Capítulo 12

Ponte el verde —dijo Dreseida—. Y hazte un peinado menos tirante; no puedes permitirte un aspecto demasiado regio, ningún hombre se atreverá a acercársete.

—¿Y por qué iba a preocuparme eso? —replicó con brusquedad su hija, que rebuscaba en un pequeño cofre y descartaba una joya tras otra.

—No seas tonta, Ferada. Sabes por qué estás en Caer Pridne. Comprendes la importancia de la reunión de esta noche y, desde luego, de todas las ocasiones semejantes en la corte. Ya tienes dieciséis años; si dejas pasar mucho más tiempo, los posibles candidatos empezarán a dejar de interesarse por ti y preferirán muchachas más jóvenes y lozanas. Quiero que esta noche hables con Bridei.

—Supongo que lo haré, dado que es amigo de Gartnait.

—No seas obtusa. Ya sabes a lo que me refiero. Habla con él, cautívalo, anímalo a que confíe en ti. Broichan está tramando algo y quiero saber qué es.

—Bridei no es estúpido, madre. Adivinará mis intenciones desde el primer momento. Cuando hablaba con él en el Pozo del Cuervo siempre era sobre historia, política u otros temas eruditos. Eso lo haré con mucho gusto. Supondrá un grato cambio respecto a las miradas errantes de los demás y a sus torpes esfuerzos por entablar una conversación inteligente.

—Ferada.

La joven se quedó quieta, sosteniendo un par de pendientes de plata en forma de delfín a medio camino de sus orejas. Había cierto tono de voz que su madre utilizaba de vez en cuando, un tono que exigía una obediencia inmediata.

—¿Sí, madre? —el corazón le latía con fuerza.

—Harás lo que yo te ordene. Necesito esta información. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

—Sí, madre.

—Habla con él. Con dulzura. Emplea un poco de encanto. Menciona a Broichan. Quiero saber qué van a hacer los dos desde ahora hasta que llegue el invierno: adónde van a viajar, a quién van a ver. Mira a Bridei a los ojos cuando le preguntes.

—Madre, yo…

—No es propio de ti no prestar atención, Ferada. Has de saber que el hecho de no acceder a mis deseos supone no obedecer la voluntad de los dioses. Eso no puede hacer más que limitar mucho tus opciones en el futuro. Se acercan unas elecciones para el trono. Es una oportunidad para ejercer cierta influencia, para tomar parte en la manera en que se desarrolle el futuro. Como mujeres, rara vez se nos presentan oportunidades como esta. Quiero aprovecharme de estas circunstancias al máximo, y para ello necesito información. Yo no puedo abordar ni a Broichan ni a su ahijado. Necesito que tú actúes por mí. Te estaré observando atentamente, y espero ver progresos.

—Esto es como… ser una mercancía en alquiler —dijo Ferada con amargura, incapaz de contener sus palabras—. Como si yo no tuviera valor por mí misma. Soy tu hija, no una herramienta.

—Eres una mujer —replicó Dreseida con sequedad—. Desempeña bien tu papel desde el principio y te llegará el momento de esgrimir cierto poder. Este no es más que el primer paso.

—No es mi juego. —A Ferada le temblaba la voz—. Es únicamente el tuyo, y no es precisamente de mi gusto. ¡Ojalá me hubiese quedado en Banmerren!

—Pero harás lo que te digo. Tratar de desafiarme no sería en absoluto sensato. No olvides que la elección de un esposo para ti está únicamente en mis manos. Tu padre accederá a mis deseos. Sé una hija obediente y quizá te permita cierta libertad en ese aspecto.

—Supongo que no es en Bridei en quien has pensado. Nunca te ha gustado mucho.

Dreseida soltó una risa amarga.

—¿No dijiste una vez que te parecía que no tenía sentido del humor? Vamos a esperar un poco, a aguardar el momento oportuno. En el Solsticio de Invierno Caer Pridne estará llena de jefes de clan. Si te portas bien, tendrás muchos para elegir.

Tuala veía las antorchas que recorrían toda la bahía y que, formando una hilera doble, ardían en la penumbra de la noche estival, señalando el camino que conducía, siguiendo el promontorio, a las puertas de la fortaleza del rey. Había más antorchas colocadas en la triple muralla de la propia Caer Pridne. El bastión de Drust se mecía con la luz como un palacio de una vieja historia. Una celebración; el anciano druida, Uist, había hablado de ella, y Fola lo había confirmado. Sería un banquete de victoria, un reconocimiento de valor y triunfo. Bridei estaría allí. Tuala sabía que había regresado y que se hallaba sano y salvo, pues Uist le había dado la información de motu proprio, sin que se lo preguntara. Ella le había dado las gracias por la noticia con una calma absoluta, al menos así lo esperaba. Cada vez estaba más claro que no iba a formar parte del futuro de Bridei, que su amistad no haría otra cosa que frenarlo. Así pues, era mejor fingir que eso no le importaba. Si seguía recordándose lo afortunada que era por estar en Banmerren, lo mucho que servía para una vida de erudición y dedicación a los dioses, quizá terminaría creyéndoselo y todo.

Uist le había dado buenas y malas noticias. Wid se encontraba bien y se había retirado a uno de los nemetones para pasar el tiempo con la oración y la contemplación. Tuala esperaba que no echara demasiado de menos la cocina de Ferat. Cuando Uist le transmitió las malas noticias estuvo a punto de perder el control. Donal estaba muerto; el compañero fiel de Bridei, amigo de todo Pitnochie, incluida ella misma, había sido envenenado en lo que debería haber sido un momento de alegre celebración. Se le hizo un nudo en el estómago al pensarlo. Era su visión hecha realidad, aunque vuelta del revés, la visión horrible que la había hecho atravesar el bosque corriendo como un ciervo asustado y rogarle a Broichan que la ayudara. Un mínimo cambio en la trama de los acontecimientos, el fortuito paso de una copa de cerveza de un hombre a otro, y Bridei había salvado la vida, pero para ello su amigo íntimo había tenido que perder la suya. Tuala sabía cómo se sentiría Bridei: triste, culpable, abrumado por toda aquella carga. ¡Ojalá pudiera estar con él! En esos momentos él estaba en Caer Pridne, al otro lado de la bahía, muy cerca, pero era lo mismo que si se tratara de otro reino. Tanto a Bridei como a cualquier otro hombre excepto a un druida les estaba prohibido ir a visitarla allí. Le había dado las gracias educadamente a Uist por las nuevas y mantuvo una expresión serena.

Eso fue la noche anterior. Esta era distinto. Se había mantenido lo más atareada posible durante todo el día. Las hijas de los nobles se habían marchado a la corte y Derila había dividido su clase en dos, por lo que entonces Tuala hacía de profesora de las más pequeñas, chicas que tenían casi su misma edad. Era un martirio; a las alumnas les molestaba su ascenso a profesora, su juventud, su tez pálida y sus ojos extraños. Su diferencia. Al mismo tiempo dicha diferencia las fascinaba. Les gustaban las cosas que podía hacer. Con cierta renuencia les había enseñado los trucos de movimiento, los juegos con la luz, las pequeñas transformaciones que llevaba practicando en el bosque, casi sin pensar, desde que era pequeña. Les gustaba que les contara cómo escuchar los pensamientos de una ardilla, un búho o un carrizo; les gustaban las historias que podían oírse en el corazón de un viejo roble. Tuala les enseñaba lo suficiente para mantener su interés. La parte de la lección relativa a la historia se realizaba con entusiasmo mientras esperaban la recompensa de aquellos secretos que decidía compartir. No se sentaban a su lado durante la cena, eso no había cambiado, pero ya no se reían de ella.

En esos instantes, una vez finalizada la larga jornada, se hallaba sentada en el árbol y recorría la costa con la mirada hasta Caer Pridne. Algunas de las antorchas se movían; quizá una procesión recorría serpenteando el largo camino para entrar en majestuosa formación en el espléndido salón de Drust el Toro. Se decía que el diseño de la entrada era imponente. Había piedras grabadas, dieciséis, colocadas por parejas; Erip le había dicho que era uno de los trabajos más magníficos de Fortriu. Cualquier persona que se acercara a la corte de Drust debía franquear aquella monumental puerta, que era sin duda una manifestación de poder. Tuala no podía oír nada; la fortaleza estaba demasiado lejos. Quizá sonarían cuernos, tal vez tambores y cánticos. Seguro que habría narraciones. El traslado de la Piedra del Mago era una historia que no tenía nada que envidiarle a cualquier otra en cuanto a heroísmo e ingenio. Eso también había acontecido realmente; Fola así se lo había contado a todas. Bridei había empezado, al fin, a tener un papel en su propia historia.

Tuala se estremeció. Hasta las noches de verano podían ser frías en Banmerren cuando soplaba el viento del mar. Tenía que ir adentro; era una estupidez estar allí arriba sola después de anochecer. La luna era pálida y fácilmente podía resbalar y caerse desde su elevada posición. Pero quizá no cayera. Quizá volara. De niña siempre había soñado que podía volar.

Dirigió una última y prolongada mirada hacia la fortaleza; observó la llana extensión de tierra mojada cuya superficie brillaba con el reflejo de las antorchas del otro extremo. No estaba muy lejos. Para una niña que había crecido como una salvaje en las colinas que se alzaban por encima de Pitnochie supondría un desahogado paseo. En un día de buen tiempo se podría ir y volver casi sin que nadie se diera cuenta. El único inconveniente era que no había manera de salir, ni para ella ni para ninguna de las que iban vestidas de azul. Las hijas de los nobles tenían libertad para moverse entre la escuela y la corte en ciertas ocasiones y para salir a montar; las demás sólo se aventuraban al exterior cuando debían hacerlo. De vez en cuando se daba algún paseo para recoger hierbas bajo la estricta vigilancia de Luthana, que supervisaba el trabajo del jardín y la destilería. El día del Umbral las mujeres sabias se trasladaban a Caer Pridne para asistir a una ceremonia solemne; Kethra no se había mostrado precisamente comunicativa cuando se le preguntó en qué consistía dicha ceremonia. Un ritual para los hombres, dirigido por el druida real; otro para las mujeres, celebrado al mismo tiempo y dirigido por Fola. Las mayores asistirían a él junto con las que llevaban las vestiduras grises. El resto tendrían que esperar a que hubieran ganado el verde.

A Tuala le hubiese gustado probar su teoría aquella misma noche; lanzarse desde lo alto del muro exterior y ver si caía al suelo, rota, destrozada, o si se elevaba a través de la oscuridad como un búho hasta posarse en las murallas de Caer Pridne, dispuesta a ir a ver el banquete de un rey. En lugar de eso regresó por lo alto del muro a su habitación de la torre. Debía ser fuerte. Tenía que pensar en Bridei y no en ella. Era del todo cierto: era afortunada. Podía ser lo que Fola quería que fuera, simplemente le llevaría tiempo. En Caer Pridne habría otras que escucharían los temores de Bridei, que compartirían sus sueños, que permanecerían a su lado de un modo en que ella nunca podría hacerlo, porque era lo que era. Con el tiempo él aprendería a confiar en esas otras. En Ana, por ejemplo. Bridei iba a ver a Ana en el banquete de esa noche, y a Ferada. Hablaría con ellas, sus ojos azules brillarían con intensidad mientras daba una explicación, sus manos se moverían para ilustrarla; Ana respondería a su manera dulce y grave y Bridei inclinaría la cabeza con cortesía para oírla… Tuala ocultó el rostro en la almohada, cerró los ojos con fuerza y tiró de la manta para taparse la cabeza. Había abandonado el cuenco de hidromancia para que no la atormentara con imágenes semejantes. Pero estas tenían vida propia. Se abrían camino cruelmente incluso en sus sueños.

Ha empezado a dudar de lo que antes tenía claro como el agua —observó la presencia de cabello plateado que permanecía en el árbol, sentada en una rama alta, invisible a la especie humana—. Sus ojos tienen una mirada perdida.

—No duda del amor de la Brillante —dijo su compañero—. Seguro que eso la sostendrá en esta época solitaria.

—Puede que ese amor sea lo bastante fuerte. Más fuerte que su apego a Bridei; más fuerte que la voz de su corazón y que la llamada hacia la larga tarea que debe llevar a cabo.

—Es la Brillante la que la llama a dicha tarea; fue la misma diosa quien creó a esta niña —dijo el joven cubierto de enredaderas— y quien nos envió a dejarla en el umbral de Broichan. Si Tuala decide quedarse en Banmerren, irá en contra de las intenciones de nuestra Gran Madre.

—Convertirse en sacerdotisa es un acto de obediencia hacia la voluntad de la diosa. Así debe de parecérselo a todos aquellos que conocen a Tuala en el reino de los humanos, incluido Bridei. ¿Cómo va a saber la chica que la Brillante ha determinado otro camino para ella?

—No tiene muchas opciones, desde luego. No puede trepar al muro y dirigirse a Caer Pridne. Siempre actuará de la manera que crea que es mejor para Bridei. Incluso aunque ello signifique separarse de él.

—Oh, bueno —dijo la chica al tiempo que se pasaba una mano entre los relucientes mechones con despreocupación—, en muchos aspectos sigue siendo una niña, una niña a la que han desterrado de su casa. Creo que deberíamos hacer la prueba más difícil aún.

—¿Más difícil para quién? —preguntó el chico.

—Para Bridei. Tuala está descorazonada, abatida. Seguramente ahora estará más dispuesta a considerar esa otra alternativa, la alternativa que no se halla simplemente fuera de la casa de las mujeres sabias, sino que deja del todo atrás el reino de los humanos. La tentaremos para que se marche. La persuadiremos hasta que llegue al mismísimo borde. La llamaremos de manera que no tenga más remedio que responder: a través de la sangre que compartimos.

—¿Y si sigue hasta el final? ¿Y si cruza el límite y se encuentra con que no hay vuelta atrás?

—No lo hará.

El chico cubierto de enredaderas se estremeció.

—Estás muy segura. Piensa que aquí hay mucho que perder. La chica asintió con la cabeza, con una súbita mirada grave en sus ojos luminosos.

—Fortriu debe tener a su verdadero líder —dijo—, el único que puede unir los dos reinos de los priteni en su lealtad a los antiguos dioses y en el debido reconocimiento de las viejas especies del territorio, sobre todo la nuestra. El nuevo orden del sur prolifera rápidamente, hollando con pies pesados los lugares sagrados, desplazando a druidas y mujeres sabias, quemando y rompiendo las casas de las gentes montaraces de los bosques. La diosa necesita a Bridei.

—Y Bridei necesita a Tuala.

—Lo que tengo planeado asegurará que ambos estén listos para lo que les espera.

—Pareces muy segura. Todavía hay que pensar en los caprichos de los humanos; sus poco meditados tejemanejes e insignificantes juegos de poder tienen la capacidad de desbaratar los planes mejor preparados.

—Cierto, Bridei tiene que soportar más pruebas, tanto las del mundo humano como las que los dioses le preparen para cerciorarse de que es digno de su confianza. Yo tengo fe en él. En su espíritu arde la verdadera luz del Guardián de las Llamas. Pero todavía tiene que recorrer un largo camino antes de que todo sea seguro. Hay sombras a su paso, y no todas son cosa nuestra.

Caer Pridne resplandecía de luz. Las antorchas ardían a lo largo de los adarves e iluminaban el magnífico trabajo de las piedras-toro, la criatura grabada con delicadeza en cada una de ellas aunque reproducida con toda su musculosa fuerza. El gran salón de Drust se hallaba en lo alto del promontorio, rodeado por la muralla superior de Caer Pridne. La fortaleza tenía tres niveles y cada uno de ellos contaba con su propio muro protector de piedra surcado de madera. Los montículos triples y las zanjas proporcionaban barreras adicionales contra un ataque. Intramuros trabajaba y vivía toda una comunidad dedicada al mantenimiento de la corte del rey y al sustento de los miembros de su casa. En el lado oeste, entre unos rompeolas de piedra, había un abrigado atracadero para los barcos. Unos escalones conducían a una verja de hierro. En dirección a tierra estaba el camino, una ancha vía de tierra muy bien apisonada que esa noche se hallaba bordeada por las llamas de las teas colocadas en unos altos postes que había a ambos lados. Los hombres entraban marchando a pie o a caballo para ser recibidos por una formidable presencia de guardias frente a las puertas dobles que bloqueaban el paso a la fortaleza amurallada propiamente dicha. Drust era poderoso y cauto a la vez. Lo habían elegido rey en una época de sentimientos exaltados entre los jefes de clan de los priteni, y la asamblea de nobles tenía opiniones muy divididas en cuanto a la sucesión.

El sur, cada vez más influenciado por las enseñanzas cristianas, quería a Drust hijo de Girom, conocido como el Verraco, un hombre que seguía él mismo esta nueva fe y de quien se podía estar seguro de que animaría a los misioneros ansiosos por divulgarla. El norte se había unido para seguir al mucho mayor Drust hijo de Wdrost, empapado de las viejas costumbres y dedicado a la protección de las fronteras de Fortriu. Broichan había apoyado a Drust el Toro; ¿cómo no iba a hacerlo? A su vez, Drust el Verraco había contado con partidarios fuertes y francos. De modo que la asamblea se había escindido. Un voto de calidad, el de la mujer sabia Fola, había sido considerado inválido por los jefes de clan de Circinn, puesto que una participante como ella podría buscar la utilización de la magia pagana para inclinar las mentes de los hombres de acuerdo con su voluntad.

Tras un tiempo de tumulto y caos, se había alcanzado un amargo compromiso. Antes siempre había gobernado los territorios de los priteni un solo rey, desde la Gran Cañada hasta el muro romano en el sur. Un rey menor en las Islas Luminosas había estado sometido al reinado de este monarca. Los caitt, por supuesto, tenían su propia ley. No obstante, los territorios habían formado parte unos de otros; a la hora de la verdad habían trabajado unidos. Después de aquella divisiva asamblea, el territorio de los priteni había quedado escindido en dos reinos, Fortriu, que sería gobernado por Drust el Toro, y el reino meridional de Circinn, regido por Drust el Verraco. El hecho de que ambos habían accedido a ello con toda la intención de reclamar el territorio entero en cuanto el otro muriera era un secreto a voces. No era de extrañar que en esos momentos hubiera tantos guardias en Caer Pridne.

Bridei entró al salón seguido a una prudencial distancia por Breth y Garth. Ahora que se veía obligado a que lo siguieran de esta forma allí adonde se aventurara a ir, se había empezado a dar cuenta de que no eran pocos los hombres que llevaban una presencia protectora similar. Broichan no, él siempre había andado solo. Pero Aniel, el consejero del rey, había adquirido un nuevo guardaespaldas al que podía verse entonces de pie cerca del elegante noble de cabello cano intentando aparentar que no estaba allí. Por el salón había otros con esa misma expresión, hombres que se hallaban en máxima alerta constante, pero que se esforzaban por pasar desapercibidos. Por regla general se trataba de hombres recios que vestían con prendas bastante sencillas y que rondaban por los extremos de las habitaciones. Había otros tipos de protección, claro está; el rey Drust tenía a Broichan. Se podía suponer que la mera presencia del druida real era suficiente para detener a casi todos los atacantes. Todo el mundo sabía que ese tipo de hombres poseía un poder inmenso, que podían invocar a las fuerzas que requerían para que acudieran en su ayuda. Un druida podía apelar al Guardián de las Llamas para que hiciera sudar y arder a una persona hasta que la fiebre la consumiera; podía invocar a la Brillante pidiéndole inundaciones u olas imprevisibles. Nadie osaría desafiar a un hombre así, salvo otro mago.

Sin embargo, fuera lo que fuera lo que la gente decidiera creer, Broichan era mortal y vulnerable. Bridei no había olvidado aquella noche, tiempo atrás, en que llegó la noticia de que su padre adoptivo yacía gravemente enfermo a causa de un veneno. Recordaba su desolación y la amabilidad de Donal. Alguien había sido lo bastante listo como para coger desprevenido al druida real. ¿Acaso se trataba del mismo agresor que había perseguido por el bosque al pequeño Bridei con el arco y la espada? Nadie lo había dicho. Quizá nadie lo supiera, ni siquiera entonces, nadie aparte de los que deseaban el mal al druida y a su ahijado. Cada vez era más evidente que Broichan había dicho la verdad: a partir de ese momento sería siempre así, cada paso sería vigilado, cada día sería vivido con la conciencia de que los enemigos estaban listos para atacar. Si uno de esos adversarios era descubierto y eliminado, sencillamente otro pasaría a ocupar su puesto.

Drust el Toro… Hacía tiempo que Bridei se preguntaba cuál sería su aspecto. Tal vez el rey tuviera una apariencia fuerte y robusta como la criatura que había elegido como símbolo de su poder; quizá fuera majestuoso y radiante, como si llevara la luz del Guardián de las Llamas en su interior. Al fin y al cabo, el rey de Fortriu era, en muchos sentidos, la personificación de este dios; su papel especial en los rituales lo subrayaba. Pensó que tal vez se llevaría una decepción. Quizá Drust fuera un hombrecillo enfermo, una pobre criatura que se aferraba a los últimos retazos de vida y poder. Se decía que tendría suerte si sobrevivía al invierno.

El salón se hallaba atestado de hombres y mujeres, algunos de ellos sentados a las largas mesas, otros aglomerados en los espacios que había entre ellas. La atmósfera hervía de risas y conversaciones. Del fondo llegaba una música que se oía por encima del barullo: una gaita, un tambor, tal vez también un arpa. El lugar estaba muy caliente y olía a carne asada y a especias. Unos troncos ardían en un gran hogar situado a un lado de la estancia, hábilmente ventilado mediante una estructura de piedra que mantenía el salón relativamente despejado de humo. A Bridei le dio la impresión de que el movimiento de la gente por la sala era como un baile, o quizá como un juego, un juego de estrategia muy complicado con varios conjuntos de reglas distintos. Bien preparado de antemano por Broichan, intentó identificar a ciertas personas, hombres influyentes sobre los que le habían advertido. El tipo excepcionalmente alto con la cabellera cobriza que le llegaba hasta los hombros debía de ser Carnach, primo del rey y pretendiente en potencia. Había que vigilarlo. El hombre ancho de espaldas que estaba hablando con Talorgen probablemente fuera Wredech, de la casa de Fidach, otro candidato. Talorgen poseía información sobre él que podría resultar útil; era necesario cultivar su amistad, pero con cautela. ¿Dónde estaban los consejeros del rey?

Bridei miró hacia el extremo más alejado del salón y allí estaba el rey Drust, sentado a una mesa más pequeña colocada transversalmente respecto a las otras y elevada sobre una tarima. Su cabello oscuro y su arreglada barba estaban surcados de mechones grises; sus rasgos se caracterizaban por una nariz prominente y unas cejas densas que ensombrecían sus ojos, unos ojos que escudriñaban la estancia incluso estando él inclinado hacia un lado para escuchar a Broichan, que se hallaba sentado junto a él. Uno no podía formarse un juicio sobre una persona tan rápidamente, por supuesto, pero a Bridei le pareció que había poder en el dedo meñique del rey, autoridad en cada parpadeo de sus ojos. Se notaba en su porte, erguido, regio, relajado pero atento; se notaba en la dura inteligencia de sus ojos oscuros, en la firmeza de su mandíbula, en la economía de gestos. Se notaba en la forma en que Broichan lo escuchaba y en la inclinación de la cabeza del druida. Si de verdad el rey estaba gravemente enfermo, apenas lo demostraba. Había una arruga entre las cejas, una tirantez en la boca que podrían indicar la presencia del dolor contenido a fuerza de voluntad: nada más que eso.

La multitud se movía, pasaba, se agrupaba y reagrupaba. Había mujeres en el salón; tras el largo tiempo de preparación para la guerra y la marcha de ida y vuelta a los Confines de Galany, casi parecía raro verlas. Lady Dreseida, vestida de negro y plata, estaba hablando con un grupo de mujeres elegantemente ataviadas, con el cabello recogido mediante elaboradas estructuras de trenzas y moños. Gartnait estaba con su hermana, Ferada. Ella cruzó la mirada con Bridei y lo saludó con un movimiento de la cabeza, sin sonreír; él le devolvió el sobrio saludo. Era una chica extraña, inteligente e irritable, con una furia interna que la hacía siempre combativa. Los cambios de impresiones con ella eran, por regla general, interesantes, pero rara vez distendidos. Gartnait, aunque resultaba ser muy buena compañía para el deporte o la práctica del combate, tenía una conversación bastante limitada. Ferada podía dialogar sobre casi todos los temas; hablar con ella en el Pozo del Cuervo había supuesto una grata distracción de las interminables jornadas de entrenamiento para la guerra. No obstante, allí él no iba a ir en busca de su compañía. Normalmente la joven daba la impresión de estar burlándose de él de algún modo y de que, en efecto, despreciaba gran parte del mundo que la rodeaba. Eso preocupaba a Bridei, pues él creía que sólo había un mundo en el que vivir, y si este tenía defectos, uno no debía quejarse sino tomar medidas para cambiarlo.

—La hija de Talorgen. —Aniel, el consejero del rey, se había acercado a Bridei y su guardaespaldas se detuvo a hablar con Breth—. Supongo que ya la conoces. La chica que está a su lado es Ana, la rehén de Drust de las Islas Luminosas, una joven estupenda. Se ha dispuesto que las dos pasen algún tiempo en Banmerren con otras chicas, en concreto Ana lo agradece, pues es una criatura tranquila y elegante. Y sumamente guapa, ¿no crees?

Viniendo del reservado y cauto Aniel, esas palabras resultaban un tanto sorprendentes. Bridei observó con detenimiento el aspecto serio de Ana, su tez de un tono crema y rosado, su cascada de reluciente cabello dorado. Volvió a invadirlo la tristeza; no podía quitarse de la cabeza la imagen de Tuala, dando vueltas y vueltas en lo alto del Rasguño del Águila, sus rizos oscuros agitándose al viento como una bandera. No encontró palabras para responder.

—Asegúrate de hablar con esas jóvenes más tarde —dijo Aniel, impasible—. Es apropiado que lo hagas. Es otro paso que debes dar. ¿Ves a ese tipo delgado y moreno que está a la derecha del rey? Es un hombre peligroso: Tharan, uno de mis compañeros consejeros. Sumamente influyente, y un partidario acérrimo del candidato de la casa de Fortrenn, cuyo derecho al trono es firme. Intentar que Tharan cambie de opinión es una pérdida de tiempo. Al otro lado está Eogan, que también es un consejero, muy unido al rey y con cierta flexibilidad de pensamiento. Si tú mismo lo abordas, podría haber más suerte que si lo hacemos Broichan o yo; no nos admiran en todas partes. La mujer menuda es la esposa de Drust, Rhian de Powys. Ha sido un apoyo excelente para él, pero no es probable que quiera tener una posición cuando él ya no esté. Su hermano, Owain, insignificante. Ahora parece que nos van a sentar; después de la comida el rey llamará a ciertos hombres para que reciban su agradecimiento personal. Tú serás uno de ellos. ¿Estás listo para eso?

—Creo que sí, mi señor.

—Bien. Veo que alguien te ha vestido bien; eso también es importante. Con opulencia, pero sin demasiada ostentación. Con el tiempo desarrollarás tu propio estilo.

Difícilmente podía responder sin ofenderlo. Había sido Faolan quien le había procurado las prendas siguiendo las órdenes de Broichan y se sentía decididamente raro ataviado con ellas después de tantos días y noches de marchar, trepar, comer y dormir con la misma túnica, los mismos pantalones, botas y ropa interior. La suave y magnífica lana, el cinturón con hebilla de plata y la capa que le habían colocado con esmero le resultaban extraños. Se había lavado tanto el cuerpo como el cabello; para ello le habían llevado agua caliente a sus aposentos y un jabón que olía a romero. Después sus rizos castaños se habían secado formando una indomable maraña ensortijada y tuvo que soportar la humillación de permitir que Garth le trenzara pulcramente los mechones a la espalda.

—Es un mundo nuevo para ti —murmuró Aniel—. Aprende rápido; no tienes mucho tiempo. —Acto seguido se marchó; a Bridei le esperaba un lugar en la mesa alta, cerca del rey.

Tomó asiento con la familia de Talorgen, Gartnait a su derecha, Ferada a su izquierda y la inquietante lady Dreseida enfrente. Esa noche el catador era Garth; a Bridei le había resultado imposible negarse a ello. Garth permanecía de pie a sus espaldas, junto a la pared; Breth se hallaba estratégicamente apostado un poco más adelante en la mesa, al parecer disfrutando con sus amigos. No obstante, no bebió cerveza y comió con la atención puesta en sus compañeros invitados, en las entradas al salón, en los rincones oscuros y lo que estos podrían ocultar. La técnica de Faolan era distinta. Bridei ya se había fijado en él varias veces con anterioridad y siempre se mantenía al margen, siempre estaba escuchando. Se había movido de uno a otro grupo con tanta discreción que la gente apenas había notado su presencia; probablemente se mantenía atento a toda conversación significativa, a la más pequeña conspiración, a todo comentario lanzado en el salón. En esos momentos estaba sentado entre un grupo de hombres que Bridei no conocía y parecía estar comiendo y bebiendo en silencio, mostrándose muy reservado. La chica de los cabellos de oro estaba sentada en la mesa elevada. Tenía sangre real, era pariente del rey vasallo de las Islas Luminosas; era lo apropiado.

—Mi amiga Ana —dijo Ferada con sequedad siguiendo la mirada de Bridei—. Guapa, ¿verdad?

—He oído que es una rehén. Es muy joven; debe de ser incluso más joven que tú, creo. Tiene que ser muy duro para ella.

—Tiene más o menos la misma edad que tu hermana Tuala. Sí, Ana echa de menos a los suyos. Es una dolencia habitual en Banmerren. Pero Ana es una de esas criaturas buenas que saca el mejor provecho posible de todo. Nunca se queja.

Bridei tenía la mano apoyada en la bolsa que llevaba en el cinturón; no la metería dentro para tocar el pequeño objeto que contenía. Quería arrojar la cinta al fuego: un acto de sacrificio al Guardián de las Llamas, una promesa de adhesión al camino que tenía por delante, por muchas pérdidas que este albergara. En cambio, había guardado la tira de tela, la había mantenido cerca de sí.

—Es una chica de aspecto dulce —dijo Bridei al fijarse en la sonrisa de Ana mientras la chica escuchaba algo que estaba diciendo el consejero Eogan, y en el delicado rubor rosáceo de sus mejillas—. Esta noche tú también estás magnífica, Ferada. Los pendientes te quedan muy bien. —Era lo mínimo que requería la cortesía. Además, aunque lo más probable era que ella se burlara de su comentario, sólo había dicho la verdad. Unas nuevas pecas dispersas por la nariz de Ferada suavizaban sus angulosos rasgos; el peinado que llevaba era distinto de algún modo y la hacía menos formidable.

—Oh, bueno —dijo ella al tiempo que bajaba la vista a su plato—, aquí todas hacemos un esfuerzo; es parte de la gran actuación en la que se convierten nuestras vidas en la corte. —Cortó una tajada de ternera y se la quedó mirando—. Veo que tienes un catador —comentó.

Bridei hizo una mueca.

—Órdenes de Broichan.

—Parece un poco raro. ¿Los catadores no son sólo para los hombres con poder e influencias? Ni siquiera mi padre tiene uno.

—El amigo de Bridei murió —terció Gartnait con la boca llena de carne—. Ya lo sabes, Ferada.

—Si se tratara de mí —dijo ella—, no querría ver a otro amigo muriendo en mi lugar.

Bridei dejó el cuchillo en la mesa, de repente había perdido el apetito.

—Estúpida —dijo Gartnait, que fulminó con la mirada a su hermana.

—¡Oh, vaya! Lo siento, Bridei —dijo Ferada, desmenuzando el pan con los dedos—. ¿De qué otra cosa podemos hablar?

Él no dijo nada. Se trataba de un juego para el que no poseía ni aptitudes ni inclinación, sobre todo si Dreseida, con sus ojos de águila, escuchaba hasta el último comentario desde el otro lado de la mesa. Por otro lado, se dio cuenta de que sí que había algo sobre lo que quería hablar. Necesitaba hacerle unas cuantas preguntas a Ferada, que acababa de llegar de Banmerren hacía poco. En ese momento no podía sacar el tema, no con Dreseida escuchando y los demás tan cerca. El dolor infligido por el abandono de Tuala era demasiado reciente, demasiado vivo. Lo reconoció como un aspecto en el cual era vulnerable y en el que tendría que tomar sus propias medidas para evitar un ataque.

—Después de una estación o más de marcha —dijo— nos alegramos de dirigir nuestras atenciones a esta magnífica comida y cerveza. Me temo que te vamos a parecer un poco carentes de habilidades sociales.

Ferada se rio brevemente.

—No sería ninguna novedad en lo referente a mi hermano —dijo, y Gartnait le hizo una mueca—. En cambio, tú no puedes utilizar semejante excusa, pues por lo visto no estás comiendo, con catador o sin él. Creo que tal vez la vida en la corte no te siente mejor de lo que Banmerren le sienta a Tuala.

Bridei inspiró profundamente y dejó salir el aire poco a poco. Se concentró en la Brillante, perfecta, calmada, serena. Su educación druídica, con sus técnicas para mantener la serenidad y centrar la atención, le resultaba muy útil en momentos como ese.

—Los cambios siempre resultan difíciles, incluso para un guerrero avezado como tu padre —comentó él en voz baja—. El mundo de sangre y conflicto, de pasar las noches al aire libre y de comer en marcha hacen que todo esto parezca… artificial.

—Pero es el mismo mundo —repuso Ferada, que dejó la copa en la mesa—. En la corte luchan en otra clase de batallas distintas, nada más. Si me dieran a elegir creo que preferiría las noches al aire libre y las comidas en marcha.

Gartnait la miró con el ceño fruncido. Resultaba incómodo estar sentado entre los dos. Bridei no recordaba esa antipatía entre los hermanos del verano que pasó en el Pozo del Cuervo.

—No ibas a durar ni dos días —dijo su amigo—. No comprendes en absoluto lo que significa.

—Yo… —Ferada se levantó a medias, colorada.

—Tu hermana posee unos excelentes conocimientos de estrategia —intervino Bridei rápidamente—. Hemos hablado de estos temas con frecuencia en el Pozo del Cuervo. Ferada no tiene la culpa de que, por ser mujer, no pueda experimentar en primera persona la sangre y la crueldad que existe, el coraje y sacrificio que demuestran los hombres en tiempos de guerra. Estoy seguro de que comprende lo que significa tan bien como cualquier otra joven. Pero tienes razón, Gartnait, no se puede conocer la verdadera naturaleza de la guerra sin participar en ella, donde se manifiesta lo mejor y lo peor de los hombres.

Se hizo un breve silencio allí donde estaban sentados, en tanto que a su alrededor la gente seguía riendo y charlando, los cuchillos raspaban los platos y las jarras tintineaban al golpear contra las copas.

—Sabias palabras, Bridei —dijo Dreseida con adustez—. He oído que ahora se te considera algo parecido a un héroe. Asombroso; en tu primera batalla, además. —Tenía la costumbre de hacer que hasta los cumplidos sonaran como un insulto.

—Fueron muchos los hombres que demostraron coraje, mi señora —repuso él con ecuanimidad—. Algunos de ellos murieron, otros sufrieron graves heridas. Mi papel en la batalla fue pequeño.

—No me refiero a la batalla; es de esperar que todos participarais en ella. Es lo que sucedió después lo que te ha valido la fama: el hombre que robó la Piedra del Mago delante de las narices de los escotos. Extraordinario. Sería muy difícil planear con más ingenio una serie de acontecimientos para mejorar el prestigio y ganarse la confianza de los hombres. Incluso su adulación, si lo que cuenta Gartnait es cierto.

Bridei notó que le ardían las mejillas.

—Si Gartnait dijo eso, exagera. En ese momento parecía lo más adecuado; una oportunidad que valía la pena aprovechar, un acto que los dioses podrían agradecer. Muchos hombres contribuyeron a ello: Fokel de Galany, Ged de Abertornie y también Talorgen. Yo me limité a ofrecer la pericia con la que contaba. Mi educación me permitió dirigir la extracción de la piedra, su traslado hasta el agua y su transporte lago arriba. Eso fue todo.

—La verdad es que fue un «todo» considerable —señaló Ferada con un tono de voz que por una vez carecía de malicia—. Una acción magnífica. Y la idea fue tuya; sin ti no se hubiera llevado a cabo. Eso fue lo que dijo mi padre. —Le dirigió una mirada a su madre y se quedó callada.

—Gracias. Aprendí de la experiencia. Aprendí que hay ocasiones en las que se deben correr riesgos. Y aprendí a valorar el compañerismo. Les estoy agradecido a los dioses por esos regalos. Espero que Fokel consiga transportar la piedra sin ningún percance hasta el lugar en el que se alzará con orgullo una vez más. La próxima vez que nos dirijamos a los Confines de Galany no será para una victoria simbólica, sino para plantar allí nuestra bandera para siempre. Ese territorio es nuestro; será restituido.

Dreseida lo miraba fijamente con los ojos ligeramente entrecerrados. No había duda de que estaba elaborando una de sus desafiantes preguntas.

—¡Señores! ¡Señoras!

El parloteo se fue extinguiendo. La música se hizo vacilante y acabó apagándose. El que había gritado era uno de los guardias de Drust, un hombre elegido al parecer por su pecho de tonel y su voz estruendosa.

—¡Silencio por el rey! —bramó.

Drust se puso de pie. Bridei vio que apoyaba una mano en la mesa para sostenerse. No obstante, su voz sonó fuerte y firme.

—Bienvenidos todos —dijo—. Tiendo la mano especialmente a los que acaban de regresar del oeste portando la buena noticia de una victoria contra los escotos de Dalriada. Ofrecemos una plegaria por los hombres que se perdieron en esta noble causa, para su rápido y pacífico viaje hacia el reino del otro lado del velo. Que duerman profundamente en brazos de la Diosa Madre y despierten a un nuevo amanecer de la esperanza. Los honraremos el día de la Mesura.

Inclinó brevemente la cabeza; todos los hombres y mujeres presentes en la estancia hicieron lo mismo. Todo el mundo, claro está, menos Faolan; Bridei vio fugazmente al escoto sentado con los brazos cruzados y la acostumbrada expresión ligeramente divertida de su rostro. ¿Aquel hombre trabajaba para Drust? ¡Por todos los dioses, sí que debía de tener unas aptitudes poco frecuentes para que se le permitiera mostrar semejante desprecio en el propio salón del rey!

—Mantendremos a las esposas y a los hijos de los muertos —siguió diciendo el monarca— y los heridos recibirán las atenciones de mis propios físicos, siempre que sea posible. Este salón tiene el honor de recibir esta noche a dos de los líderes de esta magnífica expedición: Talorgen del Pozo del Cuervo y Ged de Abertornie están con nosotros y recibirán mi agradecimiento personal en forma de obsequio. Espero que, en su momento, Morleo de Aguasluengas y Fokel, hijo de Duchil de Galany y verdadero jefe de esas tierras del oeste, viajen también hasta aquí para recibir mi gratitud. A los guerreros que se aventuraron hacia la batalla al mando de estos excelentes jefes, aplaudo vuestros actos de valor. El Guardián de las Llamas os sonríe; se deleita con las acciones de los hombres valientes y honra los corazones valerosos. La Brillante os mira desde lo alto con amor. Os pido a todos que asistáis al elevado ritual aquí en Caer Pridne, que cada uno de vosotros lleve la corona de los sueños y que continuéis hollando vuestro sendero con la luz de la inspiración divina para que os ilumine el camino.

Los hombres profirieron una gran ovación; los pies golpetearon contra el suelo y los puños en las mesas. Bridei se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos. Consciente del atento escrutinio de Ferada y, peor aún, del de su madre, controló la respiración y no dejó que cayeran.

—Acércate, Talorgen, amigo mío. Ged, ven a su lado. Que el Cuervo Negro nos proteja, hombre, ¿quién te teje la ropa? Hay más colores ahí que cualquier arco iris que se haya visto nunca. —El comentario fue recibido con risas generalizadas. Ged, que sonreía con buen humor, se echó la capa multicolor por encima del hombro y fue a arrodillarse junto a Talorgen. Uno no se quedaba erguido tan cerca del rey hasta que no se le daba permiso.

Drust se apartó de la mesa. Se quedó mirando a las personas allí reunidas, la alta y oscura figura de Broichan a poca distancia tras él, como una sombra, y Aniel a su lado con un cofre en las manos. Había dos guardias rondando cerca, flanqueando a los hombres arrodillados; un tercero se hallaba detrás de la mesa y había otros en ambos extremos de la tarima. Drust no corría riesgos. Si entonces ya eran necesarias tales precauciones, pensó Bridei, ¿qué ocurriría cuando llegara la delegación de Circinn para reivindicar su derecho? ¿Qué pasaría con los demás aspirantes? El lugar iba a estar plagado de hombres robustos y bien armados que fingirían no estar haciendo nada en particular. Si no fuera un asunto tan serio, resultaría casi cómico. Lamentó no poder contárselo a Tuala.

—Talorgen, Ged, levantaos. Somos viejos amigos. Os doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón. Habéis conseguido una poderosa victoria para Fortriu, un logro que perdurará en las canciones y en la historia. Como prueba del amor y gratitud del Guardián de las Llamas y de su orgullo por la batalla que habéis librado por él, te entrego esto, Talorgen —Aniel sacó del pequeño cofre un brazalete de oro enroscado, grueso como una cuerda pesada—, y esto para ti, Ged, para que sujetes esas estrafalarias capas que llevas. —El obsequio era un ornamentado broche de oro. Bridei no distinguía los detalles, pero parecía tener insertados unos óvalos de esmalte de varios colores vivos. Ged sonrió agradecido y se lo prendió inmediatamente en la capa. Por lo visto el poderoso rey poseía un buen y afable sentido del humor.

—Gracias, mi señor rey —dijo Talorgen con una inclinación.

—Nos honras —añadió Ged.

—Tenéis que sentaros a mi mesa —dijo el rey—. Todavía tendremos música e historias. Tengo entendido que hay una nueva canción; tiene que ver con cierto joven y el movimiento de un objeto de grandes dimensiones por un terreno extremadamente difícil. Durante estos últimos dos días y noches mi bardo ha estado sudando la gota gorda. Esta hazaña ha proporcionado inspiración a mi espíritu y deleite a mi corazón. El hombre que la ideó y que os llevó a ejecutarla me es muy querido incluso antes de conocerlo. Adelántate, Bridei, hijo adoptivo de mi propio druida.

A Bridei le dio un vuelco el corazón. Sabía que le esperaba algo así, pero no tan pronto; en su opinión, ser el siguiente en recibir los elogios del rey después de Talorgen y Ged le parecía poco apropiado. Tenía unas palabras preparadas; esperaba poder recordarlas.

Se arrodilló delante del rey y sintió su poder como una presencia cálida casi tangible; en efecto, la determinación del Guardián de las Llamas ardía vivamente en su representante terrenal. Cuando Drust le puso la mano en la cabeza a modo de bendición, Bridei notó que todo su cuerpo se estremecía.

—Puedes levantarte —dijo el rey—. Somos parientes. Te pareces un poco a tu madre, y un poco a tu padre también. A Maelchon lo recuerdo como un hombre tenaz, un hombre de determinación férrea que no toleraba de buen grado a los idiotas. Sin embargo, él carecía de la ventaja de una educación druídica. A él no lo educaron en el amor a nuestros antiguos dioses, ni en la reverencia por las bellas tierras de Fortriu. Tengo un regalo para ti, joven. He oído que Ged te obsequió con una capa. Esta noche no la llevas.

Con el rabillo del ojo Bridei vio fugazmente la mueca burlona de Ged y la sonrisa irónica de Talorgen.

—No, mi señor. —Si hubiese entrado en el salón con esa prenda multicolor en el hombro sin duda alguna hubiera sido el centro de atención.

—No importa —dijo Drust—. Este broche irá igual de bien en una capa sencilla; déjame que te lo prenda.

Mientras la corte allí reunida miraba en completo silencio, el rey cogió un pasador de plata del cofre que Aniel sostenía para él y lo sujetó en la capa de Bridei con sus propias manos. Era una pieza preciosa labrada en forma de pájaro, con las alas extendidas y una piedra de color azul para el ojo. El águila en pleno vuelo: la llama de Fortriu.

—Bien hecho, hijo —le dijo Drust en voz baja—. Estamos orgullosos de ti. He oído que has perdido a un amigo muy querido hace poco. Ven, siéntate a mi lado; puedes contarme esa triste historia y luego el relato de tus proezas. Broichan me asegura que la Piedra del Mago no hubiera podido moverse sin utilizar encantamientos druídicos. Aniel y él han apostado por tu respuesta. Yo no he participado, mi esposa no aprueba estas cosas. —Drust sonrió a la reina, que estaba sentada un poco más abajo en la mesa y a la que le apareció un favorecedor hoyuelo en la comisura de los labios—. Vamos, uníos a nosotros. —Alzó la voz de nuevo, dirigiéndose a la multitud—. ¡Comed, bebed, disfrutad de la música, amigos míos! Y dejad que mi bardo se prepare para cantar.

Después de aquello todo fue mucho más fácil, incluso aunque en realidad el rey hubiera anunciado la identidad de Bridei a todos los hombres y mujeres allí presentes. El hecho de que estuviera emparentado con Drust tenía que hacerse público en algún momento y, por supuesto, no era necesariamente equiparable a un legítimo derecho al trono. Eso dependía de una clase de relación concreta; un aspirante debía ser hijo de una princesa de la estirpe real. Además, Drust había elegido sus palabras con cuidado. En ningún momento había pronunciado el nombre de Anfreda Era posible que, entre los que habían bebido demasiado como para prestar atención y los que carecían de inteligencia o interés para unir todas las piezas, la mayoría de la corte siguiera ignorando la posición de Bridei como pretendiente en potencia. De momento. Después de aquello iba a estar bajo la atenta mirada de todos tanto si le gustaba como si no.

Drust era simpático, inteligente, interesado en escuchar. De todos modos no era posible explicar detalladamente la historia de la muerte de Donal. Sólo había una persona con quien Bridei podría compartirlo, puesto que contarlo todo significaría dejar que quien lo escuchara viera sus lágrimas. Se ciñó estrictamente a los hechos y el rey, con mirada sagaz, pasó rápidamente a plantear preguntas sobre poleas y palancas, barcazas y rodillos. Y a hacer indagaciones sobre cómo un grupo de hombres tan numeroso y dispar, agotados tras una larga marcha y ansiosos por emprender el camino de regreso a casa antes de la llegada de refuerzos de Dalriada, pudieron sin embargo ser congregados para llevar a cabo una extenuante tarea cuya grandiosidad sólo podía igualar su aparente locura.

Para explicarlo como era debido fue necesario utilizar cuchillos, cuencos y copas a modo de ilustración. El rey siguió cada uno de los pasos con vivo interés; cuando Bridei terminó, tanto Broichan como Aniel afirmaron haber ganado la apuesta. Aniel decía que todo podía explicarse mediante la fuerza, la destreza y el equilibrio. Broichan declaraba que sin la intervención del Guardián de las Llamas, para que pudiera levantarse la piedra al principio, y la buena voluntad de la Brillante, que permitió que una cosa tan enorme llegara a flotar, la extracción hubiese resultado imposible. Se recitaron plegarias, sin duda, y se salmodiaron invocaciones mientras los hombres manejaban las cuerdas. Los dioses habían sido favorables a aquel joven y a su descabellado plan; ellos querían que la Piedra del Mago estuviera en manos de los priteni, cuya fe se había mantenido inquebrantable. Así pues, fue restituida.

—Y a Fokel le ha tocado lidiar con la enorme piedra hasta el lago del Mago —caviló Drust con el barbudo mentón apoyado en la mano—. Eso también estuvo muy bien pensado, joven Bridei.

—Parecía sensato dejarla en sus manos, mi señor rey. Su gente lo perdió casi todo cuando los escotos tomaron sus tierras. A Fokel le resultaba difícil alejarse de los Confines de Galany después de pisar por fin el suelo de sus antepasados. Es un líder, puede que tenga fama de impetuoso, pero fue lo bastante prudente como para reconocer que todavía no era el momento de quedarse allí, tan aislados, tan alejados de nuestro reducto más próximo. No obstante, no todos sus hombres son tan prudentes. Sin un fuerte propósito, sin una misión, a Fokel podría haberle resultado difícil obligarlos a marcharse de allí, y si se hubieran quedado, habrían sido masacrados al llegar los refuerzos de Gabhran. El hecho de tener que custodiar la piedra les permitió retirarse y mantener intacto su orgullo. —Bridei se dio cuenta de que, además de Drust, todos los demás hombres de la mesa elevada tenían la mirada fija en él.

—Me imagino que discutiste esta teoría con Talorgen y los demás jefes de clan, ¿no? —preguntó el rey.

Bridei notó que las mejillas se le sonrojaban de forma reveladora, como si fuera un niño al que habían sorprendido mintiendo.

—No exactamente, mi señor rey. Estoy seguro de que ya eran conscientes de ello. Exponerlo públicamente en esos momentos podría haber parecido un insulto a Fokel de Galany. Habría dado la impresión de que yo sabía lo que más le convenía. Fokel es un hombre magnífico; lo respeto.

—Broichan, has educado a un joven poco corriente —comentó Drust al tiempo que volvía a recostarse en su asiento. El tablero de la mesa era un embrollo de cuchillos y tazas, con algún que otro pedazo de hueso aquí y allá representando algún elemento de la historia.

—Gracias, mi señor rey. —Si antes Broichan había quedado por un momento sorprendido, su expresión ya era de nuevo, como siempre, absolutamente indescifrable. Podía ser que se sintiera orgulloso. También podía ser que no sintiera demasiadas cosas.

—Veo que ya has empleado bien a Faolan —dijo el monarca bajando la voz y, mirando a Bridei. El escoto se había cambiado de asiento, se hallaba en el sitio que el joven había dejado libre y parecía estar tratando de entablar conversación con lady Dreseida. Ella tenía una expresión glacial.

—Sí, mi señor.

Hubo algo en el tono de Bridei que llamó la atención del rey.

—No lo juzgues mal, Bridei —dijo Drust—. Es el mejor hombre que puedes esperar para un trabajo como este. ¿Por qué imaginas que yo he sobrevivido tanto tiempo?

Aniel carraspeó.

—Claro que tengo unos consejeros excelentes —añadió Drust—, y un druida de cualidades excepcionales, aunque decidió abandonarme durante largos años. No te dejes engañar por los modales de Faolan, Bridei. Es un experto.

—Me preocupa —se aventuró a decir Bridei, no sin cierta vacilación— el hecho de que trabaje contra su propia gente. ¿Por qué un escoto iba a optar por espiar para Fortriu? ¿Por qué llevar una vida entre gente a la que parece despreciar? Lo siento, mi señor rey —al cruzar la mirada con Broichan—, hablo con excesiva franqueza. Sé que te ha servido bien.

—Como te servirá a ti mientras lo necesites. No deberías subestimar sus servicios; valen dos veces más que cincuenta broches de plata. No te cuestiones demasiado sus motivos. Y no le preguntes por su pasado. Sea lo que sea lo que haya allí, es mejor dejarlo donde está: enterrado. Ese hombre es un arma, una herramienta, eficiente y letal. Alégrate de contar con él y no le hagas preguntas.

—Sí, mi señor rey.

En esos momentos sirvieron cerveza mulsa y unos pastelillos con miel y especias y la música empezó a sonar de nuevo. La charla se hizo general; Broichan se alejó para entablar conversación con Talorgen y Tharan; el rey llamó a Ged para que se sentara un rato a su lado y Bridei se encontró junto a la chica de cabellos rubios, Ana, que había permanecido completamente callada desde que se había incorporado a la mesa del rey.

—Te pido disculpas —le dijo con cierta incomodidad. Por poco que se pareciera a las mujeres de la familia de Gartnait, pasaría a ponerlo en su lugar con unas cuantas palabras bien escogidas—. En cierto modo ha sido una falta de cortesía. Los hombres tienen la costumbre de suponer que las damas no están interesadas en temas semejantes. Tu amiga Ferada ya me ha enseñado que con frecuencia eso es un error. Soy Bridei, hijo de Maelchon.

—Yo me llamo Ana, de las Islas Luminosas. Mi primo es rey allí.

Bridei asintió con la cabeza.

—Ferada me lo explicó. Debe de resultarte difícil.

—Me he acabado acostumbrando —repuso, jugueteando con el ribete de flecos de su cinturón—. A veces es duro. El rey Drust me permite ciertas libertades.

—Me han dicho que pasas alguna temporada en Banmerren. ¿Recibes allí educación?

Ana sonrió, lo cual transformó un rostro que ya era bonito en uno de un encanto deslumbrante.

—Una educación estupenda —dijo—. Claro que Ferada y yo, así como las demás hijas de sangre noble no estudiamos las actividades más esotéricas, como la hidromancia o la profecía. Nosotras tocamos la ciencia herbaria, que puede resultar útil. No aprendemos toda la ejecución de los rituales, sólo el papel que tendría que realizar en ellos la esposa de un jefe de clan si se la invitara a hacerlo. Tenemos a una profesora de historia y política muy buena. Tu hermana se distingue en esa clase. —Ana estudiaba el rostro de Bridei; sus grandes ojos miraban profundamente los suyos y la expresión de su mirada cambió—. La echas de menos —dijo en voz baja.

Bridei bajó la vista a sus manos. Debía de estar cansado; no tendría que haber bajado la guardia de ese modo. Había aprendido a ocultar sus sentimientos de un maestro en ese arte. Quizá fuera el dolor de cabeza, que se había aliviado con el roce del rey y que ahora volvía, un dolor punzante como un intenso martilleo detrás de los ojos. No dijo nada.

—Le llevaré un mensaje, si deseas mandarle uno —dijo la joven—. No tardaremos en regresar a Banmerren. Creo que a Tuala le gustará tener noticias tuyas. Aunque le va muy bien en los estudios y complace a nuestras profesoras con su inteligencia, creo que se siente muy sola.

Se hizo imposible no preguntar.

—¿Hablas a menudo con ella? ¿Es amiga tuya?

Ana retorció el cinturón entre sus dedos.

—La verdad es que Tuala no hace amigas. Habla conmigo y con Ferada, a la que ya conocía cuando llegó a Banmerren. Le dieron una pequeña habitación para ella sola, en lo alto de una torre. A mí me pareció raro, como si intentaran mostrar lo distinta que era. Pero creo que Tuala lo prefiere así. Fuera crece un roble y le gusta sentarse en él.

Creo que tal vez sueñe con su hogar. Es una chica poco corriente. Como una pequeña criatura salvaje.

—¿Se portan bien con ella? —No podía molestar a esa chica con la pregunta que de verdad quería que le respondieran. Sólo la propia Tuala podía explicarle los motivos por los que había decidido entrar en Banmerren y darle la espalda.

Ana empezó a responder y a continuación se calló. El bardo del rey había ido a sentarse en el espacio que había frente a la mesa elevada, con una pequeña arpa apoyada en la rodilla. Había llegado el momento de que el relato épico de la Piedra del Mago fuera narrado en todo su esplendor. Bridei se encontró esperando fervientemente que su nombre se mencionara lo menos posible. En su momento había sido una cosa estupenda que había unido a los hombres y había mantenido su mente ocupada, acallado sus sueños sombríos durante un tiempo. No veía razón alguna para que sus acciones fueran inmortalizadas. Los hombres hacían lo que tenían que hacer; si salía bien, eran los dioses quienes se merecían el agradecimiento.

Para su gran alivio, aunque su nombre, por supuesto, aparecía en el relato, el énfasis estaba puesto en el rey Drust, bajo cuya bandera se había llevado a cabo toda la empresa contra los escotos: Drust, que era la personificación terrena del más heroico de los dioses guerreros, el Guardián de las Llamas. Talorgen salía en la historia, y Ged con sus guerreros irisados. Morleo de Aguasluengas y Fokel de Galany también fueron mencionados. Hubo una prolongada y poética descripción de la propia piedra, con una interpretación de sus grabados.

El bardo del rey poseía una voz potente de tono suave para la declamación; sus largos dedos se deslizaban rápidamente por las cuerdas del arpa, evocando asombro, terror, misterio, patetismo, con la pericia de un avezado profesional y el corazón de un verdadero poeta. Al terminar, la multitud lo aclamó a gritos y luego pidieron más música. Sonaron las gaitas, los tambores empezaron a tocar un alegre ritmo y la gente comenzó a apartar las mesas y se dispuso a bailar.

Ferada se aproximaba seguida de cerca por su madre. Estaba claro que acudían en busca de Ana, que se puso en pie. Debía tomar una decisión; quién sabía cuándo volvería a surgir la oportunidad.

—Toma —le dijo Bridei al tiempo que echaba un vistazo a su alrededor para asegurarse de que Broichan no estaba mirando y sacaba la cinta raída de su bolsa—. Dale esto, por favor.

Ana lo cogió y se lo metió debajo del cinturón, para que no se viera. Lo miró una vez más, interrogándolo con la mirada.

—Si pudieras no decirle nada a nadie… Supongo que este tipo de comunicación está prohibido —dijo Bridei en voz queda.

—¿Ningún mensaje? —preguntó Ana.

Ferada se había detenido a hablar con su padre. Dreseida miraba a la multitud, concentrando la atención en el trajín de las parejas que se colocaban formando una hilera doble en el extremo del salón.

—Sólo que respeto su decisión. —El tono fue frío, formal; en ningún caso fue una representación fiel de lo que albergaba su corazón—. Y que espero que sea feliz. No esperaba que la Brillante la llamara de este modo. —Se obligó a detenerse; ya había dicho demasiado.

Ana asintió con un leve movimiento de la cabeza, de repente estuvo allí Ferada para llevarse a bailar a su amiga y el momento terminó.

Mucho más tarde, cuando todos estaban en la cama y una luna creciente del color del oro blanco flotaba a poca altura en el cielo sobre Caer Pridne, Bridei se hallaba de pie en el adarve cerca de los aposentos de Broichan. El punzante dolor de cabeza le había hecho imposible permanecer tumbado simulando dormir; podría ser que por la mañana se viera obligado a pedir al druida alguna poción, aunque sospechaba que ni el más potente de los brebajes de hierbas druídicas resultaría efectivo contra aquel suplicio.

Oyó un sonido casi imperceptible a sus espaldas. Se dio la vuelta de inmediato, con todos los sentidos aguzados y el cuchillo súbitamente en su mano.

—Bien —dijo Faolan, que salió de entre las sombras para situarse bajo la luz de las antorchas—. Creí que te pillaría en las nubes. ¿Tienes por costumbre merodear solo de noche? ¿Dónde están tus guardias?

—Durmiendo. Les dije que descansaran. Breth está junto a la entrada, a menos de cuatro zancadas de aquí. Podría acudir en un momento.

—Tan sólo hace falta un momento para clavarle un cuchillo en el corazón a un hombre —repuso Faolan—. Eres imprudente. No te había tomado por un estúpido.

—Me fastidia pasarme la vida sobresaltándome al ver una sombra. Aprenderé a hacer lo que debo hacer a pesar de ello. Drust es un magnífico ejemplo.

—Ha tenido a expertos protectores. —Faolan avanzó y se quedó al lado de Bridei junto a la pared de piedra de la muralla. En esos momentos había pocas antorchas encendidas; todo estaba silencioso salvo por el murmullo del mar al romper suavemente en las paredes de roca que cobijaban el fondeadero situado más abajo. La luna iluminaba débilmente la playa blanca y el agua negra como la tinta de la bahía—. Y tú también los tendrás. Debes aprender a seguir sus consejos, si quieres vivir tanto como él.

Bridei no podía dejar sin respuesta semejante petulancia.

—Eres joven —dijo—. Seguro que comprendes un poco lo que es que te limiten de esta manera, verse siempre coartado por aquellos que quieren protegerme. Me crio un druida. Estoy acostumbrado a tener momentos de silencio, de soledad. Estoy acostumbrado a pasear por el bosque sin que me molesten. ¿Cómo voy a saber cuál es la voluntad de los dioses si no oigo sus voces? ¿Cómo voy a oírlas si no puedo estar solo en sus grandes lugares agrestes? ¿Cómo voy a ser lo que debo ser sin eso?

—No estoy en absoluto cualificado para hablar de estos asuntos —dijo Faolan— salvo para señalar que otros parecen haberlo conseguido antes. Hay varias personas que expresan un alto grado de confianza hacia ti. Si llegas a ser rey te resultará más fácil hacer tus propias normas. Podrás prescindir de mis servicios; sólo me han contratado para protegerte hasta ese momento. No me importa en lo más mínimo tu necesidad de oír lo que las deidades en las que crees puedan susurrarte al oído. Lo único que me importa es que mi trabajo se haga bien. No espero que desbarates dicha posibilidad corriendo riesgos estúpidos.

Bridei no respondió, la verdad es que no pudo, pues lo inundó una nueva oleada de dolor. Tuvo la sensación de que se le iba a partir la cabeza por la mitad; fue pura fuerza de voluntad que lograra no vomitar a los pies de Faolan.

—¿Qué te pasa? —El escoto se había acercado más y le estudiaba el rostro con detenimiento—. ¿Estás herido? ¿Demasiada cerveza? No puede ser, apenas has bebido una gota. ¿Te duele algo? ¿Tienes jaqueca?

Bridei notó un intenso escalofrío que le recorrió el cuerpo.

—Es algo habitual —dijo en un susurro—. No duermo mucho. Se me pasará.

—Medicinas. Distracción. Trabajo duro. O una mujer —dijo Faolan al tiempo que contaba las opciones con los dedos—. ¿Cuánto hace que no estás con una mujer? Eso puede arreglarse.

—No. —Bridei deseó con todas sus fuerzas no tener que extenderse en explicaciones al respecto. Faolan era el último hombre que elegiría para confiarle un tema tan personal como su voto de celibato, la promesa que había jurado cumplir hasta el día que tomara una esposa.

—Entonces supongo que nos quedaremos aquí conversando incómodamente hasta que se haga de día —dijo Faolan—. O nos sentaremos, quizá. Puede que los escalones sean más cómodos. Eso es; siéntate aquí. ¿Cuánto tiempo hace que sufres estas jaquecas?

El escoto casi parecía simpático. Claro que ganarse la confianza formaba parte de su trabajo.

—Desde la batalla en los Confines de Galany. Quizá antes.

—¿Y cuál crees que es la causa? ¿Es posible que se trate también de las secuelas de un veneno? ¿Algo sutil de efecto retardado?

—Lo dudo. Me imagino que lo averiguaríamos muy pronto, Breth o Garth contraerían la misma dolencia.

—No te gusta mostrar debilidad.

Se hizo un silencio.

—Me han preparado para revelar lo menos posible de mí mismo —contestó Bridei—. Supongo que entenderás que puede resultar útil.

—Yo te interpreto sin dificultad —dijo Faolan en voz baja—. No tienes a nadie en quien puedas confiar. Ni siquiera tu druida tiene conocimiento de tus secretos. En ese sentido ya has aprendido lo que supone ser rey.

—¡Chsss! —siseó Bridei.

—¿Hablaría de esta manera si pudieran oírnos? Al menos en esto puedes fiarte de mí. No tengo ningún deseo de escuchar tus pensamientos más íntimos, créeme. Lo que me interesa es hacer desaparecer tu dolencia. Tengo la responsabilidad de mantenerte con vida y en condiciones al menos hasta el día del Solsticio de Invierno.

—Entonces déjame solo —pidió Bridei, incapaz de disimular el hastío en su voz.

—Solo con las estrellas —caviló Faolan—. ¿Te curará eso el dolor de cabeza? Me retiraré a las sombras adonde pertenezco, Bridei. No abandones esta parte del adarve, necesito seguir teniéndote a la vista.

—¿Pretendes pasarte la noche despierto?

—Lo último que debe preocuparte es mi sueño o mi falta de él. Ora, medita, sueña, haz lo que quieras. Pero quédate donde pueda protegerte. En cuanto a lo de los lugares agrestes y las voces de los dioses, quizá también llegarán con el tiempo. Si no, supongo que todo habrá sido inútil.