Capítulo 8
La Piedra del Mago estaba considerada la más impresionante de todas las piedras de clan que delimitaban los antiguos territorios de los priteni. Era más alta que una persona y estaba grabada en ambos lados con ricos y elegantes motivos. En la cara norte se narraba un gran conflicto: en la parte superior, un rey y sus guerreros avanzaban hacia la batalla, el monarca a lomos de un caballo bajo y fornido y sus hombres marchando detrás, con las lanzas en ristre, el fino y fuerte cabello rizado cayendo sobre sus hombros y la mirada fija al frente. En la parte central se representaba una refriega en la que los priteni se enfrentaban a su enemigo; allí, el rey atravesaba el pecho de su adversario con la lanza. En la parte inferior podían verse las cabezas enemigas expuestas sobre unas picas y los cadáveres de los caídos colocados en ordenadas hileras. Junto a ellos, un sabueso devoraba un ganso. Quizá cada uno de los reyes tuviera una de esas criaturas como símbolo de su estirpe.
La cara sur de la gran piedra tenía un motivo menos formal, se trataba de un feliz y desenfrenado tributo a los dioses y toda la superficie estaba llena de pequeños grabados de todas las especies de animales que podían encontrarse en los reinos de los priteni: lobo, ciervo, zorro y tejón, marta y ratón de campo, anguila y salmón, toro, jabalí y carnero, todos ellos repartidos por la cara de la piedra en una maravillosa celebración de la vida. En las caras este y oeste de la Piedra del Mago había unos grandes remolinos de serpientes entrelazadas mientras que aquí y allá aparecían los rostros pequeños y sonrientes de hombres, mujeres o criaturas.
Bridei no la había visto nunca. La Piedra del Mago se encontraba lejos, al oeste, donde el lago del Rey se abría al mar, y en una mala estación los escotos se habían adentrado en el territorio y se habían hecho con el control de la ladera desde la que habían dominado generación tras generación. Fue Broichan el primero que le había descrito la piedra: «Es una verdadera maravilla, Bridei; no se trata únicamente del portentoso arte del grabador, sino que está cargada de la sabiduría de nuestro pueblo y llena del misterio de los antepasados». Más adelante, Erip le había contado que los extraños y diminutos rostros de los lados eran el toque del propio escultor, su contribución personal al diseño del conjunto; le había dicho que, si uno miraba con suficiente detenimiento, en todas las obras de arte se encontraban pruebas semejantes de la necesidad de romper con las pautas establecidas. Aquello había provocado una acalorada discusión con Wid; Bridei lo recordaba con cariño. Se imaginó a los dos ancianos eruditos en casa, en Pitnochie, dedicando aún sus días a interminables debates filosóficos. Estaba bien que tuvieran a Tuala como alumna ahora que él no estaba; era una muchacha inteligente y mantendría muy ocupados a esos dos viejos bribones. El hecho de pensar en ello, de imaginárselos a los tres delante de la chimenea del salón, explicando relatos, practicando algún juego o discutiendo algún tema de historia, hizo que Bridei se sintiera mejor. Saber que aquel mundo permanecía en Pitnochie aguardando su retorno era como saber que tenía un áncora para mantenerlo a salvo, o como estar seguro de que su espíritu seguiría siendo fuerte aun cuando tuviera que ver cosas impensables y enfrentarse a riesgos incognoscibles.
No era que Bridei tuviera miedo. Le habían enseñado a evaluar todas las situaciones, a sopesar las oportunidades y los peligros, a tomar una decisión y actuar en consecuencia. Las clases que había recibido de Broichan a lo largo de los años habían asegurado que reaccionaría de ese modo fueran cuales fueran los acontecimientos; Talorgen había comentado, cuando Bridei empezó sus ciclos de entrenamiento para la batalla entre los guerreros del Pozo del Cuervo, que en cuanto a conocimientos estratégicos, decisión y juicios sensatos el hijo adoptivo de Broichan tenía poco que aprender. Sin embargo, ningún joven, por prometedor que fuera, sabía de qué era capaz hasta que probaba por primera vez la guerra de verdad. La pequeña escaramuza en la que Bridei y Gartnait habían hecho un prisionero cada uno era una cosa. Una batalla genuina era otro asunto completamente distinto.
Talorgen los había entrenado con dureza. Los dos jóvenes habían llevado a cabo largas expediciones campo traviesa con un tiempo que helaría hasta al más resistente de los hombres; habían pasado hambre, habían sufrido agotamiento, enojo, aburrimiento. Bridei tenía la sensación de que a esas alturas ya debían de estar preparados para la guerra de verdad. De todas formas, sabía que tal vez uno nunca estaba realmente preparado.
El hecho de tener cerca a Donal le resultaba de ayuda. Él hizo todo lo que pudo para hablarle sin rodeos, para preparar a Bridei tanto para lo bueno como para lo malo.
—Recuerda lo que te dije una vez —le dijo Donal cuando estaban solos, aprovechando un momento de paz entre las interminables sesiones de entrenamiento. No tardarían en emprender la marcha a caballo y el ritmo de trabajo era implacable—. La primera vez siempre es la peor. Es cuando piensas en el hombre al que estás matando, en cómo se llama, en si tiene esposa e hijos, si tiene miedo, etcétera. En cualquier caso debes clavarle el cuchillo, porque si no lo haces te matará. Después ya aprenderás a sofocar esa parte de ti, la parte que hace preguntas como «¿Verdaderamente tendría que estar haciendo esto?». No piensas en ellos como hombres iguales a ti, piensas en ellos como enemigos, como malditos escotos que tienen la sangre de tus compatriotas en las manos y puras tinieblas en sus almas. Así pues, piensa que no atacas para matar a un hijo, un marido o un padre, atacas para destruir la pesadilla de Fortriu. No hay otra manera de hacerlo, Bridei. Parece extraño decirlo, pero la mejor forma de combatir no es con el corazón, ni siquiera con el estómago, sino con la cabeza. Fría, limpia, distante. No es un asesinato, sino una justa ejecución.
Bridei acogió sus palabras con silencio.
—Créeme —dijo Donal—, no puedes permitirte el lujo de tener escrúpulos. Por ese motivo nos entrenamos una y otra vez con espadas, lanzas, cuchillos, manos desnudas…, de modo que cuando llega el momento, no dudamos y actuamos. También ayuda a contener el miedo el saber los movimientos tan bien que podrías hacerlos en sueños. No pongas esa cara, Bridei. Tendrás miedo. Todos lo tenemos. Incluso Talorgen.
Bridei lo miró.
—No creo que tú lo tengas —observó—. Donal, vencedor en más batallas de las que puedo contar con los dedos de las manos y los pies, ¿no es eso lo que me dijiste una vez?
El guerrero sonrió.
—Dudo que me lo notaras cuando estoy en el campo de batalla —dijo—. El miedo es bueno si lo utilizas bien. Te mantiene despierto y alerta.
—No creo que vaya a tener miedo —dijo Bridei—. Creo que seré capaz de luchar con valentía.
—Sí. No tengo ninguna duda —dijo Donal—. Pero verás cosas que no te gustarán, cosas que pueden resultar difíciles de aceptar. No existe ninguna manera de preparar a un hombre para la muerte de sus amigos, ni para los actos de ferocidad de esos escotos. Son cosas que pueden permanecer contigo mucho tiempo.
Bridei no hizo la pregunta, simplemente miró a su compañero.
—He aprendido a dejarlas de lado —dijo Donal en voz baja—. A encerrarlas bajo llave dentro de mí, donde están mejor guardadas. En ocasiones regresan. A veces sueño. No muy a menudo. Un guerrero no puede permitírselo si quiere resultar útil.
Bridei consideró, no por primera vez, el hecho de que Donal, un hombre de mediana edad, no tenía esposa ni hijos. Cuando se le preguntaba por tales cuestiones personales, su maestro tenía la costumbre de quedarse callado. Bridei había aprendido a no preguntar.
—Estaré contigo, muchacho —dijo Donal—. No esperes que sea fácil, eso es todo.
—No soy estúpido —contestó Bridei, que notó que se sonrojaba.
—No, yo no he dicho nada semejante. Lo único que digo es que la sabiduría de un druida puede enseñarte muchas cosas, cosas que se escapan a la comprensión de un hombre simple como yo. Pero no puede prepararte para lo que vas a vivir en la batalla, como tampoco puede hacerlo todo el entrenamiento que Talorgen y yo podamos proporcionarte. Sólo quería que lo supieras.
—Ya lo sé —dijo Bridei, pensando en el Espejo Oscuro—. Los dioses me lo han mostrado.
—Ellos te muestran visiones fugaces, imágenes, sombras —comentó Donal—. Pero lo que tú vas a ver es sangre, encarnizamiento, miembros destrozados, cabezas cercenadas, mujeres violadas tiradas en el suelo, allí donde los indeseables las han dejado, niños aplastados, casas incendiadas… Son los olores y los sonidos que lo acompañan todo. Y lo peor es ver cómo tus compañeros se transforman de repente en unos desconocidos. Eso es lo más duro.
La voz de Donal había cambiado; Bridei le dirigió una intensa mirada.
—¿Qué quieres decir?
Donal se cruzó de brazos. Sus ojos adoptaron una mirada distante.
—Quizá no ocurra —dijo—. Quizá pases por ello protegido por el aliento de los dioses. ¡Ojalá sea así! Bueno, me parece oír que Elpin nos llama; debe de habernos llegado el turno de arrojar las lanzas. ¿Vienes?
Salieron del Pozo del Cuervo en cuanto las yemas de los abedules empezaron a hincharse y avanzaron Cañada abajo en grupos de diez. Dejaron atrás a una pequeña fuerza para que protegiera de los asaltos las propiedades de Talorgen; su familia había viajado hacia el norte, en dirección al lago de la Serpiente, rumbo a la seguridad de la corte.
El ejército de Talorgen contaba con cerca de cien hombres al partir. Por decisión de su adalid, se trataba de un ejército compuesto principalmente de soldados de a pie, aunque llevaban caballos con ellos, ponis de carga para que portaran los pertrechos y unas cuantas monturas que les permitían transmitir mensajes con rapidez cuando el terreno era adecuado. Había habido un debate sobre el tema: si el problema del forraje tenía más peso que la utilidad de los animales en el campo, donde un hombre montado tenía mayor visibilidad, alcance y velocidad. Hubo otra disputa en cuanto al uso de los lagos; las fuerzas y las mercancías podían transportarse rápidamente con una embarcación a vela o una barcaza, ahorrando así largas y tediosas marchas que minaban la energía de los hombres y les empañaban el ánimo. El argumento contrario era que los botes eran claramente visibles para los espías situados en las laderas abiertas por encima de los lagos del Mago y del Rey; si utilizaban el curso del agua, no contarían con el factor sorpresa. Además, llevar las embarcaciones por tierra hasta las corrientes que los enlazaban era igual de agotador que recorrer todo el camino a pie.
Al final se optó por el camino largo y lento, la ruta más encubierta. Los pequeños grupos iban por separado, acampaban cerca unos de otros pero sin mezclarse, borrando sus huellas lo mejor que podían y sin separarse del abrigo natural que les proporcionaban las rocas y los árboles de la orilla del agua. La atmósfera era realmente fría y lluviosa; tras la primera lluvia torrencial la ropa no se acababa de secar y Bridei se acostumbró al olor de las botas húmedas, al de la lana empapada en sudor y al de los cuerpos sucios apiñados. Conseguían la comida por el camino cuando podían para así conservar los víveres que llevaban los ponis.
Se habían puesto en camino poco después de la Fiesta del Equilibrio y el viaje se prolongó hasta que a algunos hombres se les oyó haciendo adustas bromas sobre que no llegarían a su destino hasta el día del Auge. Siempre que era posible, las marchas eran largas, pero la estación no siempre era favorable a sus esfuerzos y hubo ocasiones en que la niebla o la lluvia les obligaron a aminorar el paso y a avanzar con una lentitud exasperante. Tuvieron que detener su avance y permanecer varios días en la ribera meridional del lago del Mago debido a una dolencia que provocaba arcadas y diarrea. Perdieron a dos hombres a causa de ello, y los enterraron con una breve ceremonia antes de seguir adelante. El día se fundía con la noche y la noche con el día; la mayor parte de las comidas se hacían en silencio y los hombres eran como sombras oscuras y abatidas en torno a sus pequeñas fogatas.
Bridei llevaba la cuenta del paso de la estación con unas cuidadas líneas grabadas en una ramita de abedul que portaba en el macuto. Habían sido muchos días de camino, muchas noches de sueño inquieto. Enviaron a una avanzada de exploradores, pero no vieron ni rastro del enemigo. Gartnait refunfuñó diciendo que ojalá pudieran apresurarse, pues sus manos sentían el gusanillo de una garganta escota y no tendría tanto cuidado como la última vez con la seguridad de esos tipos. Donal le dijo que cerrara la boca, y lo hizo. Aquella noche no habían tenido más carne que compartir que la de un par de conejos para todo el grupo y sus estómagos protestaban.
En un punto en el que Bridei calculó que debían de estar aproximándose al puente que señalaba el extremo septentrional del lago del Rey, Talorgen llamó a los grupos para celebrar un consejo. Lo que había partido como una fuerza de casi cien hombres se había incrementado un tanto a su paso por la Gran Cañada. En aquellos momentos había allí otros dos jefes de clan: Morleo de Aguasluengas, alto, enjuto y con barba oscura, y Ged de Abertornie, un hombre extravagante y jovial dado a las prendas tejidas en colores vivos y elaborados dibujos de rayas y cuadros. Cada uno de esos líderes trajo su propio ejército de considerables dimensiones; el de Ged había adoptado la manera de vestir de su jefe, y Donal comentó, a sus espaldas, que los escotos los verían llegar desde mitad de camino del lago del Rey, pues resplandecían como almenaras vestidos de rojo, amarillo y verde.
El consejo fue formal; puede que hubiera varios líderes, pero todos entendieron que aquella era empresa de Talorgen, realizada en nombre del rey Drust y de todo Fortriu, y que cuando llegara el momento se tendrían que tomar decisiones con rapidez y eficacia, con una única voz. Tras consultar con Ged, Morleo y algunos de sus propios hombres de confianza, Donal entre ellos, Talorgen se dirigió a las fuerzas allí reunidas. Los hombres se habían congregado en un lugar en el que un afloramiento rocoso colgaba por encima de un claro natural. Por allí pasaba un arroyo y el suelo musgoso era como una esponja empapada, pero era el único espacio abierto lo bastante grande como para que todos pudieran ver a su adalid cuando hablara. Bridei se quedó detrás con Gartnait; se preguntó cómo se sentiría si Talorgen fuera su progenitor. Supuso que, como su padre Maelchon era rey, sin duda también se habría dirigido de ese modo a sus tropas en alguna ocasión, exhortándolas a tener valor. Bridei pensó que tal vez le habría gustado verlo. No sabía si Gartnait se sentía orgulloso de su padre; lo único que su amigo parecía tener en la cabeza últimamente era la expectativa de matar escotos.
—Somos un ejército poderoso —estaba diciendo Talorgen—, de corazón audaz y espíritu inquebrantable. Pero esta no es la clase de batalla en la que podamos cargar en masa, arremeter contra el enemigo y apabullarlo con la mera fuerza de nuestro ataque inicial. Ahora Gabhran de Dalriada ya conoce el terreno. —Hubo un abucheo general de desaprobación cuando se mencionó su nombre—. Su gente se ha establecido por todo lo largo y ancho de lo que antes era nuestro propio territorio.
—¡Y que volverá a ser nuestro! —gritó alguien lo bastante audaz, y otras voces se alzaron en su apoyo.
—En los Confines de Galany, donde se encuentra la Piedra del Mago, ahora hay un poblado fortificado. Nuestros espías nos dicen que no está muy bien guarnecido. Una guarnición de treinta hombres, quizás; más si se han enterado de nuestra llegada. También hay gente común y corriente, esposas e hijos, artesanos y esclavos.
—Escoria —comentó alguien entre dientes.
—Un ejército de nuestro tamaño podría tomarlo fácilmente. Pero estoy seguro de que sois conscientes de que mantenerlo sometido sería otra cosa distinta. Esa colina y el valle solitario que hay debajo fueron en otro tiempo las tierras de Duchil de Galany, uno de nuestros jefes de clan más valientes. Duchil fue asesinado en la última gran contienda contra los escotos. —Talorgen inclinó brevemente la cabeza—. Los supervivientes de su pueblo fueron expulsados; viven en el exilio. Fokel, hijo de Duchil, cabalgará con nosotros al final, él y sus guerreros.
Un par de hombres recibieron la noticia con una aclamación poco entusiasta; la mayoría guardaron silencio. Bridei pensó que quizá habían oído lo mismo que él sobre Fokel, un hombre cuyo nombre rara vez se mencionaba sin ir acompañado de las palabras loco, salvaje o impredecible.
—Sabemos —siguió diciendo Talorgen— que podemos tomar el poblado y la colina. También sabemos que, en cuanto nuestro ejército salga del bosque para cruzar el puente en la Cascada del Zorro, los centinelas de avanzada enemigos avisarán a sus líderes de nuestra aproximación. El aviso se extenderá por todas sus fortalezas y plazas fuertes y no tardará en llegar a oídos de su rey en Dunadd. La rapidez de su reacción depende de dónde se hallen desplegados ahora mismo sus combatientes; la información que poseemos al respecto ya está un tanto desfasada, creo. Podríamos someter los Confines de Galany durante un cambio de luna a lo sumo. Lo más probable es que las fuerzas de Gabhran nos rodearan mucho antes y nos encontráramos sitiados en lo alto de la colina. Os lo diré sin rodeos, soldados. Se trata de una misión simbólica; un anticipo de lo que les espera a las fuerzas de Dalriada. Entramos, atacamos y nos retiramos. Destruimos su plaza fuerte y tomamos rehenes: el jefe, las mujeres y los niños. Nos retiramos.
En opinión de Bridei, aquello tenía mucho sentido. Precisamente era el modo en que él mismo hubiera dirigido la misión de haber sido el jefe. Erip y Wid le habían enseñado la larga historia de aquella lucha. Los tres habían analizado exhaustivamente las grandes y sangrientas batallas entre Fortriu y Dalriada, los avances heroicos por la Cañada, los hostigados repliegues, las pautas de victoria y derrota. A Bridei le resultaba evidente que un ejército del tamaño del de Talorgen no podía mantener sometido durante mucho tiempo un territorio situado tan al oeste. Sin el refuerzo de los ejércitos de Circinn, Fortriu nunca haría retroceder a los escotos hasta su tierra natal. Aquellos hombres, sin embargo, no habían tenido el beneficio de su educación. Tenían la sangre caliente con el deseo de venganza; todas sus energías se concentraban en matar a los escotos. Resonó un coro de protesta.
—¿Retirarnos? ¡No nos hemos metido en esto para retirarnos!
—¿Y dejar que esa escoria se quede con las tierras que han robado? ¡Ni hablar!
—¡Yo digo que los matemos a todos!
Morleo de Aguasluengas, que estaba al lado de Talorgen, alzó una mano y los gritos pasaron a convertirse en un murmullo enojado.
—Esta operación —dijo en tono grave— es para ellos una señal de que somos audaces, rápidos e inteligentes; de que nuestros efectivos crecen y nuestras alianzas son fuertes. De que no hemos olvidado los males que han infligido a nuestro pueblo. Izamos allí la bandera de Drust el Toro, y junto a ella la del Pozo del Cuervo, la de Aguasluengas y la de Abertornie. —Le hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza a Ged—. También izamos las estrellas y la serpiente que son los antiguos símbolos de los propios Confines de Galany.
—Y luego —dijo el vivamente ataviado Ged— celebramos una ceremonia. Quizá la fiesta del Auge, quizá otro ritual. Permanecemos en aquella cima en torno a la Piedra del Mago y la consagramos de nuevo a nuestros dioses: al Guardián de las Llamas y a la Brillante, a la Diosa Madre y a la hermosa doncella Diosa de las Flores. Nos aseguramos de que nuestros cautivos estén presentes para ser testigos de ello. Soltamos a uno o dos para que se lo vayan a contar a Gabhran y a sus secuaces. Entonces nos retiramos. Volveremos con el tiempo. Regresaremos con un ejército más numeroso de lo que nunca hayan imaginado esos escotos.
Los guerreros manifestaron su aprobación a voz en cuello; Ged poseía unas maneras afables y un tono de voz enardecedor, y la sencillez de su discurso les llegó al alma a los soldados. Bridei no gritó con entusiasmo. Él tenía en la cabeza ese ejército, la fuerza que sería lo bastante grande para librar al territorio de la amenaza de Dalriada para siempre; el ejército que nunca podría congregarse hasta que Circinn acudiera en ayuda de Fortriu. Esto no podría conseguirse hasta que el reino dividido de los priteni estuviera unido y trabajara con un único propósito. Se fijó en los ojos brillantes de los soldados, sus expresiones orgullosas y resueltas, y supo que estaban pensando que lo harían el próximo verano o el otro. No pensaban más allá de las deslumbrantes palabras de esperanza. No sabían que la verdadera victoria tardaría mucho tiempo en llegar. En la víspera de la batalla tal vez tenía que ser así.
Avanzaron por la mañana, esta vez en grupos más grandes. Permanecieron con sus propios líderes, los hombres de Talorgen juntos, los de Ged y los de Morleo, si bien uno o dos soldados tenían amigos en los otros grupos y por la noche se compartían las fogatas junto con alguna que otra presa como una oveja entera asada —al granjero ya lo compensarían después— o la afortunada pesca de carnosas truchas. Se contaban historias y se entonaban canciones, siempre en voz baja. El tiempo mejoró; Talorgen decretó dos días de descanso y las ramas bajas de sauces y alisos se engalanaron con prendas de ropa que humeaban bajo el débil calor primaveral.
Ya no se hallaban lejos del puente de la Cascada del Zorro. El grupo principal no iba a avanzar más hasta que Fokel se uniera a ellos con sus hombres. Aquella banda de guerreros exiliados habitaba en las montañas cercanas a Cinco Hermanas. Era una zona sombría y apartada, y por lo que Bridei había oído, aquel adalid y su pequeño grupo de entregados seguidores habían desarrollado un temperamento acorde. Bridei se preguntaba si Fokel se conformaría con una incursión simbólica en el territorio de los antepasados por el que su propio padre había luchado y muerto. Se lo comentó a Donal cuando estaban en cuclillas junto al arroyo intentando quitar la suciedad acumulada en su ropa interior.
—Mejor que no lo digas en voz alta —murmuró Donal—, pues es indudablemente cierto. Creo que hubiera sido mejor que Talorgen hubiera dejado a Fokel fuera de esto. Pero no podía. Es el territorio de Fokel, es su casa. ¿Cómo no iba a decirle Talorgen lo que estaba planeado? Un riesgo calculado. Le ocasionó unas cuantas noches de insomnio. De todos modos, son más hombres y son buenos combatientes.
—La cuestión es: ¿a las órdenes de quién están?
Cada vez estaba más preocupado por la operación. Estaba de acuerdo con el plan de Talorgen; era el único que tenía sentido, dado los efectivos con los que contaban y la posición de su objetivo. Aprobaba la idea de celebrar un ritual en los Confines de Galany, pues en toda gran empresa debe reconocerse y honrarse el papel de los dioses.
Pero en su interior tenía la sensación de que aquello no estaba a la altura de lo requerido. ¿De qué servía aquella victoria simbólica si las banderas de Fortriu serían derribadas en el mismo instante en que las fuerzas de Talorgen se perdieran de vista? ¿De qué servía la feliz celebración del Auge cuando la Piedra del Mago seguiría en territorio enemigo para ser ignorada, injuriada y quizá hasta pintarrajeada? ¿Demostraba eso el debido respeto por los poderes antiguos que constituían la sustancia y el aliento de la tierra? En su interior, Bridei sabía que no era suficiente.
—Claro que —observó Donal al tiempo que retorcía una prenda empapada de un color indeterminado—, si puede, Drust utilizará a los rehenes para obtener concesiones por parte de Gabhran. Si capturas a un jefe de clan de alta cuna, o a un pariente de un hombre así, consigues bastante margen. Talorgen es previsor. Pareces estar muy dudoso, Bridei. ¿Qué mosca te ha picado? ¿Vuelves a tener escrúpulos?
—Sólo estaba pensando. —El joven colgó su ropa interior en una flexible rama de sauce e imaginó que a la puesta de sol no se habría secado del todo y conservaría esa humedad que se pegaba a la piel. Se acomodó en una roca cubierta de musgo y observó a los soldados mientras disfrutaban de aquel inesperado período de descanso: algunos pescaban, otros se dirigían colina arriba con arcos y aljabas, y otros se ocupaban de sus pequeñas tareas domésticas. Muchos estaban envueltos en sus mantas, profundamente dormidos.
—¿Pensando en qué? —preguntó Donal con aire despreocupado.
Pero Bridei no contestó. En su cabeza se estaba formando un plan, un plan tan descabellado que no podía creer que se le hubiera ocurrido a él. Era una locura, una de esas ideas que surgen de la emoción y no de una consideración equilibrada de riesgos y oportunidades. De todas formas, allí estaba, grandioso, inverosímil, totalmente disparatado: un acto simbólico que resonaría en las historias de Fortriu como una enorme campana de esperanza.
—No —murmuró para sus adentros—. No, me parece que no.
—¿El qué? —dijo Donal.
—Tú has estado en los Confines de Galany, ¿verdad? —le preguntó Bridei—. ¿A qué distancia se encuentra la colina de la orilla del lago? ¿Puedes dibujarme un mapa, aquí en la tierra?
Tuala se juró a sí misma y a la Brillante que a partir de ese momento sería fuerte. Recordó que Bridei había llegado a esa casa siendo muy pequeño, que él tampoco había tenido amigos ni familia y que se las había arreglado extraordinariamente bien. Incluso se había hecho amigo de Broichan. Cierto que si la educación de Bridei hubiese sido distinta quizá ahora no le resultaría tan difícil sonreír. Pero no había duda de que había sacado el máximo provecho de sus oportunidades y ella tenía que intentar hacer lo mismo, se lo debía.
Con Erip enterrado y Wid ausente se acabaron las lecciones. Mara dejó muy claro que no quería que Tuala ayudara en la casa. La cabaña de Brenna le estaba prohibida y los hombres no hablaban con ella. ¿Qué iba a hacer? Era una locura emprender la caminata hasta el Valle de los Vencidos cuando el invierno seguía aferrado con fuerza a la tierra y todos sus movimientos eran observados furtivamente por uno u otro miembro de la casa, como si de repente tuviera que convertirse en alguna especie de bruja malvada y lanzarles un hechizo.
Había momentos en los que deseaba hacer precisamente eso y se preguntó qué ocurriría si lo intentaba; pero Tuala no lo intentó. Una cosa era ejercitar un poco esos poderes en presencia de amigos de confianza como Erip y Wid, pero emplearlos delante de unas personas que ya la temían sería como acercar una cerilla a la yesca seca.
Practicaba la hidromancia en la relativa intimidad de su propia habitación utilizando un pequeño cuenco de bronce que había encontrado en un almacén. Era una vasija extraña con unas patas que parecían zarpas y unas asas en forma de dragón. Recordando los preceptos de sus maestros, Bridei entre ellos, trataba de aumentar sus habilidades y encontrar nuevas maneras de utilizarlas. ¿Cuál era el propósito de semejantes actividades sino aprender? Así pues, practicaba la invocación de imágenes relacionadas con un tema o asunto concretos, como la realeza o la antigua sabiduría de los símbolos, o la propia Pitnochie: los secretos y recuerdos que residían en lo más profundo de las gruesas paredes de piedra, en los pesados tapices de lana, en las habitaciones oscuras y llenas de humo. El lugar había visto a muchos habitantes, jefes de clan, familias y otros druidas como Broichan, aunque de esos había pocos. El suyo había sido un camino poco habitual. Había vivido largos años en la corte realizando el papel de consejero real y moviéndose entre negociantes. Después había regresado para residir allí como si fuera más un rico hacendado que un líder espiritual. Las apariencias engañaban; a Tuala no le hacían falta las imágenes del agua para saber que Broichan era ambas cosas y mucho más.
Cuando estaba demasiado tiempo sobre el cuenco de hidromancia, le quedaba el cuello dolorido y la vista cansada. A veces las visiones la entristecían; a veces le revolvían el estómago. No siempre era capaz de discernir qué lección podía aprenderse de ellas. El cuerpo roto y mutilado de un niño; hombres muriendo en su propia sangre, otros incapaces de hacer nada por ellos; un perrito agachado junto a su amo caído…
¿Qué otra cosa decían esas imágenes aparte de que en el mundo había mucha crueldad y pérdida y que el mismo género humano se buscaba sus tragedias? Eso ya lo comprendía; no había necesidad de que el agua le mostrara aquella lección una y otra vez. En ocasiones soñaba las mismas señales y augurios por las noches, cuando el cuenco estaba vacío y encerrado en una caja. Cuando eso ocurría, Tuala lo dejaba durante un tiempo. Era algo sobre lo que Bridei le había advertido una vez, que el abuso de ciertas capacidades mágicas podía conducir a la obsesión y de ahí a la locura. Una gran parte del arte radicaba en saber cuándo parar.
Tuala era consciente de que se estaba cansando. Le costaba dormir y los sueños eran un embrollo de ojos que miraban de hito en hito y de dedos que intentaban aferrarse, de cuchillos en el corazón y cuerdas alrededor del cuello, de gente que se marchaba y nunca regresaba. Con frecuencia no le apetecía comer. En la mesa era como si no existiera, las miradas de la gente pasaban por encima de ella y sus comentarios la excluían. El único que la miraba a los ojos era Broichan, y sus rasgos adustos parecían albergar o una remota desaprobación o una especie de evaluación que todavía la alteraba más, pues su aguda intuición le decía que el druida estaba haciendo planes.
A medida que transcurría la estación los días eran cada vez más despejados y Tuala huyó de la casa para encaminarse al bosque una vez más. Pareció costarle mucho más tiempo llegar al Valle de los Vencidos y las piernas le dolían por la caminata. El frío de principios de primavera le hacía daño en el pecho y cada respiración suponía un esfuerzo. ¡Cómo había cambiado todo!, pensó mientras descansaba apoyada contra el tronco cubierto de musgo de un abedul. ¿Cómo había llegado a estar tan inmersa en el sufrimiento que ni siquiera había podido hacer acopio de la fuerza suficiente para mirar a su alrededor y ver aquello ante lo que ella y Bridei se habían maravillado cuando eran niños? ¡Había tanta belleza allí!: las huellas pequeñas y bien definidas de una criatura en busca de comida, un armiño o una marta; el trazo intrincado de la nervadura de una hoja que seguía aferrándose vanamente a su árbol padre mientras que, poco a poco, el tiempo la despojaba de su sustancia y dejaba únicamente el delicado recuerdo de lo que había sido. Las muchas sombras pálidas de la corteza del sauce; el primer verde valeroso de los brotes de las campanillas en huecos abrigados; el grito de un ave de presa en lo alto y el repentino susurro de un pequeño animal en la hojarasca retirándose para ponerse a cubierto. ¿Acaso había olvidado la magia de todas aquellas cosas cotidianas? ¿Qué le pasaba?
Ese día el valle estaba poco iluminado. La luz del sol de primavera no podía penetrar en sus profundidades; del follaje se desprendían gotas de humedad y el vapor flotaba a poca altura sobre la negrura del lago.
Las formas de los siete druidas encorvados bajo sus capas de liquen; Tuala casi los veía temblar. Un perrito aullaba en algún lugar de su cabeza, un sonido lastimero que se le aferró al corazón y despertó su propio dolor con su triste nota de pérdida.
Tuala se sentó en las losas. Se había dicho a sí misma que ese día no iba a mirar; que simplemente vería si reaparecían sus dos extraños visitantes, en cuyo caso les haría algunas preguntas y luego volvería a casa. Estaba demasiado cansada para afrontar las visiones del Espejo Oscuro; el sentido común le decía que ese día su poder podía abrumarla.
Esperó largo rato. Esperó hasta que le dolió la espalda de estar tanto tiempo sentada sin moverse y hasta que hubo analizado cincuenta veces los motivos por los que no se habían presentado el hombre hoja y la mujer. Tratándose de criaturas del Otro Mundo no acudirían a su llamada, por supuesto. ¿Quién se había creído que era? Quizá los había ofendido la última vez cuando hizo que el Espejo Oscuro sólo mostrara las imágenes que ella quería. Tal vez la habían dejado plantada porque había estado mucho tiempo sin acudir allí. Quizá la estaban castigando; al fin y al cabo no había aceptado lo que le habían ofrecido.
—Vamos, vamos —susurró—. No os pediré demasiado; sólo una o dos respuestas. —Pero pasó el tiempo, por encima de aquella hendidura en la tierra el sol se fue acercando al final de la jornada y Tuala supo que ese día los dos extraños no iban a venir. Ya se había quedado demasiado tiempo allí, tenía que marcharse enseguida o la noche la sorprendería en el bosque.
«Sólo un vistazo rápido —se dijo—, sólo uno, así no habré venido para nada». Mantendría el control y se detendría al cabo de un rato. Si lo veía, fugazmente, sólo una imagen, la empresa ya habría valido la pena.
Bridei sentado a la mesa, entre hombres; Donal a su izquierda, reconocible al instante por su gran mandíbula, los ojos muy cerca el uno del otro, la suntuosidad de símbolos azules por la piel de su rostro. Vio que Bridei también llevaba las marcas del guerrero, las señales de la madurez recientemente grabadas en la blanca piel de su mejilla derecha, demostrando que había luchado y sobrevivido en el campo de batalla. Gartnait, que estaba sentado al otro lado, lucía un dibujo similar, pero él llevaba además los símbolos de su clan, que a los jóvenes de alta cuna normalmente se les otorgaban al mismo tiempo que las otras señales. En la mejilla izquierda, equilibrando la bordadura del guerrero, el hijo de Talorgen llevaba el sabueso y el escudo del clan de su padre, y encima de eso la media luna y la vara rota del linaje de su madre: la sangre real de los priteni.
Estaban contentos, relajados, Donal bromeaba, Gartnait bebía cerveza y reía e incluso Bridei sonreía al escucharlos, aunque había una sombra en su mirada. En la mesa había otras personas a las que Tuala no reconoció, algunas de ellas llevaban el atuendo de cuero, fieltro y basto tejido de lana del guerrero, otras iban más suntuosamente vestidas con un abrigo de tela teñida de rojo, un cinturón con hebilla de plata, una vincha trenzada. Había comida en la mesa, una pierna de venado de la que no quedaba mucha cosa. Había un fuego. Se trataba de la celebración de una victoria.
Alguien propuso un brindis. Tuala no oía sus voces, pero el clima y el propósito de la reunión eran evidentes. Todos se pusieron en pie. Un hombre alto pronunció unas palabras formales. Alzaron sus copas y bebieron.
Ella notó el dolor un instante antes de verlo; se le hizo un nudo en la garganta y le dio un vuelco el corazón. Entonces, en el agua, Bridei soltó la copa y se llevó las dos manos a la garganta, el rostro se le puso gris de repente, sus ojos tenían la mirada fija, una mirada horrible y grotesca, la boca abierta. Durante unos momentos nadie se dio cuenta; estaban gritando, bebiendo, dejándose llevar por la corriente del jolgorio. Tuala no podía respirar; tenía los puños tan apretados que las uñas se le clavaban en las palmas de las manos. «Haced algo, rápido, rápido…».
Donal lo vio, se movió rápido como el viento y se abrió paso con sus brazos musculosos, sentó cuidadosamente al doliente en un banco gritando que hicieran sitio, pidiendo ayuda. Gartnait parecía petrificado del susto y se quedó mirando inútilmente. Tuala no podía soportar ver más, pero no podía apartar los ojos de la imagen. Desde algún lugar en la distancia le llegó el sonido de su voz gimoteando como un niño azotado: «No, no, no…».
No es agradable ver morir a un hombre envenenado. Al menos todo ocurrió muy rápido. Vio lo que Donal intentaba hacer, sus honestos rasgos crispados de desesperación: sus esfuerzos para que Bridei vomitara lo que había tomado, los dedos en la garganta, el brebaje con sal vertido en la boca que echaba espuma y que cayó, inútilmente, por encima de la ropa de la víctima hasta el suelo. El intento por levantarlo y hacerle andar se vio frustrado cuando las convulsiones se apoderaron de él, convirtiendo su joven cuerpo en el de un títere horrible que se sacudía. Al final no pudo hacerse nada más que sostenerlo mientras moría, y llorar. Cerrarle los ojos, rozarle la mejilla con una mano áspera, tierna, buscar desesperadamente algo que decir y no encontrar palabras.
Al mismo tiempo que las imágenes se desvanecían y desaparecían, Tuala se arrojó al frío suelo boca abajo, arañando la tierra con las manos. De su interior salió un gemido como el grito de un animal herido, un sonido que no se hubiera creído capaz de emitir. El dolor le desgarró las entrañas y le destrozó el corazón; era más de lo que podía soportar. Sollozó y gritó con furioso abandono. Por encima de la voz de su propio dolor todavía oía el aullido solitario que en ese lugar era casi constante: el lamento de un perrito. Era como si la criatura estuviera sentada a su lado, como si los dos estuvieran llorando la misma pérdida.
Deseó que la tragara la tierra; ¿cómo podía seguir adelante después de semejante visión? No obstante, al cabo de un rato se levantó, sacudida por los sollozos, se limpió como pudo el barro que tenía en la ropa y se sentó con la cabeza apoyada en las manos, obligándose a aplicar el sentido común tal como Erip y Wid le habrían dicho que hiciera. La batalla había concluido, tanto Bridei como Gartnait llevaban sus marcas de guerrero completas: esa no era una visión del presente, no podría ocurrir hasta bien entrada la primavera, pues un grupo de guerreros como aquel no podía viajar fácilmente por la Cañada y llegar al territorio de los escotos hasta el Equilibrio por lo menos, lo había dicho Wid. Si se ponían en marcha demasiado pronto podían encontrarse con ventiscas, ríos desbordados, nieblas cegadoras o desprendimientos de rocas. Bridei no estaba muerto. Si lo estuviera, ella lo sabría, lo sabría en su interior, al instante. Ese horrible suceso todavía no había llegado a ocurrir. Todavía había tiempo de evitarlo.
Se puso de pie y se sintió mareada. Broichan; debía contarle lo que había visto. Ya había perdido bastante tiempo con sus llantos y gemidos, un tiempo que no podía permitirse el lujo de desperdiciar. Se ató mejor la capa, apretó los dientes y echó a correr.
Desde su posición privilegiada en la alta rama de un árbol, por encima del Valle de los Vencidos, los dos la miraron mientras se alejaba.
—Todavía es joven —observó el chico cubierto de hiedra—. Esta ha sido una prueba difícil y angustiosa.
—Le espera otra prueba cuando llegue a casa —dijo la mujer—, la que le va a poner Broichan. Con la actuación del druida, nuestro trabajo será demasiado fácil.
—Pero no será fácil para Tuala.
Ella volvió sus ojos llenos de luz hacia él.
—Es necesario. —Su tono era frío—. Hay que ponerlos enteramente a prueba, a los dos. Cada uno de ellos debe demostrar que es igual de fuerte que el otro. Ambos deben hallar el equilibrio entre el deber y la lealtad, el amor y la determinación. ¿Acaso entrarías en batalla sin un arma adecuadamente templada? ¿Construirías una casa con troncos verdes?
—Lo entiendo —repuso el joven—. De todos modos me resulta difícil mantenerme al margen y observar. Es una buena chica. Y al fin y al cabo es de los nuestros.
—¿Buena? —se burló ella—. ¿De qué sirve eso si elude sus responsabilidades ante el menor contratiempo? Tuala tiene un duro camino por delante. Debemos cerciorarnos de que desarrolla suficiente resistencia para recorrerlo tal como requiere la Brillante.
—¿Y qué me dices del joven?
—El camino de Bridei ya está trazado. Lo único que tenemos que hacer es seguir observándolo. Llegará un día en que los dioses le preparen una última prueba; puede que participemos en ella. Todavía no. En esta estación se enfrenta a las pruebas de los hombres.
Tuala no pudo desprenderse de las terribles imágenes durante todo el camino de regreso a casa, cosa que dio alas a sus pies. Llegó justo a la puesta de sol. En la cocina, Ferat y sus ayudantes estaban atareados con un pesado trozo de carne en la espita, pero se volvieron y se la quedaron mirando cuando ella pasó corriendo con el cabello tapándole los ojos y la respiración agitada. Mara estaba colocando platos y cuchillos en la mesa del salón. Cuando Tuala pasó a toda prisa para golpear con fuerza la puerta de la habitación privada de Broichan, el ama de llaves empezó a decir algo con una voz que la desaprobación agudizó, pero la joven no le hizo caso. En su cabeza no había espacio más que para una sola imagen, el terrible y aciago futuro que tenía que cambiar a toda costa. Al ver que Broichan no respondía, abrió la puerta de un empujón y casi se cayó dentro de la estancia.
—Tengo que decirte… Bridei… —jadeó—. Tienes que… —miró hacia el otro extremo de la habitación y se calló de pronto, el pecho agitado a causa de su larga carrera en medio del frío.
Broichan no estaba solo. Se hallaba de pie junto a la pequeña chimenea con una jarra de cerveza en la mano y junto a él había otro hombre, un desconocido de complexión robusta y de aspecto poco agraciado, quizá uno de los terratenientes locales o un jefe menor. El hombre la estaba mirando con curiosidad manifiesta y no poca sorpresa. Tuala se dio cuenta, demasiado tarde, del rastro de barro que habían dejado sus botas sobre el suelo limpio, los cabellos desgreñados en los ojos, la forma en que sus manos se aferraban al manto como garras desesperadas. Probablemente estaba mirando fijamente como una loca. La única reacción de Broichan había sido arquear las cejas un poco. Siempre había poseído un notable autocontrol.
—Lo… lo siento —logró decir al tiempo que le dirigía una breve inclinación de la cabeza al desconocido; fueran cuales fueran las circunstancias siempre se debía saludar correctamente a ese tipo de personas—. Que la luz de la Brillante os asista en esta casa. Siento molestar, pero debo hablar contigo, mi señor —dijo volviendo de nuevo la vista hacia Broichan—, por favor, debo contarte… Se trata de Bridei, corre un terrible peligro…
—Ya basta, Tuala. —La voz del druida era profunda y calmada.
—Pero, yo…
—Basta. —Broichan se dirigió a su invitado—. Lamento la intromisión, Garvan. ¿Me permites unos momentos para ocuparme de esto?
—Por supuesto —respondió el visitante con ecuanimidad y, tras dejar su taza en la mesa, salió de la habitación no sin dirigirle una mirada escrutadora a Tuala al pasar. La puerta se cerró tras él.
—Hazlo bien —dijo Broichan—. Que sea breve, coherente y que valga la pena la interrupción. Tenía la esperanza de que le causarías una mejor impresión a Garvan. Después de esto va a creer que eres tan dócil como una joven loba. Y ahora explícate.
En esos momentos el miedo que le tenía no la afectaba, ni siquiera comprendía del todo sus palabras.
—Vi… en el agua…, vi a Bridei, no ahora, pero pronto, después de la batalla. Estaban celebrando un banquete, alguien había envenenado su bebida y… —No, no podía decirlo. ¿Cómo podía hacer que la peor noticia del mundo fuera breve y coherente? Tenía la sensación de que iba a estallarle el corazón de la angustia. La habitación parecía dar vueltas a su alrededor, las velas se arremolinaban en un baile desenfrenado, los extraños y maravillosos objetos de los estantes se mezclaban y fundían, volviendo a alinearse de un modo grotesco; el mundo estaba mal, no había nada que estuviera donde debía.
—Siéntate. Aquí. —Broichan la condujo hacia un banco, la sentó en él y le dio cerveza. En esos momentos se hallaba arrodillado a su lado con una mirada penetrante e inquisidora en sus ojos oscuros, que se cruzaron con los de Tuala. Había palidecido; tal vez la mirada del druida reflejara la suya—. Cuéntamelo —le dijo.
—Lo mataron —susurró ella, y la copa que tenía en la mano tembló de manera que la cerveza se le derramó en la capa—. Lo vi morir. Donal, Gartnait y los demás no pudieron salvarlo. Él…, él… Fue horrible…
—Bebe —se la quedó mirando mientras ella tomaba un trago—. Y ahora dímelo otra vez. ¿No era una imagen presente? ¿Estás completamente segura?
Tuala asintió con un movimiento de la cabeza.
—Ya te lo dije. Era más adelante, después de la batalla. Gartnait llevaba los tatuajes de clan y de guerrero, Bridei sólo los del recuento de la batalla. Hay tiempo para evitarlo. Tenemos que evitarlo.
—Bebe otra vez. Ahora recupera el aliento. Has venido corriendo desde muy lejos para traerme la noticia.
Tuala notó que se le saltaban las lágrimas. Se sorbió la nariz y se frotó los ojos como una niña pequeña.
—De modo que vuelve a estar en peligro de nuevo —comentó Broichan. Se levantó para tomar asiento a su lado—. Bueno, Tuala, soy consciente de que tu habilidad en este campo debe poco a las clases; es algo natural y, como tal, quizá no sea totalmente fiable, ni mucho menos. Por otro lado, el control que te falta parece compensarlo tu fuerza. Supongo que ya sabes que las visiones del Espejo Oscuro no siempre muestran una imagen precisa de lo que está por venir. No representan la simple verdad.
Ella se lo quedó mirando fijamente.
—Pues claro que lo sé. Si lo que he visto fuera verdad, no podríamos cambiarlo. Bridei moriría de ese modo fueran cuales fueran las acciones que emprendiéramos. La imagen era únicamente la de un futuro posible, y no podemos dejar que ocurra.
—No, desde luego. Por fortuna bastará con unas simples precauciones para evitar que los acontecimientos sigan ese curso en particular. Arreglaré las cosas para ponerlo todo en su sitio, aunque habrá cierto retraso; debo mandar un mensaje al Pozo del Cuervo y es probable que el camino esté aislado por la nieve por encima del lago de la Doncella. Lo que más me preocupa es la amenaza general para la seguridad de Bridei. Si un asesino intenta envenenarlo una vez, lo intentará dos veces. Si el veneno resulta ineficaz, investigará otros medios.
—¿Quieres decir que lo matarán de todos modos? —la voz de Tuala no fue más que un hilo.
—No —contestó Broichan—. No puedo permitir que eso ocurra. Bridei es necesario. El futuro de los priteni depende de él.
—Lo sé —dijo Tuala, aunque por la mirada del druida se dio cuenta de que en realidad las palabras de aquel no iban dirigidas a ella—. ¿Significa que no entrará en combate? ¿Puede volver a casa? Seguro que aquí estaría a salvo.
—¿A casa? —Broichan pareció sobresaltarse ante la sugerencia; era como si se hubiera olvidado de ella mientras en su mente se desarrollaba algún gran plan—. ¿Quieres decir aquí, a Pitnochie? No puede hacer eso, al menos antes de que termine el verano. Y debe luchar en primavera; es necesario que demuestre su valía en el campo de batalla. En cuanto a después, creo, por fin, que es hora de que yo vuelva a ocupar mi lugar en el mundo de los asuntos de Estado. Ha sido un largo exilio. Drust volverá a tener a su druida durante un tiempo.
—¿Durante un tiempo? —inquirió Tuala, que intentaba encontrarle el sentido a todo aquello mientras se tragaba la amargura que contenían las palabras del druida.
—El tiempo que haga falta. —Broichan volvió a mirarla con detenimiento, en esa ocasión con una mirada crítica—. Eso quiere decir que para ti también habrá cambios. No puedes quedarte aquí en Pitnochie cuando yo me haya ido. Los miembros de la casa no lo aceptarán; ya llevan demasiado tiempo refunfuñando. Ahora ve, arréglate, cámbiate de ropa y a ver si puedes causar mejor impresión durante la cena.
Entonces cayó en la cuenta de lo que significaban las palabras del druida, y la invadió el horror.
—No es necesario que pongas esa cara —le dijo Broichan con ecuanimidad—. Garvan es un buen hombre, rico y formal. Se portará bien contigo. Y está dispuesto a llevarte con él, o al menos lo estaba antes de que irrumpieras aquí como un espíritu de los bosques enloquecido. Tienes pocas alternativas, Tuala. Probablemente esta sea la mejor de todas.
Ella volvió a quedarse sin palabras. El viejo terror, olvidado con la abrumadora necesidad de compartir su desesperada noticia, la embargó de nuevo.
—No te preocupes —dijo él—. Me aseguraré de que a Bridei no le suceda nada. Ahora vete; espero que le demuestres a mi invitado que cuando es necesario puedes ser una dama. Durante la cena puedes participar en la conversación y demostrar tus conocimientos. Creo que a Garvan le resultará interesante. Y dile a Mara que haga algo con tu pelo.
Ya casi estaba en la puerta cuando el druida volvió a hablar.
—¿Tuala?
Ella se detuvo sin darse la vuelta.
—Hiciste bien en venir a contarme la noticia enseguida.
Por el tono de su voz, Tuala percibió lo difícil que le resultaba al druida decir esas palabras. Asintió con la cabeza y se marchó a toda prisa.
La cena era una prueba. Tuala tenía claro que estaba siendo expuesta, dispuesta para una inspección como si fuera una vaquilla premiada en el mercado agrícola. A pesar de los evidentes esfuerzos del visitante por disimularlo, conversando educadamente sobre cuestiones generales que no entrañaban ningún riesgo, Tuala vio el interés en su mirada y un reflejo de ello en las actitudes de todos los que se hallaban sentados a la mesa. Esa noche formaban un grupo mucho menos numeroso de lo que era habitual: Broichan y Garvan, ella, Mara y solamente cuatro hombres de armas, todos ellos con largo tiempo de servicio y de edad madura. A los demás los mandaron a comer a la cocina, desde donde sin duda estarían escuchando hasta la última palabra. Probablemente estuvieran contando los días que faltaban para que Garvan, ese hombre fornido de cuello grueso, la subiera a su carreta y se la llevara a su casa, una buena inversión de futuro, una chica joven, sana y, por si fuera poco, educada. Cuanto Tuala más pensaba en ello, sentía que la ira iba desplazando al miedo. ¿Cómo se atrevían a decidir todo su futuro de ese modo? ¿Cómo osaba Broichan tomar semejante decisión sin ni siquiera preguntarle qué le parecía? Y lo que le resultaba más doloroso, ¿cómo podían hacerle algo así mientras Bridei estaba lejos, Cañada abajo, sin saberlo? ¿Acaso no lo entendía nadie?
Garvan hizo todo lo posible por gustarle, Tuala se daba cuenta de ello. No era culpa suya ser una mole de hombre con un rostro que parecía tallado en un nabo o algo así. Le preguntó sobre sus profesores, habló del cambio de estación e incluso sacó de pasada el tema de los símbolos de clan y dio la impresión de estar muy enterado. Hacía todo lo posible por no mirarla. Ella se había puesto una falda y una túnica limpias. Se había peinado y trenzado ella misma el cabello; Broichan había sido un estúpido al pensar que iría a buscar la ayuda de Mara para una tarea tan íntima. Al desenredarlo con el peine le había resultado imposible no acordarse de Bridei cuando él la peinaba y le preguntaba con una sonrisa en la voz qué había hecho esa vez con la cinta. Su ausencia era un dolor constante en su corazón.
Esa noche había vino en la mesa, importado desde Armorica, dijo Broichan, que dejó que se bebiera una copita. Era un brebaje que se subía a la cabeza y le recordó al verano, a épocas pasadas cuando Bridei y ella trepaban al Rasguño del Águila, galopaban a través del bosque con sus caballos e intentaban sacar truchas del lago. Había pasado mucho tiempo desde entonces, todo aquello había terminado; si Broichan se salía con la suya podría ser que estuviera casada antes de que Bridei volviera de nuevo a casa. Sus manos se cerraron y apretó los puños. Algo peligroso empezó a despertar en su interior, como una pequeña lengua de fuego. Parecía tener un susurro en la cabeza. «Demuéstraselo. Hazles frente». Tuala parpadeó, sobresaltada. Nadie más que ella había oído esa voz, eso estaba claro; a su alrededor seguía fluyendo la conversación. Era raro; hubiera podido jurar que era una voz conocida, una voz del Otro Mundo. La de aquel extraño joven que parecía estar hecho de todas las cosas ramosas y frondosas del bosque, su manera de hablar había sido igual. Pero las palabras habían sonado en su interior, como si surgieran de sus propios pensamientos.
—Podríamos terminar la velada con una o dos historias —sugirió Broichan. Fue de lo más inusitado; la verdad es que se estaba tomando muchas molestias para hacer el papel de buen anfitrión—. ¿Te gustaría ofrecernos alguna, Garvan? El trabajo que realizas no carece de un gran caudal de conocimientos, lo reconozco. ¿Quieres compartir algo de ello con nosotros?
Garvan puso cara de desconcierto.
—Son mis manos las que cuentan las historias por mí —repuso, sonrojándose un poco—. No poseo el don de relatarlas en justas y poderosas palabras, tal como hacéis los de tu condición. Pero estoy seguro de que Tuala ha aprendido muchas historias que vale la pena compartir. Su educación parece ser excepcional. Quizá nos honrará con algo. —La miró casi con timidez. Tal vez, pensó ella, se había contagiado de pronto del mismo mal que los otros hombres, el miedo a que ella lo atrapara con sus misteriosas artimañas. ¡Mal rayo partiera a ese hombre! ¡Mal rayo los partiera a todos! «Demuéstraselo. Cuenta tu historia y demuéstraselo».
Broichan iba a hablar, tal vez para ofrecer una educada negativa en su nombre.
—Por supuesto —se encontró diciendo Tuala tranquilamente. Casi tenía la sensación de que era otra persona la que hablaba. Sentía una calma glacial y le vino a la mente una nueva historia de forma completa y perfecta, un cuento que revelaría su fuerza y supondría una prueba para el oyente, las dos cosas al mismo tiempo—. Pero primero dime qué oficio ejerces, mi señor. Dijiste que tus manos cuentan las historias por ti. ¿Qué significa eso?
—Soy picapedrero.
—Un poco más que eso, amigo mío —terció Broichan en voz baja—. Es un artesano, un artista de primera categoría, Tuala; los antepasados hablan a través de él.
—Me honras demasiado —dijo Garvan, y bajó la mirada a sus grandes manos llenas de cicatrices, que tenía entrelazadas sin fuerza encima de la mesa frente a él.
—No creo —repuso Broichan—. ¿Acaso tu trabajo no está en la corte del mismísimo rey de Fortriu? No se me ocurre una vocación más estrechamente ligada a todo lo que es sagrado en nuestra tierra que la tuya.
—Salvo la de una mujer sabia o la de un druida —replicó Garvan con una sonrisa—. Espero que sea eso lo que necesitas, Tuala.
—Digamos que esta historia tiene que ver con un picapedrero. —A Tuala le habían enseñado de forma experta a narrar historias de héroes y magia, monstruos y búsquedas. Lo que iba a ofrecerles esa noche sería distinto: no tenía nada que ver con el repertorio de sus queridos y ancianos profesores—. Lo llamaré Nechtan. Pues bien, Nechtan era un hombre solitario y orgulloso. Tenía su oficio, en el que se distinguía. Anteriormente había estado casado, pero su esposa había muerto y sus hijos se habían marchado a luchar por el rey; ni uno solo había mostrado interés en aprender el oficio de su padre. Nechtan trabajaba con su mazo, su cincel y sus manos desnudas durante todo el día, extrayendo los secretos del corazón de la piedra, búhos misteriosos, toros arrogantes y extrañas bestias acuáticas, lanzas y escudos y hombres a caballo cabalgando hacia la batalla. De día el picapedrero estaba absorto en sus sueños, a los que proporcionaba una forma maravillosa y eterna. De noche yacía con los ojos abiertos y desvelado, sintiendo en el centro de su corazón lo profundo de su soledad. De noche los sueños huían y eran reemplazados por un oscuro abismo de desesperación. En aquellos momentos sombríos un anhelo intenso y oscuro acometía a Nechtan, pero no sabía por qué.
»Ocurrió entonces que, en primavera, viajó por la Cañada, pues tenía un encargo del rey y necesitaba visitarlo en la corte para discutir los detalles del mismo. El tiempo era agradable; los días eran frescos y radiantes, los pajarillos andaban atareados por los alisos y los avellanos, las hojas empezaban a desplegarse tímidamente en las ramas desnudas y, debajo, había una alfombra de copos de nieve. Cuando ya estaba oscureciendo demasiado para proseguir el viaje, Nechtan acampó junto a un riachuelo, encendió una pequeña fogata entre unas piedras y se acomodó para dormir, envuelto con la manta. Estaba acostumbrado al frío y no le preocupaba estar en el bosque de noche. Si hubiera podido dormir, lo hubiera hecho. Pero al picapedrero no le resultaba fácil conciliar el sueño. Permaneció despierto, tumbado bajo una luna gibosa y hecho un ovillo para mantener el calor, cuando la pequeña hoguera se desplomó y sólo quedaron las brasas que luego se convirtieron en pulverulenta ceniza que se agitaba con los fríos susurros de la brisa nocturna. Permaneció tumbado y deseó, esperó, ansió algo cuyo nombre no sabía. Fuera lo que fuera, lo necesitaba con cuerpo, corazón y alma; sin ello seguramente se marchitaría como las últimas bayas del serbal que quedaban arrugadas en la rama.
»—¿Hombre? —dijo una vocecilla que llegó a sus oídos. Allí, delante de él, al otro lado de los restos de la hoguera, había una figura encorvada envuelta en una capa de un color gris ceniza, tal vez una anciana, aunque era difícil decirlo.
»—¿Quién eres? —preguntó Nechtan, consciente de la hora, del lugar y del único tipo de gente que uno podría esperar encontrarse a la luz de la luna en un lugar como aquel—. ¿Qué quieres?
»—Te doy una buena chimenea, un buen hogar; mucho mejor que estar aquí solo —dijo aquella persona y, al levantarse, Nechtan vio que, en efecto, era una vieja bruja de nariz aguileña que con un dedo huesudo le hacía señas para que la siguiera.
»—Estoy muy cómodo en este lugar, gracias —repuso él con toda la educación posible, aunque distaba de ser cierto. Pero recordó los cuentos de su niñez y los peligros de obedecer a una llamada semejante. Por otro lado, cada vez hacía más frío y la perspectiva de un buen fuego y un techo sobre su cabeza resultaba muy atrayente.
»—Fuego ardoroso, cama caliente, sueño plácido para una cansada mente —dijo la vieja entre dientes, y empezó a alejarse con un susurro bajo los árboles. Nechtan todavía dudaba; ¿y si la seguía y lo conducía hacia el peligroso reino más allá de los límites? Podría ser que no regresara nunca de allí, y tenía un encargo del rey.
»—Manos suaves, abrazo afectuoso —le llegó la voz de la anciana. Apenas la distinguía ya y ella se iba alejando—. Consuelo del espíritu, lugar de reposo.
»—¡Espera! —gritó Nechtan, que agarró rápidamente el fardo con sus pertenencias y fue tras ella a trompicones por un sendero débilmente iluminado por la luz de la luna.
Tuala hizo una pausa. Sus oyentes se habían quedado en absoluto silencio, Broichan la observaba con expresión grave y Garvan con atención, inclinado hacia delante. Mara frunció los labios y dijo:
—Pues fue un estúpido. Seguro que no regresó nunca a su propio tiempo y lugar.
Los hombres de armas estaban mirando a todas partes menos a la narradora de la historia. Sin embargo, era evidente que estaban absortos en el relato; ninguno de ellos se había movido desde que Tuala había empezado la narración.
—Lo llevó a una cabaña toda cercada con brezos —prosiguió—. Dentro, en efecto, se estaba cómodo y calentito, la sopa se calentaba al fuego y había una jarra de cerveza dispuesta sobre una pequeña mesa torcida, casi como si alguien lo hubiera estado esperando. Sentada junto a la chimenea había otra figura envuelta en un manto. De hecho, esta iba envuelta y abrigada bajo capas y capas de ropa de lana, de manera que Nechtan no pudo distinguir en absoluto la forma de la persona que había debajo. Lo que sí vio fue un par de manos blancas preciosas, suaves y gráciles; el rostro vuelto hacia él era el de una mujer, y su forma era agradable. Su rasgo más notable era la boca. Era la boca más hermosa, más cautivadora que Nechtan había visto nunca y, siendo picapedrero de oficio, tenía buen ojo para la belleza. Los labios no eran ni demasiado delgados ni demasiado carnosos; eran rojos y dulces como una cereza madura y se curvaban en lo que a él le parecía la forma perfecta para besar. Al mirar esa boca casi se olvidó de dónde estaba y de lo que lo había conducido hasta allí. Pero no del todo.
»—Que la Brillante bendiga tu hogar —dijo él con sólo un ligero temblor en la voz—. La anciana dijo que podía entrar y calentarme. Es muy amable por tu parte.
»La mujer sonrió. En una de las comisuras de su boca se formó un hoyuelo encantador, le brillaron los ojos y sus manos fueron a coger la jarra y la taza para servirle cerveza, pero no pudo estirarse lo suficiente. La vieja bruja, farfullando para sus adentros, se acercó y lo hizo por ella.
»—Lo siento —dijo la mujer más joven—. No puedo andar; mi amiga Anet, que te trajo aquí, tiene que realizar muchas tareas por mí. Toma asiento, por favor, bebe y entra en calor. Después tengo una proposición para ti, o un reto, si quieres. Eres un hombre de criterio, lo leo en tus ojos. Así pues, sabes qué límite has cruzado al venir a visitarme esta noche.
»Nechtan se había detenido con la taza a medio camino de sus labios.
»—No pasa nada si bebes —dijo ella—. Ya te encuentras en nuestro reino, pero no intentaré retenerte aquí contra tu voluntad, ni Anet tampoco. Las decisiones que un hombre toma en mi casa son sus propias decisiones. —Suspiró y, en ese suspiro, Nechtan escuchó un asombroso reflejo de su propio dolor secreto, el vacío del corazón por cuyo desvanecimiento él tanto daría. Se llevó la copa a los labios y bebió al tiempo que la miraba por encima del borde.
»—Nechtan —dijo la mujer en tono reflexivo—, así te llamas. Un creador de cosas magníficas; cosas fuertes, preciosas. ¿Por qué un hombre así, un hombre con un oficio y una posición en la vida, un hombre con casa propia y el favor del rey, tiene tanto dolor en la mirada?
»—No lo sé —respondió él en un susurro, mirándola y pensando que, si no se andaba con cuidado, esas manos blancas y esa boca deliciosa podrían conducirlo a una desesperación aún mayor—. Dime, puesto que al parecer ya conoces mi nombre, ¿cuál es el tuyo, señora?
»Ella sonrió, pero fue una sonrisa cuya tristeza le resultó demasiado familiar.
»—Me llaman de muchas maneras —contestó ella—, como Patituerta, Contrahecha o Media Doncella. No en vano voy vestida así; nadie puede verme como soy bajo mis ropajes, excepto Anet que cuida de mí.
»—Yo te daría un nuevo nombre, si me lo permitieras —se encontró diciendo Nechtan. Le ardieron las mejillas cuando se dio cuenta de su temeridad. ¿Qué iba a pensar la dama de semejante atrevimiento?
»—¿Y cuál sería? —le preguntó ella en voz baja.
»—Ela —respondió Nechtan—. Es un nombre para un cisne, que es la criatura a la que tú me recuerdas, pálida y distante, de una belleza que los humanos no pueden entender. Perdóname, no te conozco, no debería haberte hablado así…
»—Ela —repitió ella, y el nombre quedó flotando en la atmósfera de la pequeña cabaña llena de humo, dulce como una promesa—. Es… aceptable.
»La mujer esperó mientras él se bebía un cuenco de sopa y se calentaba junto al fuego. Después le hizo su proposición. Ela dijo que tenía el poder de quitarle la soledad y de mitigar su dolor secreto. Si quería quedarse con ella, vivir en su cabaña y compartir su cama de noche, ella le garantizaría un sueño tranquilo y unos días en los que era libre de volver a cruzar a su propio mundo y continuar ejerciendo su oficio.
»—Pues entiendo —dijo— que el hecho de renunciar a tu profesión haría que te marchitaras antes de tiempo. Quédate conmigo un año y un día, tendrás un trabajo honesto mientras el sol esté en lo alto y, a la luz de la luna, unas noches de tan dulce satisfacción que no te quedará espacio para el dolor.
»—Pero, señora… Ela… —Nechtan sintió que el calor le subía a las mejillas, el enfrentamiento entre el deseo de su cuerpo y la cautela de su mente— dijiste…, y perdóname…, dijiste que nadie aparte de tu anciana compañera podía ver tu forma tal como es en realidad. ¿Cómo puedes recibir a un hombre en tus brazos y en tu cama si se mantiene esa restricción?
»—Para que esta magia funcione no hace falta que me veas desnuda —le explicó ella en tono grave—, ni que me sostengas contra ti, carne contra carne. No querrías ver lo que hay debajo de las vestiduras que llevo, créeme.
»—¿Entonces cómo…?
»—Confía en mí, picapedrero, y acepta lo que te ofrezco. Dormirás mucho mejor de ese modo.
»Nechtan se quedó callado. Tenía la cabeza llena de preguntas que no podían formularse.
»—No me crees —dijo Ela, y sus largas pestañas cayeron sobre sus ojos claros y luminosos, su encantadora boca se entristeció—. O no confías en mí. Quédate esta noche, sólo esta noche, y te demostraré que es cierto.
Tuala hizo una pausa; el silencio era absoluto en torno a la mesa.
—Decidme —inquirió—, ¿qué creéis que hará Nechtan?
Broichan no sugirió nada. Tuala pensó que tal vez había logrado lo imposible y lo había dejado mudo de sorpresa.
—Nunca tendría que haberse metido en esa situación —dijo Mara claramente—. Era un artesano, una persona de fortuna, ya sabía cómo iban las cosas; fue un estúpido al seguir a la vieja bruja, un estúpido al beber de la taza de la mujer y será más estúpido todavía si acepta la oferta. Al menos tendría que preguntarle a Ela cuáles son las condiciones; qué es lo que ella quiere a cambio. Yo creo que no se quedará, que le agradecerá su cortesía y seguirá adelante con su viaje con toda la rapidez de la que sea capaz. En la vida de un hombre no hay tiempo para dolores secretos y cosas por el estilo. Tendría que hacer lo que hay que hacer y alegrarse por haberlo hecho.
—Pero no puede hacerlo, ¿verdad? —se atrevió a preguntar uno de los hombres de armas.
—Es cierto —dijo otro—. No es así como sigue la historia. Con sólo dirigirle una mirada a una persona como ella, uno ya está perdido para siempre. Probablemente Nechtan se meterá en su cama, le quitará las vestiduras, aunque ella le había dicho que no lo hiciera, y se encontrará con que Ela es un monstruo dispuesta a engullírselo.
—Como artista que es —terció Garvan— sabe que los caminos de los dioses nunca son rectos y evidentes. Al ser alguien que trabaja con piedra, comprende que la belleza existe cuando los sueños se liberan de las formas que los contienen. No tiene más remedio que acceder a lo que la mujer le ofrece; porque tiene la impresión de que podría ser lo que hace tanto tiempo que busca pero que nunca ha encontrado. —Miró de reojo a Tuala con ojos inquisidores.
—Así es —dijo ella, sorprendida de que un hombre como aquel proporcionara semejante respuesta—. Se quedó, y fue exactamente tal y como Ela había prometido. Compartió su cama con él, pero se sobreentendía que él no la abrazaría ni la despojaría de las muchas prendas con las que ocultaba su cuerpo. Y, en efecto, la mujer hizo magia; sus habilidades y su dulzura despertaron en Nechtan un fuego que nunca había sabido que poseía, ni en todos sus años de matrimonio ni en sus ocasionales encuentros con mujeres durante el tiempo que llevaba viudo. La dulce voz de Ela, su oído atento, su amabilidad y ternura tranquilizaron extraordinariamente su espíritu; tenía la sensación de que podía contarle cualquier cosa, que ella lo comprendería. Durante el día regresaba a su mundo mortal y continuaba ejerciendo su oficio. Por la noche se apresuraba a regresar con su Ela y la familiaridad no menguaba sus ansias por lo que ella podía ofrecerle, pues su presencia siempre parecía fresca, siempre nueva, un mundo maravilloso con aún más tesoros por descubrir. No hubo más noches atormentadas por las sombras y la desesperación; ahora todo era una dulce satisfacción y el posterior sueño profundo.
»Transcurrió un año y un día y durante ese tiempo no hubo ni una sola noche que Nechtan no pasara en la cama de su nueva amada, cosa que en ocasiones resultaba difícil para su oficio, pues un picapedrero necesita tener libertad para viajar, para ir allí adonde le lleven sus encargos. Pero él contaba con ayudantes y se las arregló, porque ya no podía soportar dormir sin ella.
»Entonces, cuando había pasado el tiempo fijado por ella, Ela le preguntó a Nechtan qué iba a hacer.
»—Pues veo —dijo— que, aunque somos felices juntos, en tu mirada hay una nueva tristeza. ¿Qué es lo que te preocupa, querido?
Tuala volvió a mirar a su audiencia.
—¿Qué le responde? —les preguntó.
—Quiere ver cómo es ella —sugirió uno de los guerreros, apartando la mirada—. Le preocupa que Ela siga guardándole un secreto. Ocurre en muchas historias; la curiosidad puede más que la voluntad en las personas, y finalmente todo les sale mal.
—Así es —dijo otro—. Si uno de los…, de los Seres Buenos establece una regla como esa, no te atrevas a contradecirla. Sólo puede acarrearte dolor. Pero en las historias la gente lo hace continuamente.
—Probablemente le quita las prendas que la cubren mientras ella duerme y echa un vistazo —sugirió Mara—, y después Ela desaparece, ella, la vieja bruja y la acogedora cabaña, y él se queda igual que estaba, presa de estúpidos deseos vehementes por lo que no puede ser.
Tuala aguardó.
—No —intervino Garvan. Parecía estar considerando su respuesta—. No, no creo que suceda eso. A él le gustaría que ella le mostrara su cuerpo, desde luego; el hecho de que no lo haga significa que todavía no confía en él. Pero no es esa la causa de su inquietud. Él le dice que lo que quiere por encima de todo es poder proporcionarle el mismo placer que ella le ha ofrecido noche tras noche de manera tan generosa, sin buscar nada a cambio excepto su compañía. Él ansia poder sanar sus heridas al igual que ella ha sanado las suyas. Desea que Ela le diga cómo puede hacerlo; desea que le diga qué necesita ella para estar plenamente satisfecha. —Miró a Tuala, vacilante de pronto—. Al menos así es como yo lo contaría, si tuviera tu don para las palabras.
—Una respuesta cuidadosamente elaborada, amigo mío —comentó Broichan, que crispó los labios.
—Parece una respuesta sincera —dijo Tuala sin poder controlar su lengua—. ¿Tienes tú una mejor, mi señor? —Esa noche algo la había vuelto descarada, quizá la voz interior que había evocado de la nada una historia tan inverosímil.
—No —replicó Broichan—. Simplemente me pregunto cómo encontró este hombre el tiempo y la energía para mantener su oficio cuando tenía la cabeza tan llena de sentimientos, preocupaciones y susceptibilidades. Me inclino a coincidir con Mara y digo que tenía que haberse alejado de todo aquello cuando tuvo la oportunidad. Me imagino que la historia llega a una conclusión en la que descubrimos que Ela se hallaba bajo los efectos de alguna clase de hechizo, su picapedrero descubrió el secreto para deshacerlo e hizo que volviera a ser hermosa y a caminar erguida. Historias sencillas para gente sencilla, en las que siempre acaba sucediendo lo mismo.
Tuala tuvo la sensación de que sus ojos y sus palabras cínicas contenían cierto desafío.
—La Brillante no es predecible —dijo—. Puede que sus ciclos sean constantes, pero las mareas que despierta en las mentes y los cuerpos de sus criaturas las gobierna a su antojo. Cuando Ela oyó la respuesta de Nechtan las lágrimas brotaron de sus ojos. Él ansiaba estrecharla en sus brazos y consolarla, pero respetó los límites que ella le había impuesto. Él había pensado desde el principio que era mucho mejor aceptar esa extraña sombra de matrimonio que perder del todo a la que se había convertido en su mejor amiga, en su solaz, en la dicha de su corazón. Así pues, se limitó a extender la mano, a curvarla en torno a la mejilla de la mujer y a rozarle la cara con los labios para quitar con sus besos las señales de su llanto.
»Esa noche, bajo la oscuridad de la luna, ella dejó que la desnudara. Fuera lo que fuera lo que le reveló, no hizo que la casa desapareciera con una bocanada de humo, ni que Ela y la vieja Anet se desvanecieran. No hizo que el picapedrero se marchara. En realidad, aquellos que vieron a Nechtan en años posteriores comentaron que la satisfacción lo estaba convirtiendo en un soñador. En cuanto a las imágenes de sus tallas, se iban volviendo más extrañas a medida que pasaban las estaciones, el toro, el jabalí y el ganso fueron reemplazados por curiosos animales que no eran ni una cosa ni otra y por unos dibujos tan intrincados que parecían cambiar mientras los mirabas: espirales y laberintos sin principio ni fin. Esta historia es un tanto parecida a esos dibujos. Nechtan llevó a Ela a ver los cisnes del lago de la Doncella. Ella compartió con él sus secretos más profundos. Obtuvieron el uno del otro una gran dicha para toda la vida. Eso es todo lo que sé, o lo que quiero contar.
Por un momento volvió a reinar el silencio, que se rompió con la protesta de uno de los hombres de armas.
—¿Quieres decir que se termina así? —La indignación que le había provocado la repentina conclusión de la historia parecía haberle hecho olvidar mostrarse receloso con la narradora—. Pero ¿cuál era su secreto? ¿Qué aspecto tenía debajo de sus vestiduras?
—Tal vez hermoso, tal vez repugnante —dijo Tuala—. Esa no es la cuestión.
—Sin eso la historia no termina debidamente —terció Mara—. Una historia como esta, una historia complicada, necesita un final. Es necesario explicar cuál es el secreto.
Tuala no hizo ningún comentario. Lo más probable era que ninguno de ellos comprendiera el significado de la historia. El hecho de que no se ajustara a las pautas establecidas para ese tipo de historias los incomodaba.
—No se trata de una historia sobre hechizos ni sobre belleza. —El comentario de Broichan sorprendió a Tuala; no se esperaba que la apoyara de ninguna manera—. Tiene que ver con las decisiones —añadió el druida.
—Cierto —dijo Garvan—. No nos hace falta enterarnos de si Ela era una diosa o un monstruo; la cuestión es que Nechtan demostró que consideraba las necesidades de la mujer iguales que las suyas. Así se ganó su confianza al fin. Y, por supuesto, eso era lo que él necesitaba y quería por encima de todo.
—Es muy posible —dijo Tuala— que debajo de las vestiduras su cuerpo fuera tan hermoso y perfecto como sus manos y su rostro, y que siempre lo hubiera sido. Lo sometió a una prueba y él salió airoso.
—¿Qué enseñanza se obtiene de esto? —Broichan nunca se olvidaba de lo que era.
Tuala respiró profundamente.
—La enseñanza es que la Brillante espera que sus hijas tengan libertad a la hora de tomar decisiones. Sorprendentemente, Nechtan llegó a comprenderlo y fue recompensado por ello. Yo soy su hija, igual que lo era Ela, y necesito la misma libertad en mis decisiones. Esta noche estoy aquí sentada narrando mi historia porque es lo que se espera de mí; de este modo muestro mi gratitud por la casa y el hogar que se me han proporcionado aquí. Una cosa es tejer historias y otra muy diferente es echarme, venderme cuando me convierto en un inconveniente. —Le tembló la voz, aunque ni ella misma sabía si era de furia o de repentino terror ante su osadía—. Y ahora os doy las buenas noches; no desearía seguir perturbando vuestra reunión. Que la Brillante ilumine vuestros sueños. —Se volvió hacia Garvan—. Diste buenas respuestas —le dijo. Era lo justo; la había sorprendido con la profundidad de su entendimiento. Era una lástima que no tuviera ni el más mínimo deseo de casarse con él.
—Buenas noches, Tuala —le dijo Broichan. No había manera de saber qué pensaba él de todo aquello.
Esa noche combatió con todas sus fuerzas las ganas de dormir porque sabía que sus sueños volverían a traerle la aciaga visión, Bridei cayendo, muriendo, sus queridas facciones sacudidas por un dolor indescriptible. Debía confiar en que Broichan lo evitaría. Él parecía tener la seguridad de poder mandar una advertencia a tiempo. Tenía que creer que así era. Las imágenes del Espejo Oscuro podían cambiarse cuando lo que mostraban todavía tenía que suceder; un hombre o una mujer podían actuar para prevenirlo. Así debía de ser, pues ya habían resultado contradictorias al mostrarle un futuro en el que Bridei se casaba con una mujer pelirroja y engendraba un hijo y otro en el que su prometedora vida era interrumpida con crueldad. Quizá aquellas visiones hablaran de una decisión. De su decisión. Si Bridei tenía que vivir, Tuala debía aceptar que se alejaría de ella. ¿Acaso la diosa le estaba diciendo que tenía que dejarle marchar?
Las lágrimas aguardaban para caer, abundantes detrás de sus ojos. También había algo más, lo mismo que la había conmovido profundamente el día en que se había despedido de Bridei. Cuando él la había tocado aquel día, cuando sus dedos la habían rozado suavemente, había sabido, sin comprenderlo del todo, que lo que había entre ellos había cambiado para siempre. Tuala se incorporó en la cama y se abrazó fuertemente las rodillas en la oscuridad. Garvan era un buen hombre. Parecía amable, cortés, considerado. Y ella no podía casarse con él. Ella había querido a Bridei desde el principio, como a un hermano, un amigo íntimo, un sabio compañero, tan familiar que siempre había parecido formar parte de sí misma. Y ahora lo quería como una chica quiere a su enamorado, como Nechtan quería a Ela, con el corazón palpitante, con el pulso acelerado, con angustia, lágrimas y con la más intensa dicha al saberlo. Eso estaba bien, al fin y al cabo. Había cambiado de verdad y, al hacerlo, su mundo había cambiado con ella.