Capítulo 3![](/epubstore/M/J-Marillier/El-Espejo-Oscuro/OEBPS/Images/decha.jpg)
No puedes alcanzarme! —gritó Tuala mientras Perla pasaba como una exhalación entre los troncos de un gris blanquecino de los abedules como una sombra bailarina.
«Estás en lo cierto», pensó Bridei, guiando su poni tras ella. Llamarada había sido un regalo de Broichan, adquirido en su undécimo cumpleaños. Tuala había reclamado a Perla inmediatamente. Apenas había hecho falta enseñarle a montar. La chiquilla tenía una ligereza de azogue, un sentido de no estar del todo presente que llevaba con ella a todas partes. Apartabas la vista un instante y al volver a mirar te encontrabas con que ya no estaba. Ahora ya todos los que vivían en casa de Broichan estaban acostumbrados a eso. Nadie se preocupaba por si Tuala se perdía o se metía en líos. Era como si tuviera sus propios amuletos de protección, unos que estaban en su interior.
De todos modos, la niña llevaba un disco de luna alrededor del cuello, al igual que Bridei. Broichan había insistido en ello. Aquellos círculos de hueso, en los que había grabados signos que honraban a la Brillante e invocaban su bendición, constituían una solemne prueba de la observancia de los antiguos caminos de los antepasados por parte de los miembros de la casa. Llevar uno era un honor, era compartir la confianza. La gente no se había sorprendido cuando Broichan le dio a Bridei el talismán. Pero el obsequio de este amuleto a Tuala, cuya posición en la casa no estaba tan bien definida, había causado extrañeza en todos. De todas formas, el druida tenía sus propios juegos, juegos sutiles que se escapaban a la comprensión de las personas comunes y corrientes, y sin duda sabía lo que estaba haciendo. Bridei no creía que Tuala necesitara un disco de luna. Para él era obvio que la niña llevaba el poder y la protección de la Brillante en su interior, lo había llevado desde aquella noche de pleno invierno cuando la había encontrado esperándolo en una cuna de plumón de cisne bañada por la luz de la luna. Habían pasado más de seis años desde entonces, pero su piel todavía brillaba con esa extraña palidez traslúcida; sus ojos aún tenían aquella calma solemne y clara. Si algún día la luna tenía una hija, pensaba Bridei, sería igual que Tuala.
—¡Vamos! —gritó ella desde algún punto más adelantado del camino, bajo la sombra de los abedules llenos de hojas de primavera. Bridei rozó los flancos de Llamarada con los talones y salió en su persecución. La estación ya estaba próxima a su fin, era un día despejado y se dirigían al Rasguño del Águila.
La habilidad natural de Tuala para montar le permitía prescindir de la silla y la brida y se aferraba a su poni como si este fuera una extensión de su propia persona. Pero Bridei había trabajado duro, obediente a sus promesas. Montaba a Llamarada con pericia y el poni, un hermoso zaino con una mancha blanca en la testuz, era rápido y obediente. Siguieron las sacudidas de la larga cola plateada de Perla, el débil susurro de movimiento, el rostro blanco y el cabello negro de la pequeña jinete zigzagueando por entre los árboles de pálida corteza, subiendo por los senderos moteados, bordeando las piedras cubiertas de musgo y vadeando los riachuelos poco profundos hasta que llegaron al pie de la última y empinada ascensión a lo alto del Rasguño del Águila. Cuando llegaron allí, Perla ya estaba mordisqueando una mata de hierba junto a la sólida pared de roca y a Tuala no se la veía por ninguna parte.
No era necesario atar a los ponis; los dos conocían bien aquel sendero y no se extraviarían. Bridei desmontó y se dirigió hacia arriba. Tuala debía de estar mucho más adelante; trepaba como una ardilla. La parte superior del Rasguño del Águila era un vasto afloramiento de granito, quizá una piedra monumental, quizá muchas; sus grietas y hendiduras, sus lugares secretos, albergaban a multitud de criaturas. En todos los años que hacía que subía allí arriba, sólo había conseguido explorar una pequeña parte. Cada vez que trepaba hasta allí el camino parecía ligeramente distinto. Quizá la roca estaba encantada, como los robles de los alrededores de la casa del druida. Secretos de la tierra que no podían compartirse con los mortales: aquel lugar estaba lleno de ellos.
Le encantaba estar en lo alto del Rasguño del Águila, donde el pasado permanecía hundido en las profundidades de la tierra. El suelo era duro bajo sus pies; la vasta curva de la Gran Cañada se extendía por debajo de él, unas empinadas pendientes envueltas con el manto verde púrpura de los pinos y la más clara bufanda de los abedules, protegiendo el alargado y brillante lago de la Serpiente. En aquel lugar se hallaba en equilibrio entre la tierra y el cielo, sentía el latido de la piedra bajo sus pies y el roce del viento en la cara. Se imaginaba que era un águila.
Aquel día Tuala estaba allí delante de él, dando vueltas por el lugar con los brazos extendidos, canturreando: «Fortrenn, Fotlaid, Fidach, Fib, Circinn, Caitt, Ce… Fortrenn, Fotlaid…». Eran los nombres de los siete hijos de Pridne, el antiguo antepasado de quien descendían los priteni. Las siete casas o tribus llevaban sus nombres. No hacía mucho que Bridei se lo había enseñado; ella se estaba cerciorando de que los recordaba. Había optado por quedarse de pie en la roca más alta, guardando el equilibrio sobre una atalaya, en un espacio no más grande que un cuenco de gachas. Bridei vio su pequeña figura recortada en el pálido cielo de primavera, su cabello negro levantado por la brisa, sus ojos llenos de luz. Tras ella, al otro lado, estaba el largo despeñadero que caía por la abrupta pared meridional del Rasguño del Águila. La gente la llamaba el Salto del Muerto. Menos mal que Tuala no tenía miedo a las alturas. Daba vueltas y vueltas como si quisiera hacer que el mundo girara ante sus ojos.
—Para, Tuala —le dijo Bridei suavemente—. Estás haciendo que me maree. —Subió a las rocas planas que estaban justo debajo de ella.
La niña se detuvo al instante, tal como él sabía que haría; se quedó completamente inmóvil, en perfecto equilibrio, seria y segura. Era Bridei el que sentía la angustia agitándose en su interior, la tambaleante pérdida de equilibrio.
—Además, ¿qué estás haciendo? —le preguntó con estudiada calma—. ¿Intentas volar?
Ella bajó de su pináculo y se sentó a su lado con las piernas cruzadas. Llevaba una túnica larga de sencillo tejido de lana y unos pantalones debajo para montar. Los pantalones habían sido de Bridei; le resultaba difícil imaginar que alguna vez hubiera sido tan pequeño.
—Me gustaría volar —dijo Tuala—. A veces creo que podría hacerlo.
Él estaba sacando la comida que había llevado: unos pedazos gruesos de pan de avena y huevos hervidos con la cáscara. Le pasó el odre de agua a Tuala.
—Si alguna vez lo intentas —dijo—, será mejor que lo hagas desde un banco o un tonel, no desde la cima de una montaña.
Tuala lo miró con solemnidad.
—No me caería —le dijo—. O al menos eso creo.
—Eres una niña, no un pájaro —comentó Bridei.
—A veces sí soy un pájaro. —Movió una manita blanca para meterse el pelo por detrás de la oreja.
—¿A qué te refieres?
—En sueños. La luna sale y me despierta, y vuelo por el bosque. Todo es plateado; todo está vivo y esperando.
Bridei no contestó. Hacía mucho tiempo que Tuala había llegado a Pitnochie, tanto que a veces olvidaba que era… distinta. Entonces ella decía algo parecido a lo que acababa de decir.
—Desciendo en picado, apreso, como —dijo Tuala distraídamente, y tomó un pedacito de pan—. Planeo, cazo. Luego la luna desciende y vuelve la oscuridad.
—En sueños es diferente. —No era muy buena respuesta, y Bridei lo sabía—. Deberías tener más cuidado. Imagina que te caes y… te rompes una pierna. No podrías montar a Perla en todo el verano. —No iba a contarle que más de un hombre había muerto al caer inesperadamente desde el Rasguño del Águila. Comparada con él, todavía era un bebé—. Prométeme que serás prudente, Tuala.
—Lo prometo.
La respuesta fue inmediata; por desgracia, pensó Bridei, la idea que tenía Tuala de ser prudente era un poco distinta a la suya.
—¿Tú qué serías? —le preguntó la niña.
—¿Qué quieres decir?
—Si pudieras ser un pájaro, ¿cuál serías?
—Un águila —contestó él sin pensárselo—. Planearía por toda la Gran Cañada, mirándolo todo desde arriba, observándolo todo, vigilándolo todo. Con ese color de pelo tú tendrías que ser un cuervo.
Tuala dijo que no con la cabeza.
—Un búho —lo corrigió con gravedad.
—Sabes que vomitan bolitas con todos los huesos, garras y picos, ¿no? Todas las colas, los bigotes y…
Ella le dio un empujón, no muy fuerte.
—Estoy comiendo —dijo—. De todos modos, ¿qué me dices de las águilas, que roban corderos recién nacidos? Mara me contó que una vez hasta se llevaron al bebé de alguien.
—Todo forma parte del equilibrio —le explicó Bridei—. Algunos animales mueren para que otros puedan sobrevivir. Mientras se respete esta norma de la naturaleza, todo tiene sentido.
Estuvieron comiendo un rato sin hablar, escuchando en cambio los sonidos de la naturaleza en la Cañada: el reclamo de los pájaros por encima de sus cabezas, en lo alto, el piar y gorjeo de otros en los bosques, el susurro del viento entre los árboles, el murmullo furtivo de algo que se movía en una grieta de la roca. A lo lejos había otro ruido más doméstico, Fidich llamando a los perros y una respuesta en forma de ladridos. El granjero estaba vigilando las ovejas en los páramos altos.
—¿Sabes una cosa, Tuala? —Bridei le pasó el huevo que había pelado para ella y empezó a pelar otro—. Cuando era pequeño como tú no me permitían subir aquí arriba solo. Broichan no me dejaba.
—Yo no estoy sola —replicó ella—. Te tengo a ti.
—Sí, bueno, entonces yo no te tenía a ti, ni a ningún hermano mayor que cuidara de mí.
Tuala abrió la boca. Bridei sabía que estaba a punto de decirle que podía cuidar de sí misma, muchas gracias.
—Pero no era por eso por lo que no me dejaba venir aquí solo —se apresuró a decir—. En esa época los bosques eran peligrosos. Había enemigos. Una vez intentaron matarme. Y también trataron de matar a Broichan. En aquel entonces no se me permitía salir sin dos guardias.
—¿Cómo intentaron matarte? —Tuala tenía entonces los ojos muy abiertos y una expresión muy seria en su linda boca.
Bridei empezó a lamentar haber sacado aquel tema.
—Oh, no fue nada del otro mundo —contestó con prudente brusquedad—. Quizá deberíamos volver…
—¿Con una espada? ¿Con un hechizo? ¿Intentaron que cayeras en una trampa?
—Con una flecha —dijo él.
—¿Los mataste?
—No. Pero Donal sí. No quiero hablar de ello.
—¿Por qué querían matarte?
—No lo sé. Nadie me lo explicó. De todos modos, ahora todo está bien. Sucedió hace mucho tiempo. Fuera cual fuera el peligro, ya ha pasado. Solía haber cinco guardias sólo para el muro del lado norte y ahora únicamente hay uno. Y nos permiten salir. De modo que considérate afortunada.
Tuala lo observó con detenimiento.
—Tú eres el afortunado —corrigió—. Si hubieras muerto, yo no estaría aquí.
Bridei se estremeció.
—No fue la suerte la que me salvó aquel día —dijo recordando—. Fue otra cosa.
—¿Donal?
—Él ayudó, sin duda. Pero hubo algo más. Fue como si la tierra se abriera y dejara que me escondiera: me ofreció refugio. Incluso Donal dijo que fue extraño.
—Te mantiene a salvo —dijo Tuala con su claro hilo de voz—. A salvo en sus manos. A salvo para seguir adelante.
Sus palabras hicieron que a él se le erizara el vello de la nuca. Recogió las cáscaras de huevo en un montón y no dijo nada.
—No pasa nada, Bridei —le dijo Tuala, como si fuera la mayor y él el niño.
Al regresar a casa él llevó los dos ponis a los establos y se ocupó de Llamarada mientras Tuala almohazaba a Perla lo mejor que podía. Tenía que ponerse de puntillas para llegar a la parte superior de la crin del animal; afortunadamente, Perla parecía comprenderlo y bajaba la cabeza amablemente mientras la niña le pasaba el cepillo por los enredos.
—Es una lástima que Perla no pueda hacer lo mismo por ti —comentó Bridei, mirando los mechones de Tuala que se agitaban al viento. Cuando habían salido a dar el paseo llevaba el cabello oscuro pulcramente trenzado a la espalda, pero parecía tener vida propia. La cantidad de cintas que perdía constituía un permanente motivo de bromas.
Tuala alzó las dos manos para apartarse de la cara la rebelde mata de pelo.
—¿Quieres que te lo sujete? —preguntó Bridei.
Ella se acercó y se colocó delante de él dándole la espalda. Rebuscó en la bolsa que llevaba en el cinturón, sacó un peine pequeño y se lo puso en la mano a Bridei. No hacían falta palabras; aquel era un ritual de hacía tiempo.
—Estate quieta. —Él era habilidoso en esta tarea, pues había practicado con los ponis. Sabía peinarla y desenredarle el cabello sin hacerle daño. En cuanto a la niña, ella se quedaba completamente inmóvil, casi como si estuviera petrificada; para lograr aquella postura él mismo había tenido que esforzarse mediante el control de la respiración, mediante la meditación, mediante la fuerza de voluntad, pero Tuala podía conseguirla sin ni siquiera proponérselo. Los dedos del chico trabajaban habilidosos, tejiendo la larga trenza que le llegaba hasta la cintura.
—¿Tienes una cinta? —le preguntó con una sonrisa.
Ella movió la cabeza para decir que no con una expresión acongojada.
—La perdí.
—Pues menos mal que yo tengo una. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó un trozo de galón amarillo, uno de los varios que guardaba para tales ocasiones. Tuala se los dejaba por todas partes. Ató la trenza con un nudo bien apretado que remató con un pequeño lazo en forma de mariposa—. Ya está. Será mejor que procures no despeinarte durante un rato, por si acaso te ve Broichan.
—Sí, Bridei.
Había habido algunos cambios en Pitnochie desde aquella vez en que Broichan acudió a un consejo del rey y estuvo a punto de morir. Seguía viviendo allí una considerable dotación de hombres de armas que patrullaban los límites del lugar y que le proporcionaban escolta al druida cuando viajaba fuera. Pero ahora estos eran menos numerosos y había otras personas. Brenna se había quedado; su carácter dulce y tranquilidad natural proporcionaban un equilibrio excelente al voluble Ferat y a la adusta Mara. Fidich se convirtió en un visitante habitual de la casa que permanecía con aire incómodo en la cocina y charlaba con quienquiera que tuviera cerca sobre la esquila, el ordeño o la colocación de muros de mampostería. No era en absoluto propio de él, pues el granjero siempre se retiraba a su cabaña cuando terminaba su jornada de trabajo, más contento, al parecer, con su propia compañía. Donal observó, con sequedad, que normalmente las visitas de Fidich incluían una breve charla con Brenna, sólo unas pocas palabras, como la esperanza de que se encontrara bien y el intercambio de las pequeñas noticias diarias.
Brenna había tardado mucho tiempo en perder la triste mirada de sus ojos. Tuala había contribuido a ello; las exigencias que suponían el cuidado de la pequeña habían dejado a la viuda pocas oportunidades para pensar demasiado en sus propios problemas. En los últimos tiempos era cada vez más evidente que las visitas de Fidich tenían el efecto de sacar el color en las mejillas de Brenna. Ambos se mostraban incómodos y tímidos. Con el tiempo quizá llegarían a algo.
Había otra presencia nueva en la casa. Poco después de que Broichan hubiera vuelto, todavía enfermo a causa del envenenamiento, Bridei había entrado en el salón una noche a la hora de la cena y se había encontrado a los dos ancianos, Erip y Wid, instalados en una esquina y rumiando sobre un tablero de juego, tal como estaban la primera noche que había llegado a Pitnochie. Los saludó con asombro.
—¡Creí que no ibais a volver nunca!
Erip, el calvo regordete, había soltado una risita en el mismo momento en que desplazaba hábilmente un pequeño guerrero por el tablero, cosa que provocó un bufido de fastidio por parte del alto Wid, de barba blanca.
—¿Quiénes, nosotros? —replicó Erip—. Hace falta algo más que el druida de un rey para mantenernos alejados, muchacho. Hemos estado de viaje, eso es todo. Bueno, no hay duda de que estás creciendo a pasos agigantados. ¿Qué te ha estado dando de comer Ferat, testículos de…? —El anciano se calló, tal vez al darse cuenta de que Mara lo miraba desde el otro extremo de la estancia—. Bueno, da igual. Estamos aquí para ayudar con tu educación, Bridei.
—Ah. —El muchacho se preguntó qué aspectos de su educación se hallaban preparados para tratar, aparte de los juegos de mesa y la bebida.
Los dedos de Wid se quedaron inmóviles sobre una pequeña sacerdotisa de esteatita.
—Erip es experto en geografía —dijo—. Territorios, costas, tribus y jefes de clan. Mi campo es la estrategia: ver en el pensamiento de los hombres, saber lo que quieren antes de que ellos mismos lo sepan. Espero que estés preparado para trabajar duro, Bridei. —Sacó a la sacerdotisa del tablero, la colocó en otro sitio y miró a Erip con las cejas enarcadas y una expresión cuidadosamente anodina.
—¡Mal rayo parta a los líderes de batalla retirados! —exclamó Erip entre dientes al tiempo que dirigía una prolongada mirada al tablero, luego alzó las manos en un gesto de impotente capitulación—. Siempre van tres pasos por delante.
Erip y Wid se habían instalado como si nunca se hubiesen ido. En aquellos momentos, seis años más tarde, seguían alojándose en el extremo de los aposentos de los hombres y engordando aún más con la cocina de Ferat. Y verdaderamente habían demostrado que tenían mucho más que enseñar aparte de cómo meterse en líos.
A decir verdad Bridei no disfrutaba casi de tiempo libre. Las lecciones empezaban inmediatamente después de desayunar y continuaban hasta que se ponía el sol; eso sin contar las velas nocturnas, que formaban parte de las enseñanzas de Broichan, ni los ocasionales rituales al alba, ni el estudio y preparación que se le exigían en el tiempo que tenía reservado para él. En realidad, «tiempo reservado para él» era poco. Algunas noches, después de cenar, lo único que lograba hacer era contarle el cuento a Tuala a la hora de acostarse antes de quedarse dormido, agotado. Pero nunca dejaba de hacerlo. Los cuentos formaban parte de la promesa que le había hecho hacía mucho tiempo. Bridei sabía lo que era yacer en la cama en medio de la oscuridad, esperando dormirte, sin una historia que te hiciera compañía y te siguiera en tus sueños. Porque él había tenido muchas noches así y se había acostumbrado a ellas. Pero se juró que Tuala nunca tendría que experimentar la sensación de sentirse completamente solo.
Por las mañanas trabajaba con Erip, luego con Wid. A medida que Bridei desarrollaba sus conocimientos sobre el reino de Fortriu, sus montañas y cañadas, sus lagos y arroyos, sus islas y bahías, los dos ancianos le enseñaban juntos cada vez con más frecuencia y sus clases se convertían en acaloradas discusiones a tres bandas, pues ellos animaban las contribuciones del propio Bridei. De Erip aprendió la historia de los priteni, las pautas de la realeza, la naturaleza del prójimo y del enemigo. Las gentes del norte eran descendientes de los siete hijos del primer antepasado, Pridne. De él provenía el nombre de priteni, un nombre que abarcaba a todos los habitantes de Fortriu, a las gentes de Circinn, situada al sur, y, en los lugares recónditos del lejano norte, la tribu salvaje conocida como los caitt. En las islas que se hallaban más allá de aquella costa septentrional vivía un pueblo que se hacía llamar sencillamente los folk. Los folk también tenían sangre priteni y eran poderosos en virtud de su aislamiento, poseían su propio rey y su propio gobierno.
En otro tiempo Fortriu y Circinn habían constituido un solo reino, fuerte y seguro, unido en su adhesión a los antiguos dioses. Eso cambió la última vez que se eligió un monarca, pues los jefes votantes no habían sido capaces de llegar a un acuerdo sobre un candidato. Actualmente el reino estaba dividido y el cristiano Drust hijo de Girom, conocido como el Verraco, gobernaba el reino meridional de Circinn mientras que su propio rey, Drust el Toro, mantenía las viejas tradiciones en Fortriu, cuyo territorio se extendía a lo largo de la Gran Cañada, desde la fortaleza del rey en Caer Pridne al nordeste, hasta la última línea de defensa contra los escotos en el sudoeste. Entre aquellos dos reinos y sus monarcas existía un constante malestar que iba fermentando.
Las lecciones de Wid tenían que ver con los juegos de poder y los consejos, la interpretación de las expresiones y gestos de una persona, las cosas que podían o no podían decirse en cierta compañía. Trataban de la transmisión de mensajes secretos y de aprender a escuchar lo que se tenía cuidado de no mencionar. Resultaba difícil poner a prueba esas habilidades en Pitnochie. Era demasiado fácil imaginar lo que estaba pensando Fidich, por ejemplo, cuando agarraba una jarra de cerveza y fingía no mirar a Brenna, o en qué soñaba Donal mientras limpiaba su espada y silbaba una vieja marcha entre dientes.
—Necesito practicar todo esto —protestó Bridei—. No paramos de hablar de asambleas y consejos reales, pero lo único que veo siempre es esta casa y la granja. ¿Cómo voy a aprender como es debido si me paso la vida aquí encerrado? —No era habitual en él quejarse así; siempre había sido obediente con aquellos a los que respetaba. Había sido una larga mañana de teoría.
—¿Toda la vida? —preguntó Wid con las cejas arqueadas—. Eres un viejo de… ¿cuántos, doce años apenas? Creo que vas a descubrir que muy pronto habrá oportunidades. Si Broichan no está listo para dejarte viajar, puede que esté preparado para traerte aquí un poco del mundo. Quizá todavía no, pero será pronto. Ten paciencia. Tiene sus motivos.
—¿Wid? —preguntó Bridei.
—¿Sí, muchacho?
—Sólo estaba pensando. ¿En qué me convertiré cuando todo esto acabe, cuando mi educación termine? ¿En un erudito? ¿En un consejero? ¿No debería estar aprendiendo cosas sobre mi propia gente en Gwynedd? Supongo que algún día regresaré a la corte de mi padre.
—Tal vez —respondió Wid con una pequeña sonrisa. Ya le habían hecho estas preguntas otras veces, pero nunca de una forma tan directa—. Ya tocaremos más detenidamente el tema de Gwynedd y de Powys, su vecina, y de otras tierras lejanas. Para ti, Fortriu es más importante. Y la educación de una persona no termina nunca. A estas alturas ya deberías saberlo.
—Pero yo no pertenezco a los priteni —señaló Bridei—. No es mi intención ser irrespetuoso. Me encanta aprender las enseñanzas y la historia del norte. Pero…
—Tu madre era de aquí —dijo Wid en voz baja.
—¡Mi madre! —Bridei se sobresaltó; hacía mucho tiempo que no pensaba en ella—. ¿Era de Fortriu? Entonces puede que yo tenga familia aquí, tíos y tías, primos, tal vez. ¿Por qué Broichan no me lo dijo? ¿Qué sabes de ella?
—Muy poco —repuso Wid, que empezó a ordenar sus pergaminos—. Se llamaba Anfreda. Eso es todo lo que puedo decirte. ¿No te acuerdas?
El chico se quedó callado un momento. Al cabo de un rato dijo:
—Sólo tenía cuatro años cuando vine aquí. La verdad es que no recuerdo a ninguno de mis padres. Quizá un poco a mi padre. A los demás no.
—Broichan podría explicarte más cosas…
—No va a hablarme de ella. No creo que quiera hacerlo.
—Ah, bueno —comentó Wid—, todo a su tiempo. ¿Vamos a cenar algo?
Después de las lecciones matutinas era el momento de las clases con Donal. Bridei había llegado a manejar bien la espada y el garrote, era eficiente con los cuchillos, hábil para detectar la persecución encubierta y eludirla eficazmente. Había afinado su habilidad con el tiro al arco hasta el punto de que lo único que lo distinguía de Donal era la necesidad de utilizar un arco más pequeño. En el transcurso de un verano de heladas incursiones en las oscuras aguas del lago de la Serpiente, había aprendido a nadar lo suficientemente bien como para poder alcanzar la costa en caso de que estuviera navegando y sufriera algún tipo de percance. Sabía llevar un pequeño bote de remos. En cuanto a Perla, se le quedó pequeño y cambió a Llamarada, aprendió a hacer que su poni saltara obstáculos, a inclinarse a un lado sobre la silla y agarrar un fardo del suelo y a arrojar una lanza contra un blanco mientras corría al galope. Las lecciones de Donal eran buenas; el tiempo pasaba demasiado rápido mientras daba clases con él. Lamentaba no poder practicar el combate con alguien de su tamaño, pero la aldea seguía estando prohibida. Tanto Donal como Broichan decían que todavía no era seguro.
En algunas ocasiones Donal terminaba la clase pronto y quedaba un poco de tiempo hasta la última y más dura parte del aprendizaje diario: la sesión de Bridei con su padre adoptivo. Aquellos ratos de los que disponía de vez en cuando eran preciosos. Tuala lo esperaba inmóvil y en silencio bajo los robles del borde del prado donde Donal y Bridei practicaban el manejo de la espada, o encaramada a un muro de piedra cerca de los establos observando mientras ellos ensayaban maniobras con el cuchillo o el garrote, y cuando él terminaba, lo llevaba a ver unas setas de aspecto curioso que había encontrado, o le explicaba algunos chismes que le había oído a Brenna, o le demostraba que había enseñado a uno de los perros a ir tras una pelota. A veces Bridei le explicaba algo que había aprendido por la mañana: reyes y tribus, batallas y viajes. Entonces, demasiado pronto, llegaba la hora de ir a ver a Broichan. Eran lecciones que Tuala no podía observar. Tenían lugar en los propios aposentos del druida y ella tenía prohibida la entrada.
—A Broichan no le caigo bien —le dijo a Bridei un día en que estaban sentados bajo los robles observando a Fidich que cortaba leña junto a los establos. No era tanto una queja como la simple constatación de un hecho.
—Lo que pasa es que no está acostumbrado a los niños —le explicó él—. No sabe cómo hablar contigo, eso es todo. Irá mejorando a medida que crezcas.
—¿Y qué me dices de ti?
—¿A qué te refieres?
—Sí que está acostumbrado a los niños. Tú has estado aquí desde que eras pequeño. Él habla contigo, y te enseña, y te deja entrar en su habitación especial.
—No me dejaba entrar cuando tenía tu edad. Tan sólo tienes que darle tiempo.
Tuala meneó la cabeza en señal de negación.
—No le caigo bien. Por eso no me deja tomar lecciones. Brenna dice que lo único que necesito aprender es a coser y a cocinar. Pero yo quiero aprender lo que tú aprendes: todo sobre el mundo.
Bridei se contuvo de dar la respuesta lógica: «Tú eres una chica». Aunque estaba claro que era cierto, no parecía ser la contestación adecuada para Tuala. Ni en su fantasía más descabellada la veía cosiendo y cocinando.
—Yo te enseñaré todo lo que pueda —le dijo.
Ella retorció una brizna de hierba entre sus blancas manitas.
—¿Puedes enseñarme hidromancia?
Bridei notó frío de pronto, aunque no estaba seguro por qué.
—¿Qué sabes tú de la hidromancia? —le preguntó.
—Sé que Broichan la practica con su espejo de bronce. Sé que las mujeres sabias y los druidas la practican. Puedes ver lo que va a ocurrir. Y lo que ya ha ocurrido. Me gustaría probarlo. Creo que podría hacerlo. —Su voz tenía un dejo extraño.
—¿Por qué, Tuala? —Bridei creyó poder adivinar cuál sería su respuesta.
Ella inclinó la cabeza; las cortinas de brillante cabello oscuro cayeron hacia delante y ocultaron casi por completo su pequeño rostro.
—Para poder verlos —susurró.
—¿A quiénes?
—A los que me dejaron aquí. A mi familia. Creo que los vería.
A Bridei le dio un vuelco el corazón.
—Nosotros somos ahora tu familia —le dijo con suavidad.
—Lo eres tú —asintió Tuala, que alzó los ojos y cruzó su triste mirada con la de él—. Pero Broichan no. Él no me quiere aquí.
—¿Te lo ha dicho él?
—No hace falta que me lo diga. ¿Me enseñarás, Bridei?
—¿Cómo voy a poder hacerlo? Broichan guarda su espejo especial bajo llave y…, bueno, estoy bastante seguro de que él no querría que lo hiciera. Es una especie de estudio secreto, necesitas muchísima preparación para eso, y puede ser peligroso si lo haces mal. Él podría enseñarte, pero yo no creo que pudiera hacerlo. Sólo lo he intentado un par de veces y no lo hice muy bien. Broichan dijo que no importaba. Son las demás lecciones las más importantes para mí.
Tuala se quedó unos momentos callada. Sus dedos tejían la hierba formando un cesto minúsculo. Entonces dijo:
—Pues la hidromancia es importante para mí. Tendré que aprender yo sola.
Bridei frunció el ceño.
—Ten cuidado. Ya te he dicho que es peligroso, como todas las artes mágicas. De todas formas, no tienes ningún espejo.
—Supongo que podré encontrar uno —replicó, y dejó el diminuto cesto en el suelo, entre las raíces del gran roble—. Vas a llegar tarde a tu clase.
Durante todo el camino hacia la casa notó que ella lo observaba, aunque se había quedado donde estaba, bajo los árboles. En ocasiones se preocupaba por Tuala. Tan pronto se iba por los bosques como una pequeña criatura salvaje como parecía la abuela de alguien. Pero tan sólo tenía seis años. Con suerte al día siguiente la acometería un nuevo interés y se olvidaría de todo eso de ser una vidente.
Broichan lo estaba esperando.
—Has estado corriendo —observó el druida.
Bridei hizo todo lo que pudo para calmar su respiración. No iba a disculparse. De hecho, no había llegado tarde gracias a que había corrido. No quería enzarzarse en una discusión sobre cómo debería pasar su tiempo libre.
—Sí, mi señor —dijo al cabo de un momento, con la voz bastante firme y en absoluto sin aliento.
—Siéntate —le dijo Broichan.
Bridei tomó asiento en el banco frente a su padre adoptivo con toda la anchura de la mesa de roble entre ellos. En la mesa había desperdigadas unas cuantas varas de abedul, todas grabadas con su propia marca particular. El chico se cuidó mucho de no alterar su disposición. Aquello era el trazado de un presagio.
—Dime lo que ves aquí. —La voz del druida era profunda y retumbante, un sonido lleno tanto de misterio como de autoridad. Sus facciones estaban calmadas como siempre, los oscuros ojos de párpados caídos, el cabello trenzado que le caía sobre los hombros. Entonces había unos hilos de color gris en los mechones trenzados.
Bridei estudió las varas de abedul. Había empezado a aprender aquellos signos muy pronto; durante su primer verano en Pitnochie se había familiarizado con sus significados básicos y ahora comprendía que había tantas formas de dar sentido a su sabiduría como estrellas en el cielo. Un intérprete diestro no se limitaba a ir en busca de la determinación de un significado, sino a seleccionar lo que era relevante entre una miríada de significados.
—¿Buscas respuesta a una pregunta concreta? —le preguntó a Broichan mientras examinaba la posición de las varas, los puntos en los que se cruzaban y cuáles habían caído encima o debajo de las demás. Claro está que la persona que las había arrojado era la más indicada para comprender la pauta de su caída; no había duda de que su padre adoptivo ya había hecho su propia interpretación.
El druida asintió con la cabeza.
—La pregunta que he formulado es compleja. La respuesta, a su vez, tiene muchas ramificaciones. Como tú la verás en términos más sencillos, puede que seas capaz de proporcionar una solución más clara. Es una cuestión sobre líderes y lealtades. Una pregunta profunda sobre el propio Fortriu.
Bridei pensó durante un rato y dejó que los pequeños bastones de abedul entraran y salieran de su enfoque, procurando ver lo que yacía bajo el grabado de líneas y símbolos que marcaba sus pálidas superficies.
—Aquí veo a dos criaturas —dijo—, toro y verraco, ambas con su propio rey detrás. Los enemigos se acercan por el oeste y por el sur, atacándolos a ambos e intentando interponerse entre ellos. Pero hay una de las varas, aquí, que los une a los dos. El águila. Los mantiene unidos, salvando el hueco. Y mira aquí, una medio escondida, debajo. La sombra.
—¿Y?
—Un movimiento inesperado y caerían muchos: verraco, toro y águila a la vez.
—Dejando sólo la sombra —dijo Broichan en tono grave—. Y, sola, la sombra no puede conseguir nada. Gracias, Bridei; ahora puedes recoger las varas y volver a meterlas en la bolsa y, mientras lo haces, probemos la eficacia de las lecciones de historia de tus profesores. Aquí el simbolismo es evidente. Digamos que refleja los años venideros, los próximos diez años, quizá, o quince. ¿Cómo interpretarías este panorama de toros y verracos?
—El toro debe de ser nuestro propio rey, Drust hijo de Wdrost, pues el toro es el símbolo de su clan; Erip me ha dicho que las piedras que rodean su gran fortaleza están llenas de imágenes como esa. El verraco es Drust hijo de Girom, monarca de Circinn. Ello significa que las dos tribus que aparecen en el augurio son los dos reinos de los priteni: nosotros, los de Fortriu, que seguimos la verdadera fe de nuestros antepasados, y los habitantes del sur, los cristianos.
—Rodeados de enemigos, todos nosotros —caviló Broichan—. Sí, hasta un niño lo vería. Circinn se esfuerza en defender sus fronteras contra la chusma bárbara del sur. En cuanto a nosotros, nos enfrentamos a una oleada tras otra de escotos empeñados en apoderarse de hasta el último peñasco, cañada, lago y riachuelo que podamos decir que es nuestro. Y aun así somos un pueblo fuerte, Bridei. Un pueblo perdurable. ¿Qué significado das a ese enlace, al águila salvando el hueco de forma tan endeble? Los jefes de los priteni tienen opiniones propias y sus reyes son igualmente testarudos. Unir toro y verraco me parece tan poco probable como enyuntar un par de ciervos salvajes y esperar que trabajen como un tiro.
Las varas de abedul ya estaban guardadas, seguras en su bolsa de cabritilla. Bridei ató el cordón de cuero en torno a ellas y colocó la bolsa en su estante. Más arriba, una cuna diminuta, marchita y descolorida, permanecía aún entre las sombras. Se sentó con la mano en la barbilla, pensando intensamente. Cualquier respuesta dada a Broichan tenía que considerarse bien, si no, era mejor no decir nada.
—Creo —dijo Bridei— que el águila es lo más importante para Fortriu. Sería un buen símbolo para un rey, mejor que un toro o un verraco, aunque estos son muy fuertes a su manera. El águila vuela por encima de todo: pasa sobre toda la Gran Cañada, y más allá de la Cañada hacia las Islas Occidentales, y vuela hacia el norte por encima de los reinos que gobiernan los dos monarcas; su visión clara le muestra que el territorio no se halla dividido tribu a tribu, sino que es un todo, fuerte e indivisible. O debería serlo. No deseo parecer desleal al rey Drust, por supuesto.
—No —repuso Broichan con suavidad—, y si te hallaras en otra compañía, sé que optarías por no expresar ideas semejantes. No hay duda de que Wid te ha advertido sobre los peligros de que te malinterpreten. Aquí, en Pitnochie, entre amigos de confianza, puedes decir lo que piensas con toda libertad. Y tus sentimientos son admirables, Bridei. Todos desearíamos ver unidos a los priteni tal como estaban antes de que el azote de la nueva religión se extendiera por el sur y envenenara la mente de Drust el Verraco. Ahora tenemos dos reyes, por supuesto, dos reinos y dos creencias. Esto nos ha debilitado enormemente. Todo lo que dices sobre las águilas no altera el hecho de que este cisma ha destrozado nuestra capacidad de resistir incursiones armadas. Los escotos se han instalado como en su casa en el oeste; crían a una nueva generación en las aldeas que habitaban nuestros abuelos y sus botas pisotean nuestro terreno sagrado. Cada vez que realizan un ataque se adentran un poco más. ¿Podríamos soportar otra ofensiva importante? Lo dudo. Viste la sombra de su crueldad en el Valle de los Vencidos, Bridei. No podemos darles la libertad de la Cañada; no podemos permitir una repetición de esa ciega carnicería de hombres buenos, de esa corrupción del centro de nuestro territorio. Por desgracia nuestros propios reyes muestran una marcada renuencia a invitarse el uno al otro a la mesa del consejo. ¿Cómo van a hacerlo? Uno es leal a los antiguos principios de Fortriu; el otro es un traidor a la fe que lleva en la sangre.
—En cuanto al águila —dijo Bridei—, significa más de lo que he dicho. Esos hombres que murieron, los que vi en el Espejo Oscuro aquel día, dijiste que nunca habían dejado de creer en Fortriu incluso sabiendo que iban a morir todos. Creo que eso es lo que significa el águila, y lo que significa la unión en el augurio: la chispa que hay en el interior de cada uno de nosotros y que nos convierte en parte de la tierra. Es lo que obtenemos de nuestros antepasados, lo que les damos a nuestros hijos. Nos hace fuertes incluso cuando estamos perdiendo. Nos convierte en parientes tanto si somos del norte o del sur, sea cual sea la fe que observemos. Quizá si todos recordáramos esto, podríamos mantenernos firmes contra los invasores si estos volvieran otra vez. Lo cierto es que aquel día en el Valle de los Vencidos no lo comprendí. No era más que un niño.
—Sí, en años —dijo Broichan, que contempló a Bridei con una expresión extraña—. Y lo sigues siendo. Incluso ahora, la mayoría de personas te considerarían un niño.
Bridei notó que se le encendían las mejillas. No dijo nada.
—Tu interpretación del augurio, sin embargo, es la de un hombre —dijo su padre adoptivo—. El escollo, por supuesto, radica en la religión. Si algún día nuestro territorio cae en manos de un invasor, será porque ese alfeñique de Circinn ha abierto sus fronteras a los misioneros que predican la doctrina de la cruz. Si cedemos ante eso, Bridei, quizá merezcamos caer. Si le damos la espalda a la sabiduría de nuestros antepasados, ¿somos dignos de sobrevivir?
—Mi señor, no es posible que creas que nuestra gente haría eso —protestó el muchacho—. ¿Dejar de lado a la Diosa Madre, a la Brillante y a la sabiduría que gobierna toda elección que hacemos en nuestras vidas? Aquí en el norte somos fuertes en nuestra fe. Drust el Toro nunca hará lo que hizo el otro rey ni dejará que su gente abandone las viejas costumbres. Erip dijo incluso que… —se calló.
—¿Erip dijo incluso que qué?
—Que el rey Drust sigue celebrando el sacrificio en el Umbral. En el Pozo de las Sombras. Dijo que mientras las mujeres sabias bajan a la costa para adorar a la Diosa Madre, el rey realiza una ofrenda al Innominado, el poder más oscuro de todo lo que habita más allá y por debajo del Otro Mundo. Un sacrificio hecho en forma de carne viva.
—Erip dijo eso, ¿eh?
—Lo insinuó. Y Wid le dijo unas cosas que es mejor no decir en voz alta, ni siquiera en compañía de amigos de confianza.
—Tanto Erip como Wid tenían razón. Deberías sacarte todo esto de la cabeza por ahora. Muy pronto tendrás otros asuntos de los que ocuparte. En el Solsticio de Verano vamos a tener visitas.
Así pues —le dijo Bridei a Tuala al cabo de unos días—, tengo que poner en práctica todo lo que he aprendido. —Era de noche y estaban sentados en un rincón oscuro del salón, tratando de ser discretos para que nadie ordenara a la pequeña que se fuera a la cama—. Absolutamente todo —siguió diciendo—. Estas personas que van a venir son el tipo de gente que te encuentras en la corte: inteligentes, perspicaces y taimadas. A menudo lo que en realidad quieren de ti no es en absoluto lo que dicen. A menudo lo que dicen no es lo que quieren decir. Son gente interesante. Gente que sabe mucho del mundo. Broichan dice que es una oportunidad de poner a prueba lo que Erip, Wid y él me han enseñado.
—Una prueba —dijo Tuala, asintiendo sabiamente con la cabeza—. Una valoración.
Bridei puso mala cara.
—Yo no diría eso. Por lo que sé, son amigos de Broichan. Más bien se trata de una oportunidad.
—Una prueba —repitió ella, que no iba a ceder.
—Bueno, tal vez. Estará bien tener algunas caras nuevas por aquí.
Tuala no respondió. Durante los últimos días había estado cada vez más callada. No había habido excursiones en solitario al bosque para descubrir flores silvestres ocultas, un nido de tordo o unos cuantos hongos moteados. Ahora que Bridei pensaba en ello, desde la noticia de que iban a tener visitantes en Pitnochie, Tuala había pasado la mayor parte del tiempo cerca de la casa o el patio, esperándolo como una pequeña sombra silenciosa.
—¿Va todo bien? —le preguntó entonces, al darse cuenta de lo absorto que había estado en sus cosas con las expectativas que el anuncio de la llegada de visitantes había despertado en él.
Tuala movió la cabeza en señal de asentimiento, pero no dijo nada. Se rodeaba el cuerpo con los brazos, como para evitar el frío. Sus ojos adoptaron la expresión distante que tenían en ocasiones, como si ocultaran secretos que un chico normal y corriente no podía esperar que compartieran con él.
—¿Estás segura?
Otro movimiento de la cabeza.
—Si hay algo que te preocupa deberías contármelo —le dijo sin mucha convicción.
—Lo haré, Bridei —su voz sonó muy débil y bastante lejana.
—Estás cansada. Mira las bolsas que tienes en los ojos. ¿Qué te parece una historia y luego te vas a la cama? —Tuala dormía entonces en la diminuta habitación que antes era de Brenna, y que antes de eso había sido un almacén. Con el tiempo Mara había transigido y ahora compartía sus aposentos con Brenna de muy buen grado, otro de los sorprendentes cambios que habían tenido lugar en la pauta de las cosas en Pitnochie desde aquella noche de pleno invierno.
—Sí, por favor. —Tuala se arrimó, se acurrucó contra él y apoyó su oscura cabeza contra la manga de su túnica.
—De acuerdo entonces —dijo el muchacho—. Procura no dormirte antes de que termine.
—No, Bridei. —La vocecita era ya más cálida; no obstante, había algo en la manera en que el brazo de la pequeña rodeó el suyo, como una enredadera aferrándose para agarrarse a su árbol, que le inquietó.
—¿Qué historia quieres?
—Cómo me encontraste bajo la luz de la luna —susurró ella.
—¿Otra vez? —Se lo había contado tantas veces que se había convertido en un ritual.
—Ajá.
—Érase una vez un niño… —… llamado Bridei…
—… que pensaba que estaba solo. En realidad su vida no era muy mala; tenía un lugar donde dormir, comida suficiente y estaba recibiendo una educación. Pero le faltaba algo. Bridei no estaba seguro de lo que era.
—Una familia…
—Sí, pero él no lo sabía, no lo supo hasta más adelante. Bridei era un buen chico. Estudiaba, trabajaba duro e intentaba complacer a todo el mundo. Entonces, en la noche del Solsticio de Invierno, todo cambió.
—La luna acudió a su ventana.
—Sí, la Brillante lo despertó y él salió afuera a pesar de que hacía mucho frío…
—… tanto frío que incluso el búho se había escondido…
—… tanto frío que las lágrimas del Urisk se helaron en cuanto brotaron de sus ojos…
—… tanto frío que los árboles temblaban…
—… tanto frío que a Bridei le empezaron a doler las orejas y la nariz en cuanto sacó la cabeza por la puerta; un frío que podía congelarte los dedos de los pies y hacer que se te cayeran si eras tan tonto como para salir descalzo, que es lo que hizo Bridei. Cuando miró hacia abajo para comprobar si seguía teniendo los dedos en su sitio, vio lo que la luna le había traído.
—Un bebé.
—Eso es. Un extraño bebé, todo arrugado y feo como una manzana vieja…
—¡No era así!
Bridei esbozó una sonrisa burlona.
—Sólo comprobaba si estabas escuchando como es debido. No, era un bebé muy lindo, era la clase de criaturita que esperarías que la Brillante te dejara como regalo de Solsticio de Invierno. Estaba en una curiosa cuna hecha de todas las cosas del bosque: matas de hierba y nervaduras de hojas… plumas de cuervo, plumas de búho…
—… un torzal de enredadera y un ramito de celidonia… bayas verdes y telarañas…
—… y unas piedras con agujeros, cosidas en unos juncos…
—¿Bridei?
—¿Mmm?
—¿Dónde está ahora la cuna? —No se lo había preguntado nunca.
—La guardaron en algún sitio —le dijo, pues no quería mentirle pero era reacio a contarle toda la verdad. Nunca le había hablado de la llave, ni del hechizo que él había hecho para conseguirle un hogar—. A estas alturas puede que ya esté destrozada; al fin y al cabo han pasado más de seis años.
Tuala asintió con la cabeza.
—Continúa —le dijo.
—Así pues, Bridei cogió el cesto con el bebé y lo llevó adentro.
—Porque hacía demasiado frío fuera en el umbral.
—Muchísimo frío. Mantuvo caliente al bebé hasta que los demás se despertaron, luego vino Brenna y la pequeña criatura tuvo por fin un hogar. Y Bridei ya no estuvo solo.
—Tuvo una familia —dijo ella en medio de un enorme bostezo.
—Sí —asintió Bridei—, y ahora es hora de irse a la cama. Te veré por la mañana. Dulces sueños, Tuala.
Ella se despegó de su brazo y se levantó, frotándose los ojos.
—Vamos —le dijo él—. Te estás durmiendo de pie.
—¿Y si aquella noche hubiera estado nublado? —preguntó de repente—. No me habrías encontrado.
—Pero no estaba nublado.
—Sí, pero podría haberlo estado.
—En tal caso, quienquiera que te dejara en la puerta no lo habría hecho.
—No les importaba. Hubieran dejado que me congelara, como los pájaros que caen de los árboles en invierno.
—Sí que les importaba —replicó él mirándola fijamente a los ojos. La expresión de la pequeña era alarmantemente sombría; tenía una mirada que no sentaba nada bien al rostro de una chiquilla—. Por eso te entregaron a mí, para que te cuidara. Porque sabían que podían confiar en que lo haría bien. Y parte de mi trabajo es cerciorarme de que duermes lo suficiente. Vamos, te acompañaré.
La noche del Solsticio de Verano habría luna llena. La conjunción era auspiciosa. A medida que se iba aproximando dicha festividad los miembros de la casa de Broichan empezaron otra metamorfosis más. Los invitados que se esperaban eran cuatro: tres hombres y una mujer. Al tratarse de amigos personales del druida no se les podía pedir que se alojaran en comunidad con los guerreros, así que se limpió el granero de paredes de tierra todo lo que se pudo —seguía habiendo ratones— y los hombres llevaron sus camas allí y dejaron sus aposentos para los invitados masculinos. Erip y Wid alegaron que les crujían las articulaciones y la espalda les molestaba y quedaron exentos de trasladarse. Y a Bridei, para su deleite, le asignaron un lugar en un rincón del granero al lado de Donal. Su pequeño cuarto se pondría a disposición de la mujer sabía que había sido invitada y que se llamaba Fola. Aquellos que conocían su reputación cuchicheaban sobre la Temible Fola, pero nunca cuando Broichan podía oírles.
En la cocina, un reino siempre ajetreado, se aceleró aún más el ritmo. Ferat deseaba que las ofrendas de su mesa reflejaran la posición de Broichan como druida de alto rango y hacendado de importancia considerable. Se trajeron truchas del lago para ahumarlas; se sacaron quesos de las cámaras donde se almacenaban; se preparó el mondongo para las morcillas, que se embutió en las tripas y se colgó, y se descuartizó un magnífico novillo, que se saló y se guardó. Se pensó en los pasteles que se harían; la caja de las especias cada vez pesaba menos.
Como parte de los preparativos para la visita, todos los maestros de Bridei le presionaban. Mientras que antes había tenido tiempo casi cada día para dar un paseo, para jugar o para intercambiar novedades, en aquellos momentos no había tiempo para nada que no fuera estudiar, comer y dormir.
Tuala observaba y escuchaba. Se le daba bien pasar desapercibida, mezclarse con las sombras como si de verdad estuviera totalmente en otro sitio. Se quedaba de pie bajo los robles mientras Bridei y Donal luchaban con los garrotes. Las facciones tatuadas de Donal y su gorra de cuero le daban un aspecto feroz, pero Bridei, con el suave cabello castaño sujeto hacia atrás en una disciplinada trenza, sus ojos azules entrecerrados y la mirada penetrante, constituía un verdadero rival para su profesor. Casi logró derribar a Donal con un hábil movimiento del garrote a la altura de las rodillas, pero el guerrero se apartó de un salto en el último minuto y paró la acometida con un contragolpe. Bridei se balanceó sin moverse del sitio, esforzándose por encontrar un punto de equilibrio que enseguida halló. Maestro y alumno se dieron un fuerte apretón de manos, sonriendo. El combate había terminado, pero Tuala no se movió. Aquel día no habría tiempo de hablar con Bridei; mañana no habría tiempo. Ni al día siguiente, ni al otro. Broichan llamaría inmediatamente a su hijo adoptivo y lo mantendría ocupado hasta la hora de la cena. Era a propósito. Era para evitar que ella le dijera a Bridei que se marchaba. No era justo. Broichan debería saber que ella no diría nada; fue él quien se lo había hecho prometer. No había ninguna necesidad de privarla de aquellos pequeños regalos en forma de tiempo. No hacía falta robarle su único tesoro.
No había muchas cosas de las que Tuala tuviera miedo. Amaba a todas las criaturas, incluso a los ratones del granero y a los pequeños y escurridizos insectos de los tejados de paja. No temía a las arañas ni a los murciélagos y sólo sentía una cautela natural por los animales más peligrosos como los lobos, las serpientes o los jabalíes. Pero Broichan la llenaba de un terror que la calaba hasta los huesos, una sensación fría y abrumadora que la dejaba muda e impotente cada vez que el druida la miraba. Tuala no le daba ninguna importancia al hecho de salir sola a hacer largas excursiones por el bosque. Podía trepar al árbol más alto, subir gateando por la más empinada pared de roca; estaba acostumbrada a caminar con sus pies pequeños y seguros por el campo tapiado que daba cobijo al astado toro semental. Los perros eran sus leales amigos y ella era la preferida entre los hombres de armas. Mara la toleraba; Brenna atendía con firme amabilidad sus pequeñas necesidades. Ferat era una fuente fiable de pasteles de miel aunque, como decía el cocinero, con lo que comía Tuala no había ni para mantener vivo a un carrizo.
Broichan era distinto. En realidad no es que hablara mucho con ella. La mayor parte del tiempo actuaba como si la niña no estuviera. Pero Tuala notaba su aversión; sentía que el druida no confiaba en ella. Podía percibir su poder y eso la asustaba más que nada.
Él la había llamado hacía algún tiempo, cuando se empezó a hablar de la llegada de los visitantes. Brenna la había llevado ante él después de volverle a trenzar apresuradamente el cabello alborotado y pasarle un trapo húmedo por el pálido rostro. Era la primera vez que Tuala estaba en los aposentos privados del druida. La habitación estaba repleta de cosas interesantes, pero el golpeteo de su corazón impidió que pudiera mirarlas con atención. Bridei había salido a cabalgar con Donal y pasaría todo el día fuera. Deseaba que él estuviera allí.
Brenna estaba de pie sin decir nada, con las manos a la espalda. Tuala se acercó poco a poco a las faldas de la mujer, fingiendo que era invisible. El druida se hallaba junto a la chimenea, alto, altísimo, con sus vestiduras negras como la noche. Sus ojos eran oscuros como endrinas y tenía la boca apretada, como si estuviera enojado o sufriendo. Tuala había visto a Donal apretar los labios de ese modo, aquella vez en que Fortuna le dio una coz por accidente e hizo que le saliera un bulto como un huevo en la espinilla. Había velas dispuestas por la estancia; hacían que las botellas de los estantes brillaran misteriosamente, revelando a medias sus contenidos, que podrían ser pálidas serpientes, o una pequeña forma arrugada con cara de duende, o una capa tras otra de gordas babosas verdes. Había tarros de loza con tapón, utensilios de hierro y tazas de cerámica. El lugar tenía un olor acre a hierbas. Tuala empezó a contar números mentalmente para contener el terror. Ya podía contar hasta cincuenta: Bridei le había enseñado.
—¿… familia más abajo en la Cañada? —Broichan había dicho algo, pero Tuala sólo lo había oído a medias.
—Sí, mi señor —respondió Brenna, que parecía un poco nerviosa—. Mi madre y mi tía, que es la madre de Cinioch, viven en la Cresta de los Robles, allí donde el camino se bifurca hacia las Cinco Hermanas.
—Un lugar aislado —comentó Broichan—. Tanto mejor.
Tuala observaba sus manos; los dedos eran largos y huesudos, y en uno de ellos había un anillo de plata con una cabeza de serpiente de ojos verde pálido. Parpadeó al ver a la serpiente y creyó percibir que esta también parpadeaba.
—¿Cómo está progresando la niña? —De repente los ojos del druida se posaron sobre Tuala, penetrantes, inquisidores; ella se apretó contra Brenna, pero no había forma de escapar a esa mirada y ella no iba a apartar la vista. Eso sería como ceder. Debía ser valiente, como lo sería Bridei.
—Es una buena chica, mi señor. —Brenna no parecía preocupada por la pregunta; apartó un poco de sí a Tuala, hizo que se quedara sola de pie para la inspección—. Es muy tranquila. Nunca da la lata. Todo el mundo le tiene simpatía.
—Mmm —caviló Broichan—. De todos modos, es lo que es. Fácilmente visible; visiblemente distinta. En estos tiempos que corren supone una distracción que no podemos permitirnos.
—¿Para las visitas, mi señor? —Brenna había alargado el brazo para coger de la mano a Tuala; su cálido tacto era tranquilizador—. Puedo mantenerla alejada mientras los invitados estén aquí. Puede dormir con nosotras, con Mara y conmigo…
Broichan alzó la mano para hacerla callar.
—No son las molestias que puedan sufrir mis invitados lo que me preocupa más. Es el trastorno que pueda representarle a Bridei.
A Tuala la invadió la indignación. Fuera lo que fuera un trastorno, no parecía nada bueno, y ella nunca le haría nada malo a Bridei. Él era su familia.
—Yo no… —empezó a decir, y cerró la boca de golpe al ver la mirada de Broichan.
El druida habló con Brenna como si estuvieran los dos solos en la habitación.
—Abandonarás la casa hasta la luna nueva después del Solsticio de Verano. Te llevarás a la pequeña a hacerle una visita a tu madre. Ferat preparará una cesta con comida, un regalo para tu familia… No es necesario que me lo agradezcas, te lo has ganado. Quiero que la niña esté confinada en los alrededores de la casa de tu madre y que su presencia se mantenga en secreto. No quiero que circulen toda clase de historias de un extremo a otro de la Cañada. Sé que puedo confiar en tu discreción, Brenna. Tengo entendido que se habla de un compromiso matrimonial en un futuro próximo, ¿no?
Brenna se sonrojó.
—Sí, mi señor —murmuró—. Fidich tiene intención de hablar contigo en cuanto todo esto termine, la visita, quiero decir…
—Pues en cierta medida mi aprobación depende de que cumplas con mis instrucciones. Si todo sale como está planeado, te veo bien instalada, con alguna adición a las comodidades de la cabaña de Fidich que, cuanto menos, son un poco escasas. Si no… —dejó la frase sin terminar—. Estoy seguro de que comprendes la necesidad de cautela en este asunto.
—Sí, mi señor —dijo Brenna—. Tanto por el bien de Tuala como por todo lo demás. ¿Cuándo quieres que nos vayamos?
El druida frunció el ceño.
—Por desgracia, Cinioch no quedará libre para escoltaros hasta casi el día de la fiesta, pero en cuanto pueda prescindir de él os marcharéis. Mara está al corriente de mis intenciones a este respecto, lo mismo que Ferat y Donal. De momento la cosa no tiene que ir más allá. ¿Me comprendes?
—Sí, mi señor —respondió Brenna—. Pero…
—¿Pero qué? Las instrucciones no pueden ser más claras.
—Mi señor, Tuala y Bridei han intimado mucho. Si le cuentas alguna novedad a uno de ellos, no pasa un día sin que el otro se entere.
La boca de Broichan volvió a formar una línea adusta.
—En esta casa existe una prioridad —dijo—, que es la educación de Bridei. Lo que ocurra en el Solsticio de Verano es crítico para su futuro. No puede haber distracciones. Tú te irás, la niña se irá, y cuando ya estéis en camino, informaré al chico de vuestra ausencia. La manera en que afronte el problema será una prueba en sí misma, una prueba de su madurez. No hay que decir nada antes de vuestra partida. ¿Lo has entendido?
—Sí, mi señor —contestó Brenna—. No diré ni una palabra, lo prometo. Pero…
—Ahora puedes irte. —Broichan se volvió bruscamente de espaldas y se quedó mirando la fría chimenea.
—Sí, mi señor. —Tuala notó el alivio en la voz de Brenna; se dirigieron hacia la puerta cogidas de la mano. Su corazón no se había tranquilizado. Lo que había entendido era un error, era todo un error. La iban a mandar a otro lugar y no se le permitía contárselo a Bridei. ¿Cómo podía ser? Siempre se lo contaba todo.
—Deja aquí a la niña.
Sobresaltada por la súbita orden, Brenna le soltó la mano a Tuala y, al cabo de un momento, se inclinó para colocarle un rizo detrás de la oreja y murmurar: «Sé buena». Luego desapareció rápidamente por la puerta, cerrándola tras ella.
De repente la habitación pareció mucho más grande y mucho más oscura. La alta figura del druida se alzaba imponente ante Tuala como una sombra, como un espectro, como un hechicero maligno de uno de los cuentos de Bridei. Veía a la serpiente mirándola fijamente; su lengua bífida entraba y salía de su boca oscilante. Esperó con las manos detrás de la espalda para que él no las viera temblar. Tras lo que pareció mucho tiempo, Broichan se volvió de nuevo hacia ella y fue a sentarse en el banco cercano. Ahora ella no tenía que inclinar tanto la cabeza hacia atrás para sostener su mirada. La adusta expresión del druida no había cambiado.
—Habla —le dijo—. ¿Has entendido algo de lo que he estado diciendo?
A Tuala se le secó la boca de pronto; se notaba la lengua hinchada y extraña. No fue capaz de decir ni una sola palabra. Y necesitaba urgentemente ir al retrete, pero de ninguna manera podía pedirle permiso a él. Logró asentir con la cabeza.
—Explícamelo.
—Yo…, yo… —Parecía incapaz de hablar. Era como si un hechizo, un encantamiento la hubiera dejado muda en el peor momento posible. Broichan suspiró.
—Que el Cuervo Negro me proteja de los críos —dijo—. Venga, vamos. Te he oído hablar con frecuencia. Sé que puedes hacerlo con sentido común y sé que comprendes bien la situación. Pero deja que te lo exponga de una manera sencilla. Vas a marcharte, y si cumples con mis deseos y haces lo que Brenna te diga, entonces tal vez, y hago hincapié en el tal vez, se te permita regresar a esta casa cuando la visita de verano haya terminado. Oh, veo que lo has entendido; se ve muy claro en tus ojos. Y da la impresión de que te importa. Tú consideras que esta es tu casa, claro; no hay otra en todo lo largo y ancho de Fortriu donde te hubieran recogido.
—Sí, mi señor. —La voz le salió como un susurro, como el sonido de la brisa en las hojas secas.
—¿Comprendes la importancia de la educación de Bridei?
Un movimiento de la cabeza.
—No creo que lo hagas, o al menos no del todo. Mi hijo adoptivo no puede permitirse el estorbo de niñas pequeñas que le roben tiempo y le distraigan del camino real y difícil de preparación que tiene ante él. Bridei frecuentará a otras personas, cada vez más a menudo, tanto aquí, en Pitnochie, como en cualquier otra parte. Si en cualquier momento creo que es probable que te interpongas en su camino, me aseguraré de sacarte de mi casa de forma rápida y permanente. ¿Me has entendido?
En aquellos momentos a Tuala le temblaba todo el cuerpo, dominada por algo tan fuerte que apenas podía contenerlo: ira o terror, o quizá ambas cosas.
—Sí —respondió, puesto que si bien no había captado todas las palabras, su significado se le había grabado dolorosamente en el corazón.
—Tú no eres nada para Bridei —dijo Broichan—. Su amabilidad te valió la seguridad durante un tiempo. Nada más.
Tuala respiró profundamente y apretó los puños por detrás de la espalda.
—Bridei es mi familia —su voz sonó muy débil en la gran habitación—. Yo no le miento a mi familia.
Broichan meneó la cabeza con aire de gravedad.
—Esto no es correcto. Si tienes familia, viven ahí afuera, en las profundidades del bosque. Bridei es un chico de buen corazón que se compadeció de ti como lo hubiera hecho de un cordero huérfano. No es pariente tuyo.
—¡Tampoco es pariente tuyo! —saltó de repente Tuala, pues el dolor la privaba de la cautela.
Broichan aguardó un momento antes de hablar.
—Es mi ahijado —dijo con ecuanimidad—. Se me encomendó por razones de las que no tienes ni la más mínima noción.
Aquello tenía que responderse.
—Y yo fui encomendada a él —susurró Tuala. Sería mejor que Broichan terminara con aquello y la dejara marchar o se avergonzaría a sí misma y le dejaría un charco en el suelo, y entonces sí que pensaría que era una cría.
El druida entrecerró los ojos.
—La luna me dejó aquí —dijo Tuala—. Les mostró el camino cuando me trajeron. La luna despertó a Bridei y le ayudó a encontrarme. La Brillante le encomendó que cuidara de mí. Soy su familia. Lo soy. —Se mordió el labio intentando contener las lágrimas.
—Escúchame, Tuala. —Era la primera vez que Broichan la llamaba por su nombre; ella había empezado a preguntarse si lo habría olvidado—. ¿Comprendes la palabra destino?
Dijo que sí con la cabeza.
—Explícame qué significa.
—Sale en los cuentos —respondió Tuala—. Los que Bridei me explica antes de irme a la cama. El destino son las grandes cosas que suceden.
Batallas y viajes, bodas y reinos. Luchar contra dragones. Hallar tesoros. Descubrir secretos.
Broichan la contempló con gravedad; sus ojos habían perdido un poco su ferocidad al hablar.
—Veo que Bridei se ha aplicado en tu educación —comentó. Sus largas manos estaban entonces entrelazadas sobre su regazo; ella vio que la pequeña serpiente de plata alzaba su plana cabeza y la miraba.
—Me gustaría recibir más educación —se aventuró a decir, animada por el hecho de que por lo visto había conseguido responder a una pregunta de una forma que lo había satisfecho—. Sobre las estrellas y las tribus y todas las cosas que Bridei está aprendiendo. Él no puede enseñármelo todo, está demasiado ocupado.
El druida apretó los labios.
—En tu caso, demasiado aprendizaje sólo puede conducirte a la infelicidad —dijo—. Sea cual sea la vida que te espera, no puede haber lugar en ella para unos conocimientos como estos. Será mejor que te concentres en las artes domésticas y esperes un buen matrimonio. Eso puede arreglarse cuando llegue el momento.
Tuala se quedó callada. En cierto modo las palabras del druida encerraban un terrible insulto, pero no pudo desentrañar cuál era exactamente. El sentimiento de dolor, sin embargo, era inconfundible.
—Tuala —dijo el druida—, acércate. Siéntate a mi lado. Te preguntas, supongo, por qué hablo del destino. Pequeña, tú ves a Bridei como tu amigo, tu compañero de juegos, a pesar de que en muchos sentidos él es un joven, incluso a sus doce años, y tú una mera criatura. No es malo que un chico sienta compasión por los más débiles. Hasta cierto punto. Es bueno para un muchacho acatar las antiguas costumbres, cumplir de buen grado con lo que considera una petición de la Brillante. Sin embargo, no creas que has permanecido en Pitnochie porque Bridei deseara que la gente de la casa te diera refugio. Estás aquí únicamente porque, de momento, yo he decidido no mandarte a otro lugar. No eres una de nosotros, y nunca podrás serlo. Tu destino recae enteramente en mis manos, Tuala. No lo olvides nunca. En mis planes de futuro la única persona que cuenta es Bridei. Si crees que estás en deuda con él, si quieres que viva su vida de la mejor manera posible, entonces harás exactamente lo que te digo. Bridei tiene un destino. De mí depende asegurar que sea correctamente educado; que nada ni nadie se interponga en el futuro que tiene establecido.
Tuala tragó saliva.
—¿Entonces por qué sigo aquí? —preguntó con voz ronca, sintiendo que la amargura se alojaba en su garganta y la hacía hablar cuando seguramente el silencio hubiera sido mucho más seguro—. Si soy tan mala para él, ¿por qué dejaste que me quedara?
—No me estás escuchando —repuso Broichan—. Existía una responsabilidad de por medio: la responsabilidad del chico hacia los dioses, y él se dio cuenta. En todas las decisiones como esta, uno sopesa los argumentos y llega a un equilibrio. No descarto la historia de mi hijo adoptivo sobre cómo llegaste aquí, o la participación de la Brillante. Acepto su convicción de que tiene alguna especie de obligación hacia ti. De hecho, sería peligroso no tener esto en cuenta. Lo único que has de entender es que, si le tienes cariño al chico y quieres que logre todo lo que puede lograr, tendrás que obedecer mis instrucciones. Y mis instrucciones, en esta ocasión, son que te marches con Brenna unos días y que no hables de esto con Bridei. No saques ninguno de estos temas con él. Llegará a comprenderlo del todo a su debido tiempo.
En aquellos momentos la pequeña serpiente se estaba moviendo por la mano de Broichan; él no parecía darse cuenta. La serpiente silbaba, la lengua bífida en miniatura se extendía desde la diminuta boca abierta. Tuala puso la mano abierta al lado de la del druida, mucho más grande, y la serpiente corrió para enroscarse cuidadosamente en su palma mientras la contemplaba con sus ojos verdes. Era pesada para su tamaño y tenía el calor del cuerpo del druida en el suyo. Tuala habría sonreído ante su gracilidad, la independiente perfección de su forma, de no ser por el sentimiento que se alojaba en su corazón como una losa fría.
Broichan miraba la serpiente. Su expresión no denotó sorpresa, pero dijo:
—Simplemente con esto ya se demuestra tu Otredad de forma extraordinariamente clara. Te has criado entre nosotros, te has creído aceptada, sin duda. Pero esta es la casa de un druida, pequeña. Lo que sucede aquí no es un reflejo de la conducta o las actitudes del mundo de los humanos. Cuando crezcas lo entenderás mejor. Es muy posible que Bridei, inocente como era, no te hiciera ningún favor al recogerte aquella noche. Su acto de compasión te aisló eficazmente de los dos mundos: el reino de tus verdaderos parientes, al otro lado del límite, y el mundo de los mortales al que nunca pertenecerás. En realidad, su deseo de proporcionarte refugio te privó de tener un verdadero hogar.
—¡Oh, no! —Tuala se levantó de un salto y la pequeña serpiente, sobresaltada, se le enroscó en la muñeca, aferrándose a ella—. ¡Bridei nunca me haría daño! ¡Nunca haría nada malo, no podría!
Broichan la observó. Alargó una mano hacia ella y la serpiente volvió a moverse, se deslizó hacia su dedo, rodeándolo, volviendo a convertirse en un anillo de plata. Los verdes ojos de esmalte miraban sin parpadear la pequeña y temblorosa figura de Tuala.
—Y tú nunca harías nada que le hiciera daño a él —dijo el druida en tono calmado—. No harías nada para interponerte en su camino, ¿verdad, Tuala? Entonces haz lo que te pido. Ahora y en el futuro. Es mejor para Bridei que sea de este modo; mejor para todos nosotros.
Ella se lo quedó mirando en silencio. Durante un breve momento había parecido casi amistoso, una persona con la que ella podía hablar, alguien que tenía cosas interesantes que contarle. Pero entonces, de pronto, volvió a ser el mismo de siempre, y en cierto modo Tuala se sintió engañada. Volvió a sentir miedo, y este la privó del habla.
—Necesito que me lo prometas —dijo Broichan.
—Sí. —Dio la sensación de que la habían estrujado para sacarle aquella palabra a pesar de sus esfuerzos por retenerla—. Me iré si lo deseas. Y no se lo diré a Bridei.
—Bien. En realidad no tienes alternativa.
—Pero no le mentiré —dijo Tuala, incapaz de contenerse—. No diré mentiras. A Bridei no.
Broichan sonrió débilmente.
—Entonces debes tener muchísimo cuidado con tus palabras —repuso él—. Ya sabes lo que ocurrirá si cometes un error, Tuala. Créeme, yo no poseo el mismo grado de compasión que mi hijo adoptivo. Si veo un enemigo, por muy bello que sea su disfraz, ataco inmediata y efectivamente antes de que mi adversario tenga tiempo de infligir algún daño. Bridei todavía tiene que aprender que es necesario actuar así.
Tuala sintió frío. Broichan parecía estar diciendo que era mala; que no debería ser amiga de Bridei. Eso no era cierto. Era una equivocación tan grande que no comprendía cómo podía ocurrírsele pensar eso a nadie. Bridei era la persona a la que más quería en el mundo. ¿Acaso la Brillante no había mandado allí a Tuala para que fuera su familia? Miró los ojos de párpados caídos de Broichan y un escalofrío recorrió su cuerpo.
—Yo no soy ningún enemigo —susurró.
—Todavía no —replicó él.