Capítulo 14
El sol no había mostrado su rostro en todo el día. Unas nubes que amenazaban tormenta se extendían de norte a sur, de este a oeste, hinchadas de lluvia. De vez en cuando se dejaban ir y mandaban un diluvio que resonaba sobre la techumbre de Banmerren, un aguacero atronador que caía por los tejados de paja y se perdía en centenares de regueros que serpenteaban por los jardines anegados donde hasta los patos se habían refugiado bajo un arbusto. En el interior del inundado complejo tapiado, el día parecía un anochecer, y cuando por fin el sol se hundió en algún lugar por detrás de las nubes, la noche cayó de pronto, como si el dios secreto estuviera impaciente por recibir lo que le correspondía.
El roble estaba prácticamente desnudo; la lluvia se encharcaba en los huecos que formaban sus raíces expuestas. La luz de la lámpara de aceite de Kethra rozaba los montones de hojas de un color amarillo oro, rojizo y castaño que entonces, con la lluvia, adquirían el tono del fértil humus, como si la tierra les reclamara que nutrieran los nuevos brotes de la próxima estación. La voz de la lluvia ahogaba todo lo demás. Tuala siguió a la mujer mayor por el paseo cubierto hacia el interior del edificio principal, donde el fuego del hogar ardía de forma irregular en la amplia estancia central, como si fuera perfectamente consciente del poder de aquel diluvio. El fuego se apagaría antes de la hora del ritual; era sabido que las presencias que asistían a esa ceremonia rehuían la luz.
La casa estaba tranquila. Cuando la puerta se cerró tras ellas, el estrépito de la lluvia se debilitó, y pasó de ser un estruendo que dañaba los oídos a convertirse en un fragor distante. Esa noche, las chicas, que por norma general agradecían la oportunidad de reunirse y hablar sobre su casa y sus amistades, de compartir una cincuentena de pequeños secretos que se habían estado reservando, estaban más serias que de costumbre.
Antes de anochecer habían visto a Fola salir de Banmerren con la cabeza cubierta con la capucha e inclinada para protegerse de la lluvia, seguida por una procesión de mujeres envueltas en capas que avanzaban con solemnidad por el sendero que conducía a Caer Pridne. Se rumoreaba que a Fola no le gustaba el Umbral. Decían que la mujer sabia prefería llevar a cabo los rituales en los lugares de la diosa: allí dentro, al amparo de los muros, en la playa del otro lado, o en la hondonada de los mojones triples. Pero no en Caer Pridne, un reino de hombres, poder y antigua oscuridad. No le gustaba, decían, esa ceremonia en la que la participación de las mujeres era a la vez un privilegio de lo más excepcional y una vergüenza mayúscula. Pero Fola obedecía a los dioses. Los obedecía a todos, incluso al que no se podía nombrar. Así pues, salió encabezando la marcha de sus mujeres, todas las sacerdotisas excepto Kethra, que se quedaría para vigilar a las chicas más jóvenes, y todas las chicas mayores que vestían de verde, Derila la historiadora y sus iguales. No iba con ella ninguna de las chicas más jóvenes; las que se cubrían con ropas azules todavía no podían aprender la manera en que se llevaba a cabo aquel ritual y, por supuesto, no podían asistir a su ejecución.
Previamente, Odha había hecho frente a Kethra sobre aquel tema.
—¿Por qué no podemos ir nosotras también? Al fin y al cabo estamos aquí para aprender. Y queremos ver Caer Pridne, las piedras-toro, la corte del rey y todo lo que allí sucede.
La expresión del rostro de Kethra había cambiado, dio la impresión de que todas sus facciones se tensaban.
—Esto pasa de ser una sandez, Odha. Deberías arrodillarte ante la Brillante y darle las gracias desde el fondo de tu corazón por no tener que estar allí esta noche. Ya te llegará el momento. Eso si no te mandamos a casa por mera estupidez antes de que puedas soñar siquiera en ganarte las vestiduras verdes.
—Pero…
—Ni una palabra más.
En esos momentos se hallaban reunidas delante de la chimenea. Nadie decía nada. Escuchaban la lluvia, evitaban mirarse a los ojos y se sumían en sus propios pensamientos. Tuala hubiera preferido pasar la noche de Umbral sola en su torre, manteniendo a Bridei a salvo en su mente mientras este presenciaba el ritual, deseando con toda su voluntad que tuviera fuerza de espíritu y firme determinación en la más obscura de las pruebas. Pero Kethra la había hecho entrar en la casa. En la torre hacía frío y goteaba agua por el tejado. Tuala tenía que quedarse con las demás; velarían todas juntas.
Las chicas ya estaban familiarizadas con el Umbral, por supuesto. Se solemnizaba en todas las casas de Fortriu, en todos los poblados y en todas las comunidades. Se honraba a la Diosa Madre, se apagaban las luces y se daba la bienvenida a los espíritus de los muertos; unas corrientes de aire frías y arremolinadas señalaban la danza espiral de las sombras por entre los vivos, delante y detrás de ellos, en torno a ellos, entremezclándose, rozando una mejilla o una mano con unos dedos gélidos, una boca temblorosa con unos labios helados. Broichan siempre había sacrificado una criatura al dios, normalmente un pollo o un cordero de otoño. La primera vez que a Tuala se le permitió quedarse levantada para el rito, Bridei le había dicho que se metiera los dedos en los oídos y que cerrara los ojos cuando llegaran a esa parte, pero ella había mirado y luego lamentó haberlo hecho. Después de la ofrenda se oraba, se compartían los alimentos rituales y se encendía una única vela: se recuperaba la esperanza, el camino hacia delante seguía milagrosamente iluminado incluso en unos momentos de oscuridad y muerte. Tuala lo comprendía; lo había hecho incluso siendo aún muy niña. El roble dormía; no había señales de verdor, ni un atisbo de vida excepto por las lentas y profundas historias de su interior, la extraña y maravillosa transformación de las hojas marchitas en suelo fértil que nutría sus brotes ocultos. De esta forma descansaban hombres y mujeres mientras el camino que tenían por delante se formaba de nuevo en algún punto del laberinto secreto de sus sueños.
Así era el Umbral en Pitnochie, en el Pozo del Cuervo y en todo el territorio de Fortriu. En Caer Pridne era distinto. El promontorio sobre el que se había construido la fortaleza del rey albergaba un lugar en las profundidades de la tierra, una oscura grieta consagrada al más antiguo de los dioses, aquel cuyo nombre no podía pronunciarse de tan temido que era entre los priteni. A lo largo de innumerables eras los reyes de Fortriu se habían adentrado en el Pozo de las Sombras en el Umbral para llevar a cabo el ritual que esta deidad exigía. Era necesario; la historia lo había demostrado del modo más cruel. Wid y Erip habían hablado de cierto monarca que no podía sobrellevarlo; bajo su mandato el pozo se había sellado y el camino se había cerrado. Al principio todo pareció seguir igual. Pero luego vinieron las estaciones de oscuridad: tres años sin verano. Una neblina tapó el cielo día sí y día también; el Guardián de las Llamas quedó reducido nada más que a una leve palidez, proporcionando escasa luz y menos calor. La Brillante se retiró tras su halo y no dirigía su mirada sobre aquella tierra desobediente. Las cosechas se malograban antes de alzarse ni un palmo sobre la tierra; el hambre y las enfermedades asolaron Fortriu. La gente pereció por millares y los supervivientes se volvieron medio locos, hambrientos tanto de comida como de luz. Se postraron, desesperados, rogándoles a los dioses que tuvieran compasión. Al cuarto año de oscuridad, la Diosa Madre se llevó al rey al otro lado del velo y los jefes de clan de Fortriu eligieron a un nuevo monarca. Aquel Umbral, los hombres de Caer Pridne se reunieron una vez más junto al Pozo de las Sombras y la ceremonia se desarrolló en su antigua forma. Los veranos regresaron.
Los priteni tardaron mucho tiempo en recuperarse de las estaciones de oscuridad. ¿Cómo pueden los hombres soportar el terror de vivir en una sombra perpetua? Aquello había ocurrido en una época que algunos aún recordaban. Se decía que en el sur, al otro lado del muro romano, el azote duró más todavía, pues la estación oscura había ido seguida de distintas plagas y a los pocos que sobrevivieron a los años de hambruna y enfermedades no les quedaron ni fuerzas ni voluntad para emprender la larga tarea de volver a convertir las tierras baldías en fincas fértiles y pastos saludables.
Tuala sabía que, en general, la ejecución de la ceremonia tendría mucho en común con la versión que Broichan realizaba en casa. Pero sería distinta: al ritual del rey solamente asistían hombres, y su procedimiento exacto era secreto. Las mujeres sabias de Banmerren no bajaban al pozo. Ellas tenían una función concreta, y cuando la habían llevado a cabo, velaban en la costa situada por debajo de la fortaleza hasta el amanecer, lo que iba a resultar especialmente duro aquella noche; la Brillante había envuelto su resplandor, quizá avergonzada por lo que debía hacerse para aplacar al más antiguo de los dioses. Las mujeres regresarían a Banmerren empapadas y muertas de frío. Y tristes. ¿Cómo no iban a estarlo?
Tuala tenía la vista clavada en el fuego. Se preguntaba si de verdad las demás no sabían lo que estaba a punto de ocurrir esa noche o si estaban fingiendo porque la verdad era demasiado difícil de aceptar. Erip y Wid, a lo largo de los años, habían hecho referencias suficientes al rito como para que Tuala se pudiera imaginar lo que no sabía. Morna, la chica de tez pálida y ojos extraños, había salido detrás de Fola, cubierta con la capa y la capucha de color gris, como si ya fuera una sacerdotisa; imposible, Morna era demasiado joven y tan sólo llevaba en Banmerren un año aproximadamente. Ese día Morna caminaba de una manera rara, como si en su mente no estuviera abriéndose paso por un camino embarrado bajo un cielo amenazador, sino pisando algún otro sendero totalmente distinto, uno compartido únicamente con dioses y espíritus.
Siguió avanzando la noche; al fuego le costaba mantenerse encendido. Ninguna de las chicas pidió que la excusaran para retirarse a la comodidad de su cama. Esa noche había demasiados rincones oscuros en los dormitorios, demasiadas sombras con forma extraña. Una a una, las jóvenes se apoyaron en las paredes, pusieron la cabeza en las mesas o se estiraron en los bancos y el sueño las reclamó. Cuando se acercó la hora del ritual, sólo Kethra y Tuala lo supieron, sentadas como estaban una a cada lado de la chimenea.
—¿Tuala?
—¿Sí?
—Te he visto practicar la hidromancia; he visto el poder de las imágenes que puedes invocar. ¿Por qué ya no utilizas esta habilidad? Al dispensarte de mis clases pensé que te vería progresar por tu cuenta. Había esperado que Fola y yo podríamos enseñarte a aprovechar tu talento para utilizarlo mejor. Pero no te he visto con un cuenco de hidromancia desde aquella primera vez.
—Creo que podría ser… peligroso. Lo que veo suele llenarme de inquietud.
—El ojo del espíritu no se abre para que la vidente se reconforte, sino para que pueda aprender —dijo Kethra—. Es de esperar que se sienta afectada; después de semejantes visiones hay que aceptar el agotamiento del cuerpo y el espíritu. Tener miedo de utilizar tu talento, sobre todo cuando eres tan hábil en este arte, parece desobediencia, un claro desacato a la voluntad de la diosa. Y tú estás en Banmerren como sierva suya. ¿Acaso una buena hija de Fortriu no obedece a la Brillante en todo?
Tuala no respondió.
—Dime —Kethra se inclinó hacia ella, con los codos apoyados en las rodillas; la luz del fuego dejaba ver sus ojos inquisidores, las pequeñas arrugas en torno a su boca, el cabello fuertemente disciplinado—, ¿puedes invocar lo que deseas encontrar en el agua? ¿Puedes controlar tu don hasta ese extremo? ¿Ahora mismo podrías mirar y ver lo que está pasando en ese lugar oscuro y secreto de Caer Pridne si quisieras?
De repente Tuala sintió mucho frío; era como si estuviera en el borde del Pozo de las Sombras, tambaleándose sobre un cuadrado de agua oscura como la tinta.
—A veces puedo dominarlo —susurró—. A veces la diosa manda otras imágenes. Creo que si mirara un cuenco de hidromancia esta noche sería eso lo que viera. El rey. El pozo. Pero las mujeres tienen prohibido asistir al ritual.
—No asistiríamos —dijo Kethra en voz baja—. Sólo se nos permitiría ver un reflejo de algo parecido a la realidad. ¿Puedes hacer que otra persona participe de tu visión? ¿Puedes compartirla?
—No lo sé. —Tuala estaba temblando. La sugerencia de Kethra la había alarmado; y más alarmante aún fue darse cuenta de que eso era exactamente lo que ella quería hacer; lo necesitaba hacer, para así poder compartir el momento oscuro con Bridei, paso a paso, respiración a respiración.
—Si nos cogemos de la mano —dijo Kethra— y las dos ponemos nuestra voluntad en ello, quizá la diosa nos permita tener la misma visión. Tú posees un gran talento natural. Yo soy experta en este arte y dispongo de métodos para controlarlo. Juntas podríamos hacerlo bien.
Tuala se la quedó mirando fijamente. Kethra era una mujer sabia. Ya debía saber que lo que le proponía estaba prohibido. Sin duda era un poco distinto a asistir en persona al ritual secreto, algo que ninguna mujer podía hacer. Espiar el rito suponía enojar a los dioses, arriesgarse a recibir un terrible castigo. Pero aun así Tuala también quería hacerlo. Su deseo se hacía más fuerte cuanto más pensaba en ello. Bridei estaba allí. Podría verlo en ese mismo momento, enseguida. Podría mantenerlo a salvo en sus pensamientos mientras él soportaba la crudeza de la ceremonia.
—Fola no lo aprobaría —dijo.
—Con el tiempo a Fola se le hubiera ocurrido lo mismo. —La voz de Kethra, aunque queda para no despertar a las alumnas que dormían, era del todo firme—. Tus habilidades la fascinan. Te trajo aquí, imagino, no tanto por lo que podríamos enseñarte, sino por lo que tú podrías transmitirnos. Créeme, si Fola no tuviera que pasar la noche temblando a orillas del mar estaría aquí a nuestro lado mirando en el cuenco. ¿Lo harás? Ya casi debe ser la hora.
Tuala no dijo nada, se limitó a levantarse cuando Kethra lo hizo y fue a buscar un aguamanil con agua mientras la profesora preparaba el cuenco de bronce. El agua se arremolinó y se asentó. Tuala tomó las manos de Kethra por encima de la mesa, estaban situadas cara a cara con el cuenco de hidromancia entre las dos y juntas inclinaron la cabeza sobre la superficie. El fuego casi se había extinguido y la estancia se hallaba prácticamente a oscuras. Ardía una vela; los rostros de las muchachas que dormían eran unos pálidos óvalos en medio de las sombras. Tuala notó que el corazón le latía más despacio y que su respiración se sosegaba. Entonces la diosa la llamó y la sumió en la oscuridad.
Una procesión; la lluvia había remitido, las mujeres sabias se acercaban a Caer Pridne, el cabello plateado de Fola le caía suelto por la espalda. Otra mujer caminaba a su lado. No, no era una mujer, era una chica, una chica de tez lívida y mirada vacía con unos rizos castaños que le llegaban a la cintura y un vestido inmaculado del más blanco lino bajo la capa gris de una mujer sabia. Morna: la que de pronto había desaparecido de las clases y sólo volvió a verse fugazmente como una sombra para esfumarse después, aquella cuyos ojos no parecían ver más que sueños. A su otro lado iba Luthana, la experta en ciencia herbaria, la que pasaba largos días cavando, podando y matándose a trabajar sobre teteras humeantes. Llegaron a las puertas de hierro de Caer Pridne; Tuala vio las piedras-toro a ambos lados del camino, unos formidables bloques en los que la imagen de la criatura aparecía débilmente iluminada por la luz de las antorchas. Tal vez esas bellas representaciones habían sido grabadas por Garvan, el hombre al que no había podido sorprender con una historia de deseo y autocontrol, Garvan, de quien podría ser entonces la esposa de no haber elegido el camino de la Brillante.
Aguardaban en silencio, Morna inmóvil y pálida entre las dos mujeres mayores y las sacerdotisas de Banmerren detrás de ellas por parejas sin las capuchas y con las manos cruzadas sobre el pecho. Fola y Luthana no adoptaron esa pose; cada una de ellas tenía agarrada una de las frágiles muñecas de Morna, como si la chica fuera a alejarse si no la sujetaban de ese modo. Morna miraba fijamente al frente a través de las puertas. Precisamente así, pensó Tuala, miraría una mujer ciega, sin saber si lo que tenía delante era hermoso o lastimero, algo maravilloso o un objeto aterrador. Kethra apretó las manos de Tuala. Ella estaba acostumbrada a buscar sus visiones sola; siempre le había parecido que estaba muy mal hacerlo en compañía de alguien que no fuera Bridei. Cuando los Seres Buenos habían mirado por encima de su hombro en el Espejo Oscuro, había sentido ira y resentimiento. Esa noche agradeció la tranquilidad que le proporcionaba la presencia de Kethra, la cálida realidad de su contacto.
En el agua daba la sensación de que pasaba el tiempo; las nubes se arremolinaban y enturbiaban el cielo oscuro. Empezó a llover, pero las mujeres no se pusieron las capuchas y permanecieron con la cabeza al descubierto. Al final aparecieron unos hombres en el interior de las puertas, una fila de guerreros, de dos en dos, encabezados por tres individuos con vestiduras negras: Broichan en el centro, su oscuro cabello peinado con las múltiples trencitas propias de la profesión de druida y los ojos como dos huecos ensombrecidos en un rostro al que la luz incierta de la velada luna y de las parpadeantes antorchas daban un aspecto cadavérico. A su derecha había un hombre enjuto, de cabello cano, labios apretados y mirada astuta. A la izquierda de Broichan había un hombre más alto, de mirada dura y apariencia adusta. Un par de guardias se colocaron sigilosamente tras los cerrojos de hierro y tiraron de las puertas para abrirlas.
Hubo un intercambio de palabras: Broichan habló, Fola respondió. Una secuencia formal de preguntas y respuestas. Con el oído del espíritu y su conocimiento del ritual, Tuala intuyó su significado.
—¿A qué habéis venido?
—A arreglar lo que se ha roto. A devolver lo que fue arrebatado. A comprometernos de nuevo.
—¿Qué ofrecéis?
—Pureza. Obediencia. Sacrificio. La renuncia del propio ser a la esencia del dios.
—¿Es una ofrenda perfecta?
—Es perfecta. —Fola inclinó la cabeza.
—Es íntegra —dijo Luthana, y a continuación soltó la mano de Morna y se alejó caminando hasta el final de la fila. A su vez, todas las mujeres de Banmerren dieron un paso adelante y expresaron su afirmación al druida; al dios oscuro del cual Broichan debía ser el representante esa noche.
—Es pura.
—Está llena de luz.
—Es completa.
—Es de lozana juventud.
—Es obediente.
—Es la adecuada.
Una a una, las mujeres hablaron y se retiraron, hasta que sólo quedó Morna allí de pie, en silencio, inmóvil, con la menuda y erguida Fola a su lado. Entonces esta se movió para quitar la capa de los estrechos hombros de la muchacha y Morna se quedó frente a los hombres con su vestido del blanco más puro, una figura delgada y frágil a la luz de las antorchas. A pesar de la lluvia y el frío cortante del invierno, permaneció completamente inmóvil.
—Es perfecta —repitió Fola, y fue a situarse frente a Morna. Fola era una mujer pequeña; tuvo que ponerse de puntillas para que su rostro quedara a la altura del de la chica. La mujer sabia besó a Morna en la frente, una despedida formal, y a continuación la soltó y se alejó. Los rasgos de Morna permanecieron impasibles; se dirigía a un mundo distinto.
—Es buena —dijo Broichan, que avanzó y tocó a la chica en el hombro. Sus ojos no parpadearon, no dieron muestras de reconocer ningún cambio. Entonces Morna atravesó las puertas de Caer Pridne, siguiendo los pasos del druida, y estas volvieron a cerrarse tras ella, dejando fuera a Fola y a sus mujeres sabias.
Tuala respiró agitadamente; sintió, más que vio, que Kethra hacía lo mismo. El agua se rizó y volvió a quedar en calma una vez más.
Las mujeres sabias estaban junto a la costa, el viento arreciaba, se arremolinaba en torno a ellas, les levantaba las capas y daba a sus formas el aspecto de pájaros, murciélagos o criaturas de algún lugar oculto del bosque, manifestaciones del Cuervo Negro que no acababan de ser ni una cosa ni otra. Fola las guiaba para formar un círculo. No hubo ritual; ni hubo saludos, rezos ni ritos de tejidos elementales. Permanecieron allí de pie en silencio, sin tocarse, como piedras paradas en una llanura ensombrecida; como un bosquecillo de árboles pequeños en una cañada oculta. El viento soplaba y levantaba la arena hiriente en torno a ellas; enmarañaba sus largos cabellos, grises, blancos, rojizos, rubios; tiraba de sus ropas y helaba sus cuerpos. El rocío salino siguió a la arena; la lluvia caía sobre ellas, mezclándose con sus lágrimas. Tuala vio que incluso Fola lloraba. No se movieron. Velarían de ese modo hasta el amanecer.
La imagen cambió, se disipó; el agua del cuenco de hidromancia se oscureció y permaneció así durante un rato. El único punto de luz era el reflejo de la vela que luchaba contra las pequeñas corrientes de aire que se arremolinaban por la estancia. Podía oírse débilmente el sonido de la respiración, suave y acompasada, de las chicas que dormían, lo que resultaba reconfortante.
Un brillo pálido en el agua: el vestido blanco de Morna, su rostro más blanco todavía. Aún se mantenía el trance causado por rezos, ayuno, soledad prolongada y dura preparación. Una procesión se abría camino por Caer Pridne, hacia el interior de la fortaleza del rey, ya no se trataba de una simple hilera de guerreros, sino que era una reunión más solemne, aunque había pocas antorchas. Aquel dios amaba la oscuridad; los hombres sólo llevaban luz suficiente para poder ver dónde pisaban. Morna caminaba entre ellos como un espectro ensombrecido por la oscura forma del druida del rey. Describieron un trayecto en espiral siguiendo los adarves y subiendo por los empinados escalones de un nivel a otro. Cuando llegaron a un patio superior los guerreros formaron un gran círculo en aquel espacio, en cuyo centro se situaron la chica vestida de blanco y el druida. Se oyó el grave sonido de un cuerno; Tuala no sabía si aquella nota estaba sólo en su mente o si el crudo viento la había traído por toda la bahía desde la fortaleza del rey hasta la protegida casa de Banmerren. Parecía el lamento de un enorme animal herido que gritara angustiado. Se abrieron las puertas; un grupo de hombres salió del interior de la fortaleza. Todos llevaban ropas oscuras; las expresiones de algunos rostros eran sombrías. Entre ellos había uno que podía reconocerse inmediatamente: el rey, sin duda, aunque no llevaba corona de plata, torques de oro, joyas, ni ningún otro adorno, sino las mismas vestiduras oscuras que envolvían a sus compañeros. Su identidad estaba en su rostro, unas facciones descarnadas y un tono de piel grisáceo, los ojos brillantes por el dolor, una boca que mostraba la severidad de la disciplina. La autoridad resplandecía en sus rasgos a través de una máscara de muerte. La voluntad de Drust era formidable. Dirigió la vista hacia el otro lado del patio, miró a Broichan, que esperaba, y el druida cayó de rodillas. Todos los hombres allí presentes hicieron lo mismo, todas las cabezas se inclinaron como muestra de reconocimiento. Era un momento de absoluto valor; una demostración de verdadera realeza.
A continuación, y durante un rato, el agua sólo mostró imágenes fugaces. Un atisbo de Fola, Derila y Luthana, inmóviles y con aspecto grave, firmes bajo el azote del viento y el frío lacerante de la noche. Los hombres caminaban de nuevo, avanzaron por la cima y bajaron por un pequeño camino secreto. Los guerreros se quedaron atrás, las antorchas se encajaron en los soportes. Sólo unos pocos siguieron adelante mientras el sendero se hundía, haciéndose cada vez más estrecho, descendiendo al corazón de la colina. Tuala veía sus caras, que se iban iluminando por turnos a medida que pasaban junto a la antorcha situada en el extremo de un tramo de escaleras increíblemente empinado que descendía hacia las mismísimas entrañas de la tierra. Ahí estaba el rey, estoico y tenaz, con el dolor reflejado en su semblante. Sus consejeros iban detrás de él. Luego seguía Broichan, cuyo rostro era una máscara, y Morna, con su vestido blanco y sus ojos que miraban sin ver. Quizá no supiera nada, no comprendiera nada; quizá lo supiera todo, lo comprendiera y lo aceptara, viajando entonces por un reino en el que la Brillante aplaudía su bondad y la Diosa Madre extendía sus brazos con una promesa de paz. Había que esperar, desear y rezar para que así fuera.
Otros hombres iban detrás, uno alto con el cabello pelirrojo, y varios más, Talorgen y su hijo entre ellos. Y Bridei. Allí estaba, vestido con una larga túnica oscura, el cabello suelto sobre los hombros y una estrecha cinta verde atada alrededor de la muñeca. Entonces Tuala ya no pudo mirar otra cosa. Deseó con todas sus fuerzas que sus pensamientos llegaran hasta él, que su amor lo rodeara. Le dolía la cabeza; se dio cuenta por el gesto de su boca, por la arruga de su entrecejo, por las manos que se alargaban para rozar los altos márgenes al pasar por el camino situado a un nivel más bajo. Llevaba tiempo sin dormir; tenía unas ojeras púrpura y estaba más delgado. A pesar de todo se mantenía fuerte y erguido y no dejaba vagar su mente, sino que observaba a los demás: al rey, a los consejeros y a Broichan. Sobre todo a Broichan.
El agua del cuenco estaba cambiando. Mientras Tuala miraba, empezaron a formarse unos diminutos cristales en los bordes, helando la superficie, y se alzó un frío que le provocó escalofríos e hizo que le dolieran los oídos y la nariz. Sin embargo, la habitación seguía manteniendo el último calor del fuego; el gato, Sombra, dormitaba en el hogar, bien enroscado sobre sí mismo; las chicas dormían plácidamente, cubiertas tan sólo por sus capas. Era la visión la que retenía el frío. El aliento gélido provenía directamente del lugar secreto del dios: el Pozo de las Sombras.
Bajaron por las escaleras. El camino estaba débilmente iluminado por las velas que se habían encendido con la última antorcha. La luz irregular apenas revelaba las resbaladizas superficies de piedra, un techo abovedado. Al pie de los escalones se abría una cueva cuyo suelo no era de tierra, ni de roca ni de esteras, sino de una repentina agua oscura. Frío; más frío que el toque del hielo en el espino, más frío que el viento cortante que temblaba por los páramos, más frío que el beso de los labios de un hombre muerto. En torno al borde del pozo había una cornisa con la anchura justa para una persona; uno a uno, el rey, los guerreros y los consejeros pasaron a ocupar su lugar allí, rodeando el agua. En el extremo más alejado, en el lado opuesto a la escalera, se colocaron el rey y el druida, y Morna entre ellos dos. La chica brillaba débilmente a la luz de las velas entre aquellos hombres vestidos con ropas tenebrosas, como si fuera una manifestación menor de la mismísima Brillante. El agua era oscura como la tinta; ni la joven del vestido blanco ni la pequeña llama parpadeante se reflejaban en la superficie prohibida.
El corazón de Tuala empezó a latir aceleradamente a pesar de todos sus esfuerzos por mantener la calma. Tenía las manos húmedas de sudor; Kethra se las aferraba tan fuerte que le hacía daño. ¿Dónde estaba Bridei? ¡Ah! Estaba allí, cerca del rey Drust. Broichan había enseñado bien a su hijo adoptivo. A pesar del dolor de cabeza, disimulaba y mantenía una expresión circunspecta. Otros no eran tan hábiles. El hombre alto y pelirrojo tenía aspecto de ir a desmayarse en cualquier momento; muchos de ellos daban muestras de tener frío y se arrebujaban en sus capas o vestiduras. Y había un individuo de mirada dura cuyos rasgos mostraban abiertamente su repugnancia por lo que allí estaba pasando.
Se trataba de un rito sencillo y breve. Tuala comprendía los motivos para que así fuera. La cueva del dios oscuro no era un lugar donde un hombre en su sano juicio quisiera estar mucho tiempo, y tampoco era aquella una práctica que facilitara los rezos prolongados, los retrasos o la ocasión de cuestionar con demasiado detalle su naturaleza y significado, o de empezar a dudar.
Habló Broichan: palabras rituales acompañadas de gestos, una secuencia de signos que a Tuala le resultaban absolutamente desconocidos. Quizá fuera un encantamiento druídico; al final extendió los brazos, profirió un enorme grito y la oscuridad pareció envolverlo, alzándose desde el agua, surgiendo de la gélida atmósfera, de las antiguas piedras, haciéndolo inmensamente alto, más anciano de lo que se podía contar en años y lleno de un poder ávido e implacable. Tuala apenas podía respirar; los rostros de los hombres mostraban sobresalto, temor, como los de unas criaturas atrapadas esperando el golpe de un cazador. El druida volvió a gritar, un ensalmo en una lengua que Tuala no comprendía. Entonces él agarró a Morna por un hombro y el rey Drust por el otro y ambos cayeron de rodillas, empujando a la chica al suelo entre ellos.
—Recemos para que no vuelva en sí antes de que esto termine —susurró Kethra con la voz trémula de una chiquilla aterrorizada—. Recemos para que la diosa no aparte su mirada al final.
Tuala vio el rostro de Bridei, joven, petrificado, con demasiadas cosas en su mirada; los ojos del rey mostraban el deber que combatía con el dolor. En los adustos rasgos de Broichan había algo demasiado terrible de contemplar, pues en ese momento el dios Innominado habitaba en él y el poder estaba en todos los rincones de su ser: no el poder vivo y vibrante del Guardián de las Llamas, ni el eterno flujo y reflujo de la Brillante, ni siquiera la profunda sabiduría de la Diosa Madre, sino una misteriosa energía que fluía por debajo y más allá de todos ellos, un secreto, algo terrible que hacía que los hombres desviaran la mirada, pero al mismo tiempo se sintieran atraídos, pues los oscuros deseos de esa deidad tenían su pequeño reflejo oculto en lo más profundo de cada uno de ellos.
Morna, entre el rey y el druida, tenía la espalda curvada y el rostro inclinado por encima del agua. Su larga cabellera caía hacia delante, casi tocando la superficie impenetrable. Estaba inmóvil, aquiescente. Tuala aguantó la respiración.
Desde el exterior de la cueva, arriba, en la ladera, el cuerno sonó de nuevo con una quejumbrosa y desgarradora nota de sufrimiento. Invocaba al dios; la ofrenda estaba lista. Entonces, con tanta rapidez como una flecha se clava en el corazón, Broichan le puso la mano en la nuca a Morna y le metió la cabeza en el agua. Al otro lado, Drust hizo lo mismo, pero más débilmente; el hombre enfermo no tenía la fuerza del druida, que esa noche era la fuerza de un dios. A Tuala le dio un vuelco el corazón; unas repentinas lágrimas de miedo le inundaron los ojos. No hubo forcejeo; Morna permaneció arrodillada sin moverse en la estrecha cornisa, sus blancas faldas flotando a su alrededor, su cabello oscuro extendido en las aguas oscuras y el rostro invisible bajo la superficie. La mano de dedos largos del druida agarraba con fuerza su cuello menudo; el rey y él la sujetaban por los brazos, sosteniéndola para que no perdiera el equilibrio mientras ella se ahogaba, moría… Era un acto de perfecta obediencia.
Tuala se había olvidado de respirar; unas motas bailaban ante sus ojos, perdería la visión, quería que se fuera, quería… Kethra tomó aire.
La postura de Broichan se había vuelto incómoda. Tenía la mano en el cabello de Morna, los nudillos blancos. En esos momentos el cuerpo de la muchacha estaba rígido; los dos hombres usaban todas sus fuerzas para que no se moviera. Al rey le sobrevino un acceso de tos; se tapó la boca con la mano, esforzándose por seguir agarrado a la estrecha cornisa. Sólo Broichan sostenía entonces a la chica, que tenía el rostro bajo el agua. Drust apartó los dedos de los labios. Los tenía manchados de sangre. A su lado, Broichan hizo un leve sonido cuando su pie se deslizó por las resbaladizas piedras del borde del pozo. Se oyó un chapoteo; finalmente Morna había notado el frío contacto de la Diosa Madre y estaba luchando con todas sus fuerzas. Agachado a medias en el mismísimo borde del pozo, Broichan dijo algo entre dientes y la mirada de Drust se dirigió, con una apremiante súplica, a aquellos a los que, por parentesco, podía apelar para que lo ayudaran. Tuala vio que el hombre alto y pelirrojo inclinaba la cabeza y no se movía. Un segundo hombre fingió no entender lo que quería el rey.
—Ayudadme —dijo Drust en voz alta, y miró directamente a Bridei.
A Tuala se le heló el corazón; cerró los ojos y casi soltó las manos de Kethra. Pero no lo hizo; esa visión debía ser compartida con todo su horror y grandiosidad; los dioses así lo requerían. Bridei avanzó poco a poco en torno al pozo, pisando con el mismo cuidado que un gato; otros hombres se apretaron contra las paredes de piedra para dejarle pasar. Se arrodilló al lado de Drust, lo agarró por el brazo y lo mantuvo en equilibrio y a salvo mientras el rey alargaba la mano hacia Morna de nuevo. No llevó mucho más; el agua estaba muy fría. No pasó más tiempo del que se tarda en contar dos veces los dedos de las manos y los pies de una persona, no más que el que se tarda en cortar una gavilla de romero o en atar pulcramente una cinta. Quizá un poco más; era necesario asegurarse de que el sacrificio había sido realizado y el dios estaba satisfecho. Entonces sacaron a Morna del agua, blanca y sin vida, el rey se puso de pie con la ayuda de Bridei, hizo una señal de bendición sobre el pálido rostro de la muchacha y le colocó las manos en el pecho.
Uno de los hombres, un individuo alto que había estado situado junto a Bridei en la cornisa, cogió a Morna en brazos, listo para llevársela de la profunda cueva. El druida alzó las manos una vez más, y las mangas de sus vestiduras cayeron dejando al descubierto una hilera tras otra de pequeñas marcas allí tatuadas, no los signos de un guerrero, sino los profundos y sutiles símbolos de la profesión de druida, criatura y hierba, piedra parada y estrella lejana, formando espirales por su piel blanca con palabras escritas aquí y allá con el alfabeto secreto de la hermandad, como filas de diminutos árboles misteriosos. Gritó una vez más, un sonido áspero y grave, y a Tuala le dio la impresión de que aquel grito hacía brillar la cueva, y que en las paredes y el techo alto por encima del Pozo de las Sombras se dejaban ver los grabados, signos del dios tallados allí por los antiguos antepasados, un reflejo de los dibujos que se extendían por la piel del druida, uniéndolo íntimamente con el poder que habitaba allí en el corazón de la tierra, así como en los más oscuros recovecos de los corazones de los hombres. Su grito resonó dolorosamente en la cabeza de Tuala y le transmitió una sensación desagradable. Notó las manos temblorosas de Kethra.
El sonido se fue apagando. Una vez más volvió a formarse la procesión de hombres que avanzaron lenta y cuidadosamente por la cornisa y por las escaleras que los condujeron al aire y a la luz. El hombre grandote llevaba a Morna con facilidad; era una chica delgada y menuda, que había llegado a Banmerren desde el oeste, cuando sus padres murieron en una incursión de los de Dalriada y no quedó nadie más para acogerla. Una chica tranquila que sólo quería complacer a todo el mundo; eso era lo que Tuala recordaba haberles oído decir. Bridei caminaba cerca del rey, sujetándolo firmemente por el codo para que no perdiera el equilibrio. Drust parecía estar muriéndose de cansancio; le brillaban los ojos como si tuviera fiebre y tenía la piel muy tirante sobre los huesos. Aun así, caminaba como un rey, con la espalda recta, la cabeza alta. En cuanto a Bridei, parecía impasible, calmado. Era fuerte; Tuala había temido que no pudiera soportarlo. Los hombres lo miraban y ella vio respeto en sus caras, y también resentimiento. Lo miraban como si fuera el hombre que ellos hubieran deseado ser si tuvieran el valor suficiente. Bridei parecía un dechado de control. Su expresión no dejaba traslucir nada en absoluto, excepto para Tuala. Ella lo conocía mejor que a sí misma. Leyó su mirada y vio la pena que había en sus ojos. Sintió el fuerte dolor punzante como si estuviera en su propia cabeza. Supo que su corazón latía con fuerza, supo que se sentía preso de la culpabilidad y que también sentía repugnancia. Reconoció en ello la presencia del dios oscuro y fue incapaz de ayudar a Bridei a librarse de ella.
—Se ha ido —dijo Kethra con voz extraña, y le soltó las manos a Tuala. Y así era, en el cuenco de bronce no había nada más que un oscuro charco de agua clara. La habitación estaba fría y muy silenciosa. Tuala parpadeó y se enjugó las lágrimas de los ojos; vio que Kethra, frente a ella, se pasaba la mano por las mejillas y oyó que respiraba hondo. De pie en torno a ellas, formando un silencioso círculo, arrebatadas, anonadadas por el poder de su oscura visión, estaban las alumnas más jóvenes, con el rostro pálido y los ojos muy abiertos bajo sus vestiduras azules. Como chiquillas que se hubieran despertado de pronto de una pesadilla demasiado terrible para contarla, miraban fijamente, enmudecidas, a aquellas que le habían dado forma. En ese momento Tuala fue consciente de la importancia de su desobediencia. Había mirado allí donde no debía; se había inmiscuido allí donde ninguna mujer pertenecía. Al igual que una piedra lanzada en una tranquila charca, un acto como aquel podría provocar unas reacciones de gran alcance. ¿Quién sabía qué castigo se le antojaría infligir a aquel dios oscuro? Y aun así no fue capaz de lamentarlo. Kethra fue la primera que pudo hablar.
—Odha, atiza el fuego. Deira, trae leña del cesto. Las demás, encended algunas velas más. El ritual ha terminado, al menos para nosotras. Esta noche dormiremos aquí, todas juntas delante del fuego. Quitad a ese gato de ahí, está absorbiendo el poco calor que queda. Bueno, necesitaremos pan, miel y una infusión de hierbas que os ayude a descansar. Luego podréis hacer preguntas, si es que tenéis que hacerlas, pero no demasiadas. No sé lo que habéis visto, pero yo sí tengo que deciros una cosa. Las visiones del cuenco de hidromancia aparecen y se forman según la voluntad de la diosa. Si habéis visto imágenes que os han inquietado, puede ser que mirarais cuando no tendrías que haberlo hecho. —Kethra tenía las manos muy apretadas. A Tuala le dio la impresión de que la profesora hablaba sin ser consciente de que las únicas culpables de lo ocurrido eran ellas dos, nadie más. Entonces descubrió en su mirada la demostración de un extraordinario aplomo. Sus ojos tenían la sombra de la sabiduría, y del miedo—. Concentrad vuestras mentes en la obediencia —siguió diciendo Kethra—. Es una lección que todas aprendemos en Banmerren; hasta las más ancianas y sabias de nosotras debemos resignarnos a la voluntad de los dioses.
—Quiero irme a casa. —Aquella voz trémula podría haber venido de cualquiera de ellas; su mensaje estaba claro en todas sus miradas.
—¿Qué eres —la desafió Kethra en un tono que únicamente sonó enérgico por mera fuerza de voluntad—, una sierva de la Brillante o una llorona? Tuala, llévate a las más pequeñas a la cocina a buscar hierbas soporíferas; si a estas alturas no sabéis cuáles escoger es que Luthana no ha hecho bien su trabajo. Las demás, ¿no comprendéis una orden sencilla? El fuego, Odha. Deira, la leña. Cuando regresen Fola y las demás tendrán frío y estarán cansadas. Ya que por lo visto estamos todas despiertas a una hora en que sólo están levantados los búhos y los erizos, recibámoslas como es debido.
Respiración: profunda, regular, acompasada. Ir contando números, un viejo poema, una cancioncilla para seguir el ritmo. «Li-la, li-lon, pluma de cuervo negra como el carbón…». Habían llegado ya a los aposentos del rey, donde la reina Rhian, serena y sombría, estaba lista para recibir a su agotado esposo. Su hermano, Owain, no había asistido al rito, pues era un hombre de Powys, leal a las prácticas de su propio pueblo, pero en esos momentos estaba allí para tomar a Drust del brazo y conducirlo adentro. La respiración del rey era como el sonido del hielo al quitarlo raspando de una verja, como el susurro de las hojas secas aventadas por el aire otoñal. Se dio la vuelta en el último momento y los saludó a todos con una leve inclinación de la cabeza. Sus ojos, fieros como los de un toro de pelea, impedían cualquier expresión de interés u ofrecimiento de apoyo.
—Ha terminado, una vez más —dijo el rey en un hilo de voz—. Os lo agradezco. —Miró a Bridei—. Es un camino solitario. Todo lo que soy lo entrego a los dioses y a Fortriu. —Sus ojos volvieron a moverse; su mirada encontró la forma regordeta de su esposa, sus rasgos dulces que apenas ocultaban su desesperada preocupación—. He sido un hombre afortunado —dijo Drust en un tono de voz distinto—. Afortunado con mis amigos y con mi familia. La confianza de los dioses es un regalo maravilloso y una carga terrible. Uno no puede soportarlo bien solo. Os deseo a todos buenas noches, aunque no resulta fácil dormir en una noche como esta. Que la Brillante guarde vuestros sueños.
—Que el Guardián de las Llamas ilumine tu despertar —respondieron muchas voces al unísono: la de Aniel, la de Tharan, la de Broichan, la de Bridei y las de los familiares más allegados del rey, el pelirrojo Carnach y el robusto Wredech, el del magnífico ganado. La puerta se cerró; Drust el Toro desapareció tras ella.
Bridei había comido poco, pues la jaqueca le robaba el apetito. No obstante, sintió arcadas y vomitó en el pequeño espacio que había detrás de las escaleras en el adarve superior. Su estómago se retorció, se tensó y se agitó hasta que no quedó en él ni una sola gota de bilis y agua. En un momento dado se dio cuenta de que Faolan estaba allí con un trapo húmedo en la mano, sosteniéndole la cabeza y ofreciéndole sorbos de agua que no permanecían en su estómago más tiempo del que tardaba en tragarlos. Al final pareció que se le pasaba y se sentó en las escaleras, temblando convulsivamente bajo la delgada manta que el escoto le había echado sobre los hombros. Un poco más tarde salieron Garth con una humeante infusión de alguna clase y Breth con pan seco que se comieron los otros, pues Bridei no quiso. Los tres permanecieron junto a él, sentados o de pie, durante las horas de oscuridad, hablando muy poco.
En los adarves o abajo en los patios dentro de los terraplenes de tierra, podían verse otros grupos de hombres apiñados en silencio o hablando en voces quedas. Había lámparas desperdigadas por toda la fortaleza; se mantenía una especie de vigilia, se hacía guardia para conjurar las sombras. Ni uno solo de los hombres allí presentes aquella noche tenía valor para enfrentarse a sus sueños. La luz brillaba en el interior de los aposentos del rey y resplandecía a través de las grietas de los postigos. El sonido de la tos de Drust llegaba a todos los oídos, el recuerdo de su coraje se sentía en todos los corazones. En algún lugar, en un rincón tranquilo, un hombre robusto estaría cavando una tumba. Las elegidas no regresaron a Banmerren.
Poco antes de amanecer fue posible moverse, aunque Bridei sentía una extraña debilidad en las piernas y tenía una sensación de mareo. Se puso de pie y miró a sus tres hombres: al observador Breth, que reprimía un bostezo; al afable Garth, con la tez grisácea por el cansancio, y al enjuto y moreno Faolan, cuyo habitual aspecto un tanto divertido había sido reemplazado por otra cosa, por una expresión que Bridei estaba demasiado cansado, mareado y triste para interpretar.
—Gracias —dijo sencillamente—. Ahora me voy a la cama —y se dirigió hacia el interior con la esperanza de que su espalda estuviera tan erguida como había estado la de Drust y sus pasos fueran igual de firmes. Pero no fue a buscar la habitación que compartía con Breth y Garth; le llamó la atención un parpadeo de luz de vela proveniente de las habitaciones privadas de Broichan y caminó sin hacer ruido para detenerse en la puerta abierta.
En un primer momento le dio la impresión de que no había nadie. Allí donde la mañana del Umbral había estado el druida arrodillado en una postura de fuerza y obediencia, el suelo estaba desnudo y no había más que sombras. Una vela ardía en una hornacina. La estrecha y dura cama con su manta bien doblada se hallaba desocupada. Los estantes contaban con su dotación de jarra y botella, saco, cuenco y crisol; los ajos colgaban del techo y había unas cuantas varas de madera desperdigadas sobre la mesa, señal de un anterior augurio. Bridei fue a darse la vuelta para ir en busca de su propia cama hasta que se hiciera de día. No dormiría; de todas formas, si fingía hacerlo, al menos los demás podrían descansar un poco.
Un leve sonido hizo que se detuviera en la puerta. La irregular y susurrante respiración de un hombre que lucha una desesperada batalla consigo mismo. Bridei dio un paso hacia el interior de la habitación. Broichan estaba en el lugar donde una estrecha rendija que hacía de ventana agujereaba la pared de piedra. Tenía las manos en los costados, tan apretadas que los nudillos estaban blancos; no se había quitado las oscuras vestiduras de la ceremonia. Estaba apoyado contra la pared, totalmente inmóvil, con la frente descansando sobre la fría piedra y los ojos cerrados. En su rostro había una mirada que Bridei nunca había visto antes. La máscara se había caído del todo. La culpabilidad, la confusión, el dolor; todo era absolutamente evidente, y en la austera superficie de las mejillas del druida, la luz de la vela revelaba los brillantes trazos de sus lágrimas.
Esa noche otros se habían ocupado de Bridei con cortesía, con comedimiento, con verdadera amistad. Él no podía hacer menos por Broichan. Al igual que todos ellos, había considerado que su padre adoptivo era una criatura de poderosa certeza al que no afectaban las flaquezas de las personas comunes y corrientes y en cuya mente no había más que planes y conspiraciones, conocimientos y magia druídica; había creído que en el corazón de su padre adoptivo no había espacio para otra cosa que no fuera el amor de los dioses. Pero entonces reconoció lo equivocado que había estado. Durante todos aquellos largos años, desde su confusa llegada a Pitnochie, desde el primer momento en que vio la alta y distante figura de aquel que iba a moldear su propio futuro, ni una sola vez había pensado en Broichan como en un hombre. Nunca había pensado lo solitaria que podía llegar a ser una existencia como la suya.
—Estoy aquí —dijo en voz baja al tiempo que entraba en la estancia y cogía la vela para encender una lámpara que había en la mesa, llenando una taza del agua de la jarra.
—Ven, siéntate, bebe. Ya ha terminado todo. —Y no añadió: «De momento. Por esta vez».
Menos mal —dijo Fola— que estas jóvenes sólo son unas principiantes en el arte. De haberlo visto todo, como al parecer habéis hecho vosotras dos, tendría en mis manos una revuelta a gran escala, un Banmerren vacío y a la Brillante tremendamente ofendida. ¿En qué estabais pensando? Estos secretos están vedados incluso a las más sabias de entre nosotras; el Pozo de las Sombras no es un lugar que puedan pisar las mujeres. Exponer así a estas niñas… Casi no tengo palabras, Kethra. Como sierva de la diosa, como sacerdotisa con experiencia y dedicación, es impensable que hayas cometido semejante desacierto, incluso aunque Tuala te indujera a ello.
Kethra tenía los labios apretados y los ojos enrojecidos.
—No fue culpa de Tuala —repuso—. Fue idea mía. Yo insistí para que utilizara su don para este fin.
—Debéis compartir la responsabilidad y la culpa por igual —replicó Fola mientras la mirada de sus oscuros ojos paseaba de su escarmentada ayudante a Tuala. Ambas se hallaban de pie ante la mujer sabia en su pequeño sanctasanctórum, encogidas bajo su desaprobación. Fola no daba muestras de que la carga del papel que había desempeñado en el ritual de la pasada noche le hubiera afectado de alguna manera. Tenía la espalda erguida, las facciones serenas. Su mirada, sin embargo, era gélida—. No importa cuál de las dos fue la instigadora y cuál la siguió. No cuenta quién es la profesora y quién la alumna. Las dos poseéis aptitudes e inteligencia. Cada una de vosotras tiene sus propios talentos únicos en este arte. Ambas conocéis las costumbres de la Brillante y estáis abiertas a su voz. Las dos sois culpables. Cada una tiene que vivir con las consecuencias de su error.
—¿Quieres que abandone Banmerren? —la voz de Kethra era apagada—. Ya no soy digna de enseñar, de pasar mis días al servicio de la diosa.
Fola suspiró. Observándola a través de su propio halo de dolor y confusión, Tuala se fijó en la red de arrugas que surcaban el rostro de la mujer sabia, en la decoloración de la piel alrededor de los ojos, y se dio cuenta de que era ya muy vieja, quizá tanto como el druida Uist, y de que la acosaban sus propias dudas. Dejar a Morna de esa manera en las puertas de la fortaleza, entregarla, esperar a que terminara el período de oscuridad en la costa, siendo consciente de lo que tenía lugar allí, en las entrañas de la tierra, era, en efecto, algo terrible; sólo una mujer absolutamente leal a la voluntad de los dioses lo llevaría a cabo sin dudar y volvería a la normalidad de sus días sin perder el juicio. Las mujeres sagradas eran fuertes, fuertes de un modo sobrecogedor. Tuala dudaba de que ella pudiera llegar a ser tan obediente. No podía evitar su rechazo y repugnancia por lo que se había hecho la pasada noche, aun cuando aceptara su necesidad.
—¡Tuala!
La voz de Fola irrumpió bruscamente en sus pensamientos.
—¿Sí, mi señora?
—No me he convertido hoy en una persona distinta sólo porque os hayáis excedido de una forma tan estúpida. Llámame por mi nombre. Ahora eres una de nosotras. ¿O acaso estaba equivocada al respecto? Quizá tendría que tomarme los acontecimientos de anoche como una prueba de que cometí un grave error al aceptarte en Banmerren. Tu don es peligroso. Tienta a la gente a querer saber más cosas de las que están permitidas. Es una herramienta para los ambiciosos, para los que ansían el poder. —Kethra se estremeció bajo la mirada de la mujer sabia—. Sabiendo lo que podías evocar con el cuenco de hidromancia no tendrías que haber accedido a la petición de Kethra.
Tuala estaba realmente arrepentida por lo que había ocurrido, al menos en cierto sentido. Aun así, no fue capaz de expresar la humillante disculpa que por lo visto se esperaba de ella.
—Habla —dijo Fola—. Kethra ha mencionado un castigo adecuado para ella y ha expresado su arrepentimiento. ¿Qué tienes que decir tú?
La joven respiró profundamente.
—Cometimos un error al practicar la hidromancia en la habitación donde dormían las chicas, pero no pensamos en ningún momento que se despertarían. De todas formas, esto no es excusa, lo sé. No deberías echar a Kethra. Es una profesora magnífica. Sus habilidades serán más útiles aquí, reparando el daño causado y asegurándose de que las chicas comprenden lo que vieron y de qué manera se relaciona con la sabiduría de los dioses.
Se hizo un breve silencio.
—No te he pedido que comentes la situación de Kethra —dijo Fola.
—No, mi… No, Fola.
—Pero ibas a decir algo más, creo. Lamentas que las chicas se vieran involucradas; me alivia oír eso, no habría esperado menos de ti. ¿Tu expresión de arrepentimiento va seguida de un «pero»?
Tuala apretó los dientes. Allí debía decirse la verdad, aunque ello significara ser expulsada, aunque ello significara que Bridei viniera a Banmerren en luna llena y ella ya se hubiera marchado. Marchado. ¿Adónde?
—No puedo arrepentirme de la acción en sí —dijo, y oyó que Kethra tomaba aire de pronto—. Siempre he creído que las visiones que la Brillante me revela son las que ella desea que yo vea. Ella me las concede para que sea capaz de hallar mi camino y así pueda guiar a otros. En ocasiones sí que da la impresión de que ciertas imágenes aparecen porque yo lo pido, porque yo quiero que aparezcan, pero no creo que una chica humana sea capaz de evocar visiones que la Brillante prohíbe. La diosa es demasiado poderosa para que la engañen de este modo. Lo que veo en el agua expone el camino que ella establece para mí y para… otras personas que conozco. Anoche también fue así. Me mostró el ritual oscuro porque yo necesitaba conocerlo.
—Me horrorizas, niña. ¿Y qué me dices de Kethra?
Tuala vaciló.
—Supongo que para ella es lo mismo; fue la Brillante quien envió la visión, no yo, ni Kethra. Has hablado de poder, de la mala utilización de los dones. Puede que esto haya sido una especie de lección.
Fola sonrió a pesar de todo.
—¡No me digas! En tal caso, a mí me parece que Kethra ha aprendido de ella y tú no.
—Kethra y yo somos distintas. La lección que se aprende también es diferente.
—Entiendo. Podría señalarte que, aunque una chica humana tal vez no tenga el poder de invocar imágenes prohibidas a ojos de la vidente, en realidad tú no eres una chica humana. ¿Es posible que estemos tratando con asuntos aún más oscuros de lo que imaginamos?
A Tuala la invadió una extraña sensación, como si aún estando allí dentro de la estancia iluminada por las lámparas estuviera apartada y se encontrara al otro lado de un margen invisible. Era una fría sensación de otredad, de estar completamente sola.
—Fue una visión de la Brillante —susurró—. Lo sé. Ella ha guiado mis pasos desde el día en que me llevó a Pitnochie siendo un bebé. No es ella la que trae la oscuridad, sino aquel que exige a los hombres unos actos como los que se nos mostraron en la visión; actos como esos romperían el más fuerte de los corazones y harían pedazos la más fuerte de las voluntades.
—Calla, niña. —A Fola le tembló la voz; al fin pudieron verse en sus ojos las secuelas del Umbral—. Nosotras no expresamos estas cosas. Aquellas imágenes no eran para que las vieran las mujeres, sobre todo una joven inocente como tú. ¿Por qué la diosa iba a querer revelarte tan macabros secretos? ¿Con qué propósito?
Tuala enmudeció. Para ella la verdad resultaba obvia; tenía que ver con Bridei, y no iba a decirlo. La Brillante estaba jugando a un juego difícil: le daba a Tuala las herramientas que necesitaba para ayudar al hombre que amaba y luego levantaba un alto muro entre los dos, un muro que no sólo era la barrera de piedra y tierra que protegía a Banmerren, sino una muralla de costumbres y expectativas, de historia y de protocolo, mucho más difícil de destruir. Quizá lo que decía Fola era cierto. ¿Acaso la visión de la noche anterior era algo retorcido y tortuoso, invocado desde el oscuro lugar que se hallaba más allá y por debajo del reino de los dioses?
—Esto requiere cierta reflexión —dijo Fola—. Kethra, tomaré en consideración tu futuro. Lo que ha ocurrido debe alterar tu camino de un modo u otro. De momento permanecerás aquí. Estas niñas necesitan orientación y explicaciones de las personas en las que pueden confiar. Esta es tu oportunidad para demostrarme que, en efecto, eres digna de confianza. No vuelvas a abusar de ella o saldrás por las puertas de Banmerren para no regresar jamás. Ahora vete.
Kethra hizo una rígida reverencia. Estaba pálida; todo el mundo sabía que había aspirado, esperado incluso, a gobernar Banmerren después de Fola. Ahora tendría suerte si conservaba un lugar allí. Tuala permaneció inmóvil mientras la profesora pasaba junto a ella, con las facciones tensas, y salía de la habitación.
—En cuanto a ti —dijo Fola en un tono ligeramente distinto—, has mostrado cierta comprensión, cierta compasión como, en efecto, también ha hecho Kethra, y doy gracias a la diosa de que ambas sigáis teniendo un poco de su sabiduría interior. Sabes que no estuve presente en el Pozo de las Sombras; en realidad, no tenía ningún deseo de estar allí, ni lo he deseado nunca en todos los largos años que Drust ha llevado a cabo este ritual. El papel que debo desempeñar me pone a prueba. Envidio la fortaleza y la seguridad de Broichan. Tuala, no quiero una explicación de lo que viste. Ya sé lo que buscabas. ¿Lo encontraste?
Ella asintió con la cabeza y no dijo nada.
—Entonces dime —continuó la mujer sabia, con ojo de lince a pesar de su falta de sueño—, ¿qué tenía que ver Bridei en todo esto? No pongas esa cara, muchacha. Tu expresión es transparente; sé lo que piensas. ¿El joven miró horrorizado? ¿Cerró los ojos con fuerza para no verlo? ¿O fue un modelo de control, como su padre adoptivo? Dímelo.
—El rey Drust necesitó ayuda cuando llegó el momento de…, cuando ellos… Broichan no podía hacerlo solo y el rey tosía y le costaba respirar. Drust pidió ayuda a ciertos hombres, supongo que eran sus familiares más cercanos, pues así lo dictan las normas, tal como me explicó Wid… Nadie más puede tocar a la… Ninguna otra persona puede… El único que lo ayudó fue Bridei. —Tuala notó cómo se le suavizaba la voz al pronunciar su nombre, la peligrosa revelación de sus sentimientos secretos.
—Entiendo —dijo Fola, y el peso de su tono convirtió esa palabra en una afirmación de gran importancia, un reconocimiento de cambio trascendental.
—Bridei lo hizo con calma y sin vacilar. Su rostro no dejó traslucir en absoluto sus sentimientos.
—Broichan siempre fue un buen maestro. —Fola suspiró y apoyó la barbilla en las manos—. Estoy agotada, Tuala; tendría que hacer caso del buen consejo de Luthana y descansar un poco. Puedes irte.
—Yo… ¿No se me va a castigar a mí también?
—Quizá soy yo la que merezca un escarmiento por pensar que podría enjaularte aquí —respondió la mujer sabia bajando la voz—. Pero sí, habrá algún tipo de castigo; poner en peligro a las chicas de ese modo fue más que una locura. Ya no te alojarás en la torre. Además, no es un buen sitio en invierno. Traslada tus cosas abajo; dormirás con las chicas más jóvenes en el dormitorio comunal.
Tuala notó que perdía el color de la cara. Ahora no, todavía no; no antes de la luna llena…
—¡Oh, no, por favor…! —empezó a decir.
—Puedes irte, Tuala. —La voz era muy suave y totalmente implacable—. Traslada tus pertenencias hoy mismo. Y deja que Kethra repare el daño que pueda haberse causado; me atrevería a decir que las alumnas aceptarán sus explicaciones más fácilmente que las de cualquiera de nosotras.
—Yo…
—¿No me has oído?
En los rasgos de Fola vio una expresión que revelaba la angustia y el agotamiento de los últimos días, la culpabilidad y la responsabilidad de toda una vida de mañanas como esa, así que Tuala se tragó su protesta y se marchó a toda prisa. No importaban las reglas. No importaban las puertas, los cerrojos y las profesoras vigilantes. Él acudiría con la luna llena y ella lo estaría esperando.
Explícate —dijo Dreseida bruscamente—. Y hazlo deprisa; tengo que ver a Gartnait en cuanto hayamos terminado. No está progresando como debería.
—No puede, madre. —Ferada estaba en los aposentos de las mujeres de Caer Pridne, mirando los furibundos ojos de su madre, que le recordaban los de una criatura salvaje al acecho, y sintió que ella era la presa elegida—. Sabes que Gartnait no es un erudito. No es capaz de aprender ese tipo de cosas. No entiendo por qué lo obligas a…
—Entonces será mejor que te esfuerces más, Ferada. Necesito que me ayudes con esto. Preciso tu absoluta lealtad. ¿He mencionado que el jefe de clan de la casa de Fib abordó a tu padre con el tema de una alianza? ¿Una alianza mediante el matrimonio? ¿Cómo se llama, Coltran, Celtane?
—Cealtran —dijo Ferada en tono grave, viendo en su mente al corpulento jefe de clan de nariz colorada que había llegado hacía poco a la corte. A Cealtran le temblaba el vientre al andar y tenía unos ojos pequeños y muy hundidos en unos pliegues de pálida carne resbaladiza. Por lo menos tenía cincuenta años. Su madre debía de estar de broma—. Es viejo, madre. Es del sur. Y es cristiano. Padre nunca…
—Como ya te he dejado perfectamente claro, cualquier decisión al respecto será mía. Tu padre me lo ha asegurado. Hay otras posibilidades, por supuesto, siempre que no esperemos demasiado. Ana tiene algunos tíos y no todos están casados. La reina tiene familiares jóvenes en Powys. ¿Y qué me dices de los jefes de clan de los caitt? Existen muchas posibilidades, si bien quedan un poco lejos de casa. Y ahora cuéntame. Ya sabes cómo funciona esto, Ferada. Haz lo que te pido, no hables de ello con nadie, ni con tu padre, ni con tus hermanos, ni con tus amigas, si es que te has dulcificado lo suficiente como para hacer alguna, y podrás escoger en el tema de encontrar un esposo. No pido mucho, hija. Sólo un poco de información. Sólo que hagas un poco de teatro. Para una chica inteligente como tú tendría que resultar fácil.
—Madre, ¿por qué obligas a estudiar a Gartnait? ¿Cuál es tu propósito?
—Si crees que voy a contestarte a eso en voz alta es que eres más estúpida de lo que debería ser cualquier hija mía —repuso Dreseida—. Este lugar está plagado de espías. Uno no está seguro ni en sus aposentos privados. Se acerca una elección. Todavía no, puesto que Drust nos ha sorprendido a todos aferrándose a la vida más tiempo del que cualquiera hubiese creído posible, pero será pronto, muy pronto. Quiero utilizar el poco poder que tengo como mujer para asegurar un resultado satisfactorio. No importa que yo no pueda votar. Los hombres son extraordinariamente dóciles, Ferada. Sólo hay que aprender las técnicas para moldearlos. Y ahora cuéntame, ¿qué has averiguado?
—No mucho. Como ya te he dicho, no tuve muchas oportunidades de hablar con Bridei antes de regresar a Banmerren.
—¿Qué hay de la chica, de su hermana? ¿Alguna señal, algún mensaje? ¿Habla de Bridei? ¿De Broichan y sus planes?
—No, madre. Tuala es muy reservada; se guarda todos sus pensamientos.
—Necesito más, Ferada. Piensa en Cealtran muriéndose por tomarte de la mano y llevarte a casa para que le calientes la cama. Ese hombre quiere herederos. Montones de ellos.
Ferada se estremeció.
—Tuala sí que mandó un mensaje —dijo la joven en tono grave—. Ana lo cogió.
—¿Te lo dijo ella? ¿Qué mensaje?
Ferada dijo que no con la cabeza.
—Ana no habló de ello, pero yo lo vi. Al fin y al cabo me pediste que espiara. Tuala le mandó a Bridei un pequeño paquete que contenía una hoja y una piedra. Eso fue todo.
—Y una cinta.
—Supongo que iba atado con una cinta —dijo Ferada, sorprendida—. ¿Cómo lo sabes?
Dreseida apretó los labios al sonreír y le dirigió una dura mirada.
—He aprendido a observar. El joven lleva un lazo alrededor de la muñeca, como la prenda de una dama, pero entre los hombres es bien sabido que Bridei nunca se acerca a las casas de placer, nunca dispensa sus atenciones a una chica; hay quien dice que prefiere a los muchachos, pero Gartnait me ha dicho que tampoco hay muestras de ello. Bridei parece más casto que un monje cristiano. Se diría que eso, en sí, bastaría para que los hombres dudaran de su idoneidad como personificación mundana del Guardián de las Llamas. Uno espera que su rey sea viril. No me imagino cómo puede haber alguien que lo tome en serio como candidato, pero corre la voz de que tiene sus seguidores. Claro que el chico fue criado por Broichan, lo cual explica su rareza en cierta medida. Lleva la cinta. Antes era un viejo retazo, pero ahora se trata de una nueva, de seda de color verde. He visto una cinta como esa sujetando una larga trenza que pertenece a cierta criatura salvaje que tú conoces. Está claro lo que eso significa. Él no considera a la chica bruja como su hermana, sino como su enamorada. Si quieres resultar de alguna utilidad como informante, tienes que aprender a estar al tanto de los detalles, Ferada.
Ella apretó los labios.
—¿Qué significa el mensaje? ¿Una hoja, una piedra? ¿Qué clase de hoja?
—¿Y eso qué importa? De roble, supongo; hay un gran roble en el exterior de la habitación de Tuala en la torre. Se extiende hasta el muro exterior.
—Ah.
—Madre, yo…
—¿Cómo era la piedra? Me figuro que pequeña. ¿Era negra, blanca, gris? ¿Lisa, rugosa, redonda, alargada?
—Creo que era blanca. Madre, esto no me gusta. ¿Por qué…?
—Vas a hacer lo siguiente. Busca a Bridei. Él habla contigo, lo he visto; le gusta tu vivacidad. Compórtate como una mujer, para variar. Ponte el vestido azul y el broche de plata. Estará atribulado después del Umbral. Si la versión de tu padre sobre lo ocurrido es exacta, esa noche el rey impuso una pesada carga a sus familiares más allegados y por lo visto fue Bridei el que mejor se desenvolvió de los tres. Ya oíste lo que pasó.
Ferada se estremeció.
—Oficialmente no, pero es imposible hacer oídos sordos a los rumores. Ana y yo conocíamos a Morna. Habíamos hablado con ella, habíamos compartido la mesa con ella. Eso ha cambiado mis sentimientos hacia Banmerren, y hacia Fola. Me ha llenado la cabeza de preguntas que no tienen respuesta.
—Pues eso tendría que convertirte en una buena compañera para Bridei. Como protegido de Broichan parece pensar con preguntas.
Encuéntrale; conviértete en alguien que lo escucha. Deja que se exprese abiertamente. Gánate su confianza. Acércate a él todo lo que puedas; utiliza tus habilidades, Ferada. Yo estoy aquí buscando una oportunidad y tú puedes proporcionármela.
—¿Una oportunidad para qué?
—Más adelante. Todo a su debido tiempo.
—¿Madre?
—¿Qué quieres? Date prisa; ya te he dicho que tengo que ocuparme de otros asuntos.
—Tengo la impresión —se aventuró a decir Ferada— de que lo que ocurrió en el Umbral demuestra la fortaleza de Bridei, su coraje, su autodisciplina. Demuestra que puede ser propuesto como un fuerte candidato cuando sea el momento. Hay gente que dice que eso lo señaló como la única opción posible; que puede que ahora Carnach apoye a Bridei en lugar de presentarse él como candidato.
—¿Qué gente? ¿Quién lo dice? —el tono de voz de Dreseida fue como un bufido.
—Quizá no sea yo quien deba aprender a escuchar —contestó Ferada, y al cabo de un instante la mano llena de anillos de su madre le asestó una fuerte bofetada en la mejilla que le dejó un verdugón ensangrentado. Dreseida contempló a su hija con los ojos entrecerrados. Ferada, con la respiración agitada, no se llevó la mano a la cara para limpiarse la sangre.
—Crees que tu hermano es un idiota —dijo Dreseida—. Podría enseñarte muchas cosas sobre la lealtad. No vuelvas a hablarme de ese modo nunca más. Si piensas que puedo dejar pasar semejante insolencia sin respuesta, está claro que eres incapaz de prever tu futuro. Hazte amiga de Bridei. Sé su confidente. Concretamente, lo que quiero saber son sus movimientos; cualquier empresa que se planee más allá del entorno de Caer Pridne. Actúa pronto, pues se acaba el tiempo. Y será mejor que hagas algo con tu cara o asustarás al joven. Y eso sería de lo más inoportuno para todos nosotros.
Broichan lo había instruido mejor de lo que cualquiera de ellos imaginaba: máscaras y espejos, trucos, hechizos y ocultaciones. Cada día demostraba las sofisticadas habilidades que había aprendido no tan sólo de su padre adoptivo, sino también de la sabiduría de Erip y de Wid, que podía interpretar a un desconocido con una sola mirada. La corte reconocía entonces a Bridei como un hombre sutil y sagaz, inteligente, ingenioso, perfectamente capaz de defenderse en medio de sus peligrosos juegos. Sabían mucho menos sobre sus otras habilidades, las que aprendió durante sus primeros años en Pitnochie, las cosas que sólo un druida podía enseñar.
Faolan no se sentía cómodo con el plan de Bridei para llegar a Banmerren. En su opinión, una capa de ocultación, conseguida mediante el uso de la magia, no constituía una protección infalible. En resumen, no creía que Bridei pudiera conseguirlo y así se lo hizo saber claramente.
—Nos verán en cuanto salgamos por la puerta. ¿Qué intentas hacer, que pierda mi empleo aquí?
—No nos verán. Esto engaña al ojo del observador; sólo un druida podría vernos. Claro que también tomaremos las debidas precauciones, nos pondremos al abrigo de las dunas y los arbustos y mantendremos una cuidadosa vigilancia durante la marcha. Confía en mí.
—Dijeron que estabas loco cuando asumiste la tarea de trasladar la Piedra del Mago —observó Faolan—, y a pesar de ello la gente hizo lo que les pediste. De acuerdo, lo intentaremos. ¿Cómo piensas pasar al otro lado del muro?
—Con una cuerda. Yo la llevaré.
—¿Y cómo…?
—Confía en mí, Faolan.
—Tendrá que ser rápido. No permitas que nada te distraiga. Hay que entrar, salir y volver a casa antes de que nos vean. Puede que haya expresado un deseo de llamar la atención sobre nuestra cabalgada hacia el oeste, pero no debes ser visto en Banmerren. Como muy bien sabes, los hombres tienen estrictamente prohibida su presencia dentro de esos muros. Si te pillan infringiendo esa regla en concreto, tu candidatura no valdrá ni lo que una brizna de paja. Un rey debe ser puro, perfecto y obediente. No va por ahí a medianoche en busca de mujeres en un lugar al que no tiene por qué acercarse siquiera.
—No iré en busca de mujeres como tú dices tan groseramente —dijo Bridei—. Iré a visitar a una amiga. Y me veo obligado a señalar que, de entrada, fue idea tuya.
Faolan torció los labios en lo que podría haber sido una sonrisa.
—No intentes fingir que no quieres hacerlo —dijo—. La mirada que hay en tus ojos es verdaderamente dolorosa de contemplar. Simplemente no olvides, con los abrazos de la joven, por qué estás allí: para sacártela de la cabeza de una vez por todas.
Abrazos, pensó Bridei; difícilmente se abrazarían, aunque la sola idea de tocar, abrazar y besar había empezado a apoderarse de él durante mucho más tiempo del que se podía permitir. No tan sólo sería incapaz de tomarle la mano, sino que lo más probable fuera que ni siquiera pudiera encontrar las palabras adecuadas cuando por fin la viera cara a cara. Ahora Tuala era una sacerdotisa. Así lo había elegido. Él no tenía nada que ofrecerle aparte de una vida de infelicidad, una vida de confinamiento en el interior de los muros de una fortaleza. Sería como encerrar a una mariposa en una cajita y esperar que estuviera satisfecha. No podía pedirle eso; sería muy egoísta si lo hiciera. No obstante, ella le había mandado el mensaje. Le había mandado la cinta.
Luna llena: las arenas de la bahía de Banmerren brillaban pálidamente bajo la mirada de la diosa, el mar iba y venía bañando la costa, obediente a su llamada. La atmósfera era limpia y fría. Dos hombres se abrieron camino en silencio, parcialmente ocultos bajo los bajos arbustos. Sus movimientos apenas eran visibles gracias al hechizo que había lanzado Bridei, un encantamiento que no funcionaba haciéndolos desaparecer, pues él carecía del poder para lograr tal cosa, pero sí hacía que sus formas se mezclaran con lo que les rodeaba, ya fuera una pared de piedra, la arena pálida o los tallos y ramitas de un marrón verdoso. Nadie los había visto salir furtivamente por la verja del atracadero; daba la impresión de que los guardias no se habían alertado, aunque sin duda habían dejado su rastro en la costa antes de acercarse sigilosamente a las dunas para ponerse a cubierto.
Faolan llevaba dos cuchillos en su cinturón; Bridei llevaba un rollo de cuerda. El corazón le latía de forma extraña, como si hubiera hecho una carrera; por más disciplina druídica que empleara no podía hacerlo ir a un ritmo menos violento. Tal como su mente iba formando palabras que podía decir, iba descartando cada una de las posibilidades. «Espero que estés bien», como un desconocido, formal, sin sentido. «Te quiero». Prohibido; era la verdad. La peligrosa verdad. Seguro que ella lo sabía sin necesidad de que se lo dijera. «¿Por qué me abandonaste?». Egoísta, caprichoso, una insinuación de que ella debería sentirse culpable por obedecer el mandato de la Brillante. No podía decirle eso. «Ven conmigo, ahora mismo, te necesito…», demostrándole con sus manos, con su boca y con su cuerpo en qué se había convertido esa necesidad, en algo que parecía capaz de devorarlo a menos que ella la satisficiera… Eso sí que debía acallarlo, más que ninguna otra cosa. Aterrorizaría a su amiga del alma, la apartaría de él para siempre. Tenía poco que ofrecerle; si tenía cuidado con sus palabras, con sus actos, al menos podría conservar su amistad, aunque debieran estar separados. Entonces, ¿qué podía decir? ¿Qué quedaba por decir?
Se acercaron a los muros de Banmerren. Bridei ya sabía dónde se encontraba el roble: había completado su plan hasta en su último detalle antes de presentárselo a Faolan. El escoto era una persona que nunca iba improvisando las cosas. Puede que siguiera sus propias reglas, que fuera allí donde otros temían poner los pies, pero calculaba los riesgos con precisión. Sus planes eran impecables, su ejecución perfecta: no era de extrañar que exigiera unos honorarios tan elevados.
En esos momentos se hallaban bajo el lugar preciso. Las desnudas ramas del árbol se veían por encima del muro, fuertes y austeras a la fría luz de la luna llena. Bridei emitió un leve sonido parecido a un silbido, el reclamo de un pájaro nocturno, y esperó. Al cabo de unos instantes llegó la respuesta, el inconfundible ululato de un búho. Ella estaba allí. Él volvió a silbar, sólo para asegurarse, mientras se sacaba la cuerda del hombro y se disponía a lanzarla. La voz del búho sonó entonces más cercana, como si ella se hubiera desplazado por una rama hasta lo alto de la pared.
—¿Qué es esta chica, medio gato? —dijo Faolan entre dientes—. ¿No te preocupa que se caiga y se rompa el cuello? Eso está muy alto.
Una imagen de Tuala encaramada en la cima del Rasguño del Águila y dando vueltas como una veleta irrumpió de forma clara y nítida en la mente de Bridei y con ella su voz recitando: «Fortrenn, Fotlaid, Fidach, Fib, Circinn, Caitt, Ce».
—No se caerá. Si quieres preocuparte, hazlo por mí. —Volvió a mirar hacia arriba, pensando que quizá la vería, una forma pálida en lo alto del muro, una nube de cabello oscuro. Hizo un gesto, con la esperanza de que ella lo entendiera y, sujetando un extremo de la cuerda en una mano, lanzó el rollo hacia arriba.
A la muchacha se le escapó la primera vez. Estiró la mano y trató de agarrarla, pero la cuerda volvió a caer al suelo. Bridei la enrolló de nuevo. Faolan escudriñaba la costa, los arbustos, el sendero que había al otro lado.
—Recuerda —susurró—, que sea rápido. No te entretengas con las despedidas.
Bridei volvió a lanzar la cuerda y notó que esta se enganchaba en lo alto. Entonces vio, débilmente, la menuda figura de Tuala que, agachada, tiraba de ella y la ataba a una fuerte rama. La soga colgaba del roble al suelo, lista para que un hombre de brazos robustos subiera por ella.
—Bueno, adelante —dijo Faolan entre dientes—. Quédate donde puedas oírme; si nos descubren necesito poder sacarte de aquí rápidamente. Si oyes mi señal, no te demores ni un instante. Ya sabes hasta qué punto está en juego tu seguridad. No separes los pies de la pared al subir…
Al cabo de unos momentos Bridei llegó jadeante a lo alto y con ciertas dificultades se encaramó para sentarse a horcajadas en el muro. Era estrecho y no había mucho sitio donde agarrarse; al otro lado, el muro descendía a unos jardines oscuros y, a lo lejos, se veían las piedras grises de una alta vivienda. No ardía ninguna luz, excepto la de la pálida orbe de la Brillante. Tuala había retrocedido hasta una de las ramas del roble. Contempló a Bridei con sus solemnes ojos de búho, su cabello era como una suave sombra en torno a su rostro menudo y su figura le resultó tan dulce y agradable como aquel día junto a los mojones, el día en que se había dado cuenta por primera vez de que era una mujer. Él le devolvió la mirada. Aunque se había convertido en un hábil estratega y un astuto cortesano, en ese momento se quedó sin palabras. Si Tuala pudiera oír el ritmo desenfrenado de su corazón, pensó él, si fuera capaz de sentir las ganas que tenía de llorar, de gritar, de cantar, de estallar de sentimiento, entonces sabría la verdad y no sería necesario decir nada.
—Has venido —dijo ella—. No dispongo de mucho tiempo. No tendría que estar aquí.
—Yo tampoco —repuso Bridei—. Hay un hombre ahí abajo, esperándome. ¿Podemos…? —Se hallaba encaramado de un modo un tanto peligroso, ya que la caída a uno u otro lado podía ser grave. Él nunca había tenido el equilibrio de Tuala.
—No podemos entrar —dijo ella—. Hice algo mal y ahora la habitación de la torre está cerrada. Ven al árbol. Aquí estarás más seguro.
Bridei miró el hueco: no estaba muy lejos, pero estaba oscuro y el suelo se hallaba a mucha distancia. Las ramas del roble no parecían más seguras que la estrecha pared de piedra.
—No tengas miedo, Bridei —dijo Tuala. Su voz clara lo transportó de nuevo a su niñez. Desde que era una chiquilla diminuta decía las cosas con tanta convicción y seguridad que uno no podía evitar creerla—. Ven, cógeme la mano. —Ella se acercó, los pies firmes en una rama y un brazo extendido hacia él.
Bridei alargó la mano, agarró la suya y cruzó al otro lado. La miró; ella le devolvió la mirada fijamente, con unos ojos claros como la luz de la luna, profundos como un lago secreto, bellos como el rocío de una mañana de primavera. Notó su tacto en todas las partes de su cuerpo. El deseo recorrió todo su ser, embriagador y peligroso. Le soltó la mano y fue a sentarse torpemente en una horca del árbol, allí donde una sólida rama se unía al gran tronco.
—He… —empezó a decir él.
—He… —Tuala habló al mismo tiempo.
—Tú primero —dijo Bridei, preguntándose si entre los dos desperdiciarían el momento, si había alguna manera correcta de hacerlo.
—He esperado mucho tiempo para verte —dijo Tuala en voz baja— ahora da la impresión de que no hay palabras. No después del Umbral. No después de lo que te hicieron hacer.
Él se quedó horrorizado.
—¿Lo sabes?
—Lo vi. Miré en el agua; necesitaba verlo. Fola se enojó, y con razón. Bridei, eso fue… algo terrible. Sombrío y cruel. Fuiste muy fuerte esa noche. No me extraña que el rey parezca agotado.
—Su vida pende de un hilo. Nadie esperaba que sobreviviera tanto tiempo. ¿Tuala?
—¿Sí?
Deseaba que ella se acercara más; estaba sentada fuera de su alcance apoyada contra una rama del árbol que se alzaba hacia lo alto, con las rodillas dobladas bajo la falda y rodeando el cuerpo con sus brazos. Le había crecido el pelo, ya era lo bastante largo como para poder sujetarlo otra vez con una cinta en la nuca. Unos suaves rizos sueltos enmarcaban su rostro. Bridei observó sus enigmáticas cejas, como alas; la nariz pequeña y perfecta, la dulce boca. Sin tocarla, sus manos parecían saber lo que sentirían al rozar su mejilla pálida, al entretenerse en el delicado cuello, al acariciar las suaves curvas de su cuerpo con pasión y veneración. Su cuerpo le estaba diciendo con completa certeza el placer que sentiría al complacerla…
—¿Ibas a preguntarme algo? —dijo Tuala.
Bridei forzó su mente para que volviera al momento y lugar presentes.
—Lo sabes, ¿verdad? Entendiste lo que tenían pensado para mí, ¿no?
Ella asintió con la cabeza.
—Lo sé desde que era pequeña.
—Nunca dijiste nada.
—Era mejor para ti que crecieras sin saberlo, que lo descubrieras en tu momento. Es una pesada carga.
Bridei estuvo un rato sin contestar.
—No era consciente de hasta qué punto —dijo al fin— hasta que presencié la ceremonia del Umbral. Hice lo que había que hacer; Drust me necesitaba y yo lo respeto y lo quiero como a mi rey y como al paladín del Guardián de las Llamas en la tierra. Pero no sé si podría llevar a cabo este rito durante todos los largos años de un reinado. Soy obediente a los dioses, como debe serlo un verdadero hijo de Fortriu. Estoy deseando hacer que nuestra tierra y nuestra gente progresen. Pero… creo que no debería presentarme como candidato para el trono, Tuala. Este rito me horroriza, me repugna. Hablo así bajo la mirada de la Brillante y tengo la esperanza de que perdone mis sinceras palabras. Si está establecido que el rey de Fortriu debe realizar este sacrificio para apaciguar al Innominado, entonces tal vez ese rey no debería ser Bridei hijo de Maelchon. Vi cómo la ceremonia afectó a Broichan, a quien yo siempre creí inmune. La vergüenza lo atormentaba, estaba destrozado y envejecido. ¿Es necesario que un hombre soporte algo así? Lo lamento. No vine aquí para preocuparte con esto.
Tuala se estaba mirando las manos.
—¿No querías compartirlo conmigo? —preguntó.
Bridei percibió el tono prudente, el esfuerzo por mantenerlo neutro, y le entraron ganas de echarse a llorar.
—No es justo —dijo—. Ahora eres una mujer sabia a la que la Brillante ha llamado; vives con la conciencia diaria del amor de la diosa. Lo que menos necesitas es el peso de mis inseguridades.
—Encontrarás a otras personas que las compartan, Bridei —repuso ella en un hilo de voz—. Personas más aceptables. Pero yo siempre seré tu amiga. —Estas palabras fueron para Bridei como un último golpe aplastante; una sentencia de muerte. De pronto la distancia entre los dos era inmensa, profunda, un enorme vacío. Tuala se había separado de él; lo notó en su voz. La Brillante había puesto entre ellos un abismo insalvable.
—Mi amiga —logró decir él—. Eso espero, la verdad; pero ahora que has elegido el camino de la diosa no voy a verte más. Ella te honra con su elección. Serás muy valiosa para Banmerren, estoy seguro. —Que los dioses le ayudaran, parecía tan formal y mojigato como si se estuviera dirigiendo a una conocida lejana. Le empezó a doler la cabeza.
—¿Bridei?
—¿Sí?
—Debes ser rey. Debes presentarte. Así es como tiene que ser. Lo he visto, y lo ha visto Broichan. Fola también, creo. Tienes que hacerlo.
—No creo que pueda. —«No sin ti».
—Sé que lo del Umbral es cruel, terrible. Sé cuán duro ha sido para ti todo lo demás: la batalla, Donal. Has vivido cosas tristes, lamentables. Ojalá hubiera estado contigo para compartirlas. Pero debes seguir adelante con valentía, como has hecho siempre. Todo esto tiene una respuesta, estoy segura, una respuesta aceptable tanto para los hombres como para los dioses. Sé que la encontrarás. Prométemelo, Bridei. Prométeme que seguirás adelante con esto.
Él abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla. En esos momentos no podía mirarla. De repente la voz de la muchacha se había llenado de la misma calidez de siempre y sus palabras habían sido vibrantes y retadoras. ¿A qué se refería con eso de que encontraría a otras personas más aceptables? ¿Quién podía ser más aceptable que la propia Tuala? Seguro que sabía lo mucho que la amaba.
—Prométemelo —repitió Tuala, y en ese momento se oyó un silbido proveniente del otro lado del muro: Faolan alertaba a Bridei de que había llegado el momento de marcharse. ¡Tan pronto!
—Te lo prometo —dijo él, y levantó la mirada.
Ella sonrió. Que los dioses lo asistieran, ¿cómo podía estar tan cerca de ella y no rodearla con los brazos, satisfacer sus deseos como un joven estúpido que nada supiera de disciplina druídica? ¿Cómo podía ignorar lo que sentía? Esa podría ser la última vez que la viera. No tenía que volver a tocarla; eso sería cometer una terrible injusticia con ella. Debía hacer reservar un rincón en su mente para ella y dejarla allí, pura e intacta, a salvo entre unos altos muros; era una sierva de la diosa y no debía sufrir los daños de las oscuras pruebas, los peligrosos juegos de poder de su propio futuro. Hacerlo de otro modo supondría ser absolutamente egoísta.
—Tengo que irme —dijo, y vio que su sonrisa se desvanecía. En un instante, los ojos de Tuala se convirtieron en los de una niña que espera sola en la oscuridad, temerosa de dormir—. Es mejor así —dijo el muchacho, pero su intento por controlar la voz fue deplorablemente infructuoso; sus palabras salieron en un susurro ahogado.
—Si es lo que quieres, Bridei…
—Tengo que irme. Faolan me está esperando. Yo…
—Ten cuidado al trepar hasta allí; cógeme la mano…
—No, puedo arreglármelas…
Allí, en la rama que salvaba el hueco, de alguna manera se hizo imposible no tocarla a pesar de lo mucho que quería alejarse, marcharse antes de que perdiera el control y desbaratara todas las enseñanzas de Broichan. De alguna manera ella se puso a su lado, tomó su mano en la suya y él se detuvo, con la respiración agitada, luchando con todas sus fuerzas contra la oleada de vehemente deseo que recorría su cuerpo, más fuerte que la lógica, más fuerte que el sentido común, más poderosa que la voluntad de la diosa…
—Así no —susurró Bridei—. De esta manera no…
—Bridei.
Tuala se puso de puntillas, manteniendo perfectamente el equilibrio, y alargó una mano con la que le rodeó la mejilla donde las curvas y espirales de sus marcas de guerrero poblaban entonces con valentía su blanca tez. Notó que su dedo se movía suavemente; él vio la mirada en sus ojos, una mirada que se contradecía completamente con la frialdad de su tono anterior. Bridei puso la mano sobre la suya, la sostuvo contra su rostro y entonces, pese a que no era su intención, se llevó su palma a los labios. Oyó la repentina exhalación de Tuala, un eco de lo que había en su propio corazón.
Por debajo de ellos, en las sombras del jardín, brilló una luz. Alguien subía por el sendero con un farol, quizá en busca de algo.
—¡Rápido! —exclamó Tuala—. ¡Márchate, deprisa! ¡No deben encontrarte aquí!
Se dirigió poco a poco hacia el otro lado. Su mano seguía estando en la de ella; sus dedos parecían incapaces de soltarla. En el último momento se dio la vuelta y Tuala levantó el rostro hacia él con unos ojos brillantes, una boca encantadora y seductora como una rosa de verano, una piel translúcida bajo la luz de la Brillante. Oyó unos pasos que se acercaban por debajo.
—Adiós —dijo él con vacilación, e hizo ademán de darse la vuelta para alejarse. Podía hacerlo; debía hacerlo, por el bien de Tuala.
—Bridei —fue un susurro—. No lo decía en serio, lo de antes. Te he echado muchísimo de menos…
Él notó sus manos a ambos lados de la cara. Ella lo atrajo hacia sí. Al cabo de un momento su boca, algo tímida, algo torpe pero ¡oh!, tan dulce le besó en los labios. Bridei por un momento creyó morir. Pero el fuego que sentía en su cuerpo le decía que estaba muy vivo, más vivo que nunca. Con una mano se agarró a una rama en busca de apoyo; corría peligro de olvidar que estaba a una altura en la que un solo paso en falso podría significar una muerte repentina. Ella separó los labios; el beso se hizo más profundo y suscitó en él unas sensaciones similares a una tortura que deseó que se prolongara, hasta que se convirtió en algo más, algo que necesitaba tanto que hubiera sido capaz de sacrificar muchas cosas para tenerlo…, pero no la seguridad ni la reputación de Tuala. Debía marcharse. Si lo encontraban allí, ella perdería su lugar en Banmerren y su propio futuro también estaría en peligro. Apartó los labios, oyó el sonido irregular de su respiración y sintió la de ella, que se aferró a su mano con tanta fuerza que le hacía daño:
—La próxima luna llena —susurró Tuala—. Adiós Bridei. Cuídate.
—Tú también —logró decir, y la soltó. Ella esperó, agachada junto a lo alto del muro, mientras él realizaba su descenso; cuando llegó al suelo la cuerda cayó serpenteando tras soltarla Tuala del roble. Bridei levantó la vista, pero ella ya se había marchado. Estaba a solas con la luna, el silencioso Faolan y el estruendoso latido de su corazón.
A los Seres Buenos no les hacía falta hablar en voz alta para comprender lo que pensaba el otro. A la anciana mujer sabia, Luthana, que en esos momentos ordenó a Tuala que bajara de su elevado asiento y la condujo hacia el interior con la lámpara bamboleándose en su mano con indignación, le pareció que en el roble no había nadie más aparte de la alumna desobediente de rostro pálido e indomable cabello oscuro, esa extraña joven que parecía decidida a infringir las normas y a extender las fronteras de sus límites. Pero ellos estaban allí: las criaturas a las que Tuala conocía como Telaraña y Madreselva, la del vestido de telaraña y cabello plateado como cadenas de gotas de rocío, y el joven que parecía reunir en él toda la rica vida del bosque, rama y hoja, musgo trepador y helecho rizado. Se hallaban en cuclillas en una horquilla del roble y hablaban sin necesidad de emitir ni un solo sonido.
—De modo que el viaje sigue adelante por fin. ¿Viste lo que hizo, cómo miraba, tocaba y ofrecía sus labios? Nuestra pálida criaturita se ha convertido en una mujer a pesar de su expresión distante. Temo que se lo pondrá demasiado fácil a Bridei.
—¿Eso crees? Él no puede elegirla a ella y luchar por el trono. O al menos es lo que piensa. ¿Antepondrá las obligaciones que tiene con su pueblo a los deseos de su corazón? ¿Cómo va a conciliar las dos cosas?
—Debe encontrar la manera de hacerlo. Esa es la prueba. Debe demostrar que es fiel, no sólo a los hombres y mujeres que gobernará, sino también a los antiguos poderes. A los dioses; él lo sabe. Y a nosotros.
—Eso se le ha olvidado.
—Tal vez. Tenemos que recordárselo. Fortriu lo necesita. No hay nadie más que pueda hacernos avanzar.
—Y él la necesita a ella. Un interrogante. Fortriu nunca la aceptará. ¿Y qué me dices de Broichan?
Madreselva hizo una mueca.
—El druida juega con todos, los mueve por el tablero a su antojo, haciéndolos saltar. El druida no es el único que puede jugar a este juego. Puede que le parezca más complicado de lo que nunca imaginó. Creo que podría encontrarse con que alguien juegue mejor que él.
—¿Quién?
Madreselva dirigió sus ojos marrones como el barro hacia los de su amiga, claros y enigmáticos.
—Ya veremos —respondió—. Los dioses tienen reservada una prueba final para este joven, una prueba que han ideado ellos mismos. Es para más adelante, para el final. Mientras tanto nos toca a nosotros jugar nuestra parte. Vamos a darles quebraderos de cabeza a los dos.
Telaraña se rio con un breve y agudo tintineo.
—Los humanos me decepcionan. ¡Pueden llegar a ser tan ciegos! Me pregunto cuánto la quiere. ¿La perseguirá hasta un reino en el que ni siquiera la Brillante se atreve a mostrar su rostro? ¿Se mantendrá firme en su desafío ante aquel al que respeta y ama como a un padre?
—Lo sabremos muy pronto —repuso Madreselva encogiéndose de hombros—. A Drust ya no le queda mucho tiempo en este mundo; ya se están preparando, cuchillos en mano. Estúpidos. Este joven brilla entre ellos como una estrella rutilante. Aun así, debe enfrentarse a la última prueba. ¿Crees que ella nos vio?
—Sabía que estábamos observando. —Telaraña se echó hacia atrás su reluciente cabellera—. Creo que eso refrenó sus palabras; hizo lo posible para que no viéramos sus ojos. Pero sus pocos esfuerzos por mostrarse fría traslucían su amor; su patético intento por convencerse de que él estaría mejor con alguna princesa de suaves cabellos mientras la propia Tuala se consumía detrás de los muros de Banmerren. Está mucho más segura que él.
—Por supuesto —asintió Madreselva—. Ella es de los nuestros.