Capítulo 7![](/epubstore/M/J-Marillier/El-Espejo-Oscuro/OEBPS/Images/decha.jpg)
Al principio los cambios fueron tan leves que Tuala apenas los notó. El invierno de su decimotercer cumpleaños fue una estación particularmente dura y los ánimos eran irascibles entre los aislados miembros de la casa de Pitnochie. Cuando Ferat sólo respondía con un gruñido a su saludo matutino, Tuala se lo tomaba como que estaba concentrado en las dificultades que tenía para encender el fuego, debido a las poquísimas existencias de leña seca y al viento que silbaba por la chimenea en un determinado esfuerzo por frustrar sus intentos. Cuando Cinioch no parecía querer hablar con ella después de la cena, daba por sentado que estaba preocupado por el conflicto que se avecinaba, pues Broichan había informado a sus hombres de armas de que en primavera formarían parte de un enfrentamiento contra Dalriada y que eso acarrearía sangre y pérdidas. Mara se mostraba brusca y distante, pero eso era normal. Broichan era el centro de su mundo; tenía poco tiempo para los demás.
El día en que Fidich le prohibió que visitara la cabaña en la que vivía con Brenna y los niños fue cuando Tuala se dio cuenta de que la frialdad de los miembros de la casa era algo más que el mal humor de un crudo invierno. Aquel día notó la sensación de algo mucho más frío, el atisbo de la conciencia de que la habían puesto al otro lado de una barrera y de que nunca le permitirían volver a entrar. El porqué no lo sabía. No había hecho nada para ofender a nadie. Sin embargo, todos habían cambiado.
—Lo siento —susurró Brenna, que alcanzó a Tuala cuando esta se dirigía de vuelta a casa después de que Fidich le hubiera anunciado que ya no era bienvenida en su pequeña morada—. Se preocupa por los niños, nada más.
—¿Los niños? ¿Qué quieres decir? —Tuala estaba desconcertada.
—Lo siento —repitió Brenna, con el rostro arrugado en una impotente disculpa. Fidich iba ya de vuelta cojeando por el sendero con su hijo mayor agarrado de la mano y los perros en torno a sus pies—. Sé que no tienes mala intención, es que…
—¿Es que qué? —Una calma terrible se apoderó de Tuala, una premonición de cosas venideras.
—Son las historias. Los hombres tienen presentes las historias: la esposa-búho, Amna la del mantón blanco y otras parecidas. Tienen miedo, y el miedo alimenta al miedo. He intentado explicárselo a Fidich, es un buen hombre, pero lo tiene metido en la cabeza, todos lo tienen…
—¿Qué? ¿Qué tiene metido en la cabeza?
Pero Brenna sólo dijo entre dientes:
—Lo lamento, Tuala —y se fue detrás de su esposo.
Cuando la chica regresó a la casa tuvo la impresión de que todos procuraban evitar su mirada, Ferat cortando hierbas atentamente, sus dos ayudantes ocupados con el fuego —las manos de uno de ellos se movieron a su paso para trazar un encantamiento, el signo de protección contra el mal—, Mara doblando la ropa con los labios fruncidos en un gesto de desaprobación y la mirada distante. Broichan estaba en su habitación, como siempre. En ocasiones se aventuraba a salir de ella, pero con Bridei ausente, sus interacciones con los miembros de su casa eran lacónicas y se limitaban a aquello que era esencial para la buena marcha de Pitnochie. Tuala pensó que tal vez, sencillamente estuviera aguardando el regreso de Bridei, igual que ella. El druida rara vez le dirigía la palabra y ella se alegraba, pues el miedo que le provocaba no había disminuido al hacerse mayor. Una mirada de esos ojos oscuros seguía teniendo el poder de dejarla sin habla; con una palabra de crítica podía embargarla, en un instante, una mezcla paralizadora de furia y terror.
La decisión de Fidich obligó a Tuala a evaluar la situación y se dio cuenta de que aquello llevaba algún tiempo ocurriéndole. Se manifestaba de distintas formas: una sutil separación de su lugar en la mesa; el cobertor de magnífica lana que le quitaron de su habitación sin explicación alguna para sustituirlo por algo tan burdo como una manta de caballo; la negativa a dejar que se llevara a Llamarada a dar un paseo, ni siquiera en un día frío y despejado totalmente apropiado y cuando al poni le hacía mucha falta hacer ejercicio. Y luego estaban los súbitos silencios cuando entraba en una habitación, como si los demás hubieran estado hablando de ella en su ausencia, y no de manera favorable.
Consideró todas esas cosas, pero no pudo encontrarles mucho sentido. Si Bridei estuviera allí la gente no se atrevería a ser tan desagradable. Si Bridei estuviera allí, Broichan tendría un aspecto satisfecho, Ferat sonreiría y los hombres de armas volverían a intercambiar relatos de guerra y cuentos maravillosos en torno al fuego por las noches. Bridei hacía que la casa cobrara vida. Deseaba que llegara la primavera, que terminara aquella batalla y él volviera a estar en casa.
Todavía le quedaba algo a lo que podía recurrir a modo de consuelo. Sus lecciones continuaban. Entonces eran más cortas, pues ese invierno Erip estaba enfermo. Tenía una tos persistente que le sacudía el pecho y estaba adelgazando, un fenómeno asombroso en un hombre que siempre se había caracterizado por su sonriente rotundidad. Broichan le había preparado una poción curativa en la que el aroma de la nuez moscada y la miel no lograban ocultar del todo un dejo de algo acre y fuerte, una hierba druídica específica para la enfermedad. Era de esperar que con eso se consiguiera la recuperación del anciano antes del fin del invierno. Erip se sentaba frente a la chimenea del salón con un amplio manto sobre sus entonces frágiles hombros; se negaba a irse a la cama diciendo que eso sería igual que reconocer la derrota y que, si tenía que morir, lo haría enseñando. Wid decía que lo cierto era que moriría discutiendo, y Erip replicaba, en medio de explosivas toses, que prácticamente era lo mismo y que mejor sería que empezaran de una vez.
Las alusiones a la muerte afligían a Tuala. La mirada en los ojos de Wid la preocupaba más aún, pues aunque el anciano barbudo intentaba que su viejo amigo bebiera, o se abrigara para estar más caliente, o intercambiaba sus bromas habituales de una forma más suave, ella veía la inconfundible sombra de la pérdida inminente en sus facciones surcadas de arrugas. Los dos estaban muy unidos. Ella nunca había averiguado la historia de sus vidas, sus orígenes, por qué se habían instalado allí, en casa de Broichan, por qué no parecían tener ningún familiar ni casa propia. ¿Cuál era la base de su enorme caudal de sabiduría? ¿Qué clase de vida habían llevado de jóvenes para forjar una riqueza de conocimientos tan diversa? Erip y Wid nunca hablaban de esas cosas; si les preguntabas, ambos eran expertos en conducir la conversación en torno a líneas más generales. Tuala empezó a dudar que llegara a enterarse alguna vez.
Ese día Bruma se había acomodado en las rodillas de Erip, sus zarpas masajeaban las capas de suave lana que envolvían al hombre y su ronroneo resonaba profundo. Aun tratándose de un gato adulto era una criatura bastante pequeña y su cuerpo de pelaje gris e hirsuto tenía quizá la mitad del tamaño del de un gato de granja normal. Como cazador de ratones, se había ganado su lugar en Pitnochie muchas veces.
Tuala estaba sentada en un banco al lado de Wid. En invierno las lecciones siempre tenían lugar junto a la chimenea; no había ningún otro lugar lo bastante cálido.
—¿Qué va a ser hoy? —Wid estiró unas largas manos manchadas hacia el fuego; ella oyó el crujido de sus articulaciones. Debía de resultar duro ser anciano en invierno.
—¿Conoces la historia de Amna la del mantón blanco? —le preguntó Tuala—. La oí mencionar. Y hay otra sobre una esposa-búho. ¿Me las puedes contar? —Intentó adoptar un tono despreocupado, como si sólo sintiera una ligera curiosidad. El modo en que los dos ancianos se volvieron para mirarla, con repentina intensidad, le dijo que la conocían demasiado bien para dejarse engañar tan fácilmente.
Erip carraspeó y se puso en disposición de contar historias.
—Hay veces en las que una niña pide que le cuenten una historia en concreto, que será contada, y luego se da cuenta de que en ella hay una verdad que no quería oír. Estoy seguro de que lo entiendes.
El frío volvió a invadir a Tuala, el gélido aliento de un futuro poco grato.
—Es algo que necesito saber —dijo ella. Gracias a los dioses por aquellos dos ancianos; con ellos, al menos, nunca había necesidad de fingir.
—Entonces empezaré —dijo Erip—, y aquí, mi amigo, terminará. Una vez había un hombre llamado Conn, era cervecero, fabricaba la mejor cerveza en este lado del Lago de la Serpiente y era muy popular entre los lugareños por ello. No bebía más de lo que debía, sólo lo suficiente para asegurarse de que los demás obtuvieran lo mejor que podía producir, y en general se le consideraba una persona sensata y práctica, alguien en quien se podía confiar que no haría ninguna estupidez. —Erip se interrumpió para toser; cada vez le costaba más recuperar el aliento tras aquellos espasmos y le tembló la mano al tomar el vaso de agua que Tuala le ofreció.
—¿Estás seguro de que quieres continuar? —preguntó ella—. Lo puede contar Wid…
—¡No digas tonterías! —replicó Erip con una voz que parecía el susurro de los carrizos secos en otoño—. Si dejo de contar historias, más vale que deje de respirar. Bueno, ¿por dónde iba?
—Una persona sensata y práctica.
—Sí, y como era sensato y práctico estaba dispuesto a casarse y a echar raíces; encontró una novia, la hija de un granjero, y él tenía su propia casita y todo parecía de color de rosa. El padre de la chica estaba bien de dinero. Ella acudiría al matrimonio con una bolsa de plata y, por si fuera poco, tres campos propios. Pero ocurrió que una noche Conn salió hasta muy tarde para ir a visitar a unos amigos y volvió andando a casa por un atajo, un sendero diminuto bajo unos carpes que pasaba junto a un bonito riachuelo bordeado de helechos. Había luna llena. Fue un estúpido al ir por ese camino, cualquier anciano podría habérselo dicho. Conn estaba contento, y tal vez eso hizo que se confiara demasiado, pues debería haber conocido las advertencias que existen sobre lugares semejantes. Así pues, anduvo alegremente por el camino y allí, al borde del agua, la vio.
—¿A Amna? —preguntó Tuala.
—Sí, pero él no sabía quién era. Lo único que vio fue a la criatura más encantadora que podía haber imaginado, una chica pálida como una perla que brillaba bajo la luz de la luna, con un cabello largo como un torrente de suaves sombras y un mantón blanco que era lo único que llevaba para vestir su desnudez. Ella se había llevado la mano a la boca, como sorprendida de que un hombre se hubiese aventurado de noche por ese camino. Una única mirada a la chica bastó para que Conn se olvidara completamente de su novia.
—Siguió a la mujer de mantón blanco caminando junto al riachuelo hacia el bosque. —Wid retomó la historia cuando Erip se recostó en la silla y cerró los ojos—. Lo que ocurrió entre ellos esa noche no es apropiado para que un anciano como yo se lo cuente a una jovencita impresionable como tú, Tuala. Baste decir que después de eso Conn fue un hombre distinto. A la mañana siguiente volvió sin prisas a su casa, y en lugar de ponerse a trabajar como cervecero y a prepararse para la boda, se quedó de pie en su puerta contemplando el bosque y soñando con volver a encontrar a Amna. Permaneció allí día y noche y no fabricó ni una gota de cerveza desde el Baile de la Doncella hasta bien entrado el verano. Cada vez que la Brillante alcanzaba su plenitud él se escabullía bajo los carpes y cuando regresaba por la mañana tenía el rostro pálido y agotado y los ojos llenos de un salvaje deleite rayano en la locura, como si hubiera probado algo de tal singularidad y fascinación que moriría anhelándolo.
—Todos se lo dijeron —siguió Erip—, su madre, su anciano abuelo, su novia deshecha en lágrimas, los ancianos de la aldea. No tenían ninguna duda de que había sido hechizado por una mujer de los Seres Buenos y tenía que romper el hechizo o moriría por su causa. Pero Conn no escuchó a nadie. Cada luna llena él tenía su noche de éxtasis y, en el intervalo, los que lo amaban veían cómo se iba consumiendo por el ansia hasta que no fue más que un títere con ojos de loco del que sólo quedaba piel y huesos. ¿Qué era lo que Amna quería de él? Nadie lo sabía. Hubo otros que alcanzaron a verla allí junto a la laguna, la blancura del manto eclipsada por la finura nacarada de su piel, las profundas sombras de la noche nunca fueron tan oscuras como su hermoso cabello. Otros habían tenido el sentido común de bajar la mirada y pasar de largo. Conn no.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Tuala, pensando en lo estúpidos que eran los hombres por permitir que los atraparan de ese modo; estaba claro que Conn debería haberse dado cuenta de que su vida estaba siendo destruida y sencillamente haberle dicho a Amna que no.
—Es una triste historia —dijo Wid—. Su familia trató de intervenir. Un día de luna llena engañaron a Conn y lo ataron para que no pudiera ir a encontrarse con Amna. Creyeron que de esta forma tal vez podrían romper el hechizo y devolverle el sentido común. Esa noche la gente dijo haber oído los gritos de Amna en el bosque, unos gritos que helaban la sangre. No era la llamada de una joven a su amante ausente, sino los aullidos de un animal salvaje por su presa.
—¿Y Conn se salvó?
Erip movió la cabeza en señal de negación.
—¡No puedes entrometerte en los asuntos de los Seres Buenos como si tal cosa! Quizá podría hacerlo una persona como Broichan, pero no unas gentes comunes y corrientes como aquellas. Conn se pasó la noche maldiciéndolos, forcejeando para intentar librarse de sus ataduras, y después de aquello les prohibió la entrada en su casa. Esperó hasta que la Brillante volvió a estar llena y salió para reunirse con su amada. A la mañana siguiente sus parientes lo encontraron boca abajo en la laguna, muerto. Pensaron que se había ahogado, hasta que le dieron la vuelta. Estaba blanco como la leche, sin una gota de sangre. Tenía las marcas de los dientes de la chica en su cuerpo.
Tuala se estremeció.
—Es una historia horrible. —Horrible y del todo inútil; una historia así no tenía nada que ver con ella—. ¿Y qué me dices de la otra, de la historia de la esposa-búho?
Wid la contempló con expresión grave.
—El argumento es muy similar —dijo—. Un hombre se siente impelido a adentrarse en el bosque, en esta ocasión a causa de lo que parecía un búho blanco, una criatura hermosa y singular. De día se convertía en mujer y aceptó ser su esposa siempre y cuando él respetara su diferencia y no la persiguiera cuando le llegara el momento de cambiar. Una historia más alegre, al menos durante un tiempo. Ella le dio hijas; él no se consumió de deseo, sólo se sentía insatisfecho con lo que tenía y quería el consuelo del calor de su esposa en sus brazos de noche mientras dormía. Empezó a pensar que no era mucho pedir, sin duda. Con el tiempo, su deseo de convertirla en humana, cosa que ella nunca podría ser, lo llevó a seguirla por el bosque bajo la luna llena. Vio el maravilloso momento de su transformación y aquella noche la perdió para siempre. Este hombre no murió como Conn. Vaga por los oscuros senderos bajo los robles, gritándole eternamente a una esposa que nunca regresará con él.
Se hizo el silencio. Tuala no tenía ninguna duda en cuanto a la conexión que existía entre esas historias. No obstante, por mucho que lo intentara, no veía la relación entre ellas y la repentina frialdad que los miembros de la casa le mostraban. Al fin y al cabo, todos sabían que era una niña del bosque, lo habían sabido desde el momento en que había llegado a Pitnochie. Y aun así la habían acogido. Le habían sonreído, le habían contado historias y la habían tratado como a una amiga.
—¿Qué pasa, muchacha? —la ronca voz de Erip rebosaba amabilidad, y Tuala estuvo a punto de echarse a llorar de pronto.
—Fidich —susurró—. Ferat, y los guerreros… me excluyen. Ya no formo parte de las cosas en Pitnochie. Fidich dijo que no puedo ir a ver a Brenna y a los niños. Y ella me explicó que los hombres están preocupados por estas historias, la de Amna y la de la esposa-búho. Pero eso no tiene sentido. ¿Por qué iban a tenerme miedo ahora si nunca me lo tuvieron? Nunca les he hecho daño a los niños, tendrían que saberlo… —En aquellos momentos sí que lloraba de verdad.
Wid se inclinó hacia ella y le ofreció un pañuelo de lino.
—Haz lo que te hemos enseñado a hacer —le dijo en tono calmado—. Piénsalo detenidamente. Las historias tienen que ver con hombres seducidos por mujeres de los Seres Buenos, hombres arrastrados por un poder tan fuerte que no son capaces de resistirlo, ni siquiera tratándose de individuos conocidos por su gran sentido común, como Conn.
Tuala lo pensó todo lo bien que pudo. No parecía servirle de mucho.
—Pregúntate —dijo Erip, mientras sus dedos acariciaban suavemente al gato— por qué todo el mundo parece haber cambiado. Lo que sí me veo obligado a señalar es que Wid y yo no hemos cambiado; creo que este particular fenómeno no nos aqueja. Pero tu mente debería enfocar las cosas de otra manera. Quizá sea otra cosa lo que ha cambiado.
Tuala se lo quedó mirando un prolongado momento.
—¿Te refieres a mí? Esto tiene que ver con que estoy creciendo, estoy cambiando, ¿no? Pero… —se quedó callada de nuevo al darse cuenta de que, efectivamente, el anciano se refería a eso.
Ahora que lo pensaba, la frialdad de los miembros de la casa hacia ella se remontaba al tiempo en que su cuerpo había empezado a cambiar, redondeándose en algunas partes, ahuecándose en otras, dotándola de la forma y el ritmo de una mujer. De niña había tenido la sensación de que, a pesar de su diferencia, era aceptable para Pitnochie. La habían tratado con amabilidad, incluso con afecto. Y ahora los que habían sido sus amigos andaban de puntillas a su alrededor como si fuera peligrosa de alguna manera. No era posible que creyeran que, como mujer, era la misma clase de criatura que Amna la del Mantón Blanco.
—Tienes que estar equivocado —dijo con rotundidad—. Amna poseía una belleza de otro mundo, era el tipo de mujer que vuelve locos a los hombres. La clase de mujer que sólo existe en las historias. Nadie podría pensar que yo… —Era ridículo. Le costaba creer que estuvieran manteniendo una conversación semejante.
—Prueba a mirarte en el espejo, muchacha —dijo Wid—. Lo que allí aparece ahora se multiplicará por cien para el próximo invierno, y por mil al siguiente. Los hombres lo han visto y tienen miedo. Las mujeres poseen más sentido común, pero se muestran cautelosas de todos modos. Es triste pero cierto; ahora tienes catorce años y a partir de aquí esta sombra se cernerá sobre tu camino, por mucho que intentes ser una de nosotros.
Tuala se quedó sin saber qué decir. Aquello no podía ser cierto. Ella no era una gran beldad, no tenía ningún interés por los hombres ni por la clase de cosas que hacían los hombres y las mujeres en la intimidad del dormitorio. La idea de que Ferat, Fidich y los demás pensaran en ella de ese modo le hizo sentir náuseas. No quería considerar ni por un momento que esa pudiera ser la verdad.
—¿Y qué me dices de vosotros? —preguntó—. Seguís siendo mis amigos. No habéis cambiado. ¿Y qué pasa con Broichan? Él nunca cambia. Esta no puede ser la explicación.
Erip empezó a toser; en esa ocasión había sangre en la mano con la que se tapaba la boca. El ataque tardó un rato en pasársele. Por fin el anciano se tranquilizó.
—Como ya te he dicho —contestó con un hilo de voz—, quizá seamos demasiado viejos y estas tonterías ya no nos afectan. O quizá lo que pasa es que nos enamoramos de ti cuando apenas eras un renacuajo rebosante de preguntas, y así es como te seguimos viendo: como el pequeño tesoro de Bridei, un singular obsequio del Solsticio de Invierno. En cuanto a Broichan, su visión es muy particular. Sin duda te juzgó en detalle desde el primer momento y continuamente está ponderando las oportunidades y los peligros que representas.
Tuala asintió moviendo la cabeza. Recordaba todas y cada una de las palabras que el druida le había dirigido, hacía mucho tiempo, aquella vez que la mandó lejos. No cabía la menor duda de que la había considerado una amenaza desde el principio.
—¿Qué puedo hacer? —les preguntó.
Los dos ancianos la miraron sin decir nada, con los ojos llenos de amabilidad y sonriendo a pesar de todo.
—Esperar y tener paciencia —dijo Wid—. Tienes una época muy difícil por delante.
—Prepárate para los cambios —añadió Erip—. Tendrás que ser valiente, Tuala.
—Todo iría bien si Bridei volviera a casa. —Su voz sonó débil; no había sido su intención decirlo en voz alta, pero le salió sin querer.
Wid abrió la boca para hablar; vio que Erip meneaba la cabeza como para silenciar a su amigo y entonces Bruma, cada vez más inquieto, saltó del regazo del anciano y se fue hacia la cocina. Como en respuesta a algún llamamiento, los tres perros se levantaron de su sueño debajo de la mesa y de pronto el salón dejó de estar tranquilo.
—La soledad puede ser muy difícil de soportar —dijo Wid, y se puso de pie—. Un buen amigo es el regalo más precioso del mundo, Tuala. Es una lección que no necesito enseñaros ni a ti ni a Bridei. Y ahora vamos a buscar un poco de sopa para este hombre, ¿te parece? Empieza a parecer un espantapájaros, y eso no podemos tolerarlo. Antes me pareció ver a Ferat con unos huesos de jamón; sin duda el aroma es prometedor.
Pasó el invierno y los días se fueron alargando sensiblemente, pero la Diosa Madre no hacía apenas nada para ceder su implacable dominio sobre el territorio. Las lagunas tenían una capa de hielo; la nieve cubría la casa de Broichan bajo los robles. Los hombres iban refunfuñando mientras se dirigían a hacer la guardia y todo un despliegue de prendas humeaba frente al fuego de la cocina y llenaba la casa de un olor acre. Los perros eran renuentes a aventurarse a salir; Bruma pasaba casi todo el tiempo en el regazo de Erip delante de la chimenea o, más avanzada la estación, hecho un ovillo en su cama, entre sus rodillas dobladas, pues llegó un momento en que el viejo erudito ya no tuvo fuerzas para levantarse de su camastro y decidirse a salir para reunirse con los habitantes de la casa y fingir que no tardaría en mejorar. Lo instalaron en la habitación de Bridei; Wid lo velaba, dándole sorbos de agua o medidos tragos de la última pócima de Broichan, secándole la frente, contándole historias como si fuera un niño enfermo. Mara quemaba hierbas aromáticas cerca de la entrada y se llevaba la ropa de cama manchada. Tuala quería ayudar y se encontró con que le impidieron entrar en la habitación. Mara había asumido el control; entonces era ella quien daba el visto bueno a las idas y venidas de gente y había decretado que demasiadas visitas no harían más que debilitar al anciano. Wid, luchando con su propio dolor y agotamiento, no tenía fuerzas para discutir, pero dejó entrar una o dos veces a Tuala cuando el ama de llaves andaba atareada con otras cosas. Erip tenía entonces unas manos tan frágiles que los dedos parecían ramitas al tacto y su voz era un débil susurro. A Tuala le pareció ver una nueva luz en sus ojos, un brillo que ya parecía estar más allá del mundo mortal y haber entrado en otro lleno de paz y posibilidad. Era como si su mente evocara una gran historia nueva de la que únicamente aguardaba empezar la narración. Ella le sostuvo la mano, se tragó las lágrimas y, cuando Mara regresó, se esfumó como una sombra.
Solicitó con educación que la dejaran entrar, señalando que era amiga de Erip, que él había preguntado por ella, que podía resultar útil.
—No haces falta, Tuala —decía Mara.
—Vete, muchacha —le decía Ferat con un tono bastante amistoso y una mirada que reflejaba algo entre impaciencia y desazón. Al menos él parecía sentirse un poco culpable ante aquella traición contra alguien que había sido una niña querida, una amiga; en cualquier caso, la incomodidad que mostraba ante su presencia era bastante evidente.
Cuando el fin estuvo próximo se vio obligada a suplicarle a Mara.
—Por favor. Es un viejo amigo. Por favor, déjame entrar.
—Erip es amigo de todos nosotros —dijo Mara—. Aquí no te necesitamos. Vete, y llévate contigo a tu criatura —e hizo ademán de empujar a Bruma para sacarlo de la cama, pero el gato clavó zarpas y dientes en los dedos de Mara y lo dejaron allí agazapado entre el montón de cobertores de Erip. El propio Erip estaba ya demasiado débil como para protestar y Wid dormía en una silla, agotado por las prolongadas vigilias. Tuala se retiró en silencio.
Se quedó un rato sentada en su pequeña habitación con la mirada fija en la pared. Aquello estaba mal; tan mal que no parecía poder extraerse de ello ninguna enseñanza en absoluto. ¿Cómo podían prohibirle que estuviera allí? ¿Cómo podían impedirle que se despidiera de Erip? Era una de ellos, se había criado con ellos, la habían acogido en su casa y había sido guiada hacia el conocimiento por el mismo anciano que en aquellos momentos yacía moribundo bajo el techo que los había albergado a ambos. ¡Maldita fuera Amna la del Mantón Blanco! ¡Mal rayo partiera a la esposa-búho! No eran más que tonterías que no tenían nada que ver con ella.
De pronto a Tuala la invadió la necesidad de hacer algo. Agarró su capa de abrigo, embutió los pies en sus pesadas botas y se dirigió hacia el exterior. El frío se aferró dolorosamente a sus pulmones en cuanto salió de la cocina; el aire era como hielo en su piel. Pero tenía que alejarse de allí, lo más lejos que pudiera de Mara, Ferat y Fidich, de Uven y Cinioch, de las miradas desconfiadas de todos los que antes parecían sus amigos. No iba a pedir permiso para sacar a Llamarada; no quería oír otra negativa tajante. Iría andando. Caminaría hasta el Valle de los Vencidos y allí exigiría algunas respuestas.
A medida que había ido creciendo, Tuala había advertido que poseía ciertas habilidades que las demás personas no adquirían fácilmente. Desde su más temprana edad había sido consciente de que dichas habilidades debían mantenerse ocultas, puesto que manifestándolas sólo hubiera conseguido subrayar el hecho de que era diferente, y ella no quería ser diferente, ella quería formar parte de Pitnochie. Erip y Wid conocían algunas de las cosas que podía hacer, y Bridei también, pero no le había hablado a nadie sobre todas sus habilidades y la facilidad con que podía utilizarlas.
Mientras subía penosamente por el sendero y las botas se le hundían en la capa de hojas húmedas en descomposición bajo los robles desnudos, se dijo a sí misma con cierta amargura que tal vez hubiera sido mejor no haber puesto nunca en práctica aquellas artes secretas y haber ignorado que tenía esos poderes. Entonces tal vez hubiera perdido el don. Quizá se le habría olvidado cómo utilizarlo, cómo hacer aparecer imágenes de reinas, dragones y gigantes en un rayo de luz a través del vidrio coloreado; cómo lograr que una ardilla saliera de su escondite y saludarla de un modo que ella entendía en su pequeña mente de criatura; cómo formar, con arbustos, hierba y vainas, una muñeca, un cesto o una cadena que tuvieran no solamente el dibujo de trenzas, ondas y nudos, sino un poder vivo. Podría haber perdido la habilidad de interpretar las señales en el bosque, señales que dejaban los de la otra especie, los Seres Buenos. Entonces no podría haberlos encontrado, por mucho que sintiera el impulso de buscarlos. Los sutiles arañazos en la corteza o en la roca, los pequeños enredos en la hierba y las hojas amontonadas, todo ello eran mensajes y, sin que nadie le hubiera enseñado su significado, Tuala hacía mucho tiempo que los comprendía. Sus autores seguían evitándola. Aquellas sombras divisadas a medias, aquellas voces susurrantes estaban más cerca que nunca. Pero sus mensajes eran para ella, lo sabía. La llamaban; la querían de un modo en que no parecían quererla los humanos. Con ellos tal vez tuviera un hogar. Era un camino de un único sentido; un camino inaccesible. Si entraba en aquel mundo tendría que dejar atrás a Bridei. Era imposible separarse de él. Sería como romperse en dos.
Sumida profundamente en sus pensamientos, Tuala cubrió la larga distancia desde la casa de Broichan al valle oculto casi sin darse cuenta. Ese día la niebla era espesa; apenas distinguía sus propios pies mientras se abría camino por el empinado sendero que descendía hasta la laguna. Daba la impresión de que el vapor se cernía sobre ella como una manta pesada y sofocante. En algún lugar del bosque aullaba un perro, un sonido de pura desolación.
Tuala se agachó en el borde del Espejo Oscuro. Al principio no sintió el frío, pues la briosa caminata la había hecho entrar en calor, pero no tardaron en empezar a arderle y a dolerle la nariz, las orejas, los dedos de las manos y los pies a causa del helor que se le metía en los huesos. Le castañeteaban los dientes. Aquello había sido una estupidez; se hallaba muy lejos de casa y nadie sabía adónde había ido. Aunque no podía decirse que les importara, pensó Tuala. Si no regresaba nunca, probablemente Mara, Ferat y los demás lo agradecerían. No habría una fastidiosa presencia entre ellos; no tendrían cerca a una tentadora del Otro Mundo que pudiera llevarse a sus jóvenes. Era tan estúpido que no podía aceptarlo. ¿Una especie de belleza de otro mundo, ella? ¿Tuala lanzando hechizos para volver locos de deseo a los hombres? Sencillamente se hubiese reído de una teoría tan insensata de no ser por la terrible realidad de lo que parecía suponer para ella. La habría desdeñado completamente de no ser porque Erip y Wid, cuyo sentido común le resultaba evidente, le explicaron que, en efecto, era así como la percibían entonces los miembros de la casa. «Mira en el espejo», le habían dicho. Y así lo hizo, se inclinó sobre las quietas aguas de la laguna y en esa ocasión no buscó visiones ni portentos, sino simplemente su propio reflejo verdadero.
No parecía muy distinta de antes. Tenía el rostro ovalado, las cejas castañas arqueadas, los ojos grandes y claros, tal vez azules si se les tuviera que asignar un color. Su mirada era inquisidora y estaba ojerosa; había llorado por Erip, por Wid, y sólo un poco por sí misma. La nariz era recta, la boca pequeña y delicada, rosada como un capullo de rosa. Era pálida, desde luego. Tuala se vio obligada a admitir que, al menos en ese sentido, sí que se parecía un poco a la Amna de la historia, pues su piel siempre había sido blanca y translúcida, como si la Brillante le diera el brillo de sus rayos de luna. Tenía el cabello negro como el carbón, largo y lustroso a pesar de que descuidaba mucho su cepillado. Eso también la hacía parecida a la mujer de la narración. Pero ella todavía era joven, no hacía mucho tiempo que había sangrado por primera vez y no se atrevió a pensar en lo que Amna le había hecho a su amante bajo la luna llena. Amna había sido una seductora, una mujer de conciencia sensual y pasiones terrenales. ¿Cómo podía pensar alguien que ella, Tuala, tenía el mismo poder que aquella peligrosa criatura de la noche?
Las prácticas prendas que Tuala llevaba para salir de casa, la capa, el manto, la túnica y la falda larga sobre unas fuertes botas ocultaban completamente su figura; la chica que le devolvió la mirada desde el agua oscura podría haber tenido cualquier forma. Sin embargo, en esos momentos, mientras miraba, la imagen cambió y se vio a sí misma, con horror, sin un solo pedazo de tela que la cubriera, allí de pie sin la más mínima vergüenza, con los brazos levantados, unos bonitos pechos redondos expuestos como dos pequeñas lunas gemelas de punta rosada; los contornos curvilíneos de una cintura delicada, las caderas redondeadas, los muslos delgados, todo ello expuesto allí a la vista de cualquiera. Se distinguía incluso el pequeño y nuevo triángulo de vello oscuro entre sus piernas. Horrorizada, Tuala alargó las manos para tapar su cuerpo, aunque allí en el borde del agua ella seguía envuelta en sus capas de lana. En el Espejo Oscuro su imagen desnuda se dio la vuelta, sonrió y le hizo señas, y ella se dio cuenta, acongojada, de que, en efecto, un hombre podría encontrar atractiva a una criatura de perla, ébano y rosa como esa. Vio su propia inocencia en la visión y el peligro que acarreaba en su naturaleza misma.
—Vete —dijo Tuala entre dientes mientras los ojos se le llenaban de lágrimas de enojo—. ¡No quiero verte! ¡No he venido para esto! —Cerró los ojos con fuerza, deseando relegar su propia imagen al olvido.
—¿Tienes miedo de enfrentarte a la verdad? —dijo alguien a su izquierda—. No es propio de ti.
Tuala abrió los ojos de golpe. Esa vez no se trataba de una voz sutil y sibilante como las que había oído otras veces en ese secreto pliegue del terreno. Esa voz sonaba real y confiada, sin duda era la voz de una mujer de carne y hueso. Sólo había tenido tiempo de parpadear y ver fugazmente una figura con capa de pie a su lado, lo bastante cerca como para poder tocarla, cuando habló una segunda voz. Tuala se puso de pie de un salto y se volvió hacia el otro lado.
—Además —observó el segundo personaje—, es una visión agradable. No puedes negarlo. Una imagen hermosa. Con sólo echarle un vistazo un hombre estaría ansioso por descubrir si la realidad sería todavía más hermosa.
Fue un joven el que habló. Sus palabras hicieron que a Tuala se le pusiera la carne de gallina; se imaginaba lo que Donal o Bridei, incluso Broichan, tendrían que decir sobre su estupidez al ir hasta allí sola en invierno sin decírselo a nadie. Se quedó muy quieta e intentó respirar lentamente. Se obligó a observar, tal como Bridei le había enseñado. No se trataba de un hombre, no exactamente. No era mucho más alto que ella y su cabello rebelde y desgreñado era de un tono verdoso, musgoso. Aquí y allí sus rizos parecían desviarse para formar zarcillos y hojas, como de hiedra. Tenía unos ojos del mismo color marrón que las ciénagas y redondos como los de un búho. Aunque, definitivamente, no era un hombre, la sonrisa pícara que le dirigió mientras ella lo estudiaba con la mirada le recordó dolorosamente a Erip en sus mejores tiempos.
—Estás temblando —dijo la otra voz y, al darse la vuelta, Tuala sintió el suave peso de una capa colocándose en sus hombros. Era una prenda frágil y poco sólida que parecía estar hecha de vilano de cardo y que sin embargo le proporcionó calor al instante, como si fuera un gato enroscado delante del fuego del hogar. La chica sostuvo su mirada con calma. Era un poco más alta que el hombre joven, si se le podía llamar hombre, y poseía una larga cabellera de un rubio plateado, trenzada y anudada de forma elaborada con hilos brillantes y nervaduras de hojas, telarañas y unas diminutas bayas blancas ensartadas en los cabellos. Llevaba una capa con capucha de color azul grisáceo que se movía en torno a ella como humo de leña. También parecía joven; tenía la tez de un blanco invernal, tan pálida como la de Tuala, y poseía una delgada figura y un porte grácil—. Sientes el frío, lo cual no es sorprendente. Te has criado entre humanos; sus flujos son más cortos y se mueven con más violencia. Tu cuerpo ya está en sintonía con sus pautas. Has venido a nosotros justo a tiempo.
Tuala olvidó de pronto las palabras que se había preparado para una ocasión como esa. Lo había deseado con todas sus fuerzas, había ensayado las preguntas: «¿Quién soy? ¿Quién me abandonó y por qué?». En aquellos momentos, temerosa de las respuestas, no era capaz de preguntar nada. Al final dijo:
—¿Por qué ahora? ¿Por qué os mostráis ahora? He estado aquí muchas veces; he visto visiones en el Espejo Oscuro, se han reído de mí otros de vuestra especie que nunca se manifestaban del todo. ¿Qué es lo que ha cambiado? —Mientras hablaba ya tenía la respuesta en su cabeza, la misma que ya le habían dado otros: «Tú has cambiado».
—Aquellos con los que te encontraste no eran de nuestra especie —dijo el hombre hoja—. Son de una casta menor; muchos de ellos comparten nuestro bosque. Son seres que no te dejarán ver su verdadera forma. Al menos mientras todavía tengas un pie en un mundo de druidas y héroes, de reyes y consejeros.
—¿Un pie? —Tuala no pudo evitar preguntar. No creía que fuera miedo lo que sentía, a pesar de la absoluta rareza de esa aparición, sólo asombro de que al fin esos desconocidos hubieran decidido dejarse ver ante ella y una cautela que era producto de su conocimiento de las historias—. Vivo en Pitnochie; pertenezco a la casa de Broichan. Nadie sabe realmente de dónde vengo. Podría ser la hija ilegítima de alguna pobre muchacha. Podría ser una chica humana normal y corriente. —Tendría que preguntárselo directamente. Deseaba poder hacerlo. «¿Sabéis quién soy?». La risa que resonó entonces detuvo sus palabras antes de que las dijera en voz alta. El sonido del alborozo de aquellos seres hizo eco por la pequeña cañada, como el golpeteo de las semillas en la vaina, y su rareza provocó en Tuala un cosquilleo en el cuello.
—¿Normal y corriente? —se burló la chica—. No te lo crees más que nosotros. Tú eres de los nuestros, una hija del bosque. Tienes magia en cada cabello de tu cabeza, en cada roce de las yemas de los dedos. Dinos por qué has venido hoy aquí, Tuala. Dinos por qué nos buscaste.
El joven se puso en cuclillas; su ropa, al igual que su pelo, parecía una extensión del follaje del bosque, marañas de vegetación verdeante. Desprendía un ligero olor a humus. Dio unas palmaditas en el suelo con sus largos dedos nudosos, invitándola a sentarse; la chica con la capa gris estaba arrodillada al otro lado de Tuala, que se sentó con las piernas cruzadas y todos los sentidos alerta. Si tenía que echar a correr quería estar lista para poder hacerlo al instante. El corazón le latía con fuerza; allí podían ocurrir muchas cosas y debía estar preparada para cualquiera de ellas.
—Vine a buscar respuestas —contestó—. Y las preguntas no son las mismas que os hubiera formulado anteriormente de haber tenido oportunidad. La gente ha cambiado; los que eran mis amigos de pronto me temen, se muestran cautos y extraños. Mis maestros dijeron que eso es porque… porque, como mujer, me consideran peligrosa. —Tragó saliva—. Como Amna la del Mantón Blanco —añadió de mala gana—. Y ahora mi anciano amigo se está muriendo y no me dejan entrar para cogerle la mano y decirle adiós. —No iba a dejar paso a las lágrimas; era importante mantener el control de la situación. No tardaría en tener tiempo de sobra para llorar.
—¡Amna! —exclamó el hombre hoja—. Las mujeres humanas se inventan historias como esta para evitar que sus hombres se aparten del buen camino, ¿sabes?
Tuala se lo quedó mirando fijamente. El muchacho tenía unas mejillas morenas y brillantes como castañas maduras.
—¿Se las inventan? —repitió ella—. ¿Quieres decir que no es más que un cuento imaginario? ¿Y qué me dices de la esposa-búho? ¿Es lo mismo?
—Tal vez sí —respondió él—. Tal vez no.
—Eso no resulta de mucha utilidad —replicó Tuala—. Me hacen falta algunas respuestas. Necesito ser capaz de demostrarle a la gente que no represento ninguna amenaza para ellos. Necesito convencerles de que… —su voz se apagó; aquello era demasiado embarazoso para expresarlo con palabras.
—¿De que no sientes ningún deseo por un hombre? —La chica se echó la capucha hacia atrás y cruzó las manos en el regazo; llevaba muchos anillos en sus largos dedos, unos intrincados diseños en plata que formaban ramificaciones, con incrustaciones de piedras pálidas—. Eso no tiene importancia, Tuala. El peligro, tal y como ellos lo entienden, es que un hombre pueda desearte a ti. Te evitan porque creen que, a partir de ahora, es peligroso mirar o tocar. Piensan que el hecho de permitir que te acerques demasiado se convierte en una sentencia de muerte. Conocemos tu historia. Bridei te acogió. En aquel entonces era un niño completamente ajeno a lo que eso significaba. El druida se dio cuenta de cómo serían las cosas, pero lo vio demasiado tarde. No puede permitir que te quedes en Pitnochie. Hacerlo acarrearía, en efecto, la muerte: la muerte de su visión. Así lo cree él.
A Tuala se le heló el corazón.
—Pero habéis dicho que lo de Amna era una historia inventada. En cualquier caso, yo no soy así. Me han criado como a una chica humana y viviré mi vida como lo hace una chica normal y corriente. No quiero hacer daño a nadie. —El futuro que deseaba la comprendía a ella misma, a Bridei y a Pitnochie, todo junto; ¿cómo podría soportar otra cosa?
Ninguno de los jóvenes dijo nada. Durante el prolongado silencio Tuala oyó el eco de sus palabras y se dio cuenta de que sonaban muy infantiles, muy simples. Era demasiado tarde para unas soluciones tan sencillas. Ya nunca podría volver a ser una niña.
—Además, ¿cómo sabéis todo esto? —Los desafió al fin, aunque la respuesta a esa pregunta se hallaba ante sus ojos, en las tranquilas aguas del Espejo Oscuro—. ¿Qué tiene que ver esto con vosotros?
La chica del bosque sonrió. Era una sonrisa extraña, en la cual el dolor y la resignación quedaban atenuados por una amabilidad que casi parecía forzada.
—Me sorprendes, Tuala —dijo—. No haces la pregunta que más te preocupa. ¿No es esa pregunta la respuesta a la que acabas de plantear?
Tuala no contestó. Aquellas personas eran de los Otros; se parecían tan poco a ella como las criaturas salvajes. Si eran de su misma especie casi prefería no saberlo.
—Oh, bueno —añadió la chica con un suspiro—, todavía no te has ganado el derecho a semejante respuesta, de modo que no te la podría dar aunque la supiera. Esa verdad es para más adelante, para cuando hayas demostrado que podemos confiar en ti. Llegará un momento en que nos necesitarás tanto que harás cualquier cosa para saberla. En cuanto a nuestra fuente de información, te observamos y observamos a Bridei. Nuestras pautas son más prolongadas que las de los humanos, pero eso no significa que no estemos interesados en los reyes y druidas, en las batallas, las luchas y el gobierno de Fortriu. Se avecinan grandes cambios. Tu amigo está en el centro de todo ello, o lo estará. Suponemos que eres consciente de tal cosa.
Tuala movió la cabeza en señal de afirmación, aunque no respondería con palabras. Incluso siendo niña había entendido la clase de futuro que Broichan había planeado para su hijo adoptivo.
—¿Qué papel esperas tener tú en unos acontecimientos de semejante magnitud y trascendencia? —dijo el hombre hoja con una franqueza cruel—. Esa es la pregunta que debes hacerte, pues quizá no falte mucho tiempo para que Pitnochie te sea vedado para siempre.
—Basta —dijo Tuala entre dientes, y se llevó los dedos a los oídos, pero siguió escuchando; al fin y al cabo, había ido allí en busca de respuestas y eso es lo que eran todas esas palabras, por mucho que no fueran las que ella deseaba escuchar.
—Broichan se enfrenta a un dilema —dijo la chica del bosque—. No puede abandonarte sin más. La buena opinión de Bridei significa mucho más para él de lo que nunca demostrará a nadie. El druida del rey tiene un punto débil, que es su afecto por el chico. Además, es totalmente leal a los dioses; no querrá caer en desgracia con la Brillante expulsando a su hija. Por suerte para él, existe una solución. Si yo fuera Broichan y mi mente funcionara como la de un hombre mortal, me alegraría de que hubieras llegado a una edad fértil. Ahora sólo tiene que encontrarte un marido y podrá deshacerse de ti de un modo totalmente respetable, sin ofender a nadie.
—No pongas esa cara de horror —dijo el hombre hoja, y se pasó la lengua larga y verdosa por los labios. A Tuala se le pusieron los pelos de punta al verla—. Es lo normal para las chicas humanas una vez empiezan a tener la menstruación. ¿Acaso no has intentado convencernos de que no eres más que una chica humana? Claro que podría resultar difícil encontrar un pretendiente para una persona como tú. Cualquier hombre que supiera la historia de Amna la del Mantón Blanco sería un estúpido si te aceptara. Pero un atisbo de esta carne delicada, de esta lozana figura menuda, bien podrían convencer a un viudo solitario, un hombre mayor, tal vez. Y Broichan es un hombre de buena posición económica; puede ofrecer una buena dote. Apuesto a que antes del Solsticio de Verano dejarás de estar en sus manos. Eso si no te decantas por la otra opción, la que podemos ofrecerte nosotros.
Tuala tuvo la sensación de que iba a vomitar.
—Bridei no dejará que Broichan haga eso —susurró—. Él lo evitará. El joven volvió a sonreír.
—Bridei está muy ocupado con otros asuntos —dijo, e hizo un gesto hacia el lago, donde las imágenes surgieron en el brillo de un movimiento instantáneo—. Asuntos de vida y muerte cuyo curso influirá no sólo en su propio futuro, sino también en el de Fortriu. Si todo se desarrolla de acuerdo con el plan de Broichan, el destino de Bridei lo llevará lejos de ti. Míralo tú misma.
—No voy a mirar —repuso Tuala, que oyó el temblor de su propia voz—. Vosotros podéis manipular estas imágenes y sólo me mostraréis lo que queréis que vea. No vais a obligarme a mirar.
—¿Por qué vienes aquí si no es para verlo a él? —le preguntó la chica en voz baja y suave—. ¿Por qué entretenerse en este lugar solitario si no es para estar cerca de él cuando se encuentra lejos? Cuando estas aguas te muestran su rostro no puedes evitar mirarlo.
Tuala agachó la cabeza. Tenían razón: ir allí con aquel frío, recorrer todo el camino y no ver a Bridei cuando sabía que su imagen la aguardaba allí en la superficie del Espejo Oscuro le resultaba, en efecto, imposible. No obstante, se sintió incómoda al inclinarse una vez más sobre la laguna. Poco antes había sido su propia forma desnuda la que había brillado pálida y extraña en el agua y el hecho de buscar una imagen del querido amigo de su niñez en aquella misma superficie tranquila la inquietaba. Había algo que no estaba bien. Ni por un momento creyó que sus compañeros del Otro Mundo no pudieran cambiar y distorsionar el mensaje del Espejo Oscuro para sus propios fines. Aun así, tenía que mirar.
Aparecieron imágenes fugaces que se desvanecieron antes de que le hubiese dado tiempo a asimilarlas: Bridei cabalgando con Gartnait a su lado, ambos forzando a sus caballos en una rivalidad tácita. Eso no sorprendió a Tuala. Había tenido muchas oportunidades de observar al risueño hijo pelirrojo de Talorgen durante los veranos que había pasado en Pitnochie. Detrás de su fachada de payaso Tuala había visto algo más: una ferviente lucha por igualar a Bridei en las hazañas de fuerza y habilidad. Había reconocido la desesperación con la que Gartnait trataba de demostrar su valía delante de su padre y comprendía lo que Bridei no podía comprender: que su jocoso compañero de trato fácil albergaba una intensa ambición en su interior. Para un chico como Gartnait quizá podría parecer que las cosas le resultaban demasiado fáciles a Bridei. Él no sabía nada de las largas temporadas de soledad, las pacientes horas de autodisciplina. No comprendía lo que significaba que te mandaran a otra parte siendo demasiado pequeño para entender por qué.
La imagen cambió y Tuala vio a Bridei luchando con otro hombre, una pelea a vida o muerte con cuchillos. Fue sólo un momento. Después lo vio solo por la noche, mirando a la oscuridad mientras una vela solitaria mostraba sus ojos ojerosos, la pequeña arruga en el entrecejo, la tirantez de su boca apretada.
—Me necesita —susurró Tuala.
Entonces ya no fue de noche sino de día, él estaba sentado en un banco junto a un estanque con peces y había una chica. La muchacha era pelirroja como Gartnait y tenía una nariz delicada, salpicada de favorecedoras pecas. Su manera de vestir la distinguía como a una dama, llevaba el cabello peinado hacia atrás, sujeto por una cinta bordada de la que sólo escapaba un único e ingenioso mechón que le caía sobre una oreja, y el vestido era una prenda de un tenue color como el de la arcilla, ribeteado con los mismos tonos de verde y azul de la cinta del pelo. Llevaba los pies calzados con magnífica cabritilla. La chica estaba sentada al lado de Bridei; tenía un aspecto igual de serio que él y lo escuchaba atentamente mientras hablaba. Él inclinó la cabeza cortésmente y ella dijo unas pocas palabras con el rostro alzado hacia Bridei. Era muy bonita, aunque sus facciones eran angulosas, un tanto parecidas a las de un zorro. Tuala vio en la mirada de Bridei que él la admiraba.
—Muy apropiado —observó el hombre hoja con sequedad cuando la imagen se agrietó y se disipó—. La hija de un amigo de la familia, con lazos reales, sana y presentable en todos los sentidos, y tan sólo uno o dos años menor que él. Primero Bridei debe ir a la batalla, por supuesto; esta primavera debe demostrar su valía en el campo. Pero ya se ve cómo va a desarrollarse todo esto. Ya confía en ella.
—Me necesita. —Tuala estaba temblando a pesar del calor de la extraña capa en que la habían envuelto—. Tiene que volver a casa. —Ninguna chica elegante con lazos reales sabía escuchar como ella, ni sabía cómo arrancarle una sonrisa a aquel rostro serio, ni cómo permanecer a su lado mientras él lidiaba con las grandes preguntas que lo acuciaban y que cada vez serían más apremiantes. No había visión deslumbrante que pudiera convencerla de lo contrario. Lo único que significaba todo aquello era que nadie comprendía el vínculo que existía entre ellos; nadie aparte de ella misma y de Bridei.
—No, Tuala —dijo la chica del bosque—. Él ya está volando fuera de tu alcance; ¿querrías cortarle las alas a un águila?
—Ni siquiera el águila puede volar sin sus periodos de reposo. —Tuala intentó parecer confiada—. Necesita descansar para poder seguir adelante con valor. Para eso me necesita.
—¿Cómo puedes estar segura de ello? —le preguntó el hombre hoja—. ¿No sería mejor que siguieras tu propio camino y utilizaras tus propias aptitudes? Apenas has empezado a descubrir quién eres.
—Bridei ya no te necesita —la voz de la joven era balsámica como la aguamiel, suave como la de una madre—. Esta fue una amistad de niñez que os ha servido a ambos. Esos tiempos ya han pasado. Él avanza en su propio viaje. Ya es hora de que tú te detengas a pensar en el tuyo.
—Da la impresión de que temes los planes que Broichan tiene para ti —dijo el joven—. No es necesario que hagas lo que él desea. Elige la otra manera. Por eso acudiste a nosotros. No intentes negarlo siquiera. Sabes que aquí, en el bosque, existe un camino para ti. Nosotros te enseñaremos a encontrarlo. Abriremos la puerta para que puedas cruzar al otro lado.
—Te llevaremos a casa. —Entonces la voz de la muchacha fue como el tañido de un dulce instrumento de otro mundo que resonó por las aguas oscuras. A Tuala se le erizó el cuero cabelludo. Un hechizo, de eso se trataba, de un encantamiento, una trampa; había recelado del hombre hoja, de sus sonrisas maliciosas y sus miradas lascivas, pero la más peligrosa era la otra, la de aspecto hermoso y tono amable. Había sido una estúpida al dejar que aquello llegara tan lejos, al dejar que esa voz suave, que esas visiones provocadoras la afectaran. Sus manos se movieron a tientas para quitarse la prenda de telaraña de los hombros de un tirón. Su cuerpo se tensó, listo para huir. Tan sólo tenía que ponerse de pie y echar a correr, pues ya conocía el camino: tenía que subir por el sendero, seguir por el borde del valle, pasar por debajo de los abedules, los robles y el acebo, regresar a los límites del terreno de Broichan y ponerse a salvo. No la seguirían; no cuando hubiera pasado las piedras blancas que había a la entrada del Valle de los Vencidos. Al menos esperaba que no lo hicieran.
Pero, si huía, ellos sabrían que sus pullas habían dado en el blanco. Sabrían que habían conseguido, como mínimo, asustarla. No les permitiría aquella pequeña victoria, y menos después de que la hubieran herido con sus crueles comentarios. Ellos no eran los únicos que podían tergiversar y alterar las imágenes de un vidente para ilustrar algún punto en concreto. Tuala respiró hondo y volvió a mirar en las aguas del Espejo Oscuro. Se concentró en la Brillante; se imaginó la orbe plateada de la plenitud de la Dama, evocó la imagen de una mujer alta y encantadora que llevaba en sus brazos a un bebé diminuto envuelto en pieles. El agua brilló, se rizó y volvió a quedar en calma. Allí, en su reflectante superficie estaba el niño Bridei, con los piececillos amoratados por el frío bajo el dobladillo de su camisón, de pie en la puerta a medianoche. Bajó la vista al suelo. El espejo no mostró lo que veía, sólo el maravilloso cambio en su rostro, un rostro demasiado serio, demasiado cauteloso para un niño como él, que sin duda tendría que haber estado pensando únicamente en días soleados, juegos y familia. En el agua él se arrodillaba, miraba y de pronto sus ojos se llenaban de luz, su pequeño y triste semblante embargado por la dicha. Se puso de pie nuevamente, levantó la vista y la Brillante lo miró desde arriba y rozó su rostro con un tono plateado sobrenatural. Tuala no oyó lo que decía, pero reconoció el significado en su corazón; era una profunda promesa que había que cumplir, una afirmación de responsabilidad. Bridei se inclinó para recoger lo que tenía a sus pies; sonrió. Entonces había una mirada distinta en sus ojos, una mirada que sólo era para ella. La imagen se desvaneció y desapareció.
De pronto todo quedó muy tranquilo en el Valle de los Vencidos, tan tranquilo que dio la impresión de que el tiempo se había detenido mientras esa imagen habitaba el Espejo Oscuro. Tuala parpadeó, se frotó los ojos y miró a uno y otro lado. Estaba sola. Sus compañeros del Otro Mundo se habían ido con el mismo silencio y discreción con el que habían aparecido. La visión que había elegido los había molestado, de eso no había duda. Ella no acababa de comprenderlo del todo; ¿acaso no eran leales a la Brillante? Quizá fuera su testarudez lo que los había hecho marchar. Quizá habían esperado que les tomaría la mano y se adentraría en el bosque ese mismo día para no regresar nunca al reino de los mortales. Ni siquiera les había preguntado sus nombres.
Empezó a llover y la lluvia fue aumentando de intensidad con una rapidez alarmante hasta convertirse en un aguacero torrencial que le caló la capa, el mantón y la túnica. Se puso la capucha y siguió andando. Sus botas no tardaron en llenarse de barro. Había pasado mucho tiempo deseando que los Seres Buenos se manifestaran y empezaran a proporcionarle respuestas. Ahora, por fin, lo habían hecho, pero se había enterado de muy poca cosa. Quizá hubiera una especie de hogar para ella entre aquella gente. «Abriremos la puerta para que puedas cruzar al otro lado», habían dicho. Le hubiese gustado averiguar el significado de esas palabras, pero sólo si hubiera tenido la garantía de que podría retroceder de nuevo. Y Tuala había oído demasiadas viejas historias para creer que fuera posible semejante posibilidad. Si cruzabas al otro lado, te quedabas allí atrapado para siempre, o pasabas allí un día festejando y bailando y luego regresabas a casa para descubrir que tu familia llevaba cien años muerta. Además, no iba a ir a ningún sitio sin Bridei, y no había duda de que el camino de Bridei se hallaba en el mundo de los asuntos humanos, de los druidas, de los reyes y las batallas. Y por muchas chicas zorro encantadoras que le mostraran, no iba a creer que nadie pudiera llenar el lugar que ella ocupaba en su vida. Ellos dos estaban hechos el uno para el otro, era así de simple.
Ya había oscurecido cuando llegó a casa chorreando, agotada y muerta de frío. Al salir del sendero bajo los robles desnudos, arrebujada en su capa empapada y oyendo el chapoteo de sus botas, vio que los pálidos rostros de los hombres que montaban guardia agrupados en torno a su pequeña hoguera se volvían hacia ella antes de apartar de nuevo la mirada rápidamente.
La puerta de la cocina tenía echado el cerrojo; Tuala hizo lo que pudo para llamar con las manos heladas y doloridas. Pensó en la imagen del lago: un niño, de pie en aquel mismo lugar, que baja la mirada a un bebé abandonado en la nieve en la medianoche del solsticio. Aguardó mientras oleadas de escalofríos sacudían su cuerpo. En esa ocasión no había ningún Bridei para dejarla entrar. Alzó la mano para volver a llamar pero, antes de que pudiera hacerlo, se descorrió el cerrojo y la pesada puerta se abrió a la luz de un farol, al calor del fuego y al adusto semblante de Mara. Tuala entró a trompicones.
—Erip está muy mal —dijo la mujer al tiempo que volvía a colocar el pestillo en su sitio—. Quítate toda esa ropa mojada y tráemela, luego vas a entrar.
—¿Cómo de mal? —preguntó Tuala sin poder evitar que le castañetearan los dientes. La súbita impresión del calor del fuego le estaba provocando una sensación de debilidad y mareo.
Mara apretó los labios.
—Podría ser una noche muy larga —dijo—. Vamos, ponte ropa seca. Dame esas botas ahora mismo. Vas a dejar un rastro en el suelo que ha limpiado Ferat.
Tuala sacó los pies entumecidos de las botas empapadas, agarró la vela encendida que le dio Mara y corrió hacia su pequeña habitación. Se desnudó, temblando de frío, se frotó con un trapo para secarse razonablemente bien, se puso a toda prisa ropa interior limpia, un vestido de lana y un viejo mantón de Brenna que todavía colgaba de una percha junto a la puerta. Lio sus prendas empapadas y regresó a la cocina. Sintió cierta gratitud hacia Mara; no podía decirse que esa mujer grandota fuera amable, pero al menos era consecuente. Pero Erip… ¿Cómo había podido Tuala permanecer fuera tanto tiempo cuando su anciano amigo se hallaba a las puertas de la muerte?
Mara cogió la ropa que chorreaba sin hacer ningún comentario y empezó a colgarla junto al fuego. Una olla de sopa humeaba en el hogar y en el estante de piedra que Ferat utilizaba para sus preparados se había dispuesto un cuenco lleno de ella, con un trozo de pan negro al lado.
—Cómetela —dijo Mara—. No quiero cargar con el trabajo de cuidarte a ti también si te pones enferma sólo por la descabellada idea de salir corriendo al bosque tú sola. Tómatela, te hará entrar en calor.
—Dijiste que iba a entrar —logró decir Tuala después de haberse comido casi toda la sopa—. ¿Significa eso que las reglas han vuelto a cambiar?
—¿Las reglas? La única regla que sigo es la del sentido común: un anciano, una habitación pequeña, no hay ninguna necesidad de que haya una bandada de gente allí metida agotándolo. No es gracias a mí que se te pide que entres esta noche, es gracias a él. Él preguntó por ti.
—Lo hubiera hecho antes, él hubiera querido que yo estuviera allí —se sintió obligada a decir Tuala—. Estaba demasiado débil, eso es todo. Ya te lo dije.
Mara le dirigió una mirada, pero no tuvo nada que decir.
En la pequeña habitación de Bridei con su ventana alta y cuadrada, Erip descansaba tumbado en varias almohadas; el hecho de estar apoyado de ese modo lo aliviaba. A pesar de todo, esa noche su respiración le provocaba un ruido áspero y vibrante en el pecho, como si un palo golpeteara sobre unos huesos tocando una espantosa música de muerte. Wid estaba sentado a su lado con sus largas y nudosas manos entrelazadas en el regazo y la expresión calmada mientras la luz de las lámparas que había en la habitación jugaba con su nariz picuda, su barba nívea, sus ojos de párpados caídos. Al pie del camastro se hallaba Broichan, alto y quieto, ataviado con sus largas vestiduras.
Tuala se quedó paralizada en la puerta. Los ojos del druida se clavaron en los suyos, impasibles como siempre.
—Oh… —empezó a decir ella, que no estaba en absoluto segura de si su intención era formular una excusa, una disculpa o un ruego para que le permitieran quedarse allí puesto que su viejo amigo había querido verla.
—Entra. —El tono de Broichan era grave. Le indicó con un gesto un taburete situado al lado de Wid, junto al camastro. Tuala contuvo sus palabras al darse cuenta de pronto de que debía haber sido el druida quien había requerido su presencia allí; él era el único que podía imponer la inmediata conformidad de Mara. Tuala avanzó, se sentó al lado de Erip y tomó la mano del anciano en la suya. No miró a Broichan. Quizá, si mantenía su mirada alejada de él, el druida no sabría lo cobarde que era. Por lo visto no podía estar en su presencia, ni siquiera en esos momentos, sin volver a convertirse en una niña de cinco años muerta de miedo.
Erip estaba diciendo algo en un ronco hilo de voz:
—Afuera… la lluvia —logró decir—. Tonta…
Tuala movió la cabeza en señal de asentimiento y contuvo las repentinas ganas de llorar. No se lloraba en un momento así; uno despedía a un amigo en su viaje con esperanza, con gozo y con amor.
—Sí —repuso en voz baja—, fui a dar un paseo y me sorprendió un aguacero. Tendría que haberme secado bien el pelo, pero quería verte enseguida. Mara dijo que podía entrar. —Siguió sin volverse, aunque sus sentidos le decían que Broichan la observaba atentamente.
—Hemos estado contando unas cuantas historias —dijo Wid—. Cantando unas canciones; recordando viejos tiempos.
Tuala lo miró. Le dio la impresión de que el dolor que había dominado sus facciones en los últimos días había remitido un poco a pesar de la inminente pérdida. Quizá el hecho de compartir las historias les había resultado útil a aquellos dos viejos amigos. Pero no podía imaginar cómo encajaba en todo ello Broichan. Daba la impresión de ser de esa clase de hombres que nunca han tenido amigos.
—¿Adónde fuiste? —le preguntó con brusquedad, una pregunta tan repentina como el salto que da un gato para atrapar a un ratón entre sus garras.
Tuala se puso a respirar lentamente, tal como le había enseñado Bridei.
—A un lugar del bosque donde puedo…, donde puedo ver imágenes de lo que puede pasar.
—Mírame, Tuala.
Ella se volvió hacia el druida; los ojos oscuros del hombre se clavaron en los suyos. Esa noche Broichan estaba pálido; las arrugas que le iban de la nariz a la boca parecían más profundas.
—¿Qué clase de imágenes? ¿De quién es el camino que intentas conocer? ¿El tuyo?
No quería explicarle aquello. No quería explicarle nada. El Espejo Oscuro y las verdades que contaba eran algo secreto, privado. Contarlo sería como compartir una confidencia, y Broichan era la última persona en la que confiaría. Era la persona de la que más recelaba. Además, si hablaba sobre lo que había ocurrido ese día quizá se le escapara que no había estado sola allí en la laguna.
—No busco nada en particular —respondió, y oyó el tono tenso y remilgado de su voz y el modo en que este revelaba que estaba mintiendo—. Sólo miro lo que aparece. —No pudo seguir sosteniendo la mirada del druida; bajó la vista hacia sus manos que se aferraban a la de Erip como a una cuerda de salvamento.
—Di la verdad —dijo Broichan—. Es lo menos que espero de cualquier niño criado en mi casa. Aprendiste esta habilidad de Bridei, ¿no es cierto? Me resulta increíble que no te impartiera un poco de sofisticación para utilizarla.
En ese momento Erip empezó a toser y a esforzarse por respirar y durante un rato ninguno de ellos pudo hacer otra cosa que intentar ayudarlo en lo que parecía una batalla perdida. Su cuerpo se había vuelto demasiado frágil para esa lucha asfixiante, sacudidora y desesperada. Al final los espasmos se calmaron; el anciano volvió a respirar, pero de una manera superficial en la que cada dificultosa inspiración era un doloroso resuello. Había sangre en las sábanas. Estaba intentando decir algo; había vuelto los ojos legañosos llenos de dolor hacia Tuala.
—Bridei… —susurró.
—De hecho —dijo Wid, que alzó la mirada hacia el druida—, lo que Broichan quería preguntarte, Tuala, lo que finalmente te hubiera preguntado a su manera tortuosa y druídica, era si tu excursión de hoy al bosque te ha proporcionado alguna noticia de nuestro chico. A Erip lo entristece que su apreciado alumno no esté en casa; Bridei también se sentirá apenado por no haber podido estar en Pitnochie en un momento como este. Si has visto cualquier cosa sobre él en el lugar donde practicas la hidromancia, y si quisieras contarlo, eso tranquilizaría considerablemente a Erip. Resulta difícil para ti; lo sabemos.
«No resultaría difícil —pensó Tuala— si no tuviera a ese hombre mirándome con sus ojos llenos de poder y de odio. Con mis viejos amigos podría hablar con mucho gusto». A pesar de su incomodidad, sabía que debía decir lo que había visto, al menos una parte.
—Lo vi. —Le salió en un susurro; Tuala se aclaró la garganta e intentó que su tono sonara más seguro—. Luchando; cabalgando con Gartnait; hablando con una chica, creo que debía de ser la hermana de Gartnait. Daba la impresión de que eran imágenes del presente; era invierno, y Bridei tenía prácticamente el mismo aspecto que la última vez que nos despedimos.
—¿Parecía estar bien? ¿Contento? —Fue Broichan quien habló, con un dejo en su voz que antes no estaba allí. A Tuala se le ocurrió que quería la información más por él mismo que por Erip.
—Parecía estar bastante bien. —Evocó la imagen de la que no había hablado, Bridei de noche, acuciado por algún problema serio. Aunque no era su intención, soltó—: Quiere volver a casa.
Se hizo un breve silencio. Entonces Broichan dijo:
—¿Cómo puedes saberlo?
—Lo vi en su rostro. Tiene… dudas. —Ya había dicho demasiado y, por mucho que Broichan quisiera presionarla, no iba a decir ni una palabra más.
Erip suspiró. El anciano movió los dedos para dar unos golpecitos en los suyos y su tacto era como el de una hoja seca, como una fronda de hierba, suave e insustancial, como si ya hubiera empezado a abandonar su retrato de arcilla para viajar a un reino de espíritu puro.
—Gracias —dijo, y cerró los ojos.
—No puede volver a casa hasta que termine la incursión de Talorgen. —El tono de Broichan no dejaba margen para que se cuestionaran sus palabras—. Y esta no terminará hasta bien entrado el verano, incluso aunque todo salga conforme está planeado. El muchacho debe encontrar en su interior los recursos que necesita. ¿Qué más viste? Una lucha, has dicho. ¿Una batalla? ¿Una empresa importante?
Tuala lo miró.
—No vi nada de eso —le dijo—. Sólo una lucha entre Bridei y otro hombre. Tenían cuchillos. Sé que él está bien.
—¿Cómo lo sabes?
—Si le hubiera pasado algo yo lo sabría. No me hace falta mirar en el Espejo Oscuro para eso.
—El Espejo Oscuro —repitió Broichan en voz baja—. De manera que subes hasta el Valle de los Vencidos. ¿Por qué allí? ¿Qué es lo que ves allí que no pueda encontrarse más cerca de casa? ¿Qué secretos? ¿Qué presencias?
—Nada que tú no puedas ver, mi señor, estoy segura. Tus propias habilidades en este arte deben de superar con mucho las mías, ya que a mí no me han instruido. —En realidad, la sorprendió enormemente que la interrogara de ese modo. Al fin y al cabo él era el druida de un rey; sin duda podía invocar visiones mucho más poderosas que las suyas—. Le he dicho a Erip que Bridei parece estar bien y que echa de menos su casa y a sus viejos amigos. Él está contento con esa información; es la verdad. No voy a decir nada más.
Tras estas palabras reinó el silencio, un silencio en el que Tuala esperó que Broichan le ordenara salir de la habitación. Al hacerle frente le había entrado un sudor frío. Pero el druida no dijo nada y, cuando por fin ella se atrevió a mirarlo, sencillamente lo vio allí al pie del camastro, observando a Erip, y su expresión distante revelaba que estaba concentrado en otras cosas muy distintas. En ese momento Tuala recordó algo que había dicho la chica del bosque. «El druida del rey tiene un punto débil, que es su afecto por el chico». Era posible que las feroces preguntas de Broichan tuvieran menos que ver con sus planes y estrategias, o con su desaprobación con respecto de ella, y mucho más con algo más simple: el amor y la preocupación de un padre por un hijo ausente. Fue una revelación. Cuanto más lo consideraba, más cierto le parecía. Cuanto más cierto le parecía, más posible resultaba ver a Broichan como un hombre y no como una presencia de un poder terrible y sobrecogedor.
—¿Te hemos hablado alguna vez —empezó a decir Wid— de cuando enseñamos a Bridei a beber cerveza como un hombre?
Tuala sonrió. Se lo había oído contar muchas veces.
—Fue así…
Tras ese relato vino otro, y luego otro. Tuala también contribuyó con algunos propios, cuentos infantiles que Brenna le había narrado, historias de bestias maravillosas y héroes valerosos que Bridei le había transmitido noche tras noche antes de irse a la cama, relatos que probablemente aprendió de aquellos mismos dos ancianos eruditos. Poco antes de amanecer, cuando a Erip ya no le llegaban las historias y tanto Tuala como Wid habían enronquecido de tanto hablar y tenían el rostro gris por el cansancio, Broichan empezó a recitar plegarias. Mantuvo la voz queda y no obstante se oyó fuerte y resonante cuando invocó las bendiciones de la Brillante y del Guardián de las Llamas, y finalmente realizó una solemne petición a la Diosa Madre, guardiana de la gran puerta a través de la cual debía pasar el anciano erudito. Entonces Tuala lloró, pero Wid no, aunque la luz que precedía al alba y que penetraba por la pequeña ventana captó el brillo de las lágrimas no derramadas en sus ojos hundidos. La respiración de Erip se había ido haciendo cada vez más superficial hasta convertirse en un mínimo ascenso y descenso del pecho, en un levísimo temblor de los labios abiertos. Tenía los ojos cerrados. Tuala le sostenía una mano, Wid la otra.
—Un espíritu desprendido, de fuerte generosidad —estaba diciendo Broichan—. Un hombre cuyo viaje ha sido largo; ha hollado muchos caminos y ha encontrado conocimientos en todo lo que le ha acontecido, tanto en la ventura como en la adversidad. Fuerte en las enseñanzas de los antepasados, por mucho que él intentara ocultarlo cuando le convenía. Fiel a las tareas que emprendió en nombre de los dioses. Un buen maestro. Recíbele ahora, por encima de todo, en reconocimiento de todo ello, pues no es frecuente encontrar un profesor como él. No solamente sabe cómo crear a un erudito, sino cómo crear a un hombre. Facilítale el traspaso, pues ha sido una persona querida que también ha querido mucho a su vez, pero su primer amor fue siempre para la verdad. Tómale de la mano; guía sus pasos, Madre de Todos, hacia el refugio del sueño. Deja que descanse un poco bajo tu cuidado y que tenga dulces sueños de su nuevo viaje. En tu nombre, Madre Oscura, pedimos esto para nuestro querido amigo. Y al contar sus historias lo honraremos, y lo recordaremos.
Tanto si se trataba de la solemne oración de un druida del rey como de simple bondad hacia un buen hombre anciano, la Diosa Madre dejó que Erip se marchara con toda la delicadeza que muestra hacia cualquier alma mortal. No hubo un paroxismo final, ningún horrible esfuerzo por respirar; soltó aire con una prolongada exhalación y se quedó inmóvil. Tuala rozó con los labios su mano frágil y se la puso en el pecho; Wid colocó la otra encima. Permanecieron sentados en silencio mientras que fuera los pájaros empezaban a cantar, cotorrear y corear y la luz del alba entraba pálida y clara por la pequeña ventana de Bridei, en cuyo alféizar descansaban los talismanes que había colocado allí antes de partir hacia el Pozo del Cuervo: tres piedras blancas y la pluma leonada de un águila. Tuala se dio cuenta de que al otro lado de la puerta había otras personas que quizá llevaban rato allí de pie: Mara, Ferat, uno de los muchachos de la cocina, Uven y otro hombre de armas.
—Se ha ido —dijo Mara finalmente—. Será mejor que vayáis a desayunar, todos vosotros; Erip no querría que pasarais hambre por su culpa. Siempre disfrutaba mucho con sus comidas. Después lo lavaré y lo prepararé. Brenna puede venir a ayudarme. Aquí hay gente que necesita dormir; el anciano esperará.
Depositaron a Erip para que descansara en un montículo de piedras moldeadas apiladas en lo alto de la colina que se encontraba no muy lejos del lugar del Árbol del Alba. La lluvia amainó el tiempo suficiente para que se concluyera el ritual. Después bebieron cerveza, comieron un pastel de frutas secas y especias de la reserva especial de Ferat e intercambiaron historias del tiempo que Erip pasó en Pitnochie. En reconocimiento a la ocasión, Broichan permaneció en el salón durante toda la tarde, pero participó muy poco, y a Tuala le dio la impresión de que su atenta y silenciosa presencia no sólo la incomodaba a ella, sino a todos los demás.
Tuala había pasado la tarde sentada al lado de Wid y permaneció lo más callada que pudo. Su único intento por participar, cuando volvió a contar una broma que Bridei le había gastado a Erip en una ocasión y cómo se había vengado el anciano erudito, fue recibido con el silencio de unos rostros de expresión perdida, como si ella no tuviera derecho a hablar, como si no tuviera derecho a pretender ser una de las amigas de Erip. Wid se había reído en voz baja y le había dado unas palmaditas en el hombro. Casi pudo notar la frialdad de la desaprobación por parte de los demás.
El día después de los ritos funerarios de Erip llegó un visitante: el mismo viejo druida despeinado que había estado en Pitnochie el verano en que mandaron fuera a Tuala y que de vez en cuando pasaba por la Cañada con misteriosos asuntos propios. Saludó a Broichan a su manera habitual, que demostraba una total indiferencia hacia las sutilezas de la costumbre pero que sin duda era honesta. Visitó el montículo funerario y recitó unas oraciones que nadie acabó de entender. Tuala advirtió entonces que Uist no iba a quedarse en Pitnochie, y Wid tampoco. Wid apareció en el salón con su capa de abrigo y una pequeña cartera a la espalda y Uist, que acababa de regresar de su brioso paseo hasta el mojón de piedras, dijo:
—¿Estás listo?
Hacía muchísimo frío fuera; una densa niebla se cernía sobre las laderas que se alzaban por encima de Pitnochie y cubría las aguas del lago de la Serpiente, ocultándolas a la vista. Aquí y allí el tronco cubierto de musgo de un gran roble surgía verde e inquietante de entre el vapor blanco grisáceo. No hacía un buen día, ni era una buena estación, para que los ancianos salieran a caminar por el bosque.
—Es hora de marcharse —anunció Wid con calma, y tomó su báculo que descansaba en su lugar de costumbre junto a la chimenea. Miró a Tuala, que estaba junto al fuego. A pesar de toda su sorpresa y consternación, ella leyó en la expresión del anciano la verdad sobre lo que parecía ser una terrible y repentina traición. Vio que si se quedaba allí el dolor lo aplastaría. Para superarlo era necesario iniciar un viaje, igual que había hecho Erip.
—Lamento muchísimo que te vayas —dijo Tuala en voz baja. Había otras personas cerca y no pudo expresar todo lo que sentía. No pudo decir lo cruel que era perder al último amigo que le quedaba—. Ojalá me lo hubieras dicho. Pero lo comprendo. —Logró incluso esbozar una sonrisa mientras se alzaba de puntillas para besar a su viejo amigo en ambas mejillas—. Que la Brillante guíe tu camino.
—Sé valiente, pequeña —dijo Wid—. Que el Guardián de las Llamas caliente tu hogar y tu corazón. Volveremos a encontrarnos, no tengo ninguna duda. Estoy seguro de que serás capaz de demostrar que has sacado provecho de la excelente educación que te dimos el viejo y yo. —Le temblaban los labios.
—Haré que ambos estéis orgullosos de mí, lo prometo —repuso Tuala con la expresión más segura y fuerte que pudo adoptar. Pero mientras los veía marchar, al misterioso Uist con sus vestiduras blancas al frente y la alta figura con barba de su anciano profesor caminando con paso seguro detrás hasta que la niebla los engulló a ambos, sintió el peso gélido del dolor más absoluto en su pecho. Todo el mundo se había ido. Ahora sí que estaba realmente sola.