Capítulo 13

Se habían instalado en su árbol. Mientras el verano daba paso a la fría y vivificante crudeza de principios de otoño, en ocasiones podían distinguirse sus formas entre el verde cobijo de la copa, escurridizas como ardillas, un atisbo de gris telaraña, un remolino de rojo baya y marrón cascajo. Nadie más los veía. Sólo venían por Tuala.

Por la noche, cuando ella se sentaba allí bajo la luna soñando con su hogar, ellos se acomodaban uno a cada lado, la chica extendiendo unas faldas de un plateado grisáceo, el joven perdiéndose entre las sombras y texturas del árbol, tal era la forma de su propio cuerpo, la naturaleza de sus vestiduras de corteza, hojas y ondulada fronda de helechos.

—¿Tenéis nombre? —les preguntó Tuala una noche, cansada de llamarlos, en su cabeza, simplemente «ella» y «él», chica del bosque y hombre hoja.

—No son nombres como los que utilizan los humanos —dijo ella con una risa cristalina—. A ti te llamaron Tuala. No me parece una buena elección. No se corresponde con tu belleza; tendrían que haberte llamado como el búho blanco, o como las florecillas que se aferran tenazmente a las grietas de los peñascos elevados. Tuala es un nombre para una mujer de posición, para la esposa de un rey.

Tuala no dijo que quizá por eso Bridei lo había elegido. En las cancioncillas de su niñez él la había llamado princesa con frecuencia.

—Sólo lo pregunto para facilitar las cosas, para poder dirigirme a vosotros por vuestro nombre igual que hacéis conmigo.

—Lo más probable es que los humanos nos dieran unos nombres que armonizaran con lo que ellos ven —dijo el joven—. Para mi compañera, Telaraña, Sauce, Vapor. Para mí, Madreselva, quizá.

—Telaraña. Madreselva. Son unos nombres hermosos.

—Servirán —afirmó la chica—. Ahora dinos: ¿qué has aprendido hoy?

—Ahora Kethra asiste a mis clases particulares. Les mostré a ella y a Fola cómo hago que se muevan las cosas sin tocarlas. Kethra quería que hiciera más; sólo lo he utilizado con objetos pequeños, las fichas de un juego de mesa, un cuchillo, un peine que necesitaba alcanzar. Ella preguntó si podía hacerlo con objetos que no veía; si podía manipular el ritmo al que se movían las cosas. Si importaba su tamaño o su peso. Quería que lo probara fuera, con barriles o pedazos de hierro.

—¿Y lo hiciste?

—Fola dijo que no lo hiciera.

El joven, Madreselva, tenía el ceño fruncido.

—No aprendiste nada. Les entregaste tus secretos.

—Esto no es bueno para ti —dijo Telaraña—. Ya ves por qué esta gente te tiene aquí. Simplemente te están utilizando. Un día moverás barriles para subirlos a una carreta y al día siguiente mandarás una barra de hierro por los aires para aplastarle la cabeza a un hombre o a una mujer. Un día crearás hermosas imágenes de mariposas y flores en un rayo de luz y al siguiente guiarás la luz para que deslumbre a un hombre mientras que otro le atraviesa el corazón con una lanza. Si crees que te trajeron aquí para aprender, es que eres tonta.

—De todo se aprende.

—¡Ah! Repites la máxima preferida de tu druida. Y supongo que es así; del día de hoy tendrías que aprender que la gente como nosotros es fácilmente explotada por los humanos, si dejamos que se hagan con el control.

—Yo no creo que…

—No —la interrumpió Madreselva—. No lo crees; no como deberías hacerlo. Este no es lugar para ti. Tus ojos están rodeados de unos círculos oscuros y estás flaca como un pollo medio muerto de hambre.

—Te estás consumiendo por Pitnochie —le dijo Telaraña en voz baja—. Deja que te llevemos a casa.

Tuala no iba a permitir que le saltaran las lágrimas.

—Pitnochie ya no es mi casa —contestó—. Al menos Fola y Kethra me quieren aquí. Puedo hacer algo en la escuela. Puedo servir a la Brillante. Las clases que doy van bien; las chicas empiezan a confiar en mí. En Banmerren puedo tener una vida.

—Tonterías —saltó Madreselva—. Odias estar aquí. Además, no nos referimos a la casa del druida. Allí nadie te quiere. Ven a casa con nosotros. A nosotros no nos azota el dolor ni la soledad. No sentimos el roce de la muerte.

Tuala se estremeció y se arrebujó en su manto. Ana le había pasado un mensaje hacía poco. Bridei le había devuelto la cinta, la prenda que había llevado junto a su piel en todo momento cada día que pasó separado de ella. Las palabras que venían con ella fueron frías y educadas, la clase de palabras que se esperarían de un joven que pronto podría ser monarca de Fortriu. Él respetaba su decisión. Esperaba que fuera feliz. No tenía sentido, salvo para expresar que estaba dispuesto a dejarla marchar sin poner objeciones. Debía tomárselo como una confirmación de que su elección era correcta. Bridei no la necesitaba; encontraría a otra mujer que ocupara su lugar.

La última parte del mensaje era distinta. «No esperaba que la Brillante te llamara de este modo». Quizá se estuviera engañando, pero esas palabras parecían hablar de infelicidad. ¡Si por lo menos pudiera verlo, hablar con él, mirarlo a los ojos y saber lo que pensaba realmente! Tuala lo deseaba como una mujer hambrienta anhela el pan recién hecho o una sedienta el agua clara: la verdad simple y llana vista en los ojos de un amigo que no sabe mentir. Sólo quería tener una oportunidad de conocer sus sentimientos, así quizá le resultaría más fácil seguir adelante.

—No puedo irme con vosotros —susurró—. Eso supondría dejar demasiadas cosas atrás. No puedo creer que no haya nada para mí en este mundo humano. Incluso aunque no pueda tener… Quiero decir, aunque la vida que se me ha concedido no sea como yo creía que sería. Irme con vosotros, cruzar a un reino tan distinto, a un lugar del que no puedo regresar… sería demasiado definitivo. Como cortar el último hilo que me une a las cosas que amo.

Telaraña volvió a reírse con una aguda carcajada. Era extraordinario que nadie más en Banmerren pareciera oírlo.

—«Que amo» —repitió—. Tienes debilidad por la palabra amor, Tuala. En nuestro mundo hay muchas cosas de las que disfrutar, cosas magníficas, cosas hermosas. Allí te querría todo el mundo; serías en todos los sentidos una princesa, tal como te llamaban hace tantos años. La Brillante ilumina nuestros dos reinos con la misma luz, hermana mía. Pasa al otro lado y seguirás regocijándote en su dulce benevolencia eternamente, viviendo una vida libre por completo de tribulaciones como las que te acosan. No tendrás que preocuparte más por la gente que quiere que demuestres tus trucos y que les reveles tus secretos. No tendrás que volver a ver al que crees que amas acercándose a otra chica, una que tiene el cabello como una cascada de luz de sol. Eso te traerá sin cuidado cuando cruces al otro lado; te preguntarás por qué te preocupaste por ello alguna vez. ¿Sabías que cuando uno de nosotros contrae matrimonio con un humano pierde su inmortalidad? ¿Quién elegiría la muerte antes que la vida eterna?

—No quiero oírlo. Os lo he dicho muchas veces. Me quedaré aquí en Banmerren. La diosa quiere que sea una mujer sabia. Tiene que ser la decisión correcta. —Acongojada, Tuala se dio cuenta de que cuanto más repetía esas palabras, menos inclinada se sentía a creerlas.

—¿Por qué no haces una prueba? —La voz de Madreselva tenía un tono pícaro; alargó una mano nudosa para tocarle la rodilla a Tuala, que se fue alejando de él por la rama.

—¡No hagas eso! ¿A qué te refieres con hacer una prueba?

—Él te mandó un mensaje. —En esos momentos Telaraña estaba de pie, la luz de la luna destacaba el perfil de su esbelta figura, sus brazos gráciles estaban estirados por encima de la cabeza y apoyados en una rama más alta, el vestido de fino tejido flotaba en torno a su cuerpo y unos pies pequeños y blancos descansaban con seguridad en su elevada posición—. Mándale uno tú. Si eres desgraciada, díselo. Ponlo a prueba. Si te falla, sabrás que tenías razón en dudar. Luego acepta la verdad y te llevaremos a casa, al bosque. ¿No echas de menos el suave verdor y el silencio?

—Está prohibido —dijo Tuala—. Él se arriesgó al darle la cinta a Ana para que me la trajera; se supone que las que nos preparamos para sacerdotisas no debemos tener ningún contacto con el mundo del otro lado de estos muros. A menos que Fola o Kethra lo autoricen. No debo causarle problemas. Y no puede llevarme a casa. Él tiene que quedarse en Caer Pridne.

—Si cree que no vale la pena arriesgarse por ti —dijo Telaraña con despreocupación—, no responderá. Hazlo de manera sutil. Él te conoce muy bien. Manda algo que los demás no puedan interpretar. Eso sería bastante seguro.

—¿Por qué me lo sugerís? —No debía fiarse de esos dos; seguían sus propias reglas impenetrables.

—Porque sabemos que no vendrás con nosotros hasta que tu mente quede satisfecha —contestó Madreselva al tiempo que se ponía de pie en la rama junto a Tuala—. Tienes que verlo claro, la verdad cruel, pura y simple: que no eres lo primero en la vida de Bridei, que él seguirá adelante sin ti. En realidad, si cargara contigo no podría cumplir con su destino. ¿Cuándo un rey de Fortriu ha tomado como esposa a un miembro de los Seres Buenos? ¿Y qué otra cosa podrías ser tú si no? ¿Qué mujer podría tolerar tu presencia en su casa, minando la energía de su esposo, distrayéndolo a cada momento? ¡No esperarás que Bridei sacrifique su oportunidad de llegar al trono por ti! Claro que, como es un joven bondadoso, no lo expresará con tanta claridad. Pero tú lo conoces. Comprenderás su mensaje. Es mejor hacerlo y así acabamos todos con este suplicio. Actúa con audacia. El rey Drust tiene otro resfriado; no durará mucho tiempo.

Madreselva y Telaraña no solían entretenerse en despedidas. Habría un último comentario, normalmente dicho con intención de herirla, y desaparecerían como volutas de humo desvaneciéndose entre las hojas iluminadas por la luz de la luna, dejando a Tuala sola con sus pensamientos. Así fue esa noche; se marcharon en un abrir y cerrar de ojos. Y en su cabeza, completo en un instante como si lo hubiese planeado, apareció el mensaje que le decía claramente a Bridei cuándo y dónde encontrarla, pero en unos términos absolutamente crípticos para cualquier otra persona, o al menos eso pensaba ella. Así lo esperaba. Por lo pronto, debía confiar en Ana. En cuanto a esas crueles palabras sobre esposas y reyes, fingiría no haberlas oído. Con el corazón latiéndole con fuerza, Tuala arrancó una sola hoja marchita del roble y regresó a su torre.

Drust enfermó antes de que la estación empezara a oscurecerse en la proximidad del Umbral. Las noches eran frías; los hombres que estaban de guardia temblaban bajo las chaquetas de piel de oveja, las capas ribeteadas con piel y los sombreros de fieltro, y las hogueras no dejaban de arder en las estancias de piedra de Caer Pridne, llenas de corrientes de aire. La tos del rey resonaba por los pasillos como un estertor de muerte, como una emanación del propio Cuervo Negro. Las mejillas de Drust tenían un rosado rubor en un rostro que había perdido el color; la reina Rhian rondaba por la destilería con una permanente expresión ceñuda en sus amables rasgos, pues se había puesto a preparar, con sus propias manos, pócimas que aliviaran el pecho a su marido. Se rumoreaba que lo único que mantenía con vida al rey era la magia de Broichan.

Pero el monarca no era ningún alfeñique. No se había mantenido tanto tiempo en el poder para rendirse en momentos de desafío. Trasladó su centro de operaciones a una pequeña estancia que podía mantenerse bien caliente e hizo que colocaran cazos de agua humeante junto al fuego, un agua en la que flotaban las hojas majadas de plantas curativas, hinojo y ajedrea. Tomó un bebedizo hecho con avellanas machacadas y miel, pero no lograba ocultar que su apetito era cada vez menor. Por toda la habitación había amuletos protectores en abundancia: piedras blancas para la Brillante, colocadas en grupos de tres, cinco y siete; una cadena colgante de hombrecillos tejidos con paja, todos ellos con una guirnalda de hojas de otoño en sus diminutas cabezas y un cinturón de hilo brillante en color escarlata y oro: hijos del Guardián de las Llamas, cuyo calor producía copiosas cosechas. Había una corona de plantas encima de la puerta y una ristra de ajos junto al hogar. A Bridei todo aquello le recordó repentinamente a una época de hacía mucho tiempo cuando Broichan lo había interrogado sobre los artificios protectores en Pitnochie. «No contestes como un niño, contesta como un druida».

Ahora ya podía responder como un druida. El rey se estaba muriendo. La Diosa Madre bailaba en torno a él con los brazos extendidos; los amuletos no podrían detener su avance. Quizá pudieran retrasarlo durante uno o tal vez dos cambios de luna, no más. La verdad se hallaba en la mirada de Drust y él la afrontaba sin miedo. Sólo quería asegurarse de que su reinado no se sumiría en un caos de rivales, desafíos y juegos de poder en el instante en que él se fuera.

Los nobles se habían abatido sobre Caer Pridne como las moscas que se ciernen en torno a una criatura moribunda aun cuando esta todavía respira. Drust el Verraco no había llegado, aún no. En su lugar estaban sus dos consejeros principales y un sacerdote cristiano. Era un gesto de insolencia indignante. Caer Pridne todavía no había alojado nunca a un cristiano y no tenía deseo alguno de hacerlo entonces. ¿Quién sería tan estúpido de ofender de ese modo a los dioses con su rey al borde de la muerte? Por desgracia, el hecho de que el hermano Suibne —de origen escoto y por lo tanto doblemente inoportuno— formara parte de una delegación real hacía indispensable no tan sólo que se le ofreciera alojamiento, sino que este fuera bueno, para dar, además, una impresión de verdadera cortesía. En los rostros había sonrisas forzadas; las voces tenían un dejo de mal disimulado resentimiento. Les asignaron una magnífica estancia para los tres con una antesala privada donde Suibne pudiera practicar sus extravagantes rituales sin que lo viera la gente temerosa de dios. Broichan le dijo a su hijo adoptivo que al que había que vigilar era al consejero principal de Circinn, un hombre llamado Bargoit. Tenía un pico de oro y pocos escrúpulos y, con el paso de los años, había aprendido a manipular a Drust el Verraco a su pleno antojo. Bargoit tenía en un puño al otro, a Fergus. Lo que uno ordenaba, el otro lo respaldaba. Habían llegado pronto. Sólo cabía esperar que no susurraran en demasiados oídos y no causaran demasiado daño. En cuanto al sacerdote, si es que se le podía llamar sacerdote, su presencia era un insulto. Broichan imaginaba que con esto Drust de Circinn había perjudicado su propio derecho al trono del norte. Con sólo echar un vistazo al hermano Suibne, a todos los nobles votantes de Fortriu les vendría a la mente lo que ocurriría si las dos partes del reino formaban filas detrás de Drust el Verraco. Los que fueran leales a los dioses nunca podrían hacer semejante elección.

El tiempo pasaba deprisa. Bridei se encontró con que sus días se llenaron de conversaciones crípticas, de palabras susurradas en los pasillos, de delicadas maniobras con uno u otro hombre influyente. Al principio, siguiendo el consejo de Broichan, se hizo el joven inocente, callado y cortés, de comentarios sencillos y moderados. Pero los demás ya sabían la verdad, por supuesto. Los que la noche que Drust le entregó el broche de águila y su bendición real no se habían dado cuenta de que el hijo adoptivo del druida de Pitnochie era un serio aspirante al trono no habían tardado mucho en descubrirlo. Bridei, a su vez, aprendió a moverse entre ellos, tratando con cada uno según el grado de amenaza que representaba y la probabilidad que existía de que cambiara de opinión en su favor. Aunque había una pequeña parte de él que ansiaba tomar un camino distinto, uno que le llevara de vuelta a Pitnochie y a una tranquila vida de erudición, no se permitía pensar demasiado en ello. Como verdadero hijo de Fortriu no podía rechazar lo que, cada vez más, parecía una llamada de los dioses. Si se convertía en rey quizá por fin pudiera realizar el gran sueño que una vez le confió a Fola. Podría esforzarse para curar el reino dividido de los Priteni. La dificultad de la empresa era desalentadora a la vez que poderosamente atrayente.

La costumbre dictaba que cada una de las siete casas presentara a un único candidato y podría ser que en esa ocasión fueran menos de siete en total; no era probable que las tribus del sur, en particular, presentaran a sus propios aspirantes cuando, de hecho, Drust el Verraco era cacique de todos esos territorios. El linaje real provenía de la casa de Fidach, cuya demarcación central se hallaba en la Gran Cañada, pero como la ascendencia era por línea materna y las princesas de Fidach contraían matrimonio con jefes de clan de todo el reino de los priteni y, en realidad, de más allá de sus fronteras, normalmente podían encontrarse pretendientes válidos de cada una de las siete casas.

Por lo visto, en esta ocasión las Islas Luminosas no entrarían en concurso. Era probable que lo impidieran la presencia de Ana en la corte de Drust y la posibilidad de que otros miembros de aquella familia pudieran ser retenidos del mismo modo. También se rumoreaba que se le había ofrecido una garantía al jefe de clan de esas islas, cuya posición era la de rey vasallo de Drust el Verraco. Se había señalado que a la rehén real se la situaría en una posición ideal para casarse con el nuevo rey, si este no tenía ya una esposa. Eso mejoraría enormemente la condición de su familia, elevando así a su prima a un nivel cercano al del propio monarca de Fortriu. Como resultado de ello podrían derivarse acuerdos comerciales y otras ventajas. Alguien había sido muy listo.

La casa de Caitt era impredecible. Hubo un momento en que Bridei creyó que se podría llegar a una alianza con esos salvajes del norte; Broichan lo había descartado. Habían pasado varias generaciones desde la última vez que los caitt habían intentado acceder al trono de Fortriu. Nadie esperaba sorpresas en ese sentido. En cuanto al futuro, Bridei tenía sus propios planes. Si se convertía en rey, allí había una posibilidad que al menos debía empezar a explorar.

De los dos parientes más cercanos de Drust, el pelirrojo Carnach era el aspirante más fuerte. Era un hombre competente, de habla educada, que estaba logrando el apoyo de varias personas influyentes, entre ellas Tharan, el consejero del rey. Aniel había dicho que Tharan era peligroso. Había trabajo que hacer en ese aspecto.

Wredech quedó a merced de Talorgen. Al parecer no hizo falta más que una suave presión para convencer a aquel familiar de Drust el Toro de que sería más sensato renunciar a su aspiración en vistas de cierto asunto sobre unas reses que se habían descarriado misteriosamente y de una bolsa con piezas de plata que había cambiado de manos delante de las propias narices de Drust. Si se hacía público su papel en todo eso, cosa que sin duda sucedería si declaraba su interés por reinar, Wredech sería completamente desacreditado ante sus pares. Y perdería el ganado, incluido un semental que ya andaba muy ocupado entre sus vacas. Por otro lado, si se le antojaba declarar su apoyo al candidato que el propio Talorgen favorecía, no se sabría ni una palabra. Y puede que incluso le reportara un pequeño incentivo en forma de algunas otras incorporaciones al cada vez mayor rebaño de Wredech.

Talorgen estaba trabajando en ello; proposiciones como aquellas no se realizaban de manera abierta, todas al mismo tiempo, sino de forma sutilmente gradual, sirviéndose de los temores y debilidades de cada uno. Bridei no podía hacer nada más que mostrarse simpático y respetuoso con Wredech cuando se encontraban, y evitar los temas del trono y el ganado.

No podía evitar a los consejeros de Circinn, Bargoit y Fergus, y a su sacerdote cristiano. Bargoit practicaba unos juegos desafiantes; era un maestro de las indirectas, de las preguntas con trampa, de las hábiles evasivas y de los ataques inesperados. El esfuerzo por mantener el control de sí mismo y de la situación suponía una dura prueba para Bridei; el dolor de cabeza era más o menos constante y no contribuía a mejorar su concentración. No le pidió ninguna poción a Broichan. El druida estaba muy ocupado pasando días y noches junto al rey Drust, preparando curas, quemando poderosas hierbas, recitando plegarias, quizá también actuando sencillamente como amigo y compañero, pues habían pasado mucho tiempo los dos juntos en la época anterior a la llegada de Bridei a Pitnochie.

En un primer momento el muchacho había pensado que nunca se acostumbraría a sus tres guardias. Increíblemente pronto, en la cargada atmósfera de la abarrotada fortaleza, la presencia constante de uno u otro de los robustos hombres empezó a resultarle tranquilizadora. Si Garth o Breth estaban con él, vigilando por si había problemas, Bridei podía concentrarse en otras cosas, como en un debate con el hermano Suibne sobre la naturaleza de los hombres y los dioses, o en una partida del juego de Acorralar Cuervos con el consejero Tharan, que tenía un ojo de lince, ante una tensa audiencia formada por Aniel y los dos consejeros de Circinn. Sabía que se estaba exponiendo; sus guardias se encargaban de que además no tuviera la necesidad de estar atento a cada momento por si le clavaban un cuchillo en la espalda.

Faolan dejó que Breth y Garth compartieran la responsabilidad de las horas de vigilia entre ellos. Él no se mantuvo ocioso, ni mucho menos; recababa información, indagaba en el pasado de los hombres, hablaba con sirvientes y esclavos y realizaba inspecciones en solitario de los aposentos asignados a los visitantes mientras sus ocupantes estaban atareados en otra parte. Por la noche vigilaba mientras Bridei no conseguía dormir. Resultaba imposible saber si descansaba en algún momento, y cuándo lo hacía. No daba muestras de agotamiento.

Las jóvenes habían regresado a Banmerren hacía un tiempo y estaba previsto que regresaran a la corte en cualquier momento. Bridei pensaba mucho en Tuala. Por la noche permanecía en el adarve contemplando la luna y se la imaginaba con sus vestiduras grises de sacerdotisa, llevando un cuenco de agua para el ritual del Solsticio de Verano o esparciendo pétalos blancos en el Equilibrio. Pensaba en ella mirando en el agua de un cuenco de hidromancia, con sus extraños ojos abiertos a todo un mundo que se escapaba a la comprensión de Bridei. Se la imaginaba riendo, con el cabello enredado por el viento; sus manos conocían íntimamente su cabeza, pues sus dedos habían trenzado y sujetado su cabellera más veces de las que podía contar. Pensó en una promesa que había hecho hacía mucho tiempo y que se había esforzado todo lo posible por cumplir. Ella ya no era una niña que necesitara de sus historias para disipar su miedo a lo desconocido. Tenía la misma edad que Ana; era una mujer joven. Y se había alejado de él. La Brillante la había tocado siendo un bebé y ahora volvía a alargar su mano hacia ella, llamándola para que regresara a casa. ¿Qué manera de servir a los dioses había más pura que siendo druida o mujer sabia? ¿Cómo podía estar molesto con ella por eso? Sin embargo…

—Mañana nos vamos a tomar el día libre —anunció Faolan desde su oscura esquina junto a las escaleras, interrumpiendo sus pensamientos.

—¿Cómo dices?

—Parece que el tiempo se mantiene seco. No sé tú, pero yo estoy harto de todo esto. Tomaremos un par de caballos, cabalgaremos por la playa, buscaremos uno de esos grandes lugares agrestes que mencionaste y nos agotaremos. Sin reyes, sin consejeros, sin sacerdotes y sin druidas. Un día entero. ¿Qué te parece?

—¿Sin Breth y sin Garth?

Faolan no sonrió.

—Se merecen un descanso. Me tienes a mí, no los necesitas.

—Entonces estarás de servicio.

—Yo siempre estoy de servicio, Bridei. Pero al menos supondrá un cambio.

Le parecía bien, muy bien. El hecho de escapar de la corte todo un día sería como un maravilloso indulto.

—Se lo he dicho a Broichan —dijo Faolan—. Conseguiré unos cuantos víveres. Estate preparado para salir temprano.

—¿Sabes?, me resulta imposible creer que esto sea lo que parece, viniendo de ti —le dijo Bridei—. No eres de esa clase de hombres que salen a disfrutar del día cuando hay otros asuntos más urgentes que atender. Si en esta propuesta hay algo más de lo que se ve a primera vista preferiría que me lo dijeras.

Faolan se quedó unos momentos en silencio.

—Puede que lo hagamos más de una vez —dijo el hombre al fin—. Estableceremos unos días para hacer estas salidas. Podría resultar útil.

—¿Para qué?

—Para atraer un ataque —respondió el escoto con frialdad—. No mañana, sino cuando se sepa dónde se nos podría encontrar ciertos días a ciertas horas.

—Estupendo. Tengo que disfrutar de una cabalgada por las colinas mientras espero que una flecha me atraviese el corazón.

—Pensaba que se suponía que eras el mejor arquero de Fortriu —se burló Faolan—. No dejes que eso te preocupe, Bridei. Sé lo que estoy haciendo. Ahora mismo Caer Pridne está tan lleno de guardias personales de nobles que nadie se atreve a intentar nada. Estarán buscando una oportunidad. Vamos a dársela.

—Entiendo.

—Mañana no va a pasar nada. Mañana puedes escuchar las voces de los dioses para deleite de tu corazón.

—No me vendrá mal salir a montar. Gracias. —En realidad, con asesinos o sin ellos, Bridei reconoció lo mucho que ansiaba la libertad de cruzar bosques y páramos, amplios valles y cañadas, con los ojos y los oídos abiertos a las maravillas de la naturaleza. En Caer Pridne los ojos no veían más que suntuosos atavíos y rostros mentirosos, y los oídos eran agredidos por la cháchara, por susurros maliciosos y cotilleos. No había salido a cabalgar con tan sólo un acompañante desde que Donal…

—¿Qué pasa?

Maldito Faolan; era demasiado avispado.

—Nada. Ahora intentaré dormir. Buenas noches. Que la Brillante guarde tus sueños.

—Buenas noches, Bridei.

Daba la impresión de que Faolan estaba decidido a agotarlo. Quizá el escoto tenía la esperanza de que la actividad de la jornada les permitiría a ambos disfrutar de un buen sueño nocturno. Pero Bridei había crecido realizando largas expediciones en los bosques que rodeaban Pitnochie. En medio de la naturaleza se encontraba como en casa, estaba adaptado a sus ritmos desde la niñez, y el hecho de verse de nuevo libre en ella lo despertó de un modo en que no podían hacerlo las más tensas maniobras ni los más sutiles juegos de la corte de Drust. Aunque el dolor de cabeza no desapareció, sí que disminuyó. Si bien las dudas seguían acosándolo, el hecho de estar allí bajo un gran pinar, contemplando una amplia marisma donde los pájaros se movían en interminables y fluidas concentraciones de gris, pardo y blanco, alzándose ahora como uno solo en una bandada para revolotear sobre las marismas sometidas a las mareas y descendiendo luego para posarse y buscar comida, era como recuperar un poco el bienestar que siempre había reconfortado su espíritu mientras atravesaba los riscos y las cañadas de Pitnochie, solo o con un compañero de confianza.

Faolan no intentó llenar el gran silencio con cháchara insustancial; su presencia era discreta, eficiente, aceptable. Habían hecho entrar en calor a los caballos y luego los habían hecho galopar por la arena mojada desde Caer Pridne hasta Banmerren. No se trataba de una verdadera competición, pero se habían desafiado el uno al otro de todos modos; Nieveardiente había disfrutado de la oportunidad de ejercitarse un poco después de la inactividad en que le habían mantenido.

En el extremo oeste de la bahía, los muros de la escuela de Fola se alzaban en medio del manto suave del sotobosque y los grupos de pinos a los que el viento daba forma, lo cual convertía aquel cabo no en una fortaleza, sino en un refugio. La verja era de pesado hierro y estaba firmemente cerrada. No era posible ver lo que había tras ella, pues el lugar contaba con un muro protector situado a poca distancia, en el interior, probablemente para impedir las miradas curiosas como la suya. La regla que prohibía a todos los hombres menos a los druidas entrar en aquel reino consagrado a la Brillante era bien conocida. Pensar siquiera en infringirla era ofender a la diosa. El hecho de que un hombre que podría ser un pretendiente al trono contemplara semejante idea era a la vez sacrílego y estúpido. La lealtad de un rey a los dioses debía ser intachable. Bridei lo comprendía perfectamente. No obstante, su corazón latía de forma acelerada con las ansias de abrir una brecha en el muro, de encontrar a Tuala, de saber la verdad.

No veía el roble que Ana había mencionado. No sabía en qué parte de ese lugar cerrado podría haber una pequeña habitación en una torre adecuada para una joven solitaria. Cerca del complejo de la escuela había toda una desordenada colección de edificaciones de labranza, establos, un granero, una vivienda larga y baja. Las ovejas pastaban en los prados cercados; un sendero descendía hacia las marismas de abajo. Bridei podía imaginarse a Tuala allí, agachándose para recoger conchas, con su oscura cabellera suelta, las faldas remangadas y sus piececillos descalzos grabando en la arena unas huellas delicadas como las de una golondrina de mar…

Pasaron de largo, cabalgaron hacia el oeste por las dunas y marismas, cruzando ciénagas y brezales y se detuvieron a mirar por encima de un banco de arena que describía una curva en la boca de una límpida bahía donde esa mañana una enorme bandada de gansos se había arrojado sobre el agua y la costa como si fueran un manto viviente. Las voces de los pájaros llenaban aquel remoto lugar con su extraña música en forma de graznido. Era un recordatorio de que el año casi llegaba a su fin; aquellos eran unos visitantes de invierno cuyas estancias en Fortriu se prolongaban desde el Umbral al Baile de la Doncella que era cuando salían volando para pasar el verano en otros climas.

—Ya falta menos de un cambio de luna para el ritual —comentó Bridei con la mirada puesta en el movimiento de los gansos, que formaba un maravilloso dibujo en constante cambio.

—¿Crees que Broichan mantendrá vivo al rey el tiempo suficiente? —preguntó Faolan.

Bridei se estremeció.

—Cada día rezo para que lo haga.

—Dicen que Drust está aguantando con ese propósito. Le fallan los pulmones; respirar es para él una batalla constante. Desea realizar la ceremonia por última vez; pagar sus deudas con el Innominado antes de tener que pasar al otro lado del velo.

—No se habla de estos asuntos en voz alta.

—¡Ah! Pero yo no soy uno de vosotros.

—Da lo mismo. Si vives entre nosotros y aceptas nuestra plata a cambio de tus servicios, tienes que hacer caso de estas prohibiciones. Se trata de un dios cuyos rituales son oscuros y secretos. El mero hecho de mencionarlos supone un peligro.

Faolan lo miró con curiosidad.

—Supongo que te das cuenta de sobre quién va a recaer la responsabilidad de esta práctica concreta el año próximo y durante muchos años venideros, ¿no?

—Sí. No es algo en lo que piense demasiado. Los dioses nos dirigen ciertos llamamientos de acuerdo con nuestra posición en la sociedad. Si los amamos, como debe hacer cualquier verdadero hijo o hija de Fortriu, obedecemos. No es necesario decir nada más. Por otra parte, todavía no soy rey. En este momento sólo soy uno más entre varios posibles candidatos.

—¿Sabes lo que conlleva el ritual?

—¿No me has oído, Faolan?

Se hizo el silencio. Entonces el guardaespaldas se puso de pie y se dirigió hacia los caballos, que estaban amarrados.

—No podemos cabalgar todo el camino hasta tus queridas montañas; hoy no —dijo—. Pero si nos dirigimos tierra adentro desde aquí, encontraremos páramos magníficos, suaves lomas, secretos pliegues del terreno y un río que vadear. ¿Quieres que sigamos adelante?

—¿Lugares para emboscarse? ¿Refugios para asesinos a sueldo?

—Tal vez. Como ya he dicho, hoy lo hacemos por distracción, y para reconocer el terreno. Esperemos que se mantenga este tiempo sin lluvias para que podamos volver a hacerlo.

Cabalgaron hasta que el sol estuvo en su punto culminante, dando rienda suelta a sus caballos por los páramos, guiándolos con cautela por el pedregoso vado; cuando aquel río estuviera crecido el paso sería verdaderamente peligroso. Al fin llegaron a un lugar de suaves colinas cubiertas de hierba y estrechos valles arbolados. Cruzaron un puente de tablas musgosas sobre el borboteo de un arroyo y recorrieron una cañada que descubrieron que se iba ensanchando hasta unos prados. Más abajo había un bosquecillo de altos árboles por el que se extendían unos olmos y robles oscuros y desnudos con sus últimas vestiduras rojizas de otoño. Bridei le tocó el cuello a Nieveardiente para detenerlo y Faolan frenó a su caballo. Bajo aquellos árboles guardianes había tres mojones redondos, ocultos y abrigados, rodeados cada uno de ellos por un círculo de piedras puestas de pie.

—Es un lugar de la diosa —susurró Bridei mientras desmontaba. Notaba el aliento de la Brillante en todos los rincones del santuario; allí reinaba una quietud que excedía la habitual calma de la naturaleza, una sensación de profunda serenidad y poderosa advertencia—. Al ser hombres no podemos acercarnos más —dijo.

Faolan se apeó de su montura.

—Quizá quieras quedarte un rato de todos modos. Donde nosotros no podemos ir hay otras personas que sí pueden. Retrocedamos un poco, por aquí, por esa subida donde estaremos más a cubierto.

—¿Qué quieres decir con que otras personas sí pueden?

Faolan ya conducía las dos monturas por detrás de los arbustos; entonces sacó un paquete de su alforja y procedió a acomodarse en una losa. Era un escoto, claro está, y no oía las voces de los viejos dioses de Fortriu. Bridei, aunque sabía que debían marcharse de aquel sitio, un lugar de mujeres, era consciente de que quedaba medio día por delante, que todavía tenían que cabalgar todo el camino de regreso. Además, estaba sumamente hambriento.

—Lo digo en serio —dijo, se sentó al lado del escoto y aceptó un trozo grande de queso y un pedazo de pan de avena—. No debemos acercarnos más; y tendríamos que marcharnos en cuanto acabemos de comer. Me alegro de haberlo visto. Había oído hablar de este lugar. Estas cuevas son muy antiguas, una construcción de los antepasados. Aquí, generaciones de mujeres han llevado a cabo sus misteriosos ritos y han ofrecido plegarias de reverencia a la diosa en su triple forma. Un hombre no debe poner el pie entre los mojones; creo que aunque no lo supiera sería capaz de darme cuenta de ello por el aire que se respira en este lugar.

—Ah, bueno —dijo Faolan sin dejar de masticar—, pero un hombre tiene que comer; seguro que eso no molestará a tu diosa. Nos queda mucho camino. Tengo aguamiel en este frasco… Toma.

Ya estaba muy adentrado el otoño, pero allí en la ladera, por encima de aquel lugar secreto de un círculo dentro de otro, el sol calentaba de tal forma que no dejaba avanzar la estación. Los caballos estaban contentos pastando la hierba. Faolan se hallaba sentado en silencio, la mirada tranquila, el porte relajado. La comida era excelente, la aguamiel de magnífica calidad; Bridei imaginó que provendría de los suministros personales del rey. El dolor de cabeza ya era casi imperceptible. Lo invadía una especie de paz que casi había olvidado, una sensación de profunda satisfacción que sólo ocurría en la calma del exterior y, aun así, en raras ocasiones. Al fin y al cabo él era la más pequeña de las criaturas ante el inmenso y maravilloso tapiz de los seres vivos, que eclipsaba sus propias preocupaciones y que existía en la eternidad, fuerte y seguro. El corazón de los dioses latía en todos los pájaros que volaban rápidamente sobre la pradera, en cada una de las hojas pardas que caían al suelo desde las oscuras ramas del roble, describiendo una espiral en cada una de las gotas de rocío y en cada grano de arena, en los guijarros y las cascadas, en el ancho lago y el alto peñasco. Aquel mismo corazón latía en su interior; allí, en ese lugar sagrado, notaba su ritmo constante que lo unía íntimamente con la vida de la Cañada y del territorio de Fortriu, la tierra en cuyo líder podría convertirse muy pronto. Con la espalda apoyada en el tronco de un olmo, Bridei cerró los ojos. La remisión del dolor de cabeza era una bendición, un regalo. No se había dado cuenta de lo mucho que lo debilitaba hasta entonces, cuando ya casi había desaparecido.

Bridei? —El tono de voz lo alertó al instante; era una advertencia que hacía el silencio imperativo. Abrió los ojos de golpe. Las sombras se habían movido; el sol había ido avanzando hacia el oeste. Había dormido durante un buen rato. Se le habían acalambrado los miembros; con un gesto de dolor, se puso en cuclillas con dificultad. Faolan atisbaba por entre los arbustos ladera abajo. Se había llevado un dedo a los labios. Al seguir la dirección de su mirada, Bridei vio que ya no estaban solos. Unas cuantas mujeres con capas y capuchas se movían entre las antiguas piedras, agachándose aquí y allí, en tanto que otras, más alejadas, caminaban por las orillas del pequeño riachuelo cercano. Cerró los ojos con fuerza y volvió la cabeza hacia otro lado.

—El ritual ha terminado —murmuró Faolan—. No hay peligro en mirar. Esperé a que terminaran para despertarte. Ahora sólo andan por ahí charlando y recogiendo hierbas.

—Esto no está bien, es irrespetuoso —susurró Bridei—. Espiar a las mujeres… No voy a hacerlo. ¿Por qué me trajiste aquí? No quiero verlo.

Pero en su interior había algo que pedía a gritos ser oído, algo que él se esforzaba por reprimir: «Quizá ella esté aquí, muy cerca… Si no miro ahora se irá y será demasiado tarde…».

—¿Vas a mentirme? Creo que sí quieres mirar. No sé cuál de esas chicas es la amiga cuya ausencia hizo que contemplaras los muros de Banmerren como si fueran una barrera defensiva que tuviera que ser tomada por asalto, pero creo que me atrevo a aventurar una respuesta. ¿Se trata de una pequeña criatura, poco común, con la piel como la nieve y los cabellos negros como el ala de un cuervo?

Entonces a Bridei le resultó imposible mantener los ojos cerrados, la cabeza vuelta hacia otro lado. Miró y la encontró en un instante, allí abajo junto al agua donde unas cuantas chicas recogían los tallos de una planta que florecía en otoño y los dejaban en unos cestos de junco. Tuala se hallaba a cierta distancia de las demás, se había quitado la capa que la envolvía y la había dejado allí cerca en la ribera. Sostenía una fronda de follaje en su pequeña mano y la miraba fijamente, como si no supiera lo que era, como si hubiera olvidado por completo cuál era su tarea. Los rizos negros como el carbón se habían soltado de su atadura y caían en alocado desorden en torno a sus delicados rasgos… Le habían cortado el cabello, su hermosa cabellera, que ahora era muy corta y apenas le llegaba a los hombros. ¿Quién había podido hacer algo así? Le daba un aspecto distinto, parecía más mayor. Más mayor… Llevaba una falda y una túnica sencillas, azules como su capa y con un cinturón gris. ¿De verdad sólo había pasado un año desde la última vez que la vio? La absoluta sencillez de su ropa sólo servía para poner de manifiesto que ya no era la niña menuda de su último encuentro. Seguía siendo pequeña y delgada, pero su figura había adquirido unas sutiles curvas y unos suaves contornos; era un delicado poema de la juventud de la mujer. Y aun así seguía siendo la misma, con sus labios como un capullo de rosa, sus cejas como alas y la cascada de indomable y sedoso cabello. Se distinguía entre las otras chicas como lo haría un joven búho en medio de una bandada de palomas.

Debió de hacer algún pequeño sonido. Sólo el Cuervo Negro sabía lo que Faolan leía en su rostro. Bridei lo ocultó con sus manos; en esos momentos lo había abandonado todo el entrenamiento de Broichan. ¿Autocontrol? Se sentía como si el corazón se le estuviera partiendo en dos. Era lo único que podía hacer para no salir al descubierto, correr ladera abajo y… ¿Y qué? ¿Aterrorizarlas a todas? ¿Cometer un acto de absoluto sacrilegio, ofender tremendamente a los dioses? ¿Pedirle a Tuala que desaprovechara la vida de paz y propósito que la Brillante le había ofrecido y que lo siguiera a él hacia una existencia de conspiraciones susurradas, guardias constantes y cuchillos en la oscuridad?

—Ahora debemos esperar. —Faolan lo empujó hacia atrás para que se sentara en la hierba mientras él permanecía agachado—. Sería desastroso para tu futuro que nos vieran aquí. Tenemos que esperar a que se hayan marchado. Entonces cabalgaremos y hablaremos. Derramaste lágrimas. Es una criatura cautivadora, eso lo veo claramente. En las historias de mi tierra natal aparecen muchas mujeres como esa. Son hermosas y peligrosas al mismo tiempo.

Bridei hizo un gráfico gesto indicando la intención de rajarle la garganta al escoto si no se callaba y Faolan, que sonreía, lo complació con su silencio. Debajo de ellos, atisbándolas entre los arbustos, vieron que las mujeres recogían sus herramientas y sus capas y, formando una fila ordenada, emprendían el largo camino de vuelta a casa. Aunque no quería hacerlo, Bridei se movió para volver a mirar, sólo un momento más. Tuala se hallaba al final de la fila, sola, aunque las demás caminaban en parejas. No dejaba de volverse para mirar atrás; alzó una esbelta y blanca mano para apartarse los rizos de la cara, pero estos volvieron a caer de nuevo en forma de desafiante maraña sobre su frente. Su mirada era sombría como si a ella también la inquietaran sus sueños.

—No te muevas —dijo Faolan en voz queda—. Deja que se vaya. Entiendo lo mucho que ansías hablar con ella; eso explica muchas cosas. Deja que siga a las demás. Actuar ahora sería la ruina.

Tenía razón, pero eso no contribuía a sofocar el dolor de su corazón, un dolor que parecía afectar a todo su ser y que lo instaba a avanzar, ahora, ahora, antes de que ella se perdiera de vista para siempre, porque cómo podía soportar estar tan cerca y no hablarle, no tocarla… Permaneció inmóvil y en silencio mientras Tuala seguía andando junto al riachuelo y se alejaba. Bridei aguardó un poco más mientras al dolor de su corazón se unieron otra vez unas intensas punzadas en algún punto detrás de las sienes. Lo que había sospechado era cierto; aquel era un mal para el que Broichan no tenía cura.

Al final Faolan se levantó y fue a desatar los caballos. Ya no había peligro en iniciar la cabalgada de vuelta a la corte.

Anduvieron un rato sin decir palabra. Fue Bridei quien rompió el silencio.

—¿Eso formaba parte de tu estrategia calculada? ¿Querías verme llorar para poder informar de mi debilidad a los amos que te pagan? ¿Sabías que esas mujeres iban a estar aquí?

—Sí y no —contestó Faolan—. Me llegó cierta información que indicaba que podría ser que Fola sacara a sus alumnas el primer día en que el tiempo fuera bueno y seco; hay ritos que deben realizarse aquí como preparativo para el Umbral. Y me han dicho que las estudiantes tienen que salir a recoger hierbas silvestres como parte de su preparación. No sabía exactamente el día ni la hora; en eso intervinieron tus dioses. Están jugando a un juego complejo contigo, Bridei.

—¿Por qué? ¿Qué interés tienes tú en esto? Es mi sufrimiento particular; no hace falta mezclarlo con lo que hacemos en Caer Pridne.

—¿No? Yo quería descubrir el origen de tu dolencia. Forma parte de mi trabajo, sin duda alguna. Un hombre acosado por jaquecas atroces, un hombre que no puede dormir más que a ratos que siempre están plagados de pesadillas, al final será incapaz de cumplir con el papel que le espera. Me dijiste que no necesitabas a una mujer; que esta clase de desahogo no serviría de nada. Lo que he visto hoy sugiere que te equivocas.

La furia hizo que Bridei apretara los dientes con fuerza. La cabeza le martilleaba como un tambor de guerra.

—No hables así de ella —dijo—. Le quitas valor a todo esto. Ella es mi más vieja y querida amiga; está más cercana a mí de lo que cualquier otra persona podría estarlo. La última vez que la vi era una niña. Ya has visto lo que es ahora: una mujer sabia, una hija de la Brillante, llamada por la mismísima diosa. Tuala no es una cautivadora del bosque enviada para llevarme a la perdición como los duendes de los cuentos. Tampoco es una criatura normal y corriente para hablar de ella de cualquier manera. Ella… —se obligó a callarse. Cuanto más decía, más intenso era el dolor.

—Se crio en casa de Broichan. Es tu hermana.

—No. No es mi hermana; estábamos más unidos que hermano y hermana. Éramos como las dos partes de un único todo: grano y cáscara, pétalo y tallo, gaita y lengüeta, arpa y cuerda. —Bridei esperó una respuesta hiriente, pero no hubo ninguna.

Siguieron cabalgando en silencio hasta que, a lo lejos, pudieron verse de nuevo los muros de Banmerren y más allá, siguiendo la bahía, la forma de la fortaleza del rey que se alzaba imponente. Habían ido por lugares por los que, según dijo Faolan, no era probable que cruzaran ningún camino transitado; el objetivo de esas salidas era atraer a los espías de los hombres influyentes, no llamar la atención de un grupo de mujeres.

—Muy bien —dijo Faolan de pronto, y frenó su montura para detenerla—. ¿Qué quieres hacer?

—No te entiendo.

—Seguro que sí. He aquí el dilema: un hombre que necesita estar en sus mejores condiciones, y pronto, pues el destino de un reino depende de ello. Un hombre con un problema que resolver antes de que pueda volver a estar bien. Un problema que no puede resolverse a menos que quebrante las reglas. Pero no puede quebrantarlas por miedo a ofender a alguien: a su padre adoptivo, al monarca, a los dioses. De modo que te lo vuelvo a preguntar: ¿qué quieres hacer?

—¿Me estás planteando una elección? ¿Tú, el hombre al que pagan para que evite que caiga en algún peligro? ¿El hombre que sigue todos mis pasos?

—Dame un plan —dijo Faolan—. Una estrategia. Si merece mi aprobación lo haremos.

—Un plan. Un plan para que tú vayas a contárselo directamente a Broichan. Él es quien tiene las piezas de plata. —Bridei se percató del dejo que había en su voz y se sintió avergonzado, pero en ese momento no parecía capaz de hacer nada mejor.

Faolan suspiró.

—Yo soy mi propio dueño, a pesar de todas las piezas de plata. Uno tiene que comer, pero no es necesario que eso lo haga obedecer ciegamente a alguien. Ahora mismo Broichan está particularmente ocupado. El rey requiere toda su atención. Además, por lo que sé de los druidas, no son los mejores expertos en asuntos del corazón. No creo que tengamos que revelarle nada ahora mismo. Para mí es obvio que debes ver a esa joven a solas, hablar con ella, llevártela a la cama si tienes que hacerlo… Aunque pensándolo bien, eso podría acarrear toda clase de complicaciones, por lo que tal vez sea mejor que no lo hagas… En fin, debes solucionar este asunto de una vez por todas. Tienes que vencer ciertos obstáculos. Ella está al otro lado de unos altos muros. Puede que no quiera verte; ¿quién sabe cómo piensa una mujer? Tienes enemigos. Nadie debe saberlo, aparte de mí. Piensa en la manera de hacerlo; hazlo infalible. Entonces dímelo. Ha de ser pronto. No tenemos mucho tiempo.

Bridei se aclaró la garganta. Por un momento se quedó sin palabras. Probablemente eso no fuera más que una parte de otro enrevesado plan.

—No se trata de llevársela a la cama, como tú has dicho tan groseramente —dijo—. Tuala es…, era… una niña; no es apropiado…

—Te estás engañando —replicó Faolan—. Mírame y dime que la viste allí abajo con su piel nacarada y sus ojos soñadores y no sentiste deseo. ¿Qué es lo que quieres? ¿No es tan sencillo como eso, en el fondo?

No hubo respuesta. Lo era y no lo era. Él la necesitaba como los árboles nuevos necesitan la lluvia, como las flores abiertas necesitan el sol. La anhelaba como el salmón anhela su hogar en la charca de lo alto de las montañas. La ansiaba como un niño solitario ansia a su amigo del alma. Y la deseaba como un hombre desea a una mujer. La intensidad de su deseo físico lo horrorizó; hizo que se le acelerara el corazón. Ella no podía ser una amante ocasional ni una cómoda querida; Tuala no. Sólo podía tenerla como su esposa. Y eso era imposible. Aparte de las objeciones que pondrían Broichan, Aniel y los demás, la propia Tuala había hecho que así fuera. La Brillante se la había quitado.

—La amo —dijo sencillamente.

—¿Quieres decir de manera pura, honorable, noble y ese tipo de cosas?

—Me imagino que se escapa a tu comprensión.

—Sin duda. Sigamos cabalgando; será mejor que aparezcamos en Caer Pridne mientras todavía falte un poco para anochecer. Quiero que nos vean. Tú trabaja en nuestro plan y mañana yo me dedicaré al mío. Si tus dioses te visitan esta noche, pídeles más buen tiempo. No tengo ganas de salir a cabalgar en medio de una tormenta.

Era la mañana del día del Umbral. Faltaban pocos días para que la luna alcanzara su perfecta plenitud, pero el tiempo era húmedo y ventoso; esa noche la cara de la Brillante no se vería sobre Caer Pridne mientras el más oscuro de los rituales tenía lugar bajo tierra en el Pozo de las Sombras. Bridei había dormido poco. Se sentía como un alambre extendido, todas las partes de su cuerpo crispadas, todas las sensaciones amplificadas. En su cabeza bullían pensamientos, ideas y preguntas sin resolver. El más destacado de esos dilemas era el ritual de esa noche. Por los rumores de la corte y los detalles que Wid y Erip le habían explicado a medias, tenía una idea de lo que sucedería en el Pozo de las Sombras. Al pensar en ello se le helaba hasta la médula. Había dioses y dioses. Al Guardián de las Llamas lo amaba incondicionalmente, una deidad de luz, coraje y fuerza que recompensaba a los hombres por su valor y que a cambio no esperaba nada más complicado que la lealtad y el propósito. Veneraba la belleza y sabiduría de la Brillante, respetaba a la Diosa Madre como un niño respeta a un anciano, con amor y temor a la vez. Pero el dios al que los hombres debían honrar esa noche era otra cuestión. Lo que este exigía era terrorífico, una prueba de suma obediencia en la que la voluntad exigida casi superaba la razón. A decir verdad, Bridei no sabía si sería capaz de mirar y mantener la compostura mientras se desarrollaba la celebración. Debía hacerlo; se trataba de otra prueba. Un hombre que iba a ser rey no podía permitirse el lujo de fallar.

Como familiares más allegados del rey, los demás, Carnach, Wredech, lo habrían experimentado antes. El propio Drust el Verraco lo habría realizado en la época anterior a su conversión al dios cristiano; no era probable que sus consejeros, al haberle dado la espalda a las viejas costumbres, asistieran a la celebración esa noche. Para Bridei aquella sería la primera vez. Al pasar junto a la puerta de Broichan vio al druida arrodillado a solas, de cara a la pared, una mirada ausente en sus intensos ojos, los brazos extendidos en pose de súplica. La habitación se hallaba prácticamente a oscuras; sólo ardía una vela que proyectaba su sombra sobre las piedras dándole una forma imponente y distorsionada. De repente Bridei recordó el día en que llegó por primera vez a Pitnochie; la impresión que tuvo de su padre adoptivo como una persona inmensamente alta, misteriosa, una presencia llena de un poder contenido.

Se quedó un buen rato de pie en la puerta, mirando. Broichan no abandonó aquella postura de concentración absoluta y máxima disciplina. Al final Bridei siguió andando, con un silencioso Garth a sus espaldas. Buscó a Gartnait con la idea de que lo que necesitaba era simplemente actividad para forzar el cuerpo y alejar los pensamientos sombríos: lucha, tal vez, o un combate con garrotes. Pero su amigo estaba inesperadamente ocupado. Se hallaba sentado con el escriba del rey, trabajando con sus cartas.

—Lo lamento —dijo con una sonrisa compungida y una mirada desacostumbradamente triste—. A mi madre se le ha metido en la cabeza que mis conocimientos tienen ciertas lagunas que deben llenarse; me ha preparado un programa muy estricto. Puede que después tenga un poco de tiempo libre.

—Trataré de encontrarte luego —dijo Bridei mientras se retiraba. Aquello era raro; seguro que lady Dreseida conocía suficientemente bien a su hijo como para darse cuenta de que el escriba estaba perdiendo el tiempo con Gartnait. Algunas personas sencillamente no estaban hechas para ser eruditos. El heredero del Pozo del Cuervo era muy capaz en otras cosas. Era un gran nadador y muy hábil con la espada y el garrote. Era un jinete competente. Nunca captaría la lectura y la escritura, la historia y la filosofía. Bridei sólo tenía que comparar sus propios intentos por compartir con Gartnait algo de lo que él sabía y sus esfuerzos con Tuala. Ella absorbía los conocimientos como si no hubiera nacido para otra cosa; a Gartnait simplemente no le interesaban. Cuando uno se aburre no aprende. Tuvo la impresión de que tanto Gartnait como el escriba iban a pasar unos días largos e infructuosos.

No pudo encontrar a Faolan por ningún sitio. Llovía demasiado como para salir a cabalgar y hacía mucho frío; sólo los guardias asignados fuera en los adarves permanecían a la intemperie. No había ningún lugar razonablemente tranquilo salvo sus propios aposentos, y pasar el día allí era dejar su mente abierta a los pensamientos sobre el ritual que se avecinaba. La silenciosa e inmóvil figura de Broichan en la habitación contigua no haría nada por mantenerlos a raya.

Se dirigieron al salón. Breth ya estaba allí con un grupo de hombres que lanzaban cuchillos contra un blanco de madera, un muñeco que no tenía más que una mirada fija y un cabello hecho con pintura escarlata: un escoto, sin duda. Otros estaban agrupados cerca del hogar. Hombres sentados frente a tableros de juego, mujeres escuchando al bardo del rey que tocaba una lastimera melodía con el arpa, otros estaban enfrascados conversando. Bridei se había convertido en un experto en echar un vistazo a esos grupos e identificar a aquellos con los que debía trabar conversación y aquellos a los que era mejor evitar. Talorgen estaba mirando a los que lanzaban cuchillos, lo mismo hacía Carnach con varios de sus hombres y el consejero Tharan. Aniel no estaba presente; el rey estaba enfermo y necesitaría de algún apoyo que lo fortaleciera para la terrible experiencia de esa noche. No había señales de la reina, ni de su hermano. Pero entre los hombres que estaban cerca de la chimenea hablando en voz baja se encontraban los dos emisarios de Circinn. Bargoit, el de la mirada fría, era el que más hablaba, en tanto que el anciano Fergus escuchaba y asentía con la cabeza. Suibne, el cristiano, sonreía con afabilidad y daba golpecitos con el pie al ritmo del arpa, como si en aquel lugar no hubiera un buen rey muriéndose. Bridei no se permitió enojarse. Debía tratar la situación como una oportunidad; debía obligar a su mente a apartarse de aquel otro asunto que intentaba alejar su pensamiento incluso del ritual. El paquetito estaba a buen resguardo en la bolsa que llevaba en el cinturón. No había habido ningún otro mensaje, nada aparte de lo que Ana le había pasado disimuladamente cuando se cruzaron en el corredor el día que las chicas regresaron de nuevo de Banmerren. Sólo eso: un retazo de tela atado con una cinta de color verde y, dentro, una hoja seca de roble y un guijarro blanco y redondo. Tuala era muy lista. ¿Quién podía interpretar aquello aparte de un druida o una mujer sabia? ¿Quién podría reconocer su significado aparte de un niño criado en una casa como la de Broichan? Le proporcionó instantáneamente el «cuándo» y el «dónde» que necesitaba para decírselo a Faolan.

Bridei había considerado todos los argumentos. Después del día en los antiguos mojones se había jurado que no la buscaría, no podía hacerlo. Ella no lo deseaba, ella había escogido Banmerren. Tuala no iba a mandarle ninguna respuesta. Él no debía dudar de la sabiduría de la Brillante. Si se convertía en rey y Tuala accedía a ser su esposa, la estaría condenando a una vida de infelicidad. En la corte estaría sometida a los cotilleos, a los rumores, tal vez a un odio declarado. Nadie confiaba en los Seres Buenos. ¿Cómo iban a aceptar a una de ellos como reina de Fortriu? Bridei se había repetido una y otra vez esas verdades cada día mientras esperaba con el corazón palpitante el regreso de Ana.

La joven había observado su rostro con cierta curiosidad mientras le deslizaba el paquete en la mano. Bridei se había alejado rápidamente dándole las gracias con un susurro; su corazón había estado comportándose de manera inestable y había notado que se ruborizaba. Fue entonces cuando reconoció lo que había sabido desde el momento en que vio a Tuala junto al arroyo aquella tarde, tan grave y dulce, tan maravillosamente cambiada a la vez que seguía siendo su Tuala de siempre. Tenía que verla a pesar del riesgo. Que lo descubrieran dentro de los muros de Banmerren era malbaratar la posibilidad de ser rey; aventurarse a entrar en la escuela de Fula era insultar a la diosa. Así pues, debía hacer lo que Faolan había sugerido: trazar un plan y asegurarse de que fuera infalible. Tuala le había proporcionado la mitad del plan con su piedra y su hoja, un mensaje tan claro como si estuviera escrito con palabras: «En el roble con la luna llena». Sólo faltaban cuatro días, muy pronto, muy pronto volvería a verla, y en esa ocasión la tocaría, le diría… No, eso era ir demasiado lejos. Tenía que salir a escondidas de Caer Pridne con Faolan y recorrer el camino hasta Banmerren sin que los vieran, a la luz de la luna. Debía llevarse una cuerda. Tenía que confiar en que Tuala lo estaría esperando, sin importar cuándo llegara. Y no podía permanecer allí mucho tiempo. Pero iría…

En esos momentos no podía pensar en ello. Bargoit había interrumpido su narración y estaba mirando a Bridei con los brazos cruzados y una expresión desafiante. Junto a él, su compañero consejero Fergus había adoptado una postura similar. Si querían debatir con él, no tenía ningún inconveniente. Si deseaba obtener votos suficientes cuando los necesitara, tenía que aprovechar bien cualquier oportunidad.

—Juega a los cuchillos si quieres —le sugirió a Garth.

—Será mejor que me limite a vigilarlos; es demasiado fácil que a alguien le tiemble la mano aquí dentro y que un cuchillo afilado pase de largo el blanco en un momento desafortunado. ¿Piensas hablar con ese amargado de cara larga de Circinn?

—Ese es el plan. Será mejor que no digas nada si vienes conmigo. Al menos debemos fingir cortesía.

—¿Con un tipo que echa de su casa a las mujeres sabias para instalar en ella a unos condenados extranjeros como ese Suibne?

—Precisamente con ese tipo, Garth. Tanto si nos gusta su compañía como si no, es uno de los nuestros.

—Me mantendré silencioso como una tumba.

—Buen chico.

A continuación tuvo lugar una conversación que abarcó una amplia variedad de temas, aunque en ningún momento se habló sobre el triste hecho de que Drust el Toro se estaba muriendo, o la innegable certeza de que muy pronto Fortriu iba a necesitar un nuevo rey. Empezaron en territorio neutral, hablando de caza y pesca y de las oportunidades que había en la Gran Cañada en comparación con las tierras más llanas cercanas a la corte de Drust el Verraco en el sur. No es que en Circinn no hubiera montañas, aunque nada de lo que allí había podía rivalizar con los altos picos desnudos de Cinco Hermanas o las cumbres coronadas de nieve del oeste. La propia fortaleza de Drust el Verraco se hallaba en lo alto de un antiguo monte, cerca de la colina sagrada que había sido un lugar de peregrinaje desde tiempos ancestrales: la Madre, la llamaban. Las mujeres sabias ya no trepaban por las huesudas faldas de la Madre, ni velaban en su cima el día del Umbral o de Mesura. Los misioneros cristianos habían puesto fin a esos ritos. Las casas de la diosa en Circinn habían sido cerradas y las mujeres sabias desplazadas. Bridei se preguntaba si la gente seguía realizando el viaje en secreto, solos o en pequeños grupos furtivos. Volvió de nuevo su atención hacia el tema que se discutía: la caza que podía encontrarse en las boscosas laderas de aquella región.

—¿Tú cazas ciervos? —preguntó Bargoit—. Es un buen pasatiempo para un joven.

—A mí me crio un druida —respondió Bridei en voz baja—. He participado en cacerías en el Pozo del Cuervo. Pero mis conocimientos sobre las criaturas salvajes se basan en la comprensión del mundo que compartimos, no en una necesidad de perseguir y matar. En Pitnochie nuestra mesa se aprovisionaba principalmente de los productos de la granja. Y de pescado, por supuesto. Las cañadas ocultas al norte del lago de la Serpiente albergan las mejores truchas que han honrado la mesa de un hombre.

—Me han dicho que en las tierras de Morleo en Aguasluengas abundan los lagos y arroyos —comentó Bargoit—. Tú luchaste con él en los Confines de Galany, ¿no es cierto? ¿Qué opinión te merece?

—Creo que es un líder admirable —contestó Bridei con prudencia; este tema era más complicado—. Franco, flexible, respetado por sus hombres.

—¿Y Ged?

—Muy querido. Valiente.

—Describes a Morleo como flexible. No se puede llamar así a un hombre que se adhiere totalmente a las viejas costumbres. Todos vosotros estáis viviendo en el pasado. No es de extrañar… —Bargoit pareció pensarse mejor lo que iba a decir a continuación. Su repentina reticencia era algo más que taimada.

—¿No es de extrañar qué? —Bridei no pudo dejarlo correr. Había otras personas escuchando: Fergus, el compañero consejero de Bargoit y, desde más lejos, el sacerdote cristiano, Tharan, el consejero de Drust el Verraco, y el pelirrojo Carnach, un pretendiente al trono.

—No es de extrañar que vuestra victoria en los Confines de Galany fuera una cosa efímera —respondió Bargoit sin rodeos—. ¿Quién querría llevar a cabo un gesto tan caro sino hombres que siempre miran atrás? Una estación entera malgastada, graves pérdidas sufridas, hogares y granjas abandonados, ¿y para qué? Para hacerse momentáneamente con un objetivo insignificante y trasladar un pedazo de piedra con unos cuantos signos crípticos gravados en ella: animales, la representación de unos cadáveres sin cabeza colocados en fila… No se ganó ningún territorio y se hicieron muy pocos prisioneros útiles. Un jefecillo insignificante, por lo que me han contado. Esa no es manera de llevar una guerra. Con este tipo de estrategia, Fortriu nunca expulsará a los invasores. Antes de que os deis cuenta la Gran Cañada estará infestada de escotos. Os incendiarán las casas, arrasarán vuestras granjas, asesinarán a vuestros hijos y violarán a vuestras esposas.

Era necesario mantener la calma. A no mucha distancia se hallaba Talorgen, que de repente se había puesto blanco y había adoptado una expresión adusta. Bridei se valió de una de las pautas de respiración de Broichan, aflojó los puños y deseó con todas sus fuerzas que el dolor de cabeza quedara en segundo plano.

—Los comentarios como estos me intrigan —dijo con calma, y fue a sentarse en un banco cerca de Bargoit en lo que esperaba que fuera una postura relajada—. ¿Puedo? Sentémonos; continuemos con nuestra discusión. Breth, ¿quieres pedirle a alguien que traiga cerveza? Bueno —dijo, inclinándose hacia delante para dirigirse a Bargoit—, tal como lo he oído contar, Circinn tiene sus propios problemas fronterizos. El enemigo es distinto, los anglos y otras gentes del sur, una multitud de tribus feroces cuyas incursiones en el interior de vuestros territorios requieren de grandes cantidades de hombres armados apostados de forma más o menos permanente en esos lares. Un alto precio para la corte, o para los jefes de clan que deban mantener esos puestos de avanzada. No quisiera provocar una discusión pueril preguntándote si vosotros, por vuestra parte, os habéis aventurado a penetrar en el sur y habéis intentado reclamar los territorios que le han sido arrebatados a vuestro pueblo. No preguntaré si vuestras victorias son simbólicas o reales. Diré que un hombre sensato no mira su reino pedazo a pedazo, como si creyera poder comprender toda una costa examinando un solo grano de arena, o todo un bosque entero contemplando una hoja solitaria. Acato a los antiguos dioses y soy leal a ellos en todos los sentidos, pues constituyen el corazón latiente de Fortriu. Eso no significa que mire hacia atrás, Bargoit. Mi vista se dirige hacia atrás, hacia delante y hacia todas partes. Mis ojos están abiertos a todas las oportunidades, a todos los retos y a todas las amenazas. Ello no me hace ciego a las manifestaciones del espíritu. Los dos van de la mano; un hombre no puede vivir su vida de forma buena y plena sin el aliento de los dioses a la espalda, sin que le susurren al oído. Nos acusas de vivir en el pasado. Eso no es cierto. Llevamos el pasado con nosotros; bulle en nuestras venas, late en nuestros corazones. Nos fortalece en nuestro viaje hacia el futuro; nos conduce con valor hacia él.

Hubo un corto silencio. El sacerdote, el hermano Suibne, carraspeó como excusándose.

—Hablas bien —dijo el cristiano—. No es de extrañar que los hombres te sigan. De todos modos, estos dioses de los que hablas no son más que sombras. Si os llaman a realizar actos oscuros como el que debe llevarse a cabo esta noche, entonces esas voces que oís son manifestaciones del diablo, susurros de pura maldad. Debéis darles la espalda y caminar hacia la luz. No hay más que un camino verdadero, y no es este con su cosecha de crueldad y muerte. ¿Cómo puedes…?

—¡Chsss! —sisearon un círculo de voces horrorizadas, y Suibne se calló, aunque no por mucho tiempo.

—Vuestros dioses os gobiernan mediante el miedo —continuó diciendo—. El camino del único Dios verdadero es un camino de amor, de perdón, de júbilo. Confiad en él y ya no habrá necesidad de aplacar a vuestras deidades oscuras con actos de violencia que os llenan de desazón.

—Aquí eres un invitado. —Fue Tharan, el consejero del rey, quien habló entonces. Él y unos cuantos más se habían acercado durante la alocución de Bridei y ahora el anciano con ojo de lince se dirigió al hermano Suibne en un tono pensado para acallar al más audaz de los hombres—. El rey te ha ofrecido la hospitalidad de su salón, tal como está obligado a hacer, puesto que has viajado con emisarios de Drust el Verraco. Aceptamos tu presencia entre nosotros. Pero ninguno de nosotros permitirá tus flagrantes violaciones de las viejas costumbres, que nos ponen a todos en peligro. Cuando hablas en voz alta sobre el ritual de esta noche y sobre aquel al que este honra, ofendes al dios y ofendes a cada uno de sus fieles adeptos. Esta es la ley. Nos imbuimos de ella con la leche materna. No volveré a hablar de esto salvo para decir que al romper el silencio debido te arriesgas a que el castigo del dios caiga no sólo sobre tu persona, sino sobre todos los hombres aquí presentes, ya sean de Circinn o de Fortriu. Espero no tener que decir nada más.

Suibne ni siquiera tuvo la gentileza de ruborizarse o de mascullar una disculpa. Meneó levemente la cabeza y tocó la cruz que llevaba colgada al cuello de un cordón.

—Fortriu está lleno de hombres y estos están llenos de palabras —observó Bargoit con las cejas enarcadas—. Hombres jóvenes, hombres más viejos y hombres seniles. Todos cantan la misma canción. Esta es una época de cambio, amigos míos. Los del sur hemos adoptado la nueva fe, nuestra gente la está abrazando cada vez más.

—Esto no es del todo cierto —dijo Carnach, el primo del rey—. Mi propio territorio linda con el norte de Circinn. Las historias que oigo hablan de gente desplazada, de mujeres sabias hostigadas para que abandonen los poblados, hombres de fe despojados y expulsados de sus casas, antiguos lugares de culto arrasados para dar paso a los templos cristianos. Esos relatos no me sugieren una transición pacífica a la nueva fe bajo el liderato de Drust el Verraco. Yo no querría a un hombre así por rey.

Aquello se parecía peligrosamente a una evidente afirmación de lo que en realidad se estaba discutiendo; se parecía demasiado como para que resultara cómodo. Drust el Toro seguía con vida. Esa noche llevaría a cabo el ritual del Umbral, una ceremonia en la que las sombras de los difuntos se hallaban próximas y la mano extendida de la Diosa Madre a un paso de distancia.

—Es un error —señaló Bridei en voz baja— suponer que porque algo es viejo ya no resulta útil. Aprendemos de nuestros mayores. Aprendemos del pasado, ¿de qué otra forma podemos obtener sabiduría? Yo les debo muchísimo a los profesores que estuvieron presentes durante los años de mi niñez, venerables ancianos los dos, y evidentes ejemplos de todo lo que hay de bueno en un hombre: sabiduría, coraje, humor y fe. Las viejas costumbres constituyen el corazón y el espíritu de Fortriu. Si se dejan de lado, te quedas con una cáscara vacía. Si las descartamos convertiremos una tierra viva y alentosa en un cascabillo muerto y carente de significado.

—Tal como ha dicho el joven —le comentó el consejero Fergus a Bargoit—, fue educado por un druida, nada menos que por Broichan. No debería sorprendernos que Bridei se exprese de este modo. Un hombre así piensa con acertijos y responde con preguntas. Su mente sigue unos senderos muy alejados de los de la gente común y corriente como nosotros.

—Bridei sólo expresa nuestras verdades. —Estas palabras provenían de una dirección inesperada: el que hablaba era Tharan, el hombre de rasgos delgados y adustos que Aniel había descrito como peligroso—. Sean cuales sean nuestras diferencias, los verdaderos hombres de Fortriu comparten las mismas lealtades y las mismas aspiraciones. Amamos a los dioses y amamos esta tierra encomendada a nuestro pueblo desde tiempos inmemoriales. No siempre nos amamos unos a otros; los conflictos y las disputas por el poder forman parte de la naturaleza humana. A pesar de todo, al menos aquí, en el norte, tenemos un objetivo común: observar la voluntad de los dioses y echar al invasor de nuestras costas.

—Por lo que he oído, hubo pocas muestras de ello en vuestra reciente empresa —dijo Fergus—. Unos cuantos escotos asesinados, una presencia momentánea en el poblado de los Confines de Galany y una cauta retirada; eso difícilmente puede interpretarse como una erradicación del invasor. En cuanto a los antiguos dioses, seguro que deben de haber llorado de vergüenza al ver la gran piedra arrancada de la tierra y trasladada a pulso por media campiña. ¿No fue eso un insulto a vuestras costumbres ancestrales? Además, tus propias acciones no se ajustan precisamente a tus palabras, Tharan. ¿Dónde estabas tú cuando todo esto ocurría? Calentándote las manos en las chimeneas de Caer Pridne, me imagino.

El grupo de hombres que había junto al hogar ya era entonces mucho más numeroso; aquella discusión había atraído la atención de muchos. Bridei vio una mirada de profunda ofensa e ira creciente en las honestas facciones de Talorgen; observó el temblor en la mejilla de Tharan, señal de que el consejero más peligroso de Fortriu no era inmune a los insultos. El primo del rey, Carnach, tenía una mirada abiertamente fulminante. Bargoit mantuvo su expresión desdeñosa. El sacerdote cristiano se había alejado para ir a escuchar la música.

—Lo que has dicho es injusto, y tú lo sabes —dijo Bridei con rotundidad. No se esperaba saltar así en defensa nada menos que de Tharan. Pero se sintió obligado a hablar. Las palabras de Fergus habían sido injuriosas y no pudo permitir que quedaran sin respuesta—. ¿Acaso tú y tu compañero consejero aquí presente cabalgasteis para luchar contra los anglos dejando a vuestro rey sin consejeros a su lado? Lo dudo mucho. Tharan permanece a la derecha del rey; los consejeros del Toro lo han servido sabiamente durante mucho tiempo. Un buen monarca comprende el valor de semejante apoyo e incluso la amistad. Es cierto que Tharan, Aniel y Eogan no siempre tienen la misma opinión, pero eso sólo sirve para reforzar su papel, permitir que el rey cribe posibilidades y esté abierto a distintas ideas. Nuestros consejeros no van a la guerra; aquí tenemos a jefes de clan como Talorgen para controlar esos empeños, hombres expertos en incursiones y defensas y en el liderazgo diario de los guerreros. Un rey no manda a todos sus efectivos a los puntos más alejados de su reino sin pensar en el mantenimiento de los lugares más cercanos. En cuanto a nuestra operación, valió la pena. Talorgen nos dirigió con honor y determinación. En ningún momento tuvimos intención de reclamar ese territorio, pues no es el momento oportuno para semejante empresa. Lo que queríamos era tantear el terreno para el futuro, meter miedo al enemigo. Matamos a más de un centenar de hombres de Dalriada. Tomamos a un rehén importante que ahora se halla confinado en la fortaleza de Fokel. En cuanto a la Piedra del Mago, ningún hombre cuestiona a los dioses. Queda por ver si su ira caerá sobre nosotros por un acto de sacrilegio, como tú sugieres. Lo único que puedo decirte es que cuando llevamos a cabo esa hazaña a todos nos pareció que el Guardián de las Llamas nos sonreía. Sentimos su amor en el mismo momento en que notamos el calor del sol; su buena voluntad nos sostuvo y nos condujo de nuevo a casa sanos y salvos. El poder de los dioses es inconmensurable; nos eleva por encima de los viles insultos de los que se burlan de nuestros esfuerzos y desprecian a nuestros compañeros que derramaron su sangre en el campo de batalla.

—Todo esto está muy bien —dijo Bargoit, extendiendo las manos en un gesto conciliatorio. En esos momentos estaba rodeado de hombres enojados—. Pero a tus argumentos les falta cierta lógica, joven. Antes hablaste con un estilo poético: granos de arena, hojas solitarias, etcétera. Si tan importante es considerar nuestro territorio como una sola entidad, completa e íntegra, entonces no hay duda de que necesitamos un único gobierno, una corte y un rey. Y también una única fe, ¿no es así? Si esto es lo que piensas realmente, joven Bridei, entonces estoy totalmente de acuerdo contigo. Nosotros, los de Circinn y Fortriu, somos un solo pueblo, aunque de vez en cuando lo olvidemos.

—También lo son los caitt —dijo Bridei en voz baja—. Los incluirías también en este reino unificado, por supuesto.

—¿Los caitt? —preguntó Fergus entre dientes—. ¿Esos bárbaros?

—De sangre priteni —intervino Talorgen, que se hallaba entonces de pie detrás de Bridei—. Hablas de lógica. Vamos a llevar esto a su inevitable conclusión. Todo sería uno: Fortriu y Circinn, las Islas Luminosas y el territorio de los caitt. Unos reinos dispares pero unidos bajo un solo rey y una sola fe. No creo que eso sea dejarse llevar por la imaginación. En los tiempos de mi padre, Bargoit, y en los del tuyo, era así. Los territorios de los priteni formaban un solo reino. Fue la decisión de Drust hijo de Girom de admitir a los misioneros de la fe cristiana en el sur lo que dividió nuestra tierra natal. ¿Y ahora abogas por volver a su estado anterior? No encontrarás argumentos en contra de ello entre los hombres de Fortriu.

Bargoit esbozó una leve sonrisa.

—Yo no abogo por nada semejante, eres perfectamente consciente de ello. Las viejas costumbres han desaparecido de Circinn y nunca volverán. Hay otra manera, una manera que se abre ante nosotros si Fortriu opta por avanzar en vez de por retroceder.

—Fortriu nunca se volverá en contra de sus antiguos dioses. —Bridei sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo, como un frío toque de invierno en los huesos—. Nuestro buen rey vive todavía, y rezamos para que los dioses lo preserven y que nos guíe durante las estaciones venideras. Yo también desearía ver nuestra tierra unida bajo un solo líder. De hecho, creo que es el único modo de poder asegurar nuestras fronteras, tanto en el oeste contra los escotos como en el sur contra los anglos. Creo que es nuestra única opción si queremos seguir siendo fuertes en una época de cambio como esta. Ese líder no sería un hombre que confiara en sus consejeros más de lo debido. No sería un hombre que desplazara a los druidas y desterrara a las mujeres sabias, porque un verdadero rey nunca escupiría en la cara a los dioses de este modo. Eso es lo que creo. Ese líder sería fuerte y honrado, de fe inquebrantable y dispuesto a sacrificar muchas cosas para llevar adelante a su pueblo con esperanza y determinación. Drust hijo de Wdrost es un hombre así. Lo amamos y lo honramos. Y sigue con vida. Conducir la conversación hacia un futuro más allá de su muerte, tal como has hecho tú aquí, nos ofende a todos y cada uno de nosotros. Pero tú eres su invitado. Así pues, te ofrezco cerveza y sugiero que hablemos de otros asuntos. Si no recuerdo mal, empezamos esto con una discusión sobre pesca. Eso no sólo es un tema respetuoso con nuestro anfitrión, sino mucho más seguro. ¿Has pescado algo grande últimamente?

Los hombres de Fortriu se rieron pese a que no era esa su intención. Fue un comentario hábil, y rápidamente iniciaron una animada charla sobre el tamaño y la calidad de las truchas que podían encontrarse en los distintos lagos y sobre cuál era el mejor cebo. Bargoit, con los labios apretados, no participó.

—Bien hecho —murmuró Talorgen al oído de Bridei un poco más tarde, cuando se hubieron escapado de la multitud—. Conseguiste unos cuantos objetivos con rapidez, incluyendo al menos uno que me sorprendió. Hiciste que Tharan se mostrara de acuerdo contigo en público. Podríamos actuar al respecto.

Bridei asintió con la cabeza mientras lo invadía un repentino agotamiento. En cierto sentido Talorgen tenía razón, no debía perder de vista lo mucho que podía ganarse y lo mucho que podía perderse en ese tipo de ocasiones. La corte estaba llena de hombres poderosos. Sus voces eran las que contaban en la elección de los candidatos al trono. Ese día, sin embargo, al hablar, mientras intentaba encontrar las palabras y el tono adecuados, Bridei se había olvidado de lo que había en juego. No había pensado en su propio futuro, sólo en la necesidad de explicar a esos hombres lo que pensaba y lo que sentía. Talorgen se equivocaba si creía que su intervención había sido un calculado intento de conseguir apoyo.

—Tharan habló desde el amor por Fortriu —dijo—, y Carnach también. Al menos los hombres del norte están de acuerdo en eso.

—Pero el sur cuenta con firmes y numerosos seguidores —repuso Talorgen—. Circinn mandará a doce jefes a la votación cuando sea el momento. El procedimiento les concede todo un cambio de luna para llegar hasta aquí. A menos que recemos para que haga un tiempo particularmente malo, lo más probable es que llegue a la corte toda una dotación. Tenemos que trabajar sin descanso o Fortriu no podrá presentar un frente común contra ellos. Un único candidato, eso es lo que queremos. Todavía hay que llegar mucho más lejos. Pareces cansado, muchacho.

—Cuando estoy allí entre esos hombres, casi parece fácil —dijo Bridei—, como si los dioses me transmitieran las palabras adecuadas. Después, cuando estoy a solas, recuerdo que no soy más que un hombre solo. Que hay otros pretendientes dignos dispuestos a oponerse a mí. Que, a ojos de los jefes de clan, soy joven y no he demostrado nada, soy un don nadie. Habéis depositado mucha confianza en mí: tú y tus amigos, y Broichan en particular. No quiero fallaros. No quiero fallar a los dioses.

Talorgen lo miró con curiosidad.

—De haber creído que nos fallarías, Bridei, no hubiésemos seguido con esto hasta el final. Da la impresión que ese final podría estar más próximo de lo que imaginamos.

—Sí; he oído que la salud del rey sigue deteriorándose.

—Drust no estará con nosotros mucho más tiempo. Hoy Aniel está a su lado, con la reina. Los dioses son misericordiosos; se asegurarán que nuestro rey lleve a cabo el ritual por última vez, y luego creo que nos abandonará. Va a ser un invierno frío.

Bridei no dijo nada. Pensó en el profundo pozo, más frío que cualquier invierno, y la voz del dios oscuro, llamando.

—Soportará la ceremonia —comentó Talorgen—. Drust tiene una voluntad de hierro. Se resentirá mucho con ella. ¿Estás preparado para el ritual, Bridei?

—Debo estarlo.

Talorgen movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Incluso Broichan lo teme. Tiene que hacerse. Forma parte de lo que somos; una oscuridad en nuestro interior que debe reconocerse. Tendrías que descansar. Va a ser una noche larga.