de que Bridei estaba frío como el hielo y de que el otro hombre no llevaba ni una túnica, ni un jubón, ni una capa que lo protegiera del frío penetrante de la noche del solsticio. Curiosamente, había un perro pequeño sentado a los pies de Bridei.

—Debemos marcharnos —prosiguió el desconocido—. Tu joven dama está en un estado igual de lamentable que el tuyo. Doy gracias a mis patronos por haberme contratado únicamente para protegerte hasta la asamblea, pues la perspectiva de intentar haceros mantener la disciplina a los dos me llena de inquietud. Volvamos a por los caballos enseguida. Necesitamos un fuego y ropa seca. ¿Podrás bajar?

Por lo visto el desconocido se dirigía a ella. Tuala abrió la boca para responder que podría hacerlo, por supuesto, pero cuando trató de poner un pie delante del otro todo empezó a tambalearse y a dar vueltas a su alrededor y fue el brazo de Bridei lo único que evitó que se desplomara. Bruma ya había emprendido el empinado camino de bajada; el perrito blanco permanecía sentado obedientemente con la mirada fija en Bridei. Su pálida figura brillaba en la oscuridad como una tenue almenara.

—Voy a… —empezó a decir Bridei, pero su compañero se le adelantó, levantó a Tuala en sus brazos y avanzó hacia el sendero.

—No vas a hacer nada parecido. Soy yo el que está al mando, al menos hasta que hayamos vuelto a Caer Pridne. Baja hacia los caballos con prudencia y déjame la dama a mí. Ya tendréis tiempo suficiente el uno para el otro cuando estemos en la casa. Vamos, Bridei. Te estás cayendo de agotamiento, a pesar de todos tus esfuerzos por disimularlo. Nadie espera que demuestres la fortaleza del mismísimo Guardián de las Llamas. Todavía no, al menos.

—La casa… —murmuró Tuala mientras la conducían por el escarpado camino—. Allí no hay nadie… Está todo cerrado…

—Ahora sí que hay gente —dijo el hombre—. Un fuego, comida, camas calientes. Déjalo en nuestras manos, mi señora. Te llevaremos a un lugar seguro.

Ella cerró los ojos y se rindió al lujo inimaginable de no tener que decidirlo todo sola. Al pie del sendero aguardaban tres caballos.

Fortuna —dijo ella en voz baja, y sonrió al ver aquel conocido pelaje moteado y la forma angulosa del viejo amigo de Donal.

—Es Fortuna, en efecto —dijo el hombre que la llevaba en brazos. La depositó sobre una yegua blanca, una criatura encantadora que permaneció quieta y mansa, y luego ayudó a montar a Bridei, que rodeó la cintura de Tuala con sus brazos, sosteniéndola firmemente contra él. A continuación Faolan subió a lomos de Fortuna de un salto y cogió al tercer caballo por las riendas.

—¿Qué hacemos con…? —preguntó entonces mirando a Bridei.

—Por la mañana. Algunos de los hombres pueden venir a buscarlo. Debemos llevar a Tuala a un lugar resguardado, está herida y muerta de frío.

—Sí, es cierto. Y tú casi te ahogas y has recibido un buen golpe en la cabeza. Vamos pues. Avanza con cuidado; ahí debajo de los árboles está tan oscuro como la boca de un lobo.

La criatura que los llevaba a Bridei y a ella parecía tener más afinidad con aquel otro reino, pensó Tuala mientras avanzaban lentamente, con ese mundo cuya música y luz, cuyas maravillas y secretos había visto fugazmente, sólo durante un momento, antes de que el poder de su propio mundo la hubiera arrastrado de vuelta. Mientras cabalgaba, las voces seguían llamándola desde arriba. Pero no parecían enojadas, decepcionadas o acusadoras, como podría haberse esperado, al contrario, estaban entonando una canción de reconocimiento y despedida, una especie de himno en el que no podía oírse nada más que su nombre y el de Bridei, y una muda guirnalda de melodía los rodeaba por todas partes.

Afortunadamente la noche no estaba tan llena de sombras y pudieron encontrar el camino de vuelta a casa. El perrito trotaba silencioso delante de ellos. Su blanca forma cabeceaba y parecía poseer una luz propia que guio a los jinetes por lugares seguros hasta que llegaron a la linde del bosque y vieron las antorchas llameantes más abajo, los vigilantes guardias, el tejado de paja y el humo que se alzaba de la casa de Broichan bajo los robles. No había nieve acumulada en los escalones; no había ninguna tranca de hierro en la puerta. Cuando se acercaban a la entrada, la puerta se abrió y una luz cálida se derramó hacia ellos, acompañada de voces y de los ladridos de excitación de los tres sabuesos de Pitnochie, que salieron del interior. El perrito se mantuvo firme, fiel y desafiante entre el caballo blanco y el peligro. Entonces, cuando Bridei se deslizó de la yegua y alzó los brazos hacia Tuala, una figura oscura apareció en la entrada, iluminada por la luz dorada del fuego del hogar y la acogedora lámpara. Broichan observó en silencio mientras su hijo adoptivo tomaba en brazos a la muchacha y atravesaba con ella el umbral hacia el interior de la casa.

El calor, el ruido y los olores sabrosos marearon a Tuala que, de pronto, fue consciente de su agotamiento, del dolor que sentía por todo el cuerpo, de su apremiante necesidad de beber agua. Todo se movía confusamente a su alrededor; la única certeza eran los brazos de Bridei que la sostenían con seguridad. La llevó hasta el salón y la depositó en un banco con el mismo cuidado que si se tratara de un cargamento de huevos recién puestos. Entonces lo oyó dar una serie de órdenes en tono autoritario. Broichan no había dicho aún ni una palabra.

—Cinioch, lleva a Brenna hasta la cabaña y traed ropa seca para Tuala, aquí no habrá nada de su talla. Mara, necesitamos agua caliente, está helada. Y también nos harán falta algunas cosas para Faolan, aquí presente, que me ha dado prácticamente todo lo que llevaba puesto…

Tuala echó un vistazo a su alrededor y vio que la casa estaba engalanada para la estación. Había coronas colgadas en puertas y ventanas, hojas lustrosas, bayas de color escarlata; junto a la chimenea había un enorme tronco del Solsticio de Invierno, listo para la ceremonia de apagar y reavivar los fuegos de la casa. Un intenso aroma a carne asada y pasteles de frutas llegaba de la cocina. Estaba claro que en la casa y en los patios había habido gente durante todo el día preparándose para el ritual. El establo vacío, los campos desiertos, los postigos cerrados de las ventanas, todo había sido un truco, una visión enviada para alejarla de Pitnochie y llevarla hacia el Espejo Oscuro. ¿Lo habrían hecho Telaraña y Madreselva? ¿Por qué habrían sido tan crueles? A menos que todo hubiera sido un truco: sus palabras persuasivas, el largo y solitario viaje… Quizá había sido una prueba… de lealtad…

—Bridei —dijo Faolan—, déjame a mí, ¿quieres? El que más necesita ropa seca y agua caliente eres tú.

—En efecto. —Broichan habló por fin, y su voz profunda despertó el antiguo terror de Tuala. El druida la despreciaba; quería que se fuera. Nada había cambiado. Ella volvió la cabeza contra el pecho de Bridei, detestando su propia debilidad, y notó que los brazos del muchacho la abrazaban con más fuerza contra su pecho—. No importa lo que haya pasado ahí fuera, mi casa os proporcionará calor y refugio a todos —dijo el druida—. Las mujeres se ocuparán de Tuala. En cuanto a ti, Bridei, emprender este viaje cuando acababas de salir de tu lecho de enfermo no fue el acto de un hombre prudente. No eres el de siempre. Tienes que comer, beber y descansar. Deja las decisiones para los demás, al menos de momento. Ya habrá tiempo suficiente para hablar por la mañana.

Bridei no se movió.

—Lo digo en serio, Bridei. Deja que Mara se lleve a Tuala. Debes descansar y recuperarte.

—Ya no soy un niño —la voz de Bridei sonó fría, controlada; era la voz de un hombre, de un líder. Se hizo un repentino y profundo silencio en la estancia en torno a él. Tuala tenía los ojos cerrados, pero notó que todo el mundo lo observaba—. Tenemos muchas cosas de las que hablar y no voy a esperar a mañana. ¡Mara! Dejo a Tuala a tu cuidado y al de Brenna, de momento. Faolan, quédate tan cerca de ellas como te permita la decencia. No se le va a tocar ni un pelo de la cabeza, ni se va a hacer ni un solo comentario desagradable en su presencia. Sabed, todos vosotros, que dentro de una semana me presentaré como candidato al trono de Fortriu. A partir de este momento, Tuala está bajo mi protección. La trataréis con cortesía, respeto y cariño. Tendríais que estar profundamente avergonzados de que tenga que deciros esto. —Sus brazos se aflojaron suavemente. Se puso de pie, pero retuvo la mano de Tuala entre las suyas. Ella abrió los ojos para encontrarse con un círculo de rostros petrificados de asombro, salvo el de Mara. La mujer ya estaba colocando una pila de ropa doblada junto al fuego para que se calentara y empujaba al montón de perros (que entonces ya eran cuatro) para apartarlos de su camino. El ama de llaves echó un vistazo a la impasible figura de Faolan.

—¿Y este quién es? —quiso saber—. En esta casa nunca ha habido lugar para los escotos, y no veo por qué tendría que cambiar eso ahora.

—Faolan es amigo mío —respondió Bridei simplemente—. Se ocupa de mis asuntos. Puedo confiar en él. Y ahora…

Soltó la mano de Tuala y volvió su dulce sonrisa hacia ella para tranquilizarla.

—No tardaré —le susurró.

A continuación cruzó la estancia en dirección a Broichan, lo que le supuso un esfuerzo impresionante. Tuala, que aguantaba la respiración, vio lo mucho que le costaba mantenerse derecho y firme. ¿Lecho de enfermo? ¿Y a qué se había referido antes Faolan con eso del golpe en la cabeza?

—Ven —le dijo Bridei a su padre adoptivo, y entraron los dos en los aposentos privados de Broichan. La puerta se cerró tras ellos.

—Dime —le preguntó Tuala a Faolan mientras que la gente trajinaba en torno a ellos—. ¿Qué le ocurre? ¿Qué ha pasado?

—Primero el baño y después las preguntas —dijo Mara con brusquedad cuando el ruido de los cacharros proveniente de la cocina indicó que Ferat había vuelto para preparar el festín del día del Solsticio de Invierno—. Y no sólo no permitimos que haya escotos mirando cómo se desvisten las mujeres en mi salón, sino que en momentos así ni siquiera permitimos la presencia de hombre alguno. ¡Fuera! Uven, llévate a este hombre a los dormitorios y búscale algo de ropa presentable, parece una rata ahogada. ¿Qué habéis estado haciendo, pescando serpientes en el lago? ¡Venga, vete!

—Ya oíste lo que dijo Bridei. —El tono de Faolan fue desapasionado.

—Sí, lo he oído, y no era necesario. Sé lo que está bien, siempre lo he sabido. Me ofende que el muchacho crea que no puede fiarse de mí.

—Las cosas están cambiando —señaló el escoto—. Vas a tener que acostumbrarte.

—Tal vez no estén cambiando tanto como dices —repuso Mara entre dientes al tiempo que echaba un vistazo a la puerta interior—. Y ahora vete, marchaos todos. No quiero ver a un solo hombre aquí dentro hasta que estemos listas. ¡Que el Cuervo Negro nos asista! ¿Qué has hecho, Tuala? Estás más flaca que un carrizo desplumado, y en cuanto a esas botas… Brenna, ayúdame con esto, ¿quieres? Manda a Cinioch a buscar la ropa. ¡Ferat!, ¿cuándo voy a tener esa agua caliente?

Tuala miró al escoto, que seguía de pie en el centro de la habitación con los brazos cruzados y una expresión inmutable en el rostro.

—No pasa nada —le dijo—. Puedes irte. Aquí estaré bien. Y gracias. Por lo visto eres un buen amigo de Bridei.

Faolan asintió con un movimiento de la cabeza y, sin decir nada, se dio media vuelta y salió de la habitación detrás de Uven.

—No se le pueden enseñar buenos modales a un escoto —refunfuñó Mara—. ¿De dónde ha salido eso? —El perrito blanco se había zafado de los perros más grandes y se hallaba entonces junto a los pies de Tuala, mirando con sus ojos brillantes.

—De muy lejos —respondió la joven al recordar las visiones del Espejo Oscuro, tanto las suyas como las que Bridei había narrado—. De un lugar muy, muy lejano. Creo que Bridei lo ha dispensado de una terrible responsabilidad.

Ferat y sus ayudantes aparecieron con un cuenco grande, no muy hondo, y unos aguamaniles llenos de agua caliente.

—Hay un perro en los bosques que no deja de aullar, noche tras noche. La gente dice que lleva cien años allí —dijo Mara, y miró a la criatura con recelo.

—Ya no creo que aúlle más —contestó Tuala—. Me parece que finalmente ha vuelto a casa.