Capítulo 1
El druida se hallaba de pie en la entrada, inmóvil como una figura tallada en la piedra oscura, observando a los jinetes que ascendían por la colina. Había anochecido. El lago de la Serpiente era un débil resplandor al otro lado de la cortina de robles y los grajos volaban para posarse en sus ramas con la última luz del día, graznando en su discordante idioma secreto. Era otoño: ya había pasado el día de la Mesura. Reinaba en la atmósfera un vigorizante frío azul que cortaba la respiración.
Los hombres de armas subieron hasta el terreno llano que había frente a la entrada y fueron desmontando sucesivamente. En un primer momento pareció que no habían traído al niño. El druida se tragó la decepción, la frustración, la ira. Pero entonces Cinioch, que llegó el último, dijo: «Vamos, muchacho, despabílate», y Broichan vio la pequeña figura sentada delante del guerrero, arrebujada en unas envolventes prendas de lana, una figura que los otros movieron rápidamente para bajarla del caballo y conducirla frente al druida para que la inspeccionara.
Era muy pequeño. ¿De verdad ese niño iba a cumplir cinco años, tal como le había dicho Anfreda en la carta donde le notificaba su elección? Seguro que era demasiado pequeño para que lo enviaran allí, a Fortriu, tan lejos de su casa. Seguro que era demasiado pequeño para aprender. El druida volvió a notar que lo invadía la ira y controló su respiración.
—Soy Broichan —dijo bajando la vista—. Bienvenido a Pitnochie.
El niño levantó la mirada y la paseó por el rostro de Broichan, por sus oscuras vestiduras, por el báculo de roble con sus intrincadas marcas, por el cabello oscuro peinado con abundantes trencitas atadas con hilos de colores. Al niño se le estaban cerrando los ojos; estaba medio dormido de pie. Había sido un largo viaje desde Gwynedd, dos cambios de luna de camino.
El druida observó en silencio cómo el niño enderezaba los hombros, alzaba el mentón, respiraba hondo y fruncía el ceño para concentrarse. El chico habló con voz temblorosa pero clara:
—Soy Bridei, hijo de Maelchon. —Otra respiración; se estaba esforzando para que le saliera bien—: Que la…, la Brillante ilumine tu camino. —Su mirada se alzó hacia Broichan, unos ojos azules como el aciano; había miedo en ellos, estaba claro, pero aquel renacuajo no permitía que eso le supusiera un obstáculo. Y, gracias a los dioses, Anfreda le había enseñado a su hijo el idioma de los priteni. Eso le facilitaría enormemente la tarea a Broichan. Al fin y al cabo, tal vez no fuera demasiado pequeño con cuatro años.
—Que el Guardián de las Llamas caliente tu hogar —repuso Broichan, pues aquella era la respuesta formal adecuada. Escudriñó aquellos pequeños rasgos con más detenimiento. La mandíbula firme era la de Maelchon; lo mismo ocurría con su erguida postura, la férrea voluntad que mantenía aquellos ojos abiertos a pesar de la influencia del sueño y evocaba las palabras memorizadas en medio de la extrañeza de su repentino despertar en un mundo diferente. Los dulces ojos azules, el rizado cabello castaño y el ceño fruncido eran de Anfreda. La sangre de los priteni corría fuerte y pura en aquel niño. La madre había elegido bien. El druida estaba satisfecho.
—Ven —dijo Broichan—. Te mostraré dónde dormirás. Cinioch, Elpin, Urguist, bien hecho. La cena os espera dentro.
En el interior de la casa el niño siguió en silencio a Broichan, que lo condujo por delante de las miradas francamente curiosas de sus sirvientes hacia el salón, ocupado por los dos ancianos, Erip y Wid, y una maraña de grandes sabuesos frente al fuego. Los perros levantaron la cabeza y gruñeron una advertencia. El niño se estremeció pero no emitió ni un solo sonido.
Los ancianos tenían un juego de tablero y unas piezas de hueso sobre la mesa, entre los dos. A Bridei le llamaron la atención las sacerdotisas, los guerreros y los druidas tallados; ninguno de ellos era más grande que el dedo meñique de una persona. Vaciló un momento delante de ellos.
—Bienvenido, muchacho —dijo Erip con una sonrisa desdentada—. ¿Te gustan los juegos?
Un asentimiento con la cabeza.
—En tal caso has venido al lugar adecuado —terció Wid al tiempo que se acariciaba la barba blanca—. Somos los jugadores más destacados en todo Fortriu. Acorralar Cuervos, Batir la Muralla, Avance y Retirada, somos expertos en todos ellos. Te pareces a tu madre, muchacho.
Los ojos azules contemplaron al anciano con mirada inquisitiva.
—Es suficiente —dijo Broichan—. Vamos, ven por aquí. —Tenía que recordarles a Wid y a Erip que la educación del niño iba a estar bajo su control exclusivo.
En aquel momento empezaba la nueva vida de Bridei; el chiquillo debía recorrer el camino sin el peso de saber quién era y en qué tenía que convertirse. Ya habría tiempo de sobra para eso cuando creciera. Disponían de diez años, quince si los dioses les sonreían. En ese espacio de tiempo Broichan tenía que moldear a ese chiquillo para convertirlo en un joven capacitado en todos los sentidos para el importante papel que estaba destinado a desempeñar en el futuro de Fortriu. La educación de Bridei tenía que ser impecable. De hecho, era mejor que hubiera venido pronto. Quince años apenas serían tiempo suficiente.
—Esta es tu habitación —dijo Broichan, y colocó la vela que llevaba en un estante. Bridei recorrió con la mirada la reducida estancia con su estrecha cama, su arcón para guardar cosas, su pequeña ventana cuadrada con vistas a los susurrantes abedules y a un pedazo de cielo oscuro—. Pareces cansado. Ahora duerme, si quieres. Iniciaremos tu educación por la mañana.
En Pitnochie la gente siempre andaba atareada. Bridei se convirtió en un experto en evitar a Mara, el ama de llaves de semblante adusto, y al malhumorado cocinero, Ferat, cuando les daban órdenes a gritos a sus desventurados ayudantes o concentraban sus considerables energías en sacudir el polvo de los tapices de la pared o en darle la vuelta a medio añojo en el asador. Incluso los dos ancianos estaban siempre haciendo algo. A menudo discutían, aunque nunca se enojaban. Sencillamente parecía gustarles no estar de acuerdo sobre las cosas.
Bridei también estaba muy ocupado. Las lecciones de Broichan constituían un reto para él, puesto que empezaron con la ciencia de las plantas, árboles y criaturas y pasaron rápidamente a incluir la práctica de las disciplinas personales del silencio y la concentración. Según dijo Broichan, Bridei era unos años menor que los chicos que se marchaban a los nemetones para recibir formación druídica, pero no demasiado joven para iniciarse en una tarea semejante.
Durante un tiempo Bridei reprimió las lágrimas todas las noches mientras estaba tendido en su habitación esperando dormirse. Pero su madre, su padre y sus hermanos mayores no tardaron en desvanecerse de su memoria. Ciertos detalles permanecieron con él: el ancho cinturón de su padre, de cuero oscuro con una hebilla de plata en forma de caballo. Un dulce aroma que asociaba con su madre, de violetas o de alguna otra flor silvestre. Cuando incluso esas cosas se estaban volviendo lejanas en su mente, recordó las palabras de su padre al despedirse: «Obedece en todo a tu padre adoptivo. Obedece, aprende y no llores».
Las estaciones pasaban y Bridei siguió aquellas instrucciones al pie de la letra. Se sentía satisfecho al ver que, modestamente, estaba cumpliendo con las expectativas de su padre. Erip y Wid, que también contribuían a su educación, le habían hablado sobre el ahijamiento: que ayudaba a las familias a formar alianzas y a hacer más fuertes y más útiles a los jóvenes cuando regresaran a casa. Se preguntó por qué su familia lo había elegido a él para enviarlo fuera y no a uno de sus hermanos, y se lo consultó a Broichan.
—Porque tú eras el más apto —dijo el druida.
—¿Cuándo me iré a casa?
Broichan volvió sus ojos oscuros e impasibles hacia el chiquillo.
—Esa es una pregunta que sólo los dioses pueden responder, Bridei —contestó—. ¿Estás descontento aquí, en Pitnochie?
—No, mi señor. —Y no lo estaba, pues le gustaban sus lecciones. Era tan sólo que, algunas veces, se preguntaba por qué estaba allí.
—Entonces no vuelvas a hacerme esa pregunta.
El calvo Erip y Wid, con su nariz aguileña, no tardaron en hacerse amigos de Bridei. Los ancianos sabían montones de trucos. Durante el primer invierno Bridei aprendió el juego de las pequeñas figuras talladas. Wid le enseñó a hacer un cuervo, un venado y una liebre de orejas largas con la sombra de sus dedos proyectada sobre la pared mientras una vela ardía detrás. Se estaban riendo de esto cuando Broichan, impasible, creó una imagen en la pared que no podían haber formado unas manos delante de una llama… ¿Qué hombre con tan sólo diez dedos a su disposición puede sacar de la nada un dragón con aliento de fuego, batiendo las alas y persiguiendo a toda una horda de guerreros aterrorizados?
En primavera, cuando se aproximaba el día del Equilibrio, Broichan se fue al bosque para orar y meditar en solitario. Estuvo fuera tres días y, en su ausencia, los ancianos enseñaron a su hijo adoptivo a engullir una taza llena de cerveza de un solo trago. La primera vez que lo intentó, Bridei vomitó sobre las losas y los perros tuvieron que lamer lo que había derramado. El druida regresó con una mirada extraña en los ojos y cierta palidez en el rostro. No dijo nada sobre el tiempo que había estado fuera. Pero pronto descubrió lo que había ocurrido durante su ausencia. La noche siguiente, cuando Bridei fue al salón para cenar, los ancianos no estaban.
El muchacho no era consciente de su soledad. Las palabras de despedida de su padre significaban que debía aceptar lo que se le presentara, tenía que afrontarlo y seguir adelante. Antes tenía una familia, y lo habían enviado lejos. Erip y Wid se habían portado muy bien con él y ahora se habían ido. Aquello debía servir de lección. Broichan decía que de todo se aprendía.
Por regla general, las clases del druida versaban sobre las señales: las que se podían ver, tales como la forma en que las hojas de los abedules pasaban de una cauta hinchazón a un fresco y verde despliegue, del verdeante vigor de pleno verano al seco y crujiente marrón de la época de las heladas; la forma en que se marchitaban, colgaban y caían luego para transformarse en frágiles esqueletos y para perderse en el rico mantillo que cubría el bosque y nutría al árbol padre. La manera en que aguardaban las hojas nuevas, ocultas, durante la época oscura, como un sueño en el fondo de tu mente que no puedes acabar de expresar con palabras. Había otras señales que quedaban atrás, cadenas y enlaces tan grandes e intrincados que Bridei creyó que se haría viejo antes de entenderlos de verdad. Pero intentó captarlos, escuchó con atención y observó a su padre adoptivo con el mismo detenimiento con que un animal joven observa a sus mayores, aprendiendo las grandes lecciones: cazar o morirse de hambre, esconderse o que te atrapen, volar o caerse.
Durante el transcurso de aquel primer año el chiquillo estuvo junto al alto y severo druida en todos y cada uno de los rituales que señalaban el cambio de las estaciones. Primero fue el Umbral, el más secreto de todos, la entrada a la época oscura, la época de descanso, cuando la Diosa Madre proyectaba una sombra alargada sobre la tierra y la hierba se escarchaba, los estanques se helaban y las noches se prolongaban hasta que todos ansiaban ver el sol. En el ritual del Umbral una criatura derramaba su sangre y entregaba su vida allí mismo, delante de ellos, sobre una losa de piedra antigua. Broichan no le pidió a su hijo adoptivo que empuñara el cuchillo, eso lo hizo él. Pero sí le exigió que observara con estoicismo. La sangre del gallo lo salpicó todo. A Bridei no le gustó el sonido que hizo al morir, aun cuando el druida llevó a cabo el acto de manera rápida y limpia. Era necesario; la Diosa Madre así lo requería. Así lo esperaba, por todo el territorio de Fortriu. Después Broichan invitó a los espíritus de los ancestros al banquete. Se les destinó un lugar en la mesa. Si entrecerraba los ojos, Bridei creía que podía verlos, unas sombras pálidas y tenues de guerreros adustos, mujeres esbeltas y un niño silencioso aquí y allí.
Luego vino el Solsticio de Invierno, el día de la Brillante. En aquella ceremonia la presencia de la Diosa Madre todavía era fuerte, pero a partir de entonces su dominio se iría debilitando día a día, a medida que el sol naciente avanzara con lentitud hacia el este. Se colgaron ramitos de celidonia por toda la casa, con lustrosas hojas de acebo y bayas rojas como la sangre; pronto habría nueva vida y aquellas eran sus primeras promesas. El hecho de que la Brillante se hallara en perfecta plenitud la noche del solsticio era un presagio de que se avecinaba un año particularmente bueno, le explicó Broichan a su discípulo. Si eso ocurría, era un signo certero de la bendición de aquella reluciente diosa sobre los habitantes de la casa y las labores que estos realizaban. Habría cosechas copiosas y corderos cebados; los árboles se combarían con el peso de sus frutos y las criaturas recién nacidas se desarrollarían estupendamente. Se le ocurrió a Bridei que, aunque Pitnochie tenía avena, ovejas y perales, allí no había ningún bebé, y ningún otro niño aparte de él. Exceptuando a Mara, el ama de llaves, la de Broichan era una casa de hombres.
Después del solsticio venían otras festividades: el Baile de la Doncella, consagrada a la Diosa de las Flores, la de las cosas que crecen; el Equilibrio, el día del equinoccio; el Auge, sobre el que Broichan no le reveló demasiado aparte de decir que en otros lugares, entre otras gentes, significaba algo más, y que Bridei ya se enteraría de los detalles cuando fuera mayor. En el Auge los días eran cálidos, el aroma de las flores flotaba profusamente en la atmósfera, las abejas zumbaban, los pájaros cantaban y Broichan permitía que los guerreros visitaran el poblado situado al sur de Pitnochie, un privilegio que tan sólo se concedía en contadas ocasiones. Bridei nunca había visto el poblado. Broichan dijo que no había ningún motivo para que fuera más allá de la casa y el jardín. Seguía el Solsticio de Verano, cuando el Guardián de las Llamas tenía más fuerza; la fiesta de la cosecha de la Recogida; y la Mesura, cuando la oscuridad y la luz caían de nuevo en perfecto equilibrio antes de que el año se apresurara hacia su final, hacia otro Umbral.
Bridei observaba y aprendía, repasando los rituales en la quietud de su pequeña habitación todas las noches antes de dormir, practicando los movimientos firmes y rítmicos que Broichan empleaba, ensayando el trazado del círculo, los solemnes saludos y despedidas. Al principio se esforzó mucho por las palabras que su padre le dijo al despedirse, porque sabía que era lo que se esperaba de él. Al cabo de no mucho tiempo ya estaba aprendiendo porque en su interior tenía ansias de saber, una fascinación por las cosas misteriosas y poderosas que Broichan podía revelarle. Cuanto más descubría, más quería saber. Los rituales eran un buen ejemplo. No era sólo cuestión de realizar todos los movimientos. Broichan lo había dejado claro desde el principio. Uno debía conocer a los dioses, todo lo que los dioses pueden llegar a conocerse; uno debía amarlos y respetarlos y comprender el verdadero significado de las festividades hasta el punto de que los conocimientos se alojaran en lo más profundo de su ser, fluyeran con la sangre y existieran en cada respiración. Semejante aprendizaje era un proceso que duraba toda la vida; uno nunca dejaba de esforzarse por alcanzar un vínculo más puro entre la carne y el espíritu, entre hombre y dios, entre este y el Otro Mundo. Era un misterio tan maravilloso como terrible, dijo Broichan, y se harían viejos antes de alcanzar su verdadero núcleo.
Donal llegó en primavera, cuando Bridei tenía seis años. Donal era un guerrero con un feroz dibujo azul que le cubría las mejillas y la barbilla y un magnífico diseño de aros entrelazados en torno a los abultados músculos del brazo. Tenía los ojos muy juntos, una mandíbula amedrentadora y una sonrisa que hacía que Bridei se la devolviera sin ni siquiera pensarlo. Salían juntos a cabalgar, el niño montando a Perla, el poni de carácter dulce que Donal había traído para él, y el guerrero en un caballo huesudo de un color extrañamente moteado que se llamaba Fortuna. Para tratarse de un caballo de batalla era una elección inusual, pero también podría no ser tan extraña, dijo Donal; ¿acaso Fortuna no había llevado a su jinete en tres batallas contra los escotos, que eran unos desgraciados mal nacidos de cabello color zanahoria, sin que hombre ni bestia tuvieran ni una sola marca que lo demostrara? Bueno, hubo uno o dos dientes rotos —de Donal— y un pequeño rasguño en la oreja —la de Fortuna—, pero allí estaban, sanos y salvos, disfrutando de una vida magnífica cabalgando por los bosques con el hijo de un druida. Si eso no era tener suerte, ¿qué era entonces?
—Ahijado —lo corrigió Bridei.
—¿Y eso qué es?
—Broichan no es mi padre. Él me está enseñando. Cuando sea mayor, regresaré a casa. —Bridei no estaba seguro de que fuera así, pero no podía imaginarse qué otra cosa podía tenerle reservada su padre adoptivo.
—¿Ah, sí? —Era lo que Donal decía siempre. Significaba tal vez sí, tal vez no: una respuesta segura. Era el tipo de respuesta que aseguraría que Donal permaneciera en casa del druida más tiempo que los ancianos.
—Quiero galopar —dijo Bridei, que rozó los flancos de Perla con los talones, y salieron los dos de bajo los robles, cruzando la ladera por encima del lago. A Donal, un hombre alto montando un caballo grande, le resultaba difícil igualar el paso del poni en un terreno como aquel y Bridei fue delante todo el camino y lo condujo a un lugar donde la ladera descendía abruptamente en una maraña de zarzas y brezos. Los robles crecían en el borde de aquella brusca hendedura, pero dentro de sus umbríos confines sólo había árboles más pequeños cuya especie era difícil reconocer puesto que todos crecían torcidos, con formas arrugadas y extrañas. Incluso en un día como aquel, de los más despejados, la neblina flotaba sobre la grieta, y en la atmósfera reinaba una misteriosa quietud que destilaba miedo.
—¿Qué lugar es este? —preguntó Donal al llegar junto a Bridei y desmontar con un experto balanceo que lo llevó de la silla al suelo—. Creo que me produce una mala sensación. Mejor será que no nos entretengamos por aquí.
—Hay un sendero —dijo Bridei—. Mira.
No era fácil ver el camino, pues los aferrados zarcillos de los helechos y las dactiladas ramas de los arbustos bajos se extendían para ocultarlo. La niebla no alcanzaba la altura de una persona por encima del camino, que era estrecho y estaba formado de tierra bien apisonada: no era una brecha natural, sino que la habían hecho.
Donal vaciló.
—¿Has venido por aquí alguna vez, muchacho? —inquirió. Bridei movió la cabeza en señal de negación.
—A mí no me gusta el aspecto que tiene —dijo el guerrero entre dientes al tiempo que hacía una pequeña señal con los dedos—. Si nos metemos por aquí, lo más probable es que nos encontremos en un diminuto claro rodeados de Seres Buenos que se divierten y que por la mañana nos despertemos en un reino desconocido del que nunca podremos regresar a casa.
—¿Sólo un vistazo rápido? —preguntó Bridei, pues aquello parecía una aventura. El poni se estremeció y agitó las orejas.
—En un sitio como este no hay vistazos rápidos —replicó Donal en tono severo, y volvió a montar su caballo—. Esa es una de esas entradas de las que hablan, lo veo claramente; mira esas piedras que hay allí junto a lo alto del sendero. Son una protección, puesta ahí por personas como tú y yo para evitar que otros vayan donde no son bienvenidos. O quizá son una advertencia a los de nuestra especie para que no vayamos por ahí. Venga, muchacho.
Bridei no era un niño testarudo; no se le ocurrió desobedecer. Además, estaba claro que Perla estaba tan ansioso por irse a casa como Donal. Mientras cabalgaban de vuelta a la casa, el valle oculto siguió obsesionando a Bridei, un enigma que exigía ser resuelto.
Había una manera buena y otra mala de hacer preguntas al druida. Bridei no debía plantearlas durante la cena como si tal cosa. Hacerlo así significaba recibir la respuesta de unas cejas arqueadas, una sonrisa enigmática y el silencio. Había algunas preguntas que el chico estaba aprendiendo a no hacer en absoluto: indagaciones sobre su madre, por ejemplo, o sobre el motivo por el que no podía bajar al poblado donde los hombres habían mencionado que había otros chicos de más o menos su misma edad. No habría buenas respuestas para esas preguntas. El momento para hacer preguntas era en el contexto de una lección, y debían presentarse de manera que fueran relevantes en el tema del día.
Por suerte, en aquel punto de la educación de Bridei, Broichan trataba de los hechizos y protecciones de índole doméstica. El muchacho ya había aprendido que había tres tipos de magia. La magia profunda, que era de la tierra y el cielo, del arroyo y la llama, del lento sueño en el corazón de las cosas, esa era la magia que más tardaba en aprenderse y la más difícil de conocer. La magia alta era la que utilizaban los hechiceros más poderosos y, en ocasiones, los druidas. La magia alta era peligrosa; podía cambiar el curso de las guerras y derrocar reyes. En aquellos días rara vez se veía. Por último estaba la magia doméstica, que era la que habían estado estudiando. Esta la podía utilizar cualquiera, siempre y cuando se tuviera cuidado. Los pequeños errores podían hacer que saliera mal; uno podía acabar con las cosas del revés, por así decirlo, si no aplicaba el hechizo exactamente de forma correcta. La gente común y corriente, como los habitantes de las casitas de arriba y abajo del lago, la usaban para aplacar o rechazar las presencias maliciosas que salían de los bosques con la luna llena o se aferraban a los botes de pesca del lago en los días de neblina.
El caso de los bebés, por ejemplo. Todo el mundo sabía que un recién nacido no estaba a salvo hasta que no metían una llave en su cuna: ese pequeño talismán aseguraba que los Seres Buenos no se llevarían al pequeño de la casa y dejarían en su lugar una figura diminuta hecha con ramas y hierbas entrelazadas. La llave afianzaba al niño a su casa. También había puertas que tenían que protegerse contra la posible entrada de espíritus entrometidos. Había muchas maneras distintas de hacerlo, enterrando sal de hierbas concretas, por ejemplo, o clavando clavos de hierro en la madera.
Broichan y el chico llevaban varios días trabajando en este tipo de cosas y Bridei ya sabía por qué los enebros crecían junto a la entrada de las casitas de la Cañada y el motivo de los círculos de tiza en las puertas de entrada. Aquellos eran los encantamientos más básicos, sencillos de preparar pero de efectos poderosos. El bosque albergaba muchas formas de vida. Los lobos acechaban al viajero solitario; un jabalí podía volverse contra un cazador, rajarlo y pisotearlo con los colmillos y las pezuñas. La habilidad y el sentido común se ocuparían de esas amenazas. Los zorros acudían a robar en el gallinero y las águilas a llevarse a los primeros corderos. La vigilancia y una buena administración podían rechazar tales peligros, en su mayor parte. Un granjero siempre sufriría algunas pérdidas; así eran las cosas en la naturaleza, para que tanto los hombres como los animales pudieran sobrevivir. Una cosa eran las criaturas, que no tenían que subestimarse, por supuesto, pero las personas corrientes estaban capacitadas para ocuparse de ellas. Los Seres Buenos eran otra cosa totalmente distinta. Los Seres Buenos. El nombre inducía a error. La gente lo utilizaba, le explicó Broichan a su pupilo, para no ofender.
—Tienen otros nombres, ¿sabes, Bridei? —le dijo con gravedad mientras estaban sentados en un banco de piedra frente a las cenizas de la fogata de la pasada noche. La primera luz del día empezaba a filtrarse en el interior, fría y pura, a través de los cristales de colores de la ventana redonda de la sala del druida. Formaba un dibujo en las losas, rojo, violeta, azul medianoche. Bridei se subió la capa alrededor del cuello y enterró las manos en sus pliegues. No dejaría que el druida viera que temblaba, aunque tenía frío en todas partes—. Nombres que no pronunciaré en voz alta fuera de casa, pues enojar a esa gente es invitar a que te hagan daño. Sus verdaderos nombres son tales como… —el tono de voz de Broichan quedó reducido a un susurro— el Urisk, que habita tras el rocío de la cascada y sigue a los hombres por la noche gritando su soledad; o los Tarans, espíritus de chiquillos que murieron en la cuna; o la Hueste de los Muertos. Hay muchos como estos, todos distintos, todos peligrosos a su manera particular. Muchos de ellos tienen una apariencia hermosa. Y les damos un nombre hermoso. Eso en sí mismo ya es una protección contra el daño.
Bridei asintió con un movimiento de la cabeza y con la esperanza de que el druida no oyera cómo le castañeteaban los dientes.
—Hay que respetarlos en todo momento —le dijo Broichan con gravedad—. Respetarlos y temerlos; no puedo añadir «fiarse de ellos», porque esa gente no entiende la palabra como nosotros. Nuestros conceptos de lealtad y confianza les resultan incomprensibles. No obstante, una persona sensata conoce la importancia de semejantes seres en el orden de las cosas. Todos dependemos unos de otros, plantas y criaturas, piedras y estrellas, Seres Buenos y género humano por igual. Y ahora —Broichan se puso de pie— levántate, cierra los ojos y enumérame los talismanes que has visto colocados para proteger mi casa contra las entradas no deseadas.
Bridei se levantó. No había habido estudio para eso, ni una visita de inspección, ni preparación alguna: sencillamente la expectación siempre presente de que observaría y aprendería, a cada momento de cada día. Cerró firmemente los ojos y vio en su mente la casa larga y baja de piedra gris, la techumbre de paja y juncos oscurecida por la lluvia y el hielo, las plomadas colgando de sus robustas cuerdas. Se imaginó los márgenes de la vivienda, las plantas que allí crecían, el trazado de los senderos circundantes. Luego las puertas, las aberturas, todas las salas, todos los rincones. Los enumeró para el druida con todos los detalles que pudo: enebro, helechos y romero, un sendero de guijarros blancos formando un círculo, una caja de piedras agujereadas debajo de las escaleras de entrada. Tres clavos en la puerta trasera, un triángulo. Coronas de hojas y pinchos encima de las puertas, una ristra de ajos.
—¿Y? —preguntó Broichan.
Por un instante la memoria de Bridei vaciló; respiró profundamente y prosiguió:
—La ventana, la especial… es redonda como la luna llena. Esa es la bendición de la Brillante sobre todos nosotros. El cristal de colores es así para que… los Seres Buenos no puedan ver dónde está la entrada.
—¿Y?
—Y… cosas normales, que no son mágicas. Mara saca cuencos de leche. Ferat pone una hogaza de pan bajo los serbales. Así los Seres Buenos no les harán daño ni a las vacas ni a los caballos.
—¿Algo más?
Hubo una pausa.
—Uno nunca termina de aprender —dijo Bridei. Era una de las frases favoritas de su padre adoptivo—. Pero esto es todo lo que se me ocurre ahora. Y tengo una pregunta, mi señor.
—Puedes abrir los ojos, hijo —dijo el druida. Bridei parpadeó y vio, aliviado, que su padre adoptivo estaba poniendo leña en el hogar. A Broichan se le daba muy bien encender el fuego; lo único que le hacía falta para conseguir las llamas era una o dos palabras pronunciadas entre dientes y un chasquido de sus largos dedos. Los troncos de pino llamearon, prendieron y empezaron a arder vivamente. El calor se extendió por la estancia, alcanzando los dedos entumecidos de Bridei, la nariz helada, las orejas doloridas.
—Siéntate, muchacho. Plantea tu pregunta.
—¿Qué significa cuando hay un montoncito de piedras blancas colocadas junto a un sendero? ¿Quiere decir que pases o que no pases?
Ya se le estaban descongelando las manos. Broichan chasqueó los dedos y uno de los hombres de la cocina trajo gachas de avena, leche y una jarra de aguamiel en una bandeja.
—Cómete el desayuno, Bridei —dijo el druida con una mirada ausente en los ojos y el ceño un tanto fruncido—. Dime, ¿Donal te ha llevado por senderos que no deberías haber pisado?
Bridei se sonrojó, con una cucharada de gachas a medio camino de sus labios.
—No, mi señor. Fui yo quien lo llevó. No fuimos por ese sendero, el de las piedras. Donal dijo que era mejor que no lo hiciéramos. Los caballos estaban asustados. Dijo que tenía que preguntarte sobre ello.
—¿Antes de volver para explorar más, quieres decir? —el tono de Broichan no era enojado.
—No si tú dices que no lo haga, mi señor. ¿Conoces ese lugar?
Broichan se sirvió aguamiel e hizo caso omiso de las gachas. Tomó un sorbo, reflexionó y dejó la taza en la mesa.
—Primero tengo otra pregunta para ti —contestó.
Al parecer la lección no había terminado todavía. Bridei volvió a poner el cuenco de gachas en la bandeja y se quedó sentado sin moverse, esperando.
—No eres poco observador. Tienes buen ojo para las cosas que protegen la casa de los intrusos. Quiero que vuelvas a considerar tu respuesta, y esta vez no contestes la pregunta como un niño recitando algo aprendido, contesta como un druida, usa la cabeza.
Bridei pensó rápida e intensamente. No estaba seguro de cuál era la respuesta que quería Broichan. Quizá la clave estuviera en la propia pregunta.
—No se trata únicamente de los Seres Buenos —dijo, teniendo en cuenta las posibilidades—. Hay otras clases de peligros. Unos peligros contra los que no puedes usar hechizos.
—Continúa —dijo Broichan.
—Donal me enseña a montar —ahora Bridei pensaba en voz alta—, pero también es una especie de guardián. Aquí hay montones de hombres armados. Sé que puedes invocar las brumas y lanzar encantamientos a los árboles para que cambien de sitio. Aquí no viene mucha gente. Y siempre llevas un cuchillo escondido en tus vestiduras. Creo que hay peligro. Tú no sales mucho, aun cuando eres el druida del rey. Erip dice que eres el hombre más inf…, infer… influyente de todo Fortriu.
—¿Qué significa eso? ¿Influyente?
—Puedes hacer que la gente haga lo que tú quieres —se aventuró a decir Bridei.
—¡Ja! —El sonido que emitió Broichan fue casi como una risa, pero no tenía nada de alegre. Bridei se quedó callado, preocupado porque su respuesta hubiera contrariado al druida.
—¡Ojalá fuera cierto! —añadió Broichan, que tomó una cuchara y la hundió con evidente desagrado en las gachas que se estaban enfriando y en cuya superficie se estaba formando una capa grisácea—. ¡Ojalá prevaleciera la sabiduría en esta tierra confusa y sumida en la ignorancia, Bridei! Un druida, por muy influyente que pueda ser, no puede reunir suficiente poder para sanar las dolencias de Fortriu.
Bridei reflexionó sobre ello y se olvidó del desayuno.
—Pero tú puedes hacer fuego, cambiar el tiempo, y sabes muchísimas cosas, hechizos y amuletos, plantas y animales —dijo—. ¿Acaso no eres el hombre más poderoso? ¿Más incluso que los reyes?
Broichan lo miró con unos ojos oscuros y vigilantes como los de un halcón.
—Se te están enfriando las gachas —comentó—. Será mejor que te las termines. Ni el guerrero más audaz opta por cabalgar hacia la batalla con el estómago vacío. Es lo que te diría Donal.
Para entonces Bridei ya se estaba acostumbrando a la manera de hablar de Broichan. Engulló ese revoltijo espeso y se reservó sus pensamientos. Tenía la sospecha de que, a pesar de sus artimañas y rarezas, no era a los Seres Buenos a los que más había que temer. El peligro provenía de otra parte: del mundo de los hombres.
Bridei se terminó el desayuno y salió del salón con su pregunta todavía sin responder. Cuando fue a los establos a la hora señalada, la yegua negra del druida, Afín, estaba esperando, ensillada, junto al pequeño y pulcro Perla y al patilargo Fortuna. Broichan y Donal estaban enzarzados en una conversación, pero ambos se callaron cuando Bridei se acercó.
—Llévanos al lugar del que me hablaste, chico —dijo el druida—. Enséñanos las piedras, la niebla, la entrada. Aproxímate con la debida cautela. Aplica lo que has aprendido. No vayamos dando tumbos por el bosque; tal vez dejes que tu poni haga el trabajo, pero debes ayudarlo en su camino como si anduvieras sobre tus propios pies, sin perder en ningún momento el pulso de la tierra debajo de ti, ni la conciencia de lo que tienes por encima y en torno a ti. Desplázate siempre por el bosque como una parte de él, Bridei, no como un intruso. De esa forma no necesitas hechizos de protección. ¿Montamos?
Era una hermosa mañana. La atmósfera retenía el frío vigorizante del otoño; no faltaba mucho para las primeras heladas. Los caminos estaban cubiertos de una tupida capa de hojas caídas, marrones, doradas, ocres y rojizas amontonadas aquí y allá en grandes pilas, como el tesoro escondido de un dragón. Seguían cayendo cuando la brisa agitaba las ramas, ya un susurro de amarillo, ya una frágil lágrima roja como la sangre. Las patas de los caballos emitían un suave crujido al pasar. Bridei distinguía la nube que formaba el aliento de Perla y la que formaba él, más pequeña. Se alegró de haberse puesto el sombrero de piel de oveja.
Consciente de las instrucciones del druida, Bridei montaba con cuidado, mirando a su alrededor. Había cosas extrañas en aquel bosque, eso ya lo sabía por sus paseos; cosas que creías ver con el rabillo del ojo y que ya no veías cuando las mirabas directamente. Reflejos rojos que no eran hojas; repentinos movimientos susurrantes que no eran pájaros al pasar. Arbustos que crecían allí donde el día anterior no había habido más que rocas cubiertas de musgo; sonidos parecidos a risas o cantos en lugares alejados de las moradas humanas más próximas. Bridei se estremeció. Seres Buenos era un nombre amistoso, un nombre agradable. Lo que Broichan le había contado sobre ellos era otra cosa.
Los jinetes pasaron bajo unos grandes robles y se detuvieron al borde de la súbita hendidura de la ladera. Bridei desmontó. El montoncito de piedras seguía allí. Al otro lado del sendero había entonces un idéntico mojón en miniatura. Entre los dos, el empinado camino, envuelto en su vaporoso manto, se adentraba en las profundidades del valle oculto.
Los otros dos se habían apeado de sus monturas. Donal sostenía las dos riendas. Broichan, con sus ojos de párpados caídos, observaba a Bridei.
—La decisión es tuya, muchacho —dijo el druida—. Interpreta las señales y dinos qué hacer.
—Seguimos adelante —respondió Bridei inmediatamente, y el corazón le dio un vuelco con una mezcla de excitación y temor—. La última vez Perla tenía miedo de ir por aquí. Hoy no tiene miedo, ¿lo veis?
—De todas formas —replicó Broichan— dejaremos los caballos aquí con Donal para que los vigile. La clase de problemas de los que él puede protegernos no van a perseguirnos en un lugar tan misterioso como este. Por otro lado, en estos bosques hay ciertas fuerzas con un ojo particularmente bueno para la buena carne de caballo, y esta velada cañada parece precisamente el tipo de lugar que sería de su agrado. Tu pequeño Perla estará mucho más seguro aquí, por muy dispuesto que esté a seguirte.
Donal parecía más que contento de quedar fuera de la expedición. Ató flojamente a los caballos y al poni y luego se acomodó contra el sólido tronco de un roble con sus largas extremidades separadas entre las raíces, aparentemente descansando. Era una pose engañosa; la mirada de aquellos ojos entrecerrados, la posición estratégica del cuchillo y la daga que podía agarrar con un rápido movimiento de las manos le eran familiares a Bridei. Donal ya le había dado unas cuantas lecciones que no tenían nada que ver con los caballos.
Mientras caminaba por el empinado sendero detrás del druida, el muchacho tuvo la extraña sensación de que las plantas trepadoras, los aferrados arbustos, las púas, pinchos y espinas se replegaban sobre sí mismos; que el sofocante y enmarañado manto de sotobosque había optado por dejar pasar a los intrusos aquel día en concreto. Se preguntó si sería el resultado de un hechizo lanzado por Broichan, pues sabía que el druida poseía un dominio considerable sobre las fuerzas de la naturaleza. En aquellos momentos no había ningún indicio de magia. Broichan simplemente caminaba colina abajo, sus pies calzados con botas pisaban con cuidado por la escarpada pendiente, llevaba el báculo en una mano mientras que con la otra se levantaba los bajos de sus vestiduras para que no rozaran el suelo. Si estaba lanzando algún hechizo no era por medio de sus manos, ni mediante palabras de ensalmo. La magia ya estaba allí, pensó Bridei.
No estaba seguro de qué esperaba ver: gente pequeña escondiéndose debajo de los hongos, quizás, o unos rostros de dientes largos haciendo muecas y sobresaliendo por entre la maleza, o al Urisk surgiendo de entre la niebla y las sombras, con la mirada triste y lastimera y las manos extendidas. En realidad, lo único que había era el manto vaporoso de un gris azulado y el sendero que se adentraba cada vez más en su cegadora espesura.
Al final el terreno se volvió llano y, como si, en efecto, estuvieran a merced del encantamiento de un druida, la cortina de bruma se retiró y se encontraron justo al borde de un lago oscuro y profundo. Un paso más y sus aguas hubieran engullido tanto al hombre como al chico. Bridei se tambaleó un poco y luego recuperó el equilibrio. Broichan se había quedado muy quieto de repente. A medida que los jirones de niebla se separaban empezaron a revelarse otros mogotes: unas piedras achaparradas recubiertas por una costra de líquenes y colocadas en torno a aquella laguna de montaña como animales agachados para beber de sus fuscas aguas; una enredadera que se emparraba y enroscaba por todas partes, con sus hojas lanceoladas de un color oscuro como gemas y sus flores unos diminutos puntos del blanco más puro. Aparte de eso la tierra estaba desnuda; allí no crecían arbustos ni helechos, no había frondes que suavizaran los márgenes del lago o bordearan las rocas, excepto aquella única y exuberante enramada que se extendía en profusión siguiendo su propio camino caprichoso. La calma era absoluta. Ni un solo pájaro cantaba; ni una sola criatura se agitó en la maleza junto al camino; ni una mosca perturbó el reflejo en la superficie de la oscura laguna. Era como estar en otro mundo, un reino que no hubiera sido tocado por la mano del hombre, que no hubiera sido hollado por pie humano. Era tal el silencio que reinaba que Bridei creyó oír el latido de su propio corazón.
—Esta hondonada se llama el Valle de los Vencidos —la voz de Broichan era un susurro. En aquel lugar tranquilo aquel hilo de voz era tan molesto como un grito—. Te contaré su historia de camino a casa. Mira el agua, Bridei. Ven, ponte aquí.
El chico notó las manos del druida en los hombros. La presencia de Broichan a su espalda, fuerte y sólida, hizo que se sintiera mucho mejor. Bajó la vista para contemplar las aguas oscuras del lago y se encontró con sus propios ojos que le devolvían la mirada. También vio a Broichan, envuelto en su capa negra, alto y adusto, su tez blanca. Y al lado de él… Bridei apretó los ojos y volvió a abrirlos. ¿Había visto aquello de verdad? Un hacha, brillante, mortífera, cortando el aire con un silbido y la mano del druida que se alzaba para cogerla por la hoja, cortante, ensangrentada, y…
—Ten cuidado, chico —dijo Broichan al tiempo que asía a Bridei del hombro con fuerza—. No pierdas de vista lo que es una visión y lo que es la realidad. Respira tal y como te enseñé, lenta y regularmente. Aquí hay mucho que ver, y no todos los ojos perciben las mismas imágenes. De hecho hay mucha gente que sólo ve agua, luz y uno o dos peces. ¿Qué es lo que te ha alarmado de este modo?
Bridei no contestó. Tenía la mirada fija en la superficie del agua porque en aquellos momentos las imágenes bailaban en ella. El lago emitía unos destellos plateados y escarlatas y le mostró una batalla, no toda entera, sino las pequeñas y terribles partes que componían el todo: hombres gritando, hombres atemorizados, hombres intrépidos llenos de coraje que seguían combatiendo con la mandíbula destrozada, los miembros rotos y unos rostros por los que corría el rojo de la sangre. Hombres con sus heridos a la espalda, con sus muertos sobre los hombros, esforzándose para llevarlos a un lugar seguro aun cuando el enemigo seguía avanzando y avanzando en una persecución implacable y vengativa. Un perrito apostado en fiel vigilancia junto al cuerpo ovillado de su amo muerto, con su blanco pelaje manchado con la vida de aquel hombre y los ojos desolados. Una mano cercenada, una cabeza sin cuerpo, joven, feroz, el hijo de alguien, el hermano de alguien. El enemigo avanzaba como una gran ola, gritando su triunfo, tomando todo lo que se encontraba a su paso. Pasaron y Bridei vio el valle limpio de sus despojos humanos, vacío de todo excepto de un dolor tan profundo que nadie podría volver siquiera a caminar por allí. Era un reino de sombra y neblina, una morada de espíritus intranquilos.
Las imágenes perdieron intensidad, se fueron tornando grises, negras y desaparecieron. Sólo quedó el agua. Bridei respiró hondo; se preguntó si había llegado a respirar mientras miraba el lago.
—El Espejo Oscuro —dijo Broichan, que soltó a su hijo adoptivo y se acuclilló junto a una de las erosionadas piedras. Ahora que Bridei pensaba en ello, sí que parecían unos ancianos sabios que velaran junto a aquella laguna de montaña protegida por la niebla. Había siete: los siete druidas—. De vez en cuando me verás haciendo uso de una herramienta semejante, pero no aquí; yo ejerzo con mi viejo artefacto de bronce y obsidiana, y no me aventuro más allá de las paredes de mi casa para utilizarlo. Como has visto, este lugar admite a quien él elige, y rara vez elige a alguien. Se suponía que tenías que ver algo, y fuiste convocado aquí. ¿Puedes decirme qué se te mostró?
Bridei lo miró sorprendido.
—¿No lo viste tú también?
—Yo vi lo que vi —repuso Broichan—. ¿Es que no me estabas escuchando? Quizá fuera lo mismo y quizá no. Ahora cuéntamelo.
—Una batalla —dijo Bridei temblando. De pronto no quería hablar de todo aquello. Quería estar cabalgando con Donal, y que el sol brillara, y que la idea del pan y el queso de la cena fuera su pensamiento más importante—. Fue horrible. La gente acuchillaba, gritaba, moría por nada. Había sangre por todas partes.
—Ocurrió hace mucho tiempo —dijo Broichan mientras se dirigían nuevamente hacia el camino—. Los nietos de esos guerreros están muertos y enterrados; sus nietas son ancianas. Su sufrimiento se terminó hace mucho.
—Estuvo mal —dijo Bridei.
—¿Mal, que el valor sea recompensado con la muerte? Es posible, pero esa ha sido siempre la naturaleza de la guerra. ¿Cómo sabes que los que fueron asesinados eran de tu propio linaje, Bridei? Quizá los que salieron victoriosos eran los nuestros, y los valerosos derrotados nuestros enemigos. ¿Qué dices a eso?
El muchacho no contestó durante un rato. Nunca había visto nada tan horrible ni tan escalofriante como aquellas imágenes de matanza y pérdida, y esperaba no volver a verlo nunca más.
—No debería ocurrir así —dijo al fin—. Estuvo mal. Su jefe tendría que haberlos salvado. Haberlos sacado de allí a tiempo.
—¿Así es como lo hubieras hecho tú?
—Yo hubiera ideado un buen plan. Los hubiera salvado.
—En una batalla no se trata de salvar a tus hombres. Se trata de ganar. Un jefe ya cuenta con tener bajas. Los guerreros esperan morir cuando les llegue su hora. Es la naturaleza del hombre en guerra consigo mismo. Pero tienes razón, hijo. Puede hacerse mejor, mucho mejor. Y, en efecto, la clave está en la planificación. Ah, por fin hemos llegado arriba. La caminata me ha dejado bastante hambriento; espero que Donal lleve algo de comer.
Donal, un avezado veterano, no les defraudó. Su alforja estaba llena de pan negro, queso salado y manzanas pequeñas, y se detuvieron a comérselo en un altozano desde el que se dominaba el lago de la Serpiente y donde los caballos podían pacer pastos dulces. A pesar de haber dicho que tenía hambre, Broichan comió frugalmente; mostraba moderación en todas las cosas.
—El Valle de los Vencidos —comentó al fin, mirando por encima de las aguas plateadas que tenían debajo hacia las oscuras colinas del otro lado— fue, en otro tiempo, un lugar de tanta maldad que desde entonces ha inspirado tanto reverencia como repugnancia a la gente. Hubo una batalla; pero esto ya lo sabéis.
—Y murieron muchos hombres —terció Bridei, que de repente perdió el apetito por la crujiente manzana ácida que se estaba comiendo.
—Toda una comunidad —dijo Broichan—, padres, hermanos, esposos, hijos, los hombres de muchas aldeas situadas por todo lo largo de la Gran Cañada. Llevaban mucho tiempo combatiendo con dureza; esto sólo fue el final, el último chispazo de un conflicto que había durado de la siembra a la cosecha. Nuestras fuerzas ya estaban derrotadas; el enemigo había tomado las Islas Occidentales y todo el territorio a lo largo de esa costa y avanzaba hacia el este como una plaga. Parecían dispuestos a arrasar el mismo corazón de Fortriu y no quedar satisfechos hasta que no dieran muerte al último de nuestros guerreros. Ya viste el resultado. Nuestros hombres cayeron allí, los últimos. Cuando el enemigo se marchó, otro ejército salió arrastrándose, las viudas, los huérfanos de padre, los ancianos, y reunieron los restos rotos de su gente. Se los llevaron para enterrarlos. Luego se apostó una guardia en ese lugar. Nadie está del todo seguro de quién está de centinela. La gente habla de un perro que aúlla por la noche en el lugar.
—Un lugar lamentable —comentó Donal.
—El Valle de los Vencidos no es únicamente un escenario de muerte y derrota —dijo Broichan—. Conserva la esencia de los hombres de Fortriu que cayeron allí. Cada uno de esos condenados guerreros albergaba en su corazón el amor por su tierra, por su gente y por su fe. No debemos olvidarlo nunca, a pesar de nuestro dolor por su pérdida.
—Mi señor —inquirió Bridei—, ¿qué enemigo era ese? Tenían una mirada extraña. Me asustaron.
Esa vez fue Donal quien respondió con un tono amargo.
—Los escotos, malditos sean, esa raza del otro lado del agua dejada de la mano de los dioses. Aquella invasión ocurrió bajo el mandato de un viejo rey. Ahora los gobierna su nieto, que se llama Gabhran. Rey de Dalriada. ¡Ja! —escupió junto al camino—. No es más que un intruso con ínfulas entrometiéndose allí donde no lo quieren. Ya hay un rey de más por estos lares; no necesitamos que uno de esos habitantes de las ciénagas venga a vivir aquí como si esta fuera su casa.
Broichan miró al guerrero y Donal se calló.
—No hablemos de reyes —dijo el druida con suavidad—. Ya habrá tiempo para que Bridei estudie estos asuntos, y expertos consejeros que le ayuden a aprender. Pero eso es para el futuro. Apenas ha empezado a arañar la superficie de lo que debe saber.
Bridei consideró aquello mientras terminaban de comer y se abrían camino a través del bosque de vuelta a casa. Tenía una pregunta que hacerle a Broichan, una pregunta que le rondaba a menudo por la cabeza. Su padre adoptivo hablaba de «más adelante», del «futuro», de todas las cosas que él tenía que aprender. Pero Broichan nunca decía el porqué de todo aquello, qué iba a ser de Bridei cuando terminara el aprendizaje. ¿Volvería a Gwynedd, el hogar de la familia que estaba empezando a olvidar? ¿Se convertiría en un druida como Broichan, alto y adusto, concentrado únicamente en los conocimientos? ¿O acaso su padre adoptivo se refería a otra cosa? Quizá iba a ser un guerrero, como aquellos hombres del Espejo Oscuro. Se estremeció al recordarlo. No parecía una pregunta que pudiera plantear, al menos no directamente.
—Dime, Bridei —dijo Broichan, irrumpiendo en sus pensamientos—. ¿Sabes nadar?
Aquello fue totalmente inesperado. Por otro lado, el método de conversación de Broichan siempre estaba lleno de sorpresas.
—No, mi señor. Me gustaría aprender.
—Bien. Entonces tendremos que retener los servicios de Donal durante el invierno, para que pueda enseñarte cuando el tiempo sea lo bastante caluroso. Y a remar también. Menos mal que no te caíste en ese lago. Sus aguas son bastante frías y sumamente profundas.
—Sí, mi señor. —No había nada más que decir. Si te caías en el Espejo Oscuro, pensó Bridei, tal vez ahogarte fuera la menor de tus preocupaciones.
—Mientras tanto —dijo el druida al tiempo que se preparaba para volver a montar en su caballo— el invierno permite el estudio de números y códigos, de juegos y música, y creo que Donal puede utilizar el salón para iniciar un entrenamiento bastante especializado que te preparará para ser un poco más autosuficiente. Puede que yo me ausente durante un tiempo. Designaré a los profesores que sean necesarios.
—Sí, mi señor. —Una cosa era segura, pensó Bridei. No tendría tiempo para aburrirse.
Años después, al retrotraer su pensamiento a aquella época, Bridei se preguntaba si Broichan había olvidado que su ahijado todavía no había cumplido los seis años. Se inclinaba a pensar que no. El druida sencillamente lo había evaluado para descubrir la rapidez con la que podía asimilar la información, cuál era su capacidad de aguante, su disposición para obedecer, y luego estableció un programa de aprendizaje que garantizaría que Bridei absorbiera todo lo que pudiera. Tenía los días muy ocupados. Salía a cabalgar con Donal. Pasaba tiempo aprendiendo a luchar con dos cuchillos, o con uno, o con los puños. Practicaba montando y desmontando de lomos de su poni con rapidez y soltura, tal como había visto hacer al guerrero. Por las tardes Broichan lo instruía en la sabiduría druídica, empezando con el sol, la luna y las estrellas, sus pautas y significados, la alineación de las piedras de clan y los más viejos indicadores desperdigados por todo Fortriu. Ahondaron en el estudio de las deidades y espíritus, del ritual y la ceremonia. Tal como había dicho Broichan, de momento apenas habían arañado la superficie. Por las noches Bridei se quedaba dormido con las enseñanzas enmarañándose y retorciéndose en su cabeza y con el cuerpo dolorido de cansancio. Comía como un caballo y crecía a un ritmo acelerado.
Cuando faltaba algún tiempo para el Solsticio de Verano, Broichan se fue para asistir a un consejo del rey. Los territorios de los priteni se dividían en cuatro partes: Fortriu, donde se encontraba Pitnochie, el reino meridional de Circinn y los territorios más alejados de los caitt y las Islas Luminosas. Cuando Bridei preguntó dónde se emplazaba allí Gwynedd, el reino de su padre, Broichan sonrió.
—Gwynedd es otro territorio, Bridei —le dijo—. El pueblo de tu padre no pertenece a los priteni. ¿No recuerdas lo que tardaste en llegar hasta aquí a caballo?
El recuerdo ya se estaba desvaneciendo. Bridei no dijo nada.
—En el consejo habrá representantes de dos reinos —le explicó Broichan—. Nuestros territorios están divididos; fue un día aciago cuando Drust, hijo de Girom, se convirtió al cristianismo y su reino de Circinn se separó de Fortriu. Aquí, en el norte, tenemos la suerte de contar con un rey leal a los antiguos dioses. Drust hijo de Wdrost, conocido como Drust el Toro, ostenta el poder sobre todos los territorios de la Gran Cañada. Cuando me llaman druida del rey, se refieren a Drust el Toro. Es un buen hombre.
Bridei deseaba que Broichan no se fuera. Su padre adoptivo no sonreía mucho; no bromeaba ni jugaba a juegos como habían hecho los ancianos. Pero sabía muchas cosas interesantes y siempre estaba dispuesto a compartirlas. Escuchaba como era debido cuando Bridei quería explicar algo, no como Mara, que siempre estaba demasiado atareada, o Ferat, que con frecuencia parecía no oírlo. Broichan siempre tenía tiempo para Bridei, que, aunque el druida rara vez ofrecía palabras halagadoras, había aprendido a reconocer cierta expresión en los ojos oscuros de su padre adoptivo, una mirada que demostraba que estaba satisfecho. Deseaba que Broichan se quedara en casa.
Llegó el día. Afín estaba ensillado y listo en el patio; cuatro guerreros iban a cabalgar con el druida a modo de escolta. Donal se quedaría en Pitnochie.
—Trabajaré muy duro, mi señor —dijo Bridei cuando Broichan esperaba para montar su caballo.
—¿Acaso he expresado alguna duda al respecto? —El druida casi sonreía—. Lo harás bien, hijo, lo sé. No descuides las actividades más intelectuales con tu deseo de desarrollar tus habilidades en el combate. Ahora debo marcharme. Adiós, Bridei.
—Buen viaje, mi señor —dijo Donal desde el lugar donde sujetaba la brida de Afín—. Cuidaré del chico.
—Adiós —susurró Bridei, que de repente se sentía bastante extraño. No lloraría; se lo había prometido a su padre. Observó en silencio mientras Broichan, rodeado por su guardia, se alejaba cabalgando bajo los robles desnudos y seguía el camino hacia el borde del lago. Tenían por delante un largo viaje hacia el nordeste para llegar a Caer Pridne, la gran fortaleza de Drust el Toro.
—Bueno —dijo Donal—, ¿qué te parece si hoy utilizamos las espadas? Tengo una pequeña en alguna parte que casi serías capaz de levantar si fuera necesario. ¿Qué me dices?
La lección en el manejo de la espada mantuvo ocupado a Bridei durante algún tiempo, y no hubo espacio en su mente para otra cosa que no fuera la fuerza, el equilibrio y la concentración. No fue hasta media tarde, cuando el cielo se fue oscureciendo y una lluvia menuda empezó a caer en forma de grises cortinas, cuando empezaron a dolerle fuertemente los brazos en tardía protesta por el duro trabajo de la mañana, que Bridei sintió que lo invadía la tristeza. Donal había salido a hacer algo con los guerreros. Mara estaba preocupada por la ropa blanca y la imposibilidad de que se secara. Ferat estaba de un humor de perros que tenía algo que ver con la leña mojada. En la casa no había nadie con quien hablar.
La pequeña habitación de Bridei se hallaba próxima a los aposentos en los que Donal se alojaba con los demás hombres de armas, aunque en la práctica el guerrero solía dormir en el pasillo frente a la puerta del muchacho. Decía que los ronquidos de los demás lo desvelaban. A través de la ventana diminuta de Bridei, por la que a duras penas pasaría una ardilla, se entreveía el brillo plateado del lago entre las ramas de un abedul. A veces el chico podía ver la luna desde su ventana, y entonces dejaba una ofrenda en el alféizar, una piedra blanca, una pluma o un amuleto tejido con hierba. Broichan le había enseñado la importancia de la luna, cómo gobernaba las mareas, no sólo en los océanos, sino en los cuerpos de los hombres, mujeres y criaturas, uniendo su flujo y reflujo a los ciclos de la naturaleza. La Brillante era poderosa; debía ser honrada.
Aquel día no había luna que contemplar, sólo las nubes y la lluvia, que caía como incesantes lágrimas apenadas. Bridei yacía en su cama y miraba por la ventana, un cuadrado pequeño y oscuro en la pared de piedra, gris sobre gris. Sabía lo que diría Broichan: «La autocompasión es una pérdida de tiempo, y el tiempo es precioso. Haz que te sirva de aprendizaje». Luego el druida hablaría sobre la lluvia, sobre cómo encajaba en el patrón de las estaciones y cómo el elemento del agua era como la luna en sus fluctuaciones. Había una lección que aprender absolutamente en todas las cosas que ocurrían. Incluso cuando la gente se marchaba y te dejaba. Pero en aquel preciso momento Bridei no estaba de humor para aprender. Sin su padre adoptivo nada parecía estar bien en Pitnochie.
Se sentó en la cama con las piernas cruzadas y recitó las enseñanzas para sus adentros hasta que empezaron a cerrársele los párpados. Entonces se levantó y practicó mantener el equilibrio sobre una pierna, con un brazo a la espalda y un ojo cerrado, que era lo que hacían los druidas para meditar. Luego dobló las mantas perfectamente, de manera que las puntas encajaran con precisión, y sacó todo lo que tenía en su arcón para volver a colocarlo de otra forma distinta, más ordenada. Se lustró las botas. Afiló su cuchillo. Todavía no era hora de cenar.
Bridei se quedó de pie junto a la ventana y observó la lluvia al otro lado. Pensó en aquel día y en la expresión de la mirada de Broichan al despedirse. Pensó en el Valle de los Vencidos y en todos aquellos hombres que habían muerto antes de tiempo, y en sus familias con toda una vida de tristeza ante ellos. Se preguntó qué era más difícil: tener que irse o que te dejaran atrás.
Donal estaba extendiendo la abarcadura del entrenamiento de combate de Bridei. Ello implicaba empuñar, blandir y amagar, equilibrio, fuerza y velocidad, y también el apropiado cuidado y mantenimiento de las armas. Bridei aprendió a utilizar el arco y a alcanzar el centro de la diana en nueve de cada diez disparos. Donal empezó a alejar la diana cada vez más y a añadir grados de dificultad, tales como la distracción en el momento de soltar la cuerda o una repentina orden para que cerrara los ojos. Las lecciones nunca resultaban aburridas. Con las cuidadosas instrucciones de limpiar y engrasar las hojas de sus aceros, de recuperar y volver a colocar las plumas en las flechas, de mantener el arco en perfectas condiciones, Bridei llegó a darse cuenta de que Donal, ese hombre irónico de largos miembros, era, a su manera, tan autodisciplinado como el hermético druida.
Por las tardes, cuando en otro momento hubiera pasado el tiempo con Broichan recitando las enseñanzas o estudiando los misterios, ahora dejaban que se las arreglara solo. Habían estado estudiando los elementos. Él hacía todo lo posible para recordar todo lo que su padre adoptivo le había enseñado, no solamente las palabras de las enseñanzas, que a veces sólo comprendía a medias, sino el significado que había detrás de ellas. La luna creciente y menguante gobernaba el agua y era como las mareas del espíritu, fuerte y maleable al mismo tiempo. El agua era tormenta, riada, lluvia para las cosechas; la cálida salinidad de las lágrimas. El agua podía rugir en un gran torrente, en un poderoso salto desde el precipicio hasta el cañón, o permanecer quieta y silenciosa, esperando, como en el Espejo Oscuro. Luego estaba el fuego, poderoso y devorador. El calor del fuego del hogar podía mantener vivo a un hombre; la flagrante virulencia de un fuego sin obstáculos podía matarlo. El regalo especial del Guardián de las Llamas a los hombres era el fuego en el corazón: un coraje que podía arder incluso a un paso de la muerte. El aire frío llevaba la promesa de la nieve y el aroma de los pinos. El aire sostenía el vuelo del águila en las alturas, por encima de los oscuros pliegues de la Gran Cañada. Bridei podía sentir lo que suponía para el águila mirar hacia el territorio de Fortriu en todo su esplendor. Su tierra. Su sitio. La tierra era el latido bajo sus pies, el cuerpo vivo y sabio de donde todo surgía: el venado, el águila, la ardilla, el reluciente salmón y el cuervo de ojos brillantes, el hombre, la mujer y el niño, y los demás, los Seres Buenos. La tierra lo sostenía; la tierra estaba lista para volver a llevárselo cuando su tiempo hubiese terminado. La tierra podía construir una casa o formar un camino; la tierra podía cubrir el largo sueño de un guerrero. Había todo un mundo de significado en las cosas más pequeñas: una ramita carbonizada, un guijarro blanco, una pluma, una gota de lluvia.
Cuando Bridei salía solo había ciertas reglas que debían seguirse. Podía trepar por el Rasguño del Águila, siempre y cuando tuviera cuidado. Podía atravesar el bosque hasta el segundo riachuelo en dirección sur. No se le permitía aproximarse al poblado ni aventurarse a ir a pie a los lugares más agrestes del bosque, donde había encontrado el Valle de los Vencidos. Cuando le preguntó a Donal por qué no podía hacerlo, el guerrero se limitó a decir: «No es seguro». Bridei aceptó aquella regla porque su profesor siempre demostraba tanto sentido común como amabilidad. Sospechaba que tenía algo que ver con los Seres Buenos. Además, estaban las palabras de despedida de su padre, que nunca olvidaría: «Obedece, aprende». Deambuló por los caminos, trepó por las rocas y por los árboles, encontró la guarida de un tejón, el nido abandonado de un águila y una cascada helada y afiligranada, frágil y afilada como cuchillo. No encontró ni un alma.
Todo aquello cambió de pronto una tarde en que se dirigía de vuelta a casa tras una expedición de caza. Bueno, quizá no había sido exactamente de caza; llevaba el arco al hombro y su pequeño cuchillo en el cinturón, pero no había tenido intención de utilizar ninguno de los dos. Había matado a un conejo hacía unos cuantos días, pero Donal estaba con él entonces. Para gran alivio de Bridei, su disparo se había llevado a la presa limpiamente; no había habido necesidad de usar el cuchillo. Bridei, un chiquillo que tenía mucho tiempo para pensar, sabía que podía haber sido distinto.
Aquel día se había llevado las armas porque tenía sentido tenerlas, nada más. ¿Acaso Donal y los demás no llevaban siempre un cuchillo pequeñito en la bota? Lo único que él quería hacer era subir hasta el bosque de abedules y sentarse en las piedras junto a la gran cascada, la que llamaban el Velo de la Dama, y esperar a que aparecieran las águilas. Las montañas tenían unos sombreretes de nieve temprana y las aguas del lago reflejaban la pálida pizarra del cielo invernal. Los reclamos de los pájaros eran lastimeros y resonaban en los confines del bosque en forma de preguntas y respuestas quejumbrosas. Quizá fuera el frío lo que les hacía clamar de ese modo; ¿cómo encontrarían comida en invierno, si las bayas se marchitaban en los arbustos de hojas marrones y los pastos dulces estaban alfombrados de nieve? Tal vez sólo aclamaban para crear una música adecuada para aquel lugar magnífico y vacío. El invierno tenía que llegar, al fin y al cabo; las criaturas salvajes lo sabían tan bien como Bridei. El invierno era la hora de irse a dormir de la tierra, la hora de soñar, una preparación para lo que iba a seguir. Aquella había sido una de las primeras lecciones de Broichan. En una época como aquella un chico tenía que estar abierto a su imaginación, a las voces que podrían verse sofocadas por el clamor de las estaciones más ajetreadas. De todas las cosas se podía aprender algo, especialmente de los sueños.
El Velo de la Dama no estaba helado; su caída era demasiado pesada, su pared estaba demasiado expuesta para permitir que el hielo se consolidara. Las pozas de su base se hallaban ribeteadas con cristales diminutos y los helechos cubiertos de escarcha. Bridei escaló las rocas hasta lo alto. Permaneció allí de pie un rato contemplando el cielo, pero las águilas no pasaron. Practicó su postura de una sola pierna mientras se preguntaba con qué ojo veía mejor. Al cabo de un rato empezaron a entumecérsele los pies y a dolerle las orejas a pesar de su gorro de piel de oveja, así que recogió su arco y su carcaj y emprendió el camino de vuelta a casa. En un día como aquel se podía confiar en que Ferat tendría preparadas galletas de avena calientes, y Bridei estaba hambriento.
Junto a la cascada y debajo de ella, un afloramiento de granito delimitaba la ladera; en torno a él se amontonaban los acebos, oscuros y de hojas brillantes. Bridei había recorrido quizá un par de zancadas por el camino de la base de las rocas cuando lo oyó: un chasquido, pequeño, insignificante. Se quedó inmóvil. Allí había algo, bajo los árboles, no muy lejos, algo que se había quedado quieto al mismo tiempo que él. Algo que le estaba siguiendo; acechándolo. ¿Un jabalí? ¿Un gato montés? Su corazón empezó a latir con fuerza a modo de advertencia. Sus pies querían echar a correr. Corría deprisa, dado su tamaño; no tardaría mucho en bajar hasta el muro de piedra que bordeaba el campo exterior de Broichan, donde había un guardia. Notó que todo su cuerpo estaba listo para la huida. Su cabeza le dijo que no. ¿Y si era el Urisk? El Urisk no tenía ninguna necesidad de correr. En cuanto te veía, en cuanto te quería, se quedaba contigo como una sombra, sin importar lo rápido que fueras. La única manera de escapar era engañándolo: quedarte tan quieto que no pudiera verte. A Bridei se le daba bien quedarse quieto.
El chasquido de la ramita se convirtió entonces en una pisada que ya no era en absoluto furtiva, y al volver la cabeza vio a un hombre todo vestido de marrón y gris, un hombre al que no era fácil distinguir en medio del bosque invernal. Llevaba la cabeza enfundada en una capucha con agujeros para los ojos y un arco en las manos. Mientras Bridei lo miraba fijamente, el desconocido puso una flecha en la cuerda y se preparó para tensar el arco.
No había tiempo para correr, ni lugar donde esconderse. No gritaría. No suplicaría clemencia, porque era Bridei, hijo de Maelchon, y su padre era un rey. El atacante dio un paso al frente, ajustó la mira y tensó el arco. El chico retrocedió contra la pared de roca, sentía una opresión en el pecho y el corazón le latía con fuerza. Tras él la piedra era rugosa, llena de grietas y resquicios cubiertos con pedazos de musgo suave y húmedo. Parte de la tierra; parte del latido… Cuando los dedos del hombre aferraron la cuerda, Bridei se deslizó hacia atrás entre los pliegues de piedra y se introdujo en la oscura seguridad de una estrecha y diminuta cueva. Apretó el cuerpo contra la parte de atrás intentando que no lo viera, ponerse fuera de su alcance.
Fuera, su atacante estalló en maldiciones, largo y tendido. Bridei aguardó, intentando no olvidarse de respirar. Se le acercó una espada que se introdujo ladeada por la estrecha abertura y que hendió el aire arriba y abajo, intentando llegar, tentando, buscando. El chico retrocedió y apretó el cuerpo contra la piedra, empequeñeciéndose. La espada intentó cortar, clavarse: parecía que el propietario no podía maniobrar con ella en la posición que le convenía, pues el hueco era demasiado estrecho. En aquellos momentos Bridei se preguntó cómo había conseguido meterse allí.
—¡Ya verá este maldito druida! —dijo una voz entre dientes—. Humo, eso es lo que nos hace falta…
Entonces se oyeron otros sonidos y Bridei supo que el hombre estaba recogiendo ramitas, hojas, helechos, cualquier cosa que ardiera. La mayoría estarían húmedos; aun así, él había visto los fuegos de Broichan, que prendían con tan sólo un chasquido de los dedos, y se movió con cautela en el estrecho espacio para poder ver aunque fuera un atisbo. En efecto, el hombre estaba amontonando ramas en la base de las rocas, sus movimientos eran rápidos y resueltos. No tenía sentido gritar pidiendo ayuda. Si aquel guerrero era hábil con el pedernal, el humo espeso llenaría aquella cueva mucho antes de que cualquier guardia pudiera subir corriendo por la ladera desde los campos. Si no quería morir en aquel agujero o salir para afrontar una muerte certera, tendría que salvarse él mismo.
En el estrecho confinamiento de aquella pequeña grieta en las rocas, colocó una flecha en la cuerda como pudo. Le temblaban las manos y no había espacio para tensar del todo la cuerda. En aquellos instantes el hombre estaba de rodillas, tal vez ya haciendo fuego. Como blanco estaba demasiado bajo. El cuchillo: Bridei podía utilizarlo como había visto hacerlo a Donal y a los demás para divertirse, arrojándolo de manera que girara formando un arco. La verdad era que nunca lo había intentado, pero eso no quería decir que no pudiera hacerlo. Dejó el arco a un lado y alargó la mano buscando la empuñadura del cuchillo. Habría una oportunidad, una buena posibilidad, cuando el hombre hubiera encendido su pequeña fogata y retrocediera para admirarla. Un lanzamiento. Luego se suponía que tendría que dar un salto de alguna manera, con llamas y todo. Quizá las hojas no ardieran. Quizá no diera en el blanco. No; era el hijo de un rey.
Una brizna de humo empezó a alzarse en la entrada de la cueva y por el aire llegó un olor acre a su oscuro interior que hizo que a Bridei le entraran ganas de toser. La brizna de humo se convirtió en una franja, una columna, una pequeña nube y, de repente, se oyó un chasquido. El asesino vestido de gris se puso de pie y se dio la vuelta, con lo cual dejó su espalda expuesta durante un largo momento. Bridei suspiró, sostuvo el arma en equilibrio y la arrojó en el preciso momento en que llegaba a sus oídos el sonido de unos pasos que corrían y el grito de una voz que le resultaba familiar. Mientras el cuchillo daba vueltas, de manera satisfactoria, atravesando la cortina de humo cada vez más densa, una forma se cruzó ante la pequeña grieta a toda velocidad, una figura furiosa y de miembros largos que se lanzó sobre el hombre vestido de gris, con lo cual Bridei los perdió a los dos de vista. El cuchillo había desaparecido. El chico se echó hacia atrás. Las llamas chisporroteaban frente al hueco, unos hombres gritaban y se oyó el entrechocar del metal. Luego le llegó un extraño gorgoteo que terminó en un bronco suspiro. Las llamas empezaron a extinguirse; alguien estaba apagando el fuego con los pies. Alguien decía: «Lo has matado». La pequeña cueva estaba llena de humo; a Bridei le escocían los ojos, le picaba la nariz y el pecho le palpitaba del esfuerzo por no toser. Cerró los ojos con fuerza y apretó los labios. Mal; le había salido mal. Alguien había muerto. Su cuchillo había matado a alguien. Probablemente a Donal. Este había acudido a rescatarlo y, en lugar de esperar como debía haber hecho, Bridei había lanzado el cuchillo sin mirar como era lo correcto, sin evaluar los riesgos tal y como su profesor le había enseñado a hacer. Había hecho algo realmente malo y ahora temblaba y lloraba como un bebé; parecía incapaz de parar. Voces en el exterior.
—Está muerto, sin duda. Se ha roto el cuello. Escoria despreciable.
—Hubiera sido mejor hacerlo sufrir; podríamos haberle sacado la verdad, quién lo envió, quién le paga. ¿Por qué has…? ¿Donal?
Entonces se oyó el sonido de algo que se revolvía, como si alguien intentara levantarse y no lo consiguiera. Cada vez se le hacía más difícil no toser. Bridei necesitaba sorberse la nariz, que le goteaba como un río crecido.
—¿Qué te ha pasado? ¡Estás sangrando como un cerdo ensartado! ¿Ese tipo te ha herido?
—No es nada. Un rasguño. ¡Perseguid a los demás, daos prisa!
Pasos en el sendero, muy numerosos entonces, y el tintineo del metal, y luego el silencio. O casi silencio; Bridei oía una respiración, la suya, que resollaba con las lágrimas, y otra un poco más fatigosa. Donal estaba vivo.
—¿Bridei? —Fue poco más que un susurro—. ¿Estás por aquí cerca, muchacho? ¡Respóndeme, maldita sea!
La voz de Donal sonaba extraña. Quizá estuviera enfadado. Un guerrero no se habría escondido como un cobarde, ni le habría dado al objetivo equivocado para luego llorar por ello. Bridei era incapaz de moverse, incapaz de hablar.
—¡Bridei! —Donal intentaba gritar. Entonces el chico vio un atisbo de él, su hombro con el conocido viejo jubón de cuero y la otra mano agarrándolo firmemente mientras la sangre manaba por entre los dedos—. Bridei, chiquillo estúpido, si te has ido y has hecho que te maten voy a…, voy a… —La voz del guerrero se fue apagando; su alumno nunca lo había oído hablar de ese modo, como si la vida se le estuviera escurriendo con más rapidez que la arena a través de un cristal.
Bridei fue avanzando poco a poco, se deslizó entre las rocas hacia fuera, pisó el humeante montón de hojas y ramitas para quedarse de pie, pequeño e inmóvil, al lado de Donal. Trató de no ver la forma del otro hombre que yacía allí cerca con la cabeza torcida de manera extraña. Donal estaba sentado en el suelo; tenía los ojos cerrados y el rostro del color de unas gachas de hacía una semana. Tenía mucha sangre en el hombro derecho y la parte superior del brazo y en la otra mano sostenía flojamente el pequeño cuchillo de Bridei.
—Lo siento —dijo el chico con solemnidad, y dio un resoplido monumental—. Yo quería alcanzar al otro, al que intentaba dispararme.
Donal abrió los ojos de pronto. La boca se le estiró en una sonrisa, se levantó a medias y volvió a dejarse caer con un gruñido.
—¡Alabada sea la Diosa de las Flores! ¿Dónde estabas, renacuajo…, ahí dentro? ¿Cómo es posible? ¡Por esa grieta no cabe ni un cachorro medio crecido! ¿Cómo ha entrado ahí un muchachote como tú? ¡No me lo puedo creer!
Era cierto. La abertura apenas parecía lo bastante grande para que pudiera meter el hombro por ella, no digamos ya el resto del cuerpo. No era de extrañar que el hombre no hubiese podido alcanzarlo con la espada… Al pensar en aquella hoja cortante y desgarradora, Bridei se sintió extraño de pronto y se sentó bruscamente al lado de Donal.
—Cuéntame —la voz del guerrero había vuelto a cambiar; ahora estaba enojado de verdad, pero Bridei tuvo la sensación de que no era por su culpa—. Cuéntame lo que ha ocurrido aquí, muchacho. Todo, hasta el último detalle, todo lo que viste.
—Estás sangrando —dijo Bridei—. Sé hacer un vendaje. Broichan me enseñó. Voy a hacerlo ahora y luego te lo explicaré mientras volvemos a casa. Habría que ponerte una cataplasma de ajenjo y ruda, y tendrías que beber aguamiel e irte pronto a la cama. Es lo que diría mi padre adoptivo.
Donal lo contempló en silencio.
—Lamento haberte herido —dijo Bridei una vez más, y notó que el labio inferior le temblaba de forma alarmante.
—¡Ah, sí! —repuso su maestro con la voz extrañamente constreñida de nuevo—. Creo que lo normal es desgarrar una o dos camisas. Tendrán que ser tuyas; yo no me las puedo sacar con este hombro. Pero asegúrate de volver a ponerte la chaqueta enseguida, aquí arriba hace frío. Y empieza de una vez, ¿quieres? Eso de la aguamiel está empezando a sonar muy bien.