Capítulo 10

Bueno —dijo Fola—, ya estás aquí, por fin. Mira que eres pequeña, cuesta creer que tengas catorce años, pero Broichan me dice que es así. Bienvenida a Banmerren, hija.

—Gracias, mi señora. —Tuala intentaba con todas sus fuerzas parecer calmada. Había resultado difícil entrar en ese extraño complejo cercado por un muro de piedra con chicas por todas partes que la miraban con asombro, y aún había sido más difícil oír su presencia anunciada por la atemorizante Dreseida, que había sido la primera en entrar en el santuario de Fola: «Hemos traído a esa chica extraña de Pitnochie». En esos momentos Ferada y su madre ya se habían marchado, las habían acompañado a ver la zona de Banmerren donde se alojaban las hijas de sangre noble, aquellas que no requerían las partes más esotéricas de la educación que allí se ofrecía.

Tuala se hallaba frente a la mujer sabia con sólo otra persona presente, una brusca mujer de mediana edad que había dicho llamarse Kethra. A pesar de su amargura, a Tuala le llamó la atención el sosiego del lugar, la afinada piedra de los edificios, las pequeñas figuras colocadas en hornacinas aquí y allá, todas distintas, todas sorprendentes, las guirnaldas de hierbas que había colgadas, las lámparas curiosamente trabajadas.

—Puedes llamarme Fola. Aquí no somos muy ceremoniosas; todas somos iguales bajo la mirada de la Brillante. ¿Te alegras de estar aquí, Tuala?

Esa difícil pregunta había salido de ninguna parte.

—Estoy agradecida por esta oportunidad, mi señ… Fola. —Era una sensación extraña dirigirse a la mujer sabia de ese modo, como si fuera una amiga de confianza. Tuala era pequeña, pero Fola parecía más magnífica y más imponente de lo que ella recordaba: su cabello, descubierto, resultó ser de un color gris plateado y largo, enroscado formando un denso moño en la parte de atrás de la cabeza; y en torno a su cuello, por encima de las vestiduras de un suave color gris, llevaba un disco de luna sujeto por un engarce de plata parecido a una garra y que pendía de una fina cadena. La mirada de Fola era la misma de siempre, de una intensidad misteriosamente escudriñadora. Tenía una sonrisa afectuosa. Tras ella, en un estante de piedra, había un gato enorme, negro como el azabache, hecho un ovillo; sus orejas jironadas y su semblante lleno de marcas parecían el equivalente a los rasgos tatuados de un guerrero. El animal observó a Tuala con sus ojos amarillos entornados.

—¿Pero? —inquirió Fola.

Tuala la miró fijamente.

—Trabajaré mucho —dijo— y aprenderé todo lo que pueda. Te lo debo por estar dispuesta a tenerme aquí. Se lo debo a los que me enseñaron anteriormente.

—No estás siendo del todo sincera conmigo, hija —dijo Fola—. Sé que trabajarás duro. Las que no están dispuestas a hacerlo se encuentran con que su estancia en Banmerren es corta. Kethra puede dar fe de ello. —Miró a la otra mujer, que estaba de pie a un lado con los brazos cruzados, y cuyos labios se fruncieron para esbozar algo que no se parecía demasiado a una sonrisa—. Cuéntamelo, Tuala. Si tienes algún tipo de reserva dándote vueltas en la cabeza necesito saberlo. Aquí en Banmerren todas somos siervas de la Brillante. Ella rige todo nuestro ser: cuerpo, corazón, mente y espíritu.

Tuala inclinó la cabeza.

—Yo soy su hija —dijo—. La sirvo en todo. Si su deseo es que me convierta en su sacerdotisa, entonces me aplicaré en dicha labor lo mejor que pueda. Pero no vine aquí por decisión propia. No fue mi verdadera elección. —Las imágenes le vinieron a la cabeza a raudales: Perla en el establo, acariciándole el cuello a Tuala con el hocico sin saber que aquella sería la última vez; Bruma maullando a modo de protesta tras una puerta cerrada, como si supiera que Tuala iba a abandonarlo; la luna a través de una ventana pequeña y la pluma de águila en el alféizar. Miró a la silenciosa Kethra, que le devolvió la mirada, impasible.

—Ahora puedes dejarnos, Kethra —dijo Fola—. Pídele a Odha una tetera pequeña de su infusión de menta, ¿quieres?, y un poco de miel. Gracias.

Kethra salió rápidamente, con la espalda erguida, mostrando su desaprobación en cada parte de su cuerpo. Fola suspiró.

—Kethra está a cargo de las alumnas más jóvenes —explicó—. Es mi ayudante principal. Y ahora siéntate, Tuala. Has hecho un largo viaje; lady Dreseida me ha contado algunas cosas del mismo. Y puesto que su hija Ferada va a quedarse con nosotras un tiempo, al menos tendrás una cara conocida entre todas las demás.

Tuala logró asentir con un tenso movimiento de la cabeza.

—No obstante —prosiguió Fola—, creo que aparte de los días agotadores por el lago y sobre la silla de montar, hay algo más que pone esa mirada desesperada en tus ojos. Sé que hasta ahora has dicho la verdad. Pero hay algo más, sin duda.

—Se suponía que tenía que ser una elección —espetó Tuala—. Pero fue su decisión, no la mía.

Fola aguardó un momento y luego dijo:

—¿Su decisión? ¿La de Broichan?

Tuala movió la cabeza con abatimiento en señal de afirmación.

—Venir aquí o casarme con un hombre que tiene la cara como un nabo. Lo siento, no soy justa. Parecía un buen hombre. Pero yo no quería casarme y no quería…

—¿No querías venir a Banmerren? —le preguntó Fola con suavidad.

—No quería marcharme —repuso Tuala en un susurro—. Que me mandaran lejos de Pitnochie. Broichan no lo entiende. Necesito estar allí.

Llamaron suavemente a la puerta; entró una chica con una pequeña bandeja. Llevaba puestas las vestiduras azules que Tuala había visto que vestían la mayoría de jóvenes de Banmerren. Había muchas de ellas caminando por el jardín, apresurándose por los senderos o atareadas con manuscritos, cuencos o manojos de hierbas. Unas cuantas iban de verde; sólo las mayores, como Kethra y la propia Fola, llevaban el color gris de mujer sabia. La chica dejó la bandeja y se marchó en silencio. El gato se movió, se estiró desperezándose, bajó al suelo de un salto y se acercó con aire despreocupado para investigar lo que había traído la visitante.

—Entiendo. —Fola cogió una pequeña tetera de la bandeja y sirvió una bebida humeante y aromática en dos tazas diminutas, añadió una cucharadita de miel y le pasó una taza a Tuala. Al ver que no había comida disponible, el gato había perdido el interés y se estaba limpiando.

—Yo obedezco a la Brillante —dijo la joven—. La quiero; ¿por qué iba a ir en contra de su voluntad? Pero nunca creí que quisiera que dejara Pitnochie. Si esta era su intención, que la sirviera como mujer sabia, ¿por qué se aseguró de que fuera Bridei quien me encontrara todos estos años atrás? —Oyó sus palabras, demasiadas palabras, y cerró la boca de golpe.

Fola sorbió su bebida con tranquilidad.

—Digamos que Broichan actuó de forma equivocada —dijo—. Debemos tener en mente que él no tiene fama de cometer desaciertos; sus propósitos pueden parecer poco claros en ocasiones, pero normalmente es porque sus planes trascienden lo que nosotros, los simples mortales, podemos llegar a entender. —Resultaba difícil saber si bromeaba o no—. Pero digamos que la Brillante no quiere que seas su sacerdotisa. En tal caso, ¿qué crees que es lo que tiene pensado para ti?

Tuala permaneció en silencio, con el semblante grave.

—¿Qué será? —dijo Fola al tiempo que volvía a dejar su taza en la bandeja—. Bébetelo, hija; te dará ánimos. Broichan siempre ha sido muy aficionado a recordarle a la gente que incluso de la experiencia más dura, incluso de la más desesperada de las decepciones, se puede aprender algo. Aquí en Banmerren aprenderás algo, y espero que el resto de nosotras también; nunca habíamos tenido a una hija del bosque entre nosotras. No va a ser fácil para ti. Un reto; no hay duda de que te gustan. Bebe. Luego llamaré otra vez a Kethra para que te enseñe dónde vas a dormir. Puedes descansar hasta la hora de la cena. A partir de entonces tendrás que trabajar duro. No hay duda de que, con el tiempo, la Brillante dará a conocer su propósito.

Tuala siguió los pasos de Kethra a través de un pasillo, un comedor y una sala de estudio, a través de un almacén donde una chica de mirada franca le entregó un montón de ropa plegada: una túnica azul debajo y otras cosas encima. Volvió a pasar por los jardines y se fijó en más chicas que se ocupaban de una parcela para verduras, que apilaban paja con la horca, que ataban las parras que crecían desordenadas; oyó un canto que provenía de algún lugar en el interior, un sonido claro y puro de voces jóvenes alzado como un himno a la doncella Diosa de las Flores. Por una entrada abierta salía un saludable aroma a pan recién hecho.

Todo el complejo de Banmerren se hallaba dentro de un muro; la piedra establecía sus límites e impedía eficazmente el paso del mundo exterior. La única entrada que vio Tuala era aquella por la que había venido, una pesada puerta de hierro con cerrojos. Fuera había un lugar que le habría gustado explorar, un lugar muy distinto de las escarpadas colinas y el envolvente bosque de Pitnochie como una gaviota lo era de un búho: había divisado unas arenas amplias y vacías y tras ellas un mar susurrante. Desde el interior de aquellas paredes no podía verse nada de eso.

Unas cuantas chicas que no llevaban las vestiduras uniformes sino que iban vestidas con magníficas faldas y túnicas de variados colores estaban sentadas en un banco del jardín hablando entre ellas. Se volvieron todas a la vez para mirar a Tuala cuando ella pasó moviendo los pies con rapidez para no perder el ritmo de las enérgicas zancadas de su impaciente guía. Oyó los murmullos, la risa contenida. No entendió lo que decían. Una chica que estaba sentada sola le sonrió, una afectuosa sonrisa en un rostro en el que destacaban unos hermosos ojos grises y una serenidad natural. El cabello de esa muchacha relucía como hilo de oro bajo la luz del sol y le caía por la espalda como una cascada. Llevaba una ropa de un color crema muy pálido con un toque de azul en el cuello y los puños. Tuala la saludó educadamente con la cabeza. En esos momentos no se sentía capaz ni de devolverle una sonrisa.

—Aquí arriba —dijo Kethra. Había dejado perfectamente claro que no tenía tiempo que perder y que no agradecía la petición de hacer de niñera a esa recién llegada en particular. A Tuala le resultó deprimente el parecido de ese recibimiento con sus últimos días en Pitnochie—. Fola dice que tienes que dormir en la torre. Lleva un tiempo vacía. Tal vez sea lo mejor. Las demás no se fiarán de ti. Supongo que eso ya lo sabes. —Subió delante de ella por un empinado tramo de escaleras de piedra y entró en una pequeña estancia cuya puerta se hallaba casi al mismo nivel que la parte superior del muro exterior de Banmerren. Estaba completamente a oscuras. En cuanto entraron cesó de pronto el sonido de unos correteos en un rincón.

—Vas a necesitar una vela —dijo Kethra—. Pídela en la cocina cuando bajes a cenar.

—¿Cuándo…?

—A la próxima campanada. Ponte la túnica azul. Pasará mucho tiempo antes de que te haga falta la verde. ¿Alguna otra cosa?

Tuala se aclaró la garganta. En la habitación había un armazón de madera con un colchón de paja; no vio ninguna otra ropa de cama. No había chimenea.

—¿Podría…?

—¡Habla más alto! —gritó Kethra—. Tengo trabajo que hacer. Supongo que estás acostumbrada a que la gente te atienda y vaya a buscar las cosas por ti. Aquí las cosas no son así. Todas hacemos la parte que nos corresponde, no importa lo que seamos.

—Una manta —dijo Tuala con firmeza, decidiendo que no iba a dejarse intimidar—. Dos, si está permitido; veo que aquí arriba no hay chimenea. Bajaré a buscarlas yo misma, no hace falta que…

—¿Algo más?

—De momento no —respondió Tuala con educación.

—Tendrás que esperar; ahora mismo el almacén está cerrado y todo el mundo está ocupado. Vuelve a pedirlas después de la cena. Y ahora, si me disculpas, tengo que dar una clase. —Kethra se dio media vuelta y se fue.

Tuala dejó la bolsa encima del camastro y se arrebujó en la capa. Lo cierto era que no le iba a ser posible descansar; allí hacía tanto frío que su aliento formaba una nubecilla delante de la boca. Parecía un lugar un poco extraño para que la hubieran alojado allí sola. Había muchas chicas, y entre las estancias que había visto fugazmente durante su apresurado recorrido contó varias habitaciones alargadas para dormir en las que había unos camastros colocados en filas. Estaba prácticamente segura de haber visto allí chimeneas con turba preparada para arder. Había imaginado que la alojarían con otras chicas y que viviría en comunidad como hacían los hombres de armas en Pitnochie. Quizá ese aislamiento tuviera como propósito destacar aún más su diferencia. En realidad, por lóbrega que fuera la habitación, Tuala se sintió aliviada de estar sola.

Sus ojos se fueron acostumbrando a la penumbra. La habitación sí que tenía una especie de ventana, una simple hendidura entre las piedras talladas, sin postigos. Por ella entraba una gélida corriente de aire que traía olor a sal: aquello debía de ser el mar. Los pájaros gritaban su reclamo con unas voces roncas y extrañas, explicando una historia distinta a la del carrizo y el tordo, a la del búho y el cuervo. Aquellas eran aves pasajeras que cantaban acerca de largos viajes sobre aguas peligrosas. Con el tiempo aprendería a entenderlas.

Volvió a oírse un susurro y un débil chirrido. Estaba claro que tendría que compartir sus aposentos con los ratones. A Bruma le hubiera gustado aquel sitio. Tuala sintió el picor de las lágrimas en los ojos; no dejaría que se derramaran. Bruma tenía un buen hogar, comida en abundancia y gente que sería amable con él ahora que Tuala se había ido. Él se las arreglaría perfectamente bien; sería Tuala la que sufriría más la separación al carecer de su reconfortante presencia en esa cama helada. Iba a resultar muy duro dormir en la torre en invierno. Quizá eso formaba parte de la formación. Tal vez se suponía que tenía que aceptar el frío y no pedir mantas. Al fin y al cabo los druidas lo hacían, pruebas de tierra y fuego, de agua profunda y aire vacío. Se envolvían en pieles de buey y esperaban a tener sueños proféticos. ¿Qué eran unas cuantas noches incómodas comparado con eso?

Un poco de agua limpia hubiera estado bien, para quitarse las manchas que el viaje le había dejado en la cara y las manos. Daba igual. Temblando de frío, Tuala desató la bolsa y empezó a sacar sus escasas pertenencias. Allí había un arcón, una cosa pesada y antigua adornada con telarañas. Las arañas todavía habitaban en sus rendijas y rincones; hizo todo lo posible por no molestarlas, puesto que tenían más derecho por estar allí antes que ella. Mara se había asegurado de que tuviera una muda de ropa interior, dos camisolas, unas medias de abrigo y un camisón. Estaban la falda y la túnica que llevaba puestas cuando contó la historia de Nechtan el picapedrero y de su misteriosa amante, Ela. Había otros dos conjuntos parecidos, de un estilo similar pero con la tela y el corte más sencillos. Sin dejar de temblar, Tuala se quitó el vestido que llevaba para cabalgar, se pasó la túnica azul por la cabeza y se la ató a la cintura con el cinturón a juego que había encontrado en la pequeña pila de ropa que le habían asignado. No había modo de saber cómo le quedaba, pero por lo visto la medida era razonable. Supuso que era la más pequeña que tenían. La mayoría de las otras chicas le habían parecido alarmantemente altas y bien proporcionadas, y aunque quizá tuvieran casi su misma edad, su aspecto era mucho más cercano al de unas mujeres jóvenes. Desde luego, aunque los hombres de Pitnochie la consideraran a causa de las historias que corrían una especie de misteriosa seductora, al lado de esas otras chicas ella seguía siendo una niña.

En cuanto hubo guardado toda la ropa, Tuala sacó los objetos más pequeños que había empacado debajo, donde serían menos visibles a las miradas curiosas como las de los hermanos de Ferada. Su cuchillo especial; su colección de plumas recogidas del suelo del bosque; sus cintas para el pelo, las que pudo encontrar antes de dejar Pitnochie. Ahora ya no las necesitaba. Se había cortado el pelo a la altura de la barbilla, toscamente, con el cuchillo, y había confiado los largos mechones oscuros al fuego del salón de Broichan. La Brillante ya conocía el profundo compromiso de su hija para con los dioses y para con el futuro de Fortriu; con aquel pequeño sacrificio Tuala se lo hizo saber también al Guardián de las Llamas, el defensor y la inspiración de los guerreros. Quedaba por ver si alguno de ellos aceptaba sus ofrendas. En cualquier caso, ella estaba allí, y eso no parecía una buena señal.

Las cintas: verde hierba, azul cielo, rojo sangre, amarillo sol. Cuando era pequeña la gente se las había regalado. Los hombres de armas habían ido a una expedición y por casualidad habían pasado por un mercado. Cada verano Ferat le compraba un par a un hombre que llevaba un fardo con artículos para vender. Brenna encontró unas suyas, viejas, y le había hecho otras nuevas con hilo, aguja y tiras de tela que habían sobrado de otras labores. Esas cintas eran su hogar; eran Bridei trenzándole el pelo cuidadosamente mientras le gastaba una pequeña broma; eran las galletas de avena de Ferat y la ropa blanca limpia de Mara; eran Uven y Cinioch contando historias y Bruma ronroneando, enroscado en las rodillas de Brenna. Esas cintas eran una casa que ya no existía; eran un amor que nunca había sido verdadero. Tuala las guardó en el arcón.

La túnica azul abrigaba más que su propia ropa, pero no lo suficiente para protegerla de la corriente de aire. Fuera, las nubes habían tapado el sol y la brisa soplaba fresca y fuerte desde el mar. ¿Cuándo sonaría la campana de la cena? Podía volver escaleras abajo, claro, e intentar no hacer caso de las miradas francamente curiosas de las otras chicas, ni de sus risas reprimidas y sus cuchicheos. Podía sentarse en la hierba, quizá pasar un rato meditando. Allí estaría más resguardada. Si las chicas la molestaban podía ignorarlas, sencillamente. Tuala hizo una mueca. Se estaba engañando si pensaba que eso era posible. A juzgar por las inadecuadas instrucciones de Kethra, la supervivencia en Banmerren dependía de aprender las normas lo más rápidamente posible y cerciorarse de que las acatabas. Eso era curioso; un lugar como ese debía tener sus códigos de comportamiento, por supuesto, pero la falta de flexibilidad o caer en el descuido eran defectos que Tuala no se hubiera esperado en una escuela dirigida por Fola. Su recuerdo de la mujer sabia, el de aquel día en el bosque, era de alguien que no sólo comprendía las normas sino que sabía cuándo era momento de quebrantarlas.

Las manos de Tuala se entretuvieron en el último objeto de su bolsa: la cuerda retorcida que contaba la historia de ella y de Bridei. Por lo visto, de ahora en adelante los dos ramales del cordón estaban destinados a permanecer separados para siempre. Había sido una estupidez pensar que podría ser de otro modo, creer que debía ser diferente. Tuala enrolló el cordón para formar una bola y lo escondió bajo su camisón doblado. Cerró el arcón y salió fuera. Allí hacía el mismo frío, pero al menos podía ver el cielo. Las mismas nubes que ocultaban el sol sobre Banmerren pasarían con el tiempo sobre el bosque de Pitnochie y situarían sus sombras en movimiento en las profundas aguas del lago de la Serpiente. Tal vez, antes de desaparecer, incluso vieran al ejército de Talorgen marchando por la Cañada para enfrentarse a los feroces guerreros de Dalriada. Podía ser que volvieran a cruzar por delante del sol y que un joven de rizado cabello castaño y ojos de un azul brillante levantara la vista, pensando de pronto en casa. Tal vez.

La estrecha pasarela continuaba al otro lado de su puerta. Si girabas a la derecha, bajabas de nuevo las escaleras y te encontrabas con el sendero que conducía al jardín, siguiendo la base del muro de piedra cubierto de musgo. Si girabas en la otra dirección, la cornisa se prolongaba hasta llegar a un tejado inclinado cubierto con guijarros y desde ahí a otro tramo de muro que se unía a la frontera principal de Banmerren formando un ángulo recto. Cercado por esa barrera crecía un viejo roble cuyas ramas superiores descollaban sobre la mampostería, tenía el tronco nudoso y retorcido y sus raíces formaban un enorme entramado de arcos, vueltas y recovecos, extendiéndose por una amplia zona de terreno antes de su profundo descenso hacia el interior de la tierra. La primavera no estaba muy avanzada; en los extremos de las ramas oscuras sólo se veía la mínima hinchazón de los brotes de hojas nuevas. Los nidos del año anterior todavía estarían colgados en las ramas, señal de que, año tras año, ese gigante nutría las nuevas vidas de muchas especies.

La bóveda que formaba la copa del roble no se extendía hasta el tejado con guijarros. Para poder llegar a ella había que cruzar una sección de pared de unas tres zancadas de largo por tal vez un palmo de ancho. La altura era considerable; una caída desde allí supondría como mínimo algún hueso roto. Tuala se metió el faldón de la túnica en el cinturón, extendió los brazos y empezó a andar hacia el otro lado, sus piececillos firmes sobre la estrecha piedra. Nunca le habían dado miedo las alturas.

Eso estaba mejor. Tras gatear un poco llegó a una horqueta del árbol y a un brazo lo bastante ancho como para alojarla cómodamente con la espalda contra el tronco musgoso, los pies juntos apoyados en una rama y unas vistas del mundo al otro lado de Banmerren que se distinguían claramente por encima del muro exterior. Podía ir trepando hasta lo alto de ese muro si tenía ganas de hacerlo, pues el árbol extendía sus ramas generosamente en todas direcciones, pero probablemente la campana de la cena sonaría cuando estuviera a medio camino y llegaría tarde el primer día. No había necesidad de aventurarse a ir más lejos; el árbol la mantenía segura, sujetaba su cuerpo menudo con el suyo, viejo y fuerte. Si se estaba quieta y abría los oídos del espíritu, con el tiempo, el árbol empezaría a susurrar sus historias.

Alcanzaba a ver una amplia y blanca bahía que se extendía hasta un cabo situado al este. Divisó una fortaleza. Las banderas ondeaban por encima de sus murallas de piedra, unos emblemas azules sobre blanco. Desde su punto más alto sería posible mirar mar adentro, advertir con tiempo la llegada de los asaltantes y apostar guardias en su interior. También había defensas de tierra, montículos y zanjas; si entrecerraba los ojos podía distinguir unas figuras que se movían. Caer Pridne: fortaleza de Drust el Toro, monarca de Fortriu. Estaba muy cerca. Tal vez Dreseida ya se encontrara allí, instalándose en la corte con sus hijos pequeños, poniéndose al día con sus amistades, contenta, sin duda, de que el largo viaje hubiera llegado a su fin. Dreseida no se habría quedado en Banmerren más tiempo que el necesario para ver instalada a su hija, pues allí no podían entrar hombres ni niños, excepto los druidas, y Tuala no se imaginaba a Uric y Bedo esperando con gran paciencia a su madre al otro lado de los muros de piedra.

Caer Pridne. Se contaban extrañas historias sobre aquel lugar. O mejor dicho, Erip y Wid habían dado a entender que había historias demasiado extrañas para ser contadas y luego se habían quedado callados. Había un pozo que tenía la entrada en las profundidades, bajo tierra, un lugar de oscura ceremonia. Eso fue todo lo que sus profesores estuvieron dispuestos a contar.

Que las banderas ondearan significaba que el rey Drust estaba en la fortaleza en tanto que lejos de allí, siguiendo la Gran Cañada, sus guerreros combatían a los escotos. Broichan también estaría en Caer Pridne, instalado nuevamente en su puesto de druida real, un puesto al que había renunciado durante muchos años mientras Bridei crecía y pasaba de niño a hombre. Al parecer, allí adonde iba Bridei, Broichan lo acompañaba como una sombra oscura. Puede que no estuviera al lado de su hijo adoptivo en el campo de batalla, pero estaría preparado y esperando cuando fuera a la corte. Tuala se imaginó, fugazmente, a Bridei como un hombre en su edad madura, con hebras grises en sus rizos castaños, y a un anciano Broichan rondando cerca de él, controlando y manipulando aún a todos los jugadores de su prolongada partida privada. Fola había comentado que sus planes trascendían la comprensión de la mayoría de personas. Tuala cerró su mente a esa visión del futuro, no fuera a ser que cierta mujer pelirroja decidiera hacer su aparición en ella. Los druidas no lo sabían todo. Ni la autodisciplina más exigente ni la más profunda sabiduría permitían que un hombre burlara a los dioses.

Pronto se adaptó a la rutina de comidas, estudio, tareas domésticas y horas de sueño. Tuala descubrió, tras armarse de valor para preguntar, que todas las niñas tenían una almohada y dos mantas, y que como ella estaba en la torre y allí no había chimenea, podía tener tres. Aprendió lo que significaban las campanadas y las obedecía cuando se acordaba. Algunas veces, estando en el árbol o en trance ante un charco de lluvia o un cuenco de agua de lavar, perdía la noción del tiempo y se desplazaba más allá del mundo de la audición normal. Kethra nunca faltaba a su deber de reprenderla por esos fallos.

—¿Qué quiere decir que no sabías que había sonado la campana? ¿Dónde estabas, inmersa en otro mundo? —Sus palabras eran hirientes; a pesar de que se esforzaba en lo posible para agradar a las demás mujeres de Banmerren, Tuala no podía escapar a sus orígenes. Por muy desapercibida que intentara pasar, su aspecto siempre sería distinto, y ese tipo de comentarios no ayudaban—. La campana se oye desde todos los rincones de la casa y del jardín, Tuala. La próxima vez serás más rápida.

—Sí, Kethra. —Antes pensaba que Mara era demasiado autoritaria, pero, comparada con esa irascible profesora, el ama de llaves de Broichan parecía una mujer amable y razonable.

Resultaba fácil seguir los hábitos diarios. Se levantaban temprano. Las estudiantes se turnaban en todas las tareas domésticas, desde sacar el agua hasta preparar y servir las comidas, desde limpiar los suelos a cortar leña, desde ocuparse de las chimeneas a coser y remendar la ropa. Esas obligaciones se programaban dentro del horario de estudio; las que en un día determinado no tenían asignada ninguna tarea tenían que practicar las habilidades que Kethra o las demás profesoras les habían enseñado: preparar bálsamos y tinturas a base de hierbas, ensayar las palabras y movimientos rituales, interpretar las estrellas y, para las que tenían aptitudes, idiomas, escritura y lectura. Banmerren contaba con una pequeña biblioteca. Además, a las estudiantes más jóvenes de vestiduras azules se las introducía en las artes de la predicción, la adivinación y la profecía. El estudio serio de estos aspectos del oficio era una materia principalmente para las mayores, las que habían alcanzado un cierto nivel tanto de conocimientos como de comprensión. A Tuala le gustaban las mayores. Eran siete solamente, y poseían una calma en la mirada y una amabilidad que le hacían desear ser una de ellas y no una simple principiante que tenía que aguantar a una pandilla de charlatanas que a duras penas distinguían la geografía de la genealogía o la astrología de la aritmética. Acostumbrada a las intensas y, en ocasiones, exaltadas clases de los ancianos eruditos, durante aquellas lecciones Tuala se sumía en el silencio. Su mera presencia ya llamaba la atención, así que no quería ver las cejas enarcadas y las sonrisas irónicas que sabía que suscitarían sus preguntas.

Así pasaron dos lunaciones y llegó el verano. Tuala descubrió que la mejor clase del día era la de historia, para la cual se hallaban presentes las hijas de sangre noble junto con las alumnas que buscaban un lugar como siervas de la Brillante. Nunca pensó que podría alegrarse de la presencia de la chica zorro, pero Ferada, al menos, era sincera cuando se le acercaba; no era una de esas muchachas dadas a cuchichear y a reírse tontamente. Desde sus primeros días en Banmerren, Tuala había visto que Ferada la observaba durante la hora de la cena, cuando las hijas de los nobles se sentaban a su propia mesa para comer y las otras lo hacían en tres largas tablas de madera bajo el escrutinio de sus mayores. Tuala siempre se sentaba sola durante las comidas. Las demás dejaban un espacio en cada lado, como si tuviera algo contagioso. Eso solía significar que no le pasaban el pan hasta que sólo quedaba un simple pedazo; en ocasiones significaba comer muy poco. Tuala, que siempre había comido como un pajarito, se negó a que todo eso la preocupara. De esta forma eliminaba la necesidad de tener que pensar en temas de conversación adecuados. Era evidente que a Ferada sí le preocupaba; la observaba con un fruncimiento del ceño que arrugaba sus elegantes cejas y cruzaba comentarios con la chica que tenía al lado, la del cabello como una cascada dorada y mirada amistosa. Esa chica era interesante. Tuala se había enterado de que se llamaba Ana y de que era una rehén de las islas del norte que tenía que estar bajo la custodia del rey Drust como garantía de que sus parientes no prepararían ningún ataque sobre las costas de Fortriu. Ana había dejado atrás su tierra natal y su familia, aunque no por culpa suya. Llevaba ya cuatro años viviendo entre Banmerren y Caer Pridne, aislada de todo lo que amaba. Y era joven; le llevaba menos de un año a Tuala. Corría la voz de que cada vez que viajaba fuera de los muros circundantes de Banmerren, Ana iba acompañada por un grupo de guardias muy grandes, por si acaso los hombres de su familia decidían que su libertad pesaba más que los riesgos que conllevaba desafiar a Drust el Toro. En la corte iba seguida de cerca por hombres armados. El primo de Ana era el rey de las Islas Luminosas y su posición social era menor que la del monarca de Fortriu. Durante los cuatro años que llevaba siendo rehén no había habido ningún intento por conseguir su liberación. Tuala no se podía imaginar cómo lograba la chica rubia aquella serenidad, aquel aire de profunda calma.

Cuando llegó la hora de historia, una clase compartida, Ferada se sentó a un lado de Tuala y Ana fue a instalarse en el otro, y a partir de entonces las tres se sentaron juntas todas las mañanas. Al menos, durante esa hora, podía fingir que no estaba sola. Esa clase la daba Derila, una de las chicas mayores que vestía de verde, y constituía un grato descanso de las perspicaces preguntas y los comentarios cáusticos de Kethra. Derila era inteligente y hermosa; esperaba que todas las alumnas participaran y reaccionaba muy bien ante los errores. En sus clases no había que guardar silencio.

Ferada también era inteligente. Su mano se alzaba rápidamente para responder a todas las preguntas; si no estaba de acuerdo con una postura la discutía con ingenio y contundencia. Tuala empezó a verla de otra manera.

Ana también tenía talento en esta materia. Aunque era menos dada a la polémica, mantenía su posición en un debate y aprendía con rapidez, pues era de esas alumnas que se levantaban temprano por la mañana para estudiar mientras las demás seguían en la cama. Ana era capaz de hacer magníficas labores de aguja y de recitar el linaje de los reyes de los folk al mismo tiempo sin cometer ningún error en ninguna de las dos cosas. Sabía hacer mapas en una bandeja de arena e identificar qué estrellas significaban un momento afortunado para el nacimiento de un niño y cuáles presagiaban una vida de lucha constante. Sabía cantar y tocar el arpa.

En cuanto a Tuala, aquella se convirtió en la clase en la que no tenía miedo de hablar. Respondió con cautela a una pregunta, luego a otra, y se le pidió que explicara lo que sabía sobre los símbolos de clan y sobre las distintas formas en que estos se utilizaban en las piedras grabadas, dependiendo de si uno se encontraba en Circinn o en Fortriu. La explicación llevó bastante tiempo, pues era un tema complejo que había discutido a menudo con Wid y Erip. La clase permaneció en silencio, escuchando, y lo mismo hizo Derila. A partir de ese momento la profesora le pedía con frecuencia alguna aclaración y en ocasiones entablaba una discusión con ella después de clase. No era como en los viejos tiempos en Pitnochie, pero estaba bien.

La hidromancia era todo lo contrario. Las hijas de los nobles no estudiaban esta disciplina; durante esas sesiones se les permitía ir a cabalgar en las monturas que se guardaban en los establos de la granja que había al otro lado de los muros. Los guardias de Ana nunca andaban demasiado lejos; ellos también se alojaban en la granja mientras su protegida se hallaba en Banmerren. Cuando el tiempo era inclemente las hijas de los nobles se sentaban todas juntas a coser y charlar; por regla general, lo que Tuala oía de esas conversaciones tenía que ver con una detallada comparación entre varios jóvenes que conocían.

Tuala y sus compañeras más pequeñas se reunían en una fría habitación bajo la mirada de Kethra y con un cuenco de bronce en la mesa delante de ellas. Kethra explicaba los rudimentos.

—Lo más probable es que no veáis nada más que vuestro propio reflejo… Es completamente normal. Hace falta concentrarse.

Tuala se quedó mirando una mancha de la pared que tenía una forma un tanto parecida a la de un perro pequeño; miró los arañazos de los bancos, las esteras del suelo, las manos juntas de la chica que tenía a su lado.

—Concentrad vuestra voluntad. Ahuyentad las distracciones. Respirad lenta y acompasadamente tal y como os he enseñado…

Odha, con el rostro blanco por la tensión, estaba inclinada sobre el cuenco que otra niña había llenado con el agua de la pesada jarra que había en la mesa. Tuala echó un vistazo a las zapatillas de fieltro de Odha, a la jamba de la puerta, al gato de Fola, Sombra, que estaba sentado en una esquina con el ceño fruncido. Cualquier cosa, cualquier cosa para mantener los ojos alejados de la superficie brillante repleta de secretos. Cualquier cosa para no revelar lo que era capaz de ver en ella.

—Respira, Odha. Despeja la mente…

Una larga espera en silencio. Al final Odha se enderezó con sus menudos rasgos llenos de preocupación.

—No he visto absolutamente nada —dijo, alicaída.

—Esta habilidad es el don de la Brillante —le dijo Kethra, con tono amable—. Habla con ella en tus oraciones y busca su sabiduría; vendrá con el tiempo, cuando ella te considere preparada. Hay aspectos de nuestro oficio, como este, que no se aprenden en un día, ni en una estación, ni en un año, sino con una severa disciplina y con la rigurosa práctica continuada de nuestra labor. Esto no es ninguna prueba, niña, simplemente un comienzo. ¡Tuala! —su tono de voz había cambiado bruscamente; el hielo había penetrado en él.

Tuala se sobresaltó.

—¿Sí, Kethra?

—No hay duda de que las esteras del suelo te resultan sumamente fascinantes; quizá en el lugar de donde vienes no se molestan con tantas sutilezas. Es hora de aprender, no de soñar. ¿O tal vez te parece que no tengo nada que enseñarte? ¿Es eso? ¿Que ya eres una experta en todas las materias que imparto?

Se oyó una cascada de risitas que fue rápidamente sofocada cuando la mirada terminante de Kethra recorrió el círculo. Tuala bajó la vista a sus manos. No quería mentir; le daba la sensación de que la Brillante esperaría de ella que dijera toda la verdad en la casa de sus mujeres sabias.

—Creo que no tendría que estar en esta clase —dijo en voz baja.

Entonces no hubo risas, sino una horrorizada inspiración general. La lengua de Kethra era universalmente temida; nadie la desafiaba nunca. Además, como ayudante principal de Fola, tenía fama de ser una fuente de sabiduría. El hecho de que sus clases tuvieran que soportarse más que disfrutarse no cambiaba nada de eso.

—Puede que tengas razón —repuso la mujer con sequedad—. Hay algunas alumnas que nunca logran dominar el arte de la adivinación, para las cuales las imágenes del cuenco de hidromancia quedan veladas para siempre. Nosotras, al menos, esperamos que todo el mundo lo intente. Es a tus mayores a quienes corresponde determinar si tienes aptitudes o no. Se pueden encontrar otras tareas para las que no tienen talento.

—Fregar el suelo —dijo alguien entre dientes.

—Yo no quería decir eso —dijo Tuala desesperada, deseando quedarse callada pero incapaz de contener su lengua bajo la mirada de la mujer sabia, que parecía situarla al nivel de algo que uno hubiera aplastado con la suela de la bota—. Preferiría no hacer esto aquí, en clase… Se hace mejor sola, con las oraciones y un ritual adecuado…

La mirada de Kethra volvió a cambiar; entonces había algo en sus ojos que era realmente preocupante.

—¿Lo he entendido bien? —Su tono no se correspondía con su mirada; era sedoso—. ¿Intentas decirme cómo tengo que llevar mi clase, tú, una estudiante nueva, una hija del bosque a la que hemos aceptado sólo gracias a la amabilidad de nuestra sacerdotisa superior?

Tuala dijo que no con la cabeza; dentro de su pecho el sufrimiento pugnaba con la ira. Miró a Kethra, procurando también que el agua brillante no se cruzara en su visión.

—No —dijo con el tono de voz más educado que pudo—. Yo no soy ni mujer sabia ni maestra. Pero me han inculcado el amor a los dioses y a la estricta práctica del ritual. He estudiado estas materias desde que era pequeña. Estoy segura de que tú sabes lo que es adecuado para tus alumnas. Lo único que puedo decir es que para mí y para otros miembros de mi casa esta práctica siempre se hace a solas, es un rito compartido únicamente entre el vidente y los espíritus. —Esto no era del todo cierto; ella había mirado en el Espejo Oscuro al lado de Bridei, cada uno buscando sus propias visiones. Pero Bridei formaba parte de ella, y ella de él; era distinto—. Solicito que se me excuse de esta clase; pasaré el tiempo practicando sola. O fregando suelos, si se juzga apropiado.

Kethra se la quedó mirando durante un largo momento. Luego se hizo a un lado y de pronto el cuenco de bronce quedó a plena vista, el agua quieta atrapando la luz de dos altas velas colocadas allí cerca en la mesa. La superficie bailaba con las imágenes y atrajo a Tuala a pesar de que ella no quería. La habitación se volvió muy silenciosa.

—Te toca —dijo Kethra en voz baja—. Dinos lo que ves, pequeña salvaje.

Entonces ya no había posibilidad de elección. El agua la llamaba; la visión la cautivaba y tenía que mirar. Se acercó y el mundo de la profesora y las estudiantes, de las velas parpadeantes, la silenciosa estancia y los muros de piedra se desvaneció a su alrededor cuando el ojo del espíritu la hizo entrar en trance.

Una mujer alta caminaba por el espejo, la personificación de la Brillante, ataviada con vestiduras plateadas y con un rostro tan radiante que Tuala no podía mirarlo, ni podía distinguir sus rasgos o expresión, pero sabía que era incomparablemente hermoso y lleno de dulce compasión. Un búho estaba posado en su hombro, con unos ojos redondos y lustrosos y un plumaje del blanco más puro. En los brazos de la diosa yacía una criatura envuelta en níveas pieles; ella sostenía al bebé con ternura, como si fuera algo precioso. Su imagen se disipó y en su lugar apareció una escena tan extraña que durante un rato Tuala no fue capaz de juntar las partes y encontrarles sentido. Todo era una actividad frenética, hombres talando árboles, transformando sus troncos en lisos leños; hombres trabajando con cuerdas, haciendo una red o unos arreos; hombres cavando hondo la tierra. Hombres junto a la orilla del agua construyendo una gran barcaza. Hombres montando guardia como si esperaran un ataque. A algunos de ellos los conocía: Donal con los trabajadores de las cuerdas; Enfret de guardia; Gartnait, el hermano de Ferada, de pie junto a un muro sin hacer nada, sólo mirar con los labios fruncidos. Luego una visión terrible: un enorme montón de cadáveres que ardían. Tuala se mordió el labio y oyó con los oídos de la vidente el plañido de las mujeres, una desesperada y quejumbrosa despedida. Al parecer la batalla había terminado; Fortriu había triunfado. Pero ¿qué estaban haciendo?

Entonces, por fin, apareció Bridei. Tuala notó que se le llenaban los ojos de lágrimas al verlo. Estaba vivo; seguía a salvo. Se hallaba en una cima, con el cabello al viento. Estaba dando órdenes y los hombres corrían para obedecerlas. ¡Parecía tan alto, tan solemne! ¡Tan hombre!

Más excavaciones; por increíble que pareciera, por lo visto estaban sacando una enorme piedra vertical de su base en la profundidad de la tierra, bajándola con cuerdas que necesitaban de muchos hombres para controlar el peso hasta que el monolito quedó colocado sobre tres troncos preparados a modo de rodillos. Mientras ella contemplaba atónita las imágenes, los hombres transportaron la mole colina abajo. Unos corrían para sacar… troncos de madera de atrás y colocarlos delante mientras que otros cargaban todo el peso de su cuerpo en las cuerdas para disminuir la velocidad del descenso. Bridei estuvo junto a ellos todo el tiempo, exhortándolos, animándolos, cambiando el ángulo de la preciosa carga para que no tuvieran que volver a levantarla, una tarea que sin duda ni un grupo de hombres tan numeroso como aquel podía llevar a cabo. Junto a Bridei había un hombre moreno de aspecto salvaje cuya extraña sonrisa no concordaba con las lágrimas que tenía en los ojos. Los hombres realizaron una larga y extenuante marcha, esforzándose con las cuerdas, tirando luego de ellas sobre terreno llano en tanto que los que corrían seguían sacando y reemplazando los pesados rodillos de madera sin parar. Finalmente llegaron a la orilla del agua y tuvo lugar un complicado traslado con maderas en forma de cuña, largas palancas y cuerdas gruesas, con lo que desplazaron poco a poco la piedra desde una elevada orilla hasta una especie de canasto de red que había en el interior de una barcaza. Tuala se preguntó si no se hundiría el barco sin dejar rastro; si los dioses no castigarían a esos hombres o a Fortriu por lo que parecía un acto de vergonzosa atrocidad, aunque lo que robaban les pertenecía indiscutiblemente. Pero, en medio de un coro de aclamaciones desaforadas —era un milagro que a esos hombres les quedara aliento para proferir algo más que un susurro—, la Piedra del Mago flotó, descansando en su hamaca de cuerda y la embarcación aguantó sobre las agitadas aguas de lo que debía de ser el lago del Rey, en el extremo occidental de la Gran Cañada. Talorgen le dio unas palmadas en el hombro a Bridei a modo de cordial enhorabuena. Donal se encontraba allí cerca, con sus rasgos tatuados transformados por el orgullo. A Gartnait no se le veía.

Bridei estaba sonriendo. Tuala conocía esa leve sonrisa y supo, por la sombra de su mirada, la palidez de su piel y la forma en que los nudillos se le quedaban blancos, que para él esa doble victoria también suponía una especie de derrota, algo que se consideraba un fracaso. Ahora todo había terminado y volverían a casa. Volverían a casa y Bridei tendría necesidad de hablar, necesitaría contarle a alguien sus preocupaciones, qué era lo que le ensombrecía el ánimo, confundía sus pensamientos y le zarandeaba el corazón. No podía hablar con Donal de semejantes secretos, no con completa libertad. No dejaría que Broichan viera sus lágrimas. Bridei iba a necesitarla y ella no estaría allí.

Después no estaba segura de si había deseado que la imagen se desvaneciera o si esta se había desvanecido sin más. Permaneció largo rato aturdida, fuera del mundo de la vidente pero sin regresar del todo a la realidad presente. Entonces una voz dijo:

—Está llorando.

A continuación habló Kethra con un tono de voz quedo y cauteloso.

—Calla, Reia. Una de las primeras cosas que debes aprender es a no molestar a una persona que está en trance. Hay que darles tiempo para salir, tiempo para que regresen a sí mismas. —Y entonces, tras una espera cuidadosamente calculada—: ¿Tuala?

La muchacha pestañeó; las velas parpadearon, el círculo de rostros se hizo visible, rostros jóvenes que miraban de hito en hito, todos con los ojos muy abiertos de asombro. Se sentía débil, mareada; había pasado tanto tiempo desde la última vez que lo vio, demasiado, y ahora esto…

—Siéntate —dijo Kethra—. Odha, tráele agua. Las demás, dejadle un poco de espacio. Respira lentamente, Tuala.

El gato grande, Sombra, eligió ese momento para acercarse tranquilamente y subir de un salto al banco junto a Tuala; apretó la cabeza contra ella, ronroneando, y ella alargó la mano para rascarle detrás de sus destrozadas orejas. Ese contacto la tranquilizó; la devolvió al mundo cotidiano de un modo en que no lo habían hecho las palabras humanas.

—Bébete esto —le dijo Kethra al tiempo que le ponía una taza de agua entre las manos—. Chicas, hay mucho que aprender de esto. De entrada os demuestra los peligros de experimentar solas sin nadie que os supervise. No lo hagáis. Una experiencia así pone a prueba tanto el cuerpo como la mente. Hasta que no hayáis alcanzado cierto nivel de control debéis tener siempre al lado a alguien observando. —Volvió de nuevo su atención hacia Tuala—. Bueno, decías la verdad. ¿Qué viste? Compártelo con nosotras.

Era inútil protestar; una negativa sólo serviría para atraer más la atención. Kethra no iba a dejar el tema si no obtenía una respuesta.

—Creo que eran imágenes del presente, o de un tiempo reciente. Claro que en ocasiones estas visiones solamente son de lo que podría ser o de lo que pudiera haber sido. No siempre es posible ver lo que crees que te hace falta ver. A veces no hay respuestas. En otras ocasiones las respuestas están ahí, pero ocultas. Vi imágenes fugaces de los hombres del rey Drust en campaña. Ya sabéis que se han dirigido al sur de la Cañada a las órdenes del jefe Talorgen con la esperanza de recuperar el territorio de los Confines de Galany donde se halla la Piedra del Mago.

Su audiencia guardó un completo silencio, esperando más.

—Aquí parecía mostrarse que habían ganado la batalla. Y… estaban moviendo la piedra. Sacándola de la tierra con cuerdas y troncos, llevándola hasta una barcaza para poder traerla flotando de vuelta a nuestras tierras. —No iba a hablar de la Brillante; no mencionaría a Bridei.

Kethra tenía el ceño un poco fruncido.

—¿Por qué se iba a enviar semejante visión a una niña como tú? —preguntó—. ¿Qué puedes saber tú de estos asuntos?

—¿Y dices que estaban moviendo la piedra nada menos? —inquirió Reia, asombrada—. ¿No se supone que es más alta que un gigante y tan gruesa como el cuello de un toro? ¿Cómo podían moverla?

Tuala volvió a ver las jóvenes facciones de Bridei, llenas de determinación; sus ojos brillantes en los que la conciencia de los dioses nunca se hallaba muy por debajo de la superficie. «Con el líder adecuado, los hombres pueden lograr lo imposible».

—Lo hicieron con magia druídica, y con ingenio —dijo ella.

—Es una historia extraña, desde luego —comentó Kethra—. Una historia inverosímil; ¿por qué hacer esto cuando las piedras están colocadas en su lugar como símbolo de la antigua descendencia de nuestro pueblo de los siete hijos de Pridne? Señalan tanto el territorio como la sangre; moverlas parece casi un insulto a los dioses, un acto de mal agüero. ¿Quién decidiría hacer algo así en un momento de victoria en la batalla?

—Puedo comprender los motivos —dijo Tuala—. Sí que parece una acción extraña, una acción que podría provocar un desequilibrio en la estructura de nuestra tierra. Pero ese lugar, los Confines de Galany, ahora se encuentra dentro de los límites de Dalriada. Fortriu lo perdió hace años. Las fuerzas de Talorgen pudieron tomar el poblado pero no podían mantenerlo sometido de forma definitiva; está demasiado aislado de nuestras propias plazas fuertes. Esta campaña nunca tuvo como propósito volver a apoderarse del territorio de los Confines de Galany. Era un ataque simbólico; una advertencia de que habrá más si Dalriada intenta expandirse adentrándose más en la Cañada. Llevarse la piedra de vuelta es un acto de valentía, de inventiva audaz. Difícil, agotador, inspirador. Debió de haber infundido grandes ánimos a nuestros hombres y desconcertado aún más al enemigo. Al menos —se dio cuenta de que había dicho mucho más de lo que quería— así es como yo lo veo.

—¿Y tú cómo sabes tanto de batallas, territorios y todas esas cosas? —la retó una de las chicas.

—Se lo está inventando —dijo alguien entre dientes tapándose la boca con la mano.

—He tenido unos maestros excelentes —dijo Tuala—. Tuve suerte.

—La suerte es un factor importante —terció Kethra resueltamente—. También resulta una ventaja utilizar con astucia tu propia buena fortuna. Luego está el talento innato. Oigo la campana, chicas. Tendréis comida y bebida en el salón. No corras, Odha, no te estás muriendo de hambre.

La habitación se vació; sólo quedaron Kethra y Tuala sentada en el banco, consciente de que el interrogatorio no había terminado aún.

—Lo siento —dijo Tuala, y lo decía en serio—. Intenté no mirar, pero a veces pasa esto. Las visiones están ahí, esperándome.

Kethra tomó aire y volvió a soltarlo.

—Has aprendido esta habilidad antes de venir a Banmerren, es evidente. ¿Quién te enseñó? ¿Broichan?

De no haber estado tan nerviosa, Tuala se hubiese echado a reír.

—Mis dos ancianos profesores me enseñaron muchas cosas, pero esto no; nunca las artes de druida o mujer sabia. Y Broichan no me enseñó nada en absoluto. —«Excepto a tener miedo»—. No creía que me hiciera falta educación.

—Se diría —Kethra observaba mientras inclinaba el cuenco y volvía a vaciar su contenido en la jarra— que por lo que respecta a la hidromancia, tenía toda la razón. ¿Me estás diciendo que has aprendido por tu cuenta? ¿Que puedes evocar estas visiones sin técnica, sólo mediante la fuerza de voluntad?

—¡Oh, no! —repuso Tuala, horrorizada—. Las imágenes las mandan los dioses; un hombre o una mujer no pueden invocarlas por sí solos. En ocasiones es posible doblegarlas o darles forma mentalmente. Excluir unas partes y reforzar otras. —Era eso lo que había hecho cuando los Seres Buenos habían intentado llenar su espejo con imágenes que no quería. Entonces había invocado a la Brillante y la diosa se había mostrado en el agua clara—. Creo que si el vidente tiene una necesidad concreta de saber algo, de interpretar un augurio para el futuro, quizá, los dioses forman las imágenes de manera que sirvan de ayuda. Al menos así ha ocurrido en mi caso.

—Ya veo. —Kethra parecía anonadada, perpleja. Sus diestras manos secaron el cuenco con un trapo, cubrieron el aguamanil y se juntaron ante ella cuando se acercó y se quedó de pie junto a Tuala, que se levantó por respeto.

—Tuala —dijo la mujer.

—¿Sí?

—Creo que es mejor que la clase de hoy no se discuta abiertamente entre las chicas. Si te preguntan sobre lo que ocurrió, dales una respuesta breve y veraz y déjalo ahí. No permitas que te arrastren en discusiones sobre técnica, ni que te tienten a demostrar nada. Son principiantes, y son vulnerables. ¿Lo comprendes?

—Por supuesto. De todos modos no me preguntarán nada. No me hablan.

Se hizo un breve silencio.

—¿Cometimos un error al alojarte sola? —preguntó Kethra.

—¡Oh, no! —Tuala sintió que la invadía el horror ante la perspectiva de que la trasladaran a uno de esos dormitorios comunitarios para estar rodeada a todas horas del día y de la noche de chicas que cuchicheaban. La torre era suya, era su lugar, seguro, silencioso; el roble era su refugio, su pedazo de Pitnochie allí en un reino extraño. Quienquiera que hubiese tomado la decisión de instalarla en la torre había dado muestras de sensatez y amabilidad—. Estoy contenta donde estoy. Es perfecto.

—Tal vez —dijo Kethra—. Ahora debes irte. Mañana, en lugar de asistir a esta clase, vas a ir a ver a Fola. Quería un informe de tus progresos y ya es hora. Le diré que te esté esperando. Y ahora apresúrate o te quedarás sin comer.

Tuala casi había salido por la puerta cuando Kethra volvió a decir algo detrás de ella.

—¿Crees que es cierto? ¿De verdad han traído la Piedra del Mago lago arriba?

—Supongo que lo averiguaremos cuando los hombres de Talorgen regresen a casa —respondió Tuala, viendo la cara de Bridei en su mente y convencida en su interior de que hasta la más mínima parte de su visión era un testimonio fiel y exacto de la forma en que habían sucedido las cosas. Otra imagen penetró en aquel vívido recuerdo: un hombre agarrándose la garganta y muriendo dolorosamente. En la imagen de ese día Bridei todavía no había ganado sus marcas de batalla. Aun así, Broichan había prometido vigilancia: ahora habría un catador y más guardias. De todos modos, estaba deseando saber que Bridei había vuelto a Pitnochie y se hallaba otra vez a salvo.

—Supongo que sí —dijo Kethra—. Si es cierto, podría tratarse de un poderoso augurio de buenos tiempos para los priteni. Muy poderoso. —Su tono de voz cambió—. Bueno, vete ya. Si tú no tienes nada que hacer yo sí.

A la mañana siguiente, cuando las demás se dirigían a clase, Tuala aguardó a la entrada de las habitaciones privadas de Fola. Sombra también estaba fuera, en la puerta; ya lo había visto antes en el jardín, acechando a los pájaros. En ese momento estaba sentado, con las orejas levantadas y moviendo el rabo con irritación, impaciente por que le dejaran entrar. El gato tenía sus rutinas, como todas las mujeres en Banmerren, y no le hacía ninguna gracia que se desbarataran. Pero la puerta de Fola estaba cerrada; se oía su voz en el interior, mesurada y calmada. Tuala se inclinó para acariciar el pelaje de Sombra; varias cicatrices antiguas lo habían dejado áspero y raído. Él la observó con la mirada escéptica de un gato viejo y ronroneó a pesar de que no era esa su intención.

La puerta se abrió de pronto y la chica que salió tuvo que extender ambas manos para no tropezar con los dos y caer al suelo cubierto de esteras.

—Vaya, lo siento…

Tuala alargó una mano para sujetarla.

La chica se apartó, con los ojos muy abiertos y la mirada perdida. Tuala la recordaba vagamente de sus primeros días en Banmerren; una muchachita delgada, de expresión seria y muy tranquila. ¿Cómo se llamaba? ¿Morna? ¿Morva? Últimamente no había asistido a ninguna de las clases; ahora que pensaba en ello, hacía mucho tiempo que no veía a la chica sentada a la mesa ni caminando por la hierba con las demás. Quizá había estado enferma. Tenía unos ojos muy extraños. Entonces se dio la vuelta y se desvaneció como una sombra, pero no salió hacia la zona comunitaria, sino que entró hacia el lugar donde estaban situados los aposentos de las mujeres mayores. Hasta que Morna no se hubo marchado, Tuala no se dio cuenta de que no llevaba las vestiduras azules de las chicas más jóvenes, sino unas prendas de un blanco puro.

—Entra, Tuala. —El tono de voz de Fola no daba ningún indicio sobre su estado de ánimo. Sombra había entrado ya y estaba en lo alto del banco junto a la mujer sabia, dando vueltas sobre un almohadón. Tuala se preguntó si el gato se había atrevido alguna vez a sentarse en las rodillas de su dueña. Quizá fuera un acto demasiado indecoroso para ambos.

—Kethra me ha contado lo que ocurrió ayer —siguió diciendo Fola— y me ha hablado de tu propia petición de no practicar la hidromancia con las demás alumnas más jóvenes. La sorprendiste.

—Lo siento… Intenté explicarle…

—Quizá fui injusta tanto contigo como con Kethra. Para mí no ha sido ninguna sorpresa; mi intuición rara vez me falla y la primera vez que nos vimos percibí algo en ti, algo que se concretaría con el tiempo y que sería poderoso y peligroso a la vez. He esperado mucho tiempo para que te unieras a nosotras en Banmerren, esperé mientras tus profesores en Pitnochie te proporcionaban una base que supera con mucho lo que podemos ofrecerte en esta casa de mujeres. Podría haber advertido a Kethra y a las demás de lo que podían esperar. Me pareció mejor dejar que las cosas siguieran su curso durante un tiempo, para ver qué te parecía Banmerren y qué le parecías tú a Banmerren.

Tuala no dijo nada. Esa decisión tenía desagradablemente mucho que ver con los juegos de estrategia de Broichan, unos juegos con piezas humanas. Recordó que Fola y el druida del rey eran viejos amigos.

—¿Crees que tu visión era una imagen del presente? ¿Un reflejo de la verdad? —Entonces había entusiasmo en el tono de la mujer sabia, el mismo que había oído en la voz de Kethra. A ninguna de las dos se le había escapado la verdadera trascendencia de la visión de Tuala.

—Sé que lo era —respondió.

—¿Lo sabes? —le preguntó Fola con acritud—. Eso es arrogancia, hija; nosotros no podemos conocer las intenciones de los dioses hasta que los presagios se hacen realidad.

—Lo sé. Lo sé porque en la visión salía Bridei, y sobre él siempre veo la verdad. Excepto cuando se trata del futuro, que puede cambiarse. —Se estremeció; pero de no ser por la rápida acción de Broichan al mandar al mensajero para que llevara la advertencia Cañada abajo, el futuro podría haber sido muy sombrío.

Fola había entrecerrado los ojos.

—Bridei. Por lo que Kethra me ha contado, a ella no le mencionaste nada sobre él. ¿Cuál es su papel en todo esto?

Tuala se mordió el labio, pues de pronto tuvo renuencia a decir nada más, ni siquiera a alguien que siempre le había parecido una amiga.

—No quiero hacerle ningún daño, Tuala —dijo Fola—. Todo lo contrario. Al igual que Broichan, estoy comprometida con el futuro de Bridei. Puedes confiar en mí; esta es la verdad.

—Dirigía la esforzada tarea de bajar la Piedra del Mago hasta el lago del Rey —explicó Tuala—. Fue idea suya, su visión, su empresa. Todos lo seguían, tanto guerreros como jefes. Despertó la luz de la inspiración ante sus ojos, el toque del Guardián de las Llamas. Creo que los hombres recordarán esta hazaña durante mucho tiempo.

Fola asintió con la cabeza.

—Broichan se alegrará mucho de saberlo. Y el rey también. Son tiempos interesantes, ya lo creo. Tiempos trascendentales.

—¿Fola?

—Dime, hija.

—He intentado esforzarme desde que llegué aquí. He intentado hacer lo que prometí. Siento haber hecho enfadar a Kethra.

La mujer sabia la contempló en silencio un momento.

—Kethra no está enfadada —dijo—. Quizá un poco molesta consigo misma por no haberse dado cuenta antes de tus aptitudes, pero tú no la has ofendido en ningún sentido. Al igual que yo, aprecia a las alumnas con talento; muy pocas veces las tenemos. Les pedí a todas tus profesoras un informe de progreso. Kethra ha recomendado que des clases particulares en la mayor parte de las ramas del arte que ella enseña, ya sea con ella o conmigo. Derila me dice que tu formación en historia, geografía y política es excepcional; ella preferiría seguir teniéndote en su clase, pues tengo entendido que algunas de las hijas nobles son bastante aptas y que todas os podéis beneficiar de un enérgico debate.

Tuala movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Derila se está divirtiendo —comentó Fola con una sonrisa—. Dice que es el mejor grupo de alumnas que ha tenido nunca. ¿Has hecho amistades, Tuala?

—Amistades. —La muchacha a duras penas se imaginaba qué podría significar eso allí, entre aquellas chicas que parecían tan distintas que bien podrían ser de otro mundo—. La verdad es que no. La chica zo… Ferada se sienta a mi lado; Ana se ha portado bien conmigo. Ellas son hijas de jefes de clan; yo soy… lo que soy. No creo que podamos llegar a ser amigas. Y las demás, bueno, me miran, cuchichean y se tapan la boca para reírse. No me importa. Ya pasaba lo mismo en Pitnochie antes de que me fuera.

Algo que había en su voz o en su rostro hizo que Fola se inclinara hacia delante y la escudriñara con detenimiento.

—¿A qué te refieres, Tuala?

Su voz surgió de forma irregular a pesar de sus esfuerzos por controlarla.

—Mi presencia se volvió poco grata. Broichan nunca me había querido allí. Pero el resto sí. Hasta que empecé a crecer. Entonces me tuvieron miedo. Era una estupidez, pero no pude cambiar nada. Entonces fue cuando Broichan dijo que tenía que marcharme.

—¿Y qué hay de tu amigo? ¿De Bridei? ¿Él te tiene miedo ahora que eres una mujer?

Tuala se la quedó mirando y la indignación le robó el habla.

—Es una pregunta razonable —dijo Fola con calma—. De hecho es una pregunta apropiada, puesto que se podría pensar que el joven está exactamente en la edad más vulnerable en ese sentido.

—Ha estado fuera —contestó la chica mientras trataba de contener las lágrimas que súbitamente habían acudido a sus ojos—. Y por supuesto que no me tiene miedo. Entre nosotros las cosas no son así…

—¿Así cómo?

Tuala apretó los labios con fuerza. Aquello no era justo, era cruel. Nadie lo comprendía; nadie aparte de ella y de Bridei. Nadie aparte de la Brillante, que los había reunido en el Solsticio de Invierno hacía mucho tiempo.

—Dejemos esto por ahora, puesto que te aflige —dijo Fola—. Quizá viniste aquí justo a tiempo. En cuanto al otro asunto, modificaremos tus tareas diarias para dar cabida por las mañanas a las clases particulares conmigo en lugar de las clases con Kethra. Continuarás asistiendo a las clases de Derila. Tengo la sensación de que, como erudita innata, vas a sacar provecho de ellas. Las hijas de los nobles regresarán a la corte en cuanto Talorgen llegue a Caer Pridne; si tus visiones son tan exactas como crees, podría ser que no faltara mucho tiempo. Después de eso, puede que Derila se sirva de ti para enseñar a algunas de las otras chicas, si tú estás de acuerdo.

Tuala se la quedó mirando.

—No creo que les haga mucha gracia tenerme como profesora… Me tendrán aún más resentimiento.

Fola arqueó las cejas.

—Como es para servir a la Brillante, lo harás a pesar de ello, ¿no es cierto? —le preguntó.

—Sí, Fola. —«De todo se aprende», decía siempre Broichan. Incluso si te situaban por encima de aquellos que te consideraban una forma de vida inferior, eternamente diferente, eternamente inaceptable.

—También quiero —añadió la mujer sabia— que hables con Ferada y Ana sobre las alianzas a través del matrimonio, sobre lo que les espera como hijas de jefes de clan y sobre las normas que rigen las decisiones que se toman por ellas.

—Pero…

Fola la silenció con una mirada.

—Sé que ya lo sabes todo al respecto, en teoría. La ascendencia real, la importancia de los vínculos cruzados entre las siete casas, etcétera. Todo esto, puedes creerme, dista mucho de una discusión con chicas de tu propia edad cuyo futuro personal se halla completamente gobernado por dichas normas.

—Si lo deseas. Pero no entiendo por qué.

La mujer sabia miró brevemente a Tuala con detenimiento.

—Es razonable, supongo, que busques una explicación. De algún modo me tranquilizaría pensar que aceptas el hecho de que Banmerren es bueno para ti, de que, en efecto, podemos enseñarte algo de provecho.

—No era mi intención…

Fola levantó una mano.

—Ni tampoco lo has dicho; pero me diste suficientes pistas sobre tu estado de ánimo. Creo que tú te imaginas otro futuro que no es como sacerdotisa de la Brillante ni como erudita y maestra, aunque pareces estar admirablemente dotada para ambos papeles. Hablas a menudo de Pitnochie con un tono de voz y unas palabras que van más allá de la añoranza natural que afecta a todas mis estudiantes nuevas. No hablas mucho de Bridei, pero cuando lo haces me resulta evidente que piensas mucho en él.

Tuala no dijo nada. No sabía adónde quería ir a parar Fola, ni qué relación tenía con lo que le había pedido.

—Es muy importante que te des cuenta de la oportunidad que se te ha ofrecido aquí, Tuala —siguió diciendo Fola en tono grave—. Habla con Ana y Ferada. Considera tus alternativas, que tal vez sean menos de las que crees. Piensa en la vida que llevamos aquí y en lo que significa para nosotras. Puede que habitemos dentro de altos muros, pero la protección que estos ofrecen nos proporciona una especie de libertad particular, una libertad de la mente y del espíritu que es verdaderamente preciosa. No dudo de tu amor por la Brillante, querida. Sólo quiero que veas las cosas de forma objetiva.

—Sí, Fola. Hablaré con las hijas de los nobles.

—Bien. Ahora puedes irte. Kethra me ha dicho que te gusta la torre. ¿No crees que deberíamos alojarte con las demás? ¿Que quizá de este modo te aceptarían más fácilmente?

—Tal vez. Pero no creo que pudiera soportarlo mucho tiempo. Me gusta ver el cielo. Estoy acostumbrada al silencio, a estar sola.

Fola asintió con la cabeza.

—Y te gustan los árboles —dijo—. Creo recordar haber encontrado a niños debajo de ellos, hace mucho tiempo. Bien, ahora vete. Tengo muchas ganas de trabajar contigo; supongo que ambas aprenderemos algo.

Lo que a la mujer sabia podría haberle parecido un asunto sencillo, en realidad requería cierta valentía. Podía considerarse que el hecho de estar fuera, excluida, conllevaba su propia y extraña especie de orgullo. Acercarse a las hijas de los nobles fuera de la conducta aceptada de una clase de historia suponía buscar la admisión en un círculo al que no pertenecía. Era invitar a la humillación.

Ana y Ferada se habían llevado su ración de pan y queso al jardín. Se sentaron en su lugar habitual, en un banco de piedra bajo un peral con varias de las otras chicas alrededor. Era una bonita escena; casi podían haber sido dos manifestaciones de la doncella Diosa de las Flores: Ferada representando el otoño con su vestido rojizo, su cabello pelirrojo peinado en alto y sus rasgos angulosos atenuados por una capa de pecas sobre el puente de la nariz. Ana era toda primavera, sus mechones rubio ceniza derramándose sobre sus hombros, vestida con la túnica tradicional y la falda recta de la gente de su isla, de una tela de un palidísimo color crema con los ribetes del color de los nomeolvides. En el hombro, sujetando su manto, llevaba un broche de plata labrado con la forma de una bestia marina, parte caballo, parte foca, parte un ser desconocido; era uno de los antiguos símbolos de linaje en las Islas Luminosas. Mientras observaba a las dos chicas y se preguntaba qué podría decirles, Tuala tuvo la sensación de que había algo que las separaba. Tanto si se trataba de su sangre noble, las ventajas de su educación y formación o el toque de la propia diosa, ambas tenían un aspecto encantador, poderoso y —a pesar de todas sus reservas sobre la chica zorro— bueno en cierto modo. Se dio cuenta de que las estaba mirando fijamente.

—Ven a sentarte con nosotras, Tuala —dijo Ana con su voz dulce y melodiosa—. Hoy aprieta mucho el sol; creo que el Guardián de las Llamas debe de estar sonriéndole a Fortriu. —Se hizo a un lado para dejarle espacio en el banco; Ferada se quedó donde estaba, con una expresión levemente divertida. Mientras Tuala se acercaba, todas las demás chicas se levantaron sin decir ni una palabra y se alejaron para que no pudieran oírlas.

—Lo siento —se encontró diciendo Tuala—. No era mi intención…

—¡Chsss! —dijo Ana—. Siéntate; no les hagas caso, son unas bobas. ¡Ah! —añadió triunfalmente cuando Tuala tomó asiento entre las dos—. ¡Has perdido, Ferada!

Tuala paseó la mirada de la una a la otra, y Ana se ruborizó ligeramente.

—Una apuesta —dijo Ferada—. Cuánto tardarías en reunir el valor suficiente para venir a sentarte con nosotras. Por desgracia no tenemos muchas cosas por las que apostar aquí en Banmerren. Esta noche tengo que lavarle el pelo a Ana, es algo que hacemos la una por la otra mientras estamos aquí.

La chica zorro parecía casi humana. Era sorprendente; hasta el momento había mantenido las distancias, aparte de en la clase de historia.

—He oído que os marcharéis a la corte —se aventuró a decir Tuala—. Cuando regrese tu padre.

Ferada hizo una mueca.

—Es inevitable —dijo—. Estamos aquí un tiempo, encerradas entre unos altos muros, y luego un tiempo allí, mostrándonos educadas con los hombres que nuestras familias consideran adecuados. No sé qué es peor, la verdad.

—Pero estarás deseando ver a tu familia —comentó Tuala, sorprendida—. A tu madre y a tus hermanos pequeños.

La pelirroja arqueó las cejas.

—¿Tú tendrías prisa por ver a Uric y Bedo si fueran hermanos tuyos? ¿Ranas en la cama, gritos y chillidos cuando intentas estudiar, chistes malos sobre qué hombres te gustan más?

Tuala sonrió aunque no era su intención.

—Creía que eran unos pequeños estupendos —dijo—. Me hacían reír.

—¿No amenazaste a Bedo con convertirlo en un tritón? Estoy segura de que es lo que me dijo.

—Puede que dijera algo parecido. Pero él sabía que se trataba de una broma.

Ana se rio.

—Sería estupendo tener hermanos pequeños —dijo—. Yo sólo tengo hermanos mucho mayores. Y una hermana. —Se puso seria de pronto—. Ahora tendrá casi once años. Probablemente ya se haya olvidado completamente de mí.

—Los hermanos mayores pueden ser un problema. ¿No estás de acuerdo, Tuala? —dijo Ferada al tiempo que rompía un pedazo de pan y se lo arrojaba a un tordo que esperaba en la hierba.

—No lo sé. No tengo ni hermanos ni hermanas. —Una imagen de la gente del bosque cruzó por su mente, la chica con el cabello de telaraña y pálidas joyas en los dedos, el chico todo cubierto de frutos secos, bayas y enredaderas. Si esas personas eran su familia, no era de extrañar que las chicas de Banmerren la miraran con recelo.

—Sí que tienes —repuso Ferada—. Tienes a Bridei. Un hermano adoptivo.

Se hizo un breve silencio.

—Necesito preguntarte una cosa —dijo Tuala.

—Adelante. —A Ferada se le despertó el interés; apareció un brillo especulativo en su mirada.

—Fola quería que averiguara cosas sobre… sobre lo que se espera de unas jóvenes como vosotras. Con lo de las bodas y las alianzas.

—¿Por qué tendrías que preguntárnoslo a nosotras? —Ana estaba atónita—. Fola debería oírte en clase de historia. Ya sabes más que todas nosotras juntas.

—No se refiere a eso —dijo Ferada—. Está hablando de las cosas que los ancianos profesores varones no cuentan.

—No querrás decir… —Ana se ruborizó de nuevo y sus mejillas se tiñeron de rosa.

Ferada esbozó una sonrisa torcida y miró de reojo a su amiga.

—Dudo mucho que Fola tenga intención de darnos clases magistrales sobre asuntos de dormitorio —comentó con sequedad—. Más bien se trata de lo que se espera de nosotras y de otras como nosotras. ¿No es así?

Tuala asintió con la cabeza.

—Eso fue lo que dijo. Sé que ambas sois descendientes de sangre real; que lady Dreseida es prima del rey Drust, hija de la hermana de su madre, y que Ana desciende de una rama más distante del linaje real, la que gobierna en las Islas Luminosas. Eso significa que algún día vuestros hijos tendrán derecho a reinar; eso limita con quién podéis casaros.

—Y nos limita en otras decisiones —apuntó Ferada con desánimo—. Alégrate de tener la opción de quedarte en Banmerren, Tuala. Tal vez aquí estés aislada del mundo exterior, pero es muchísimo mejor que ser una yegua de cría de estirpe real. El hecho de que muchas cosas dependan de nosotras puede dar la sensación de que tienes poder, pero no hay verdadero poder en ello. Cuando llega el momento son los hombres quienes toman las decisiones; nosotras no somos más que reproductoras.

—Tampoco estamos tan mal —intervino Ana—. Es una vida privilegiada si la comparamos con el duro trabajo de la esposa de un granjero o con la suerte de una sirvienta.

—¿Cómo puedes decir eso? —Ferada estaba indignada—. Estás aquí prisionera, metida en la corte de Drust durante años y años y no puedes ir a ninguna parte a menos que estés rodeada de hombres grandes armados con cuchillos. ¿Cuánto hace que no ves a tu familia?

Ana bajó la mirada a sus manos.

—Mucho tiempo. Ellos no vienen aquí. Imagino que mi primo tiene miedo de que en cualquier visita pueda convertirse a su vez en rehén. Mi presencia aquí ha mantenido dóciles a mis familiares. Ha servido para lo que se suponía que tenía que servir.

—Siempre pareces tan calmada —se atrevió a decir Tuala, escogiendo las palabras con mucho cuidado—. Como si no te importara ser prisionera.

—De nada sirve quejarse —repuso Ana—. Al principio estaba triste, triste y asustada. Echaba muchísimo de menos a mi hermana pequeña. Pero el rey y la reina se han portado bien conmigo. Y el hecho de poder pasar un tiempo aquí en Banmerren también ayuda. Me gusta aprender. Me gusta la compañía de otras chicas, la de Ferada en particular.

—Y cuando estás aquí no es necesario que tengas a esos guardias grandotes rondando siempre por ahí cerca —comentó Ferada secamente.

—Ya lo creo, no pueden entrar. Hay veces en que la norma que prohíbe la entrada a este santuario a todos los hombres, excepto a los druidas, es de lo más conveniente.

—Ana —dijo Tuala—, ¿y si tu primo… y si…? —Era demasiado terrible para terminar de decirlo; de hecho, toda la situación parecía absolutamente inimaginable.

—Una pregunta difícil. —Fue Ferada la que respondió; Ana había cruzado las manos en el regazo y sus ojos grises se apagaron de pronto—. ¿Y si su primo decide dejar de ser tan obediente? ¿Y si decide atacar a Drust el Toro o aliarse con un enemigo como los escotos? No me gustaría aventurar una respuesta, salvo para decir que si yo fuera una rehén estaría mucho menos confiada de lo que está Ana.

—No creo que me mataran —dijo ella con un hilo de voz—. Pero supongo que es posible; si no están preparados para cumplir con esa amenaza, poco sentido tiene que me retengan aquí en Fortriu. Sin embargo, es verdad que cuesta creer que llegaran a hacerlo. La reina Rhian se ha portado muy bien conmigo.

—Estarás a salvo siempre y cuando tu primo crea que serían capaces de matarte —dijo Ferada—. Eso hace que sea una suerte que no te visite. Sólo con ver la manera en que te tratan en Caer Pridne se daría cuenta de que el rey sería incapaz de ponerte ni un solo dedo encima.

Tuala no estaba segura de si Ferada creía lo que estaba diciendo o si sólo hablaba para tranquilizar a su amiga.

—Lo siento —dijo—. Es muy difícil para ti. No tendría que haber preguntado.

—Lo he aceptado —repuso Ana—. Nuestra ascendencia nos hace importantes, no sólo como lo que aquí, mi amiga, denomina yeguas de cría de estirpe real, sino también como piezas que han de utilizarse de forma ventajosa en el juego de la estrategia política. Lo aprendí muy pronto. En mi caso puede que mi situación como rehén no se prolongue mucho más. Ya se considera que estoy en edad de casarme y es probable que al rey Drust le resulte más útil desposarme con un jefe peligroso o con un rey insignificante al que desee apaciguar. Entonces imagino que tomará otros rehenes.

—¿Y cómo puedes estar tan tranquila? —preguntó Ferada—. A veces todo esto me enoja tanto que me pondría a chillar, si a las damas se nos permitiera hacer una cosa tan zafia. Tenemos mucho más que ofrecer, podríamos dar mucho más, pero por culpa del accidente de nuestro nacimiento, no podemos elegir nada libremente.

—¡Chsss! —advirtió Ana—. Que Kethra no te oiga hablar de accidentes de nacimiento. Suena como un peligroso insulto a los dioses. Debemos aceptar las vidas que ellos nos dan, Ferada. Debemos trabajar dentro del camino que ellos nos asignan.

Ferada hizo una mueca. No parecía convencida.

—Volviendo a tu pregunta, Tuala —dijo—, estamos a punto de regresar a la corte para otra tanda de presentaciones a hombres que nuestras familias consideran futuros candidatos apropiados para nosotras. No hay muchos entre los que escoger. Deben de ser de alta alcurnia, saludables, de buen carácter y practicantes incondicionales de la antigua fe de Fortriu. En otras palabras, tienen que ser dignos en todos los sentidos de ser padres de un futuro monarca. Todavía no he conocido a ninguno del que pudiera soportar su roce, por no hablar de lo que un marido le hace a su esposa. La mayoría me miraron de arriba abajo como si fuera un pedazo de carne. No pueden evitarlo.

—Eso es un poco injusto —dijo Ana con el ceño fruncido—. Entre ellos hay hombres que sí valen la pena.

—¡Que valen la pena! —Ferada dio un resoplido de risa desdeñosa—. ¿Y quién quiere que valgan la pena? Da igual. Sé que no se puede hacer nada al respecto. Si se pudiera, le diría a mis padres que no quiero a nadie. Viviría mi propia vida como ha hecho Fola.

—Puede resultar una vida muy solitaria —osó decir Tuala.

Ferada la observó con curiosidad.

—Eso es curioso viniendo de ti. ¿No te gusta estar sola? Siempre te estás escabullendo a tu escondrijo de la torre. Tal vez Fola sea como tú. Tal vez le guste estar sola, con la única compañía de sus propios pensamientos.

—Una mujer sabia tiene la compañía de los dioses —dijo Ana—. Eso significa que nunca está sola.

—A veces hablamos con los dioses y ellos no nos responden —comentó Tuala—. Es cuando más sola te sientes. —Pensó en Bridei con una sombra en su mirada y el rostro lívido por la tensión. Las respuestas que él necesitaba no habían podido proporcionárselas ningún hombre ni ningún dios.

—¿Qué tienes, Tuala? —El tono de voz de Ana denotaba preocupación—. ¿Qué ocurre?

—Nada. —Debía vigilar sus pensamientos con más cuidado si se reflejaban de esta manera en su rostro—. ¿Cuándo tienes que casarte? ¿Falta mucho? Broichan quería que yo… Sólo vine aquí porque…

—¿Ya tenía a un pretendiente para ti? —preguntó Ferada—. ¿Quién? ¡Dínoslo!

—Un hombre llamado Garvan. Un picapedrero. No quise casarme con él. No quiero casarme con nadie.

—Entonces estás en el lugar adecuado —dijo Ferada.

—Garvan —caviló Ana—. ¿Te refieres al famoso Garvan, el que talló las piedras-toro de Caer Pridne? Debe de ser bastante mayor, sin duda.

—No sé si es famoso. Puede que lo sea; Broichan mencionó que hacía encargos para el rey. Parecía viejo. Unos treinta, quizá.

—Un cantero no sería suficiente para ninguna de nosotras dos —dijo Ferada—, por muy famoso que fuera. Tienen que ser jefes, o sus hijos; en ocasiones reyes de otros territorios. Las mujeres reales se van. Supongo que eso es una forma de escapar. Mira a Bridei.

—¿Qué pasa con él? —Tuala intentó mostrarse despreocupada.

—Es lo que hizo su madre. Se casó con el rey de Gwynedd, se fue y tuvo sus hijos allí. El linaje real pasa de padres a hijos por aquellos lares. Bridei tiene hermanos mayores, por supuesto. Lo más probable es que uno de ellos suceda al padre. Él es un poco como Ana: separado de su familia por los motivos de otras personas. Él, claro está, es perfectamente adecuado para mí o para Ana. Reúne todos los requisitos. El único inconveniente es que podría ser un candidato a rey; se prefiere que el monarca contraiga matrimonio con alguien que no sea de linaje real para evitar que sus hijos se conviertan en aspirantes al trono en un futuro. Casarse con una mujer de sangre real, aunque se trate de una prima lejana concentraría demasiado poder en una misma familia; estrecharía demasiado la línea de sucesión.

»De todos modos, lo más probable es que Bridei ni siquiera se presente para ser elegido rey cuando llegue el momento. Hay varios candidatos mayores que él, hombres con más experiencia que reúnen los requisitos necesarios, uno o dos de ellos muy respetados. No es probable que tu hermano adoptivo sea un pretendiente al trono, por lo que puede ser considerado como material casadero para nosotras. Me veo obligada a admitir que no es una mala perspectiva. La vida con él podría resultar demasiado solemne, pero al menos no es un zoquete, como son muchos de ellos. Broichan lo educó para amar a los dioses y demostrar unos buenos modales impecables.

—¿Crees que es demasiado serio? —preguntó Ana—. A algunos hombres les cuesta reír; no es tan malo. Es mejor que un hombre que se ría demasiado y tontamente.

—A Ana le gusta —le susurró Ferada a Tuala con las cejas arqueadas—. Hace dos veranos vio a tu hermano de lejos, cuando Talorgen se llevó a los chicos a la corte. Dijo que era apuesto.

—No dije tal cosa. —Ana volvía a sonrojarse—. Ni siquiera lo conozco.

Tuala fue presa de una desesperada necesidad de desviar la conversación hacia un terreno más seguro.

—Tus hermanos también pueden ser candidatos al trono —le dijo a Ferada.

—Sí, bueno —repuso ella con una mueca—. Técnicamente pueden, como hijos de mi madre. Pero Uric y Bedo todavía tienen que crecer mucho, y Gartnait es absolutamente inadecuado. Quiero a mi hermano mayor, pero sencillamente no es capaz de asumir una responsabilidad tan importante como esa. Carece de los imperativos de un verdadero líder, unas cualidades que, me veo obligada a reconocer, el respetable y bastante aburrido Bridei demuestra cada vez más a medida que se hace mayor. Mi padre nunca consideraría presentar a Gartnait como candidato. En realidad, dicen que Fortriu se enfrentará a una decisión así dentro de dos veranos. Drust está enfermo. Oí que Kethra lo decía. Así pues, mis hermanos pequeños no tienen ninguna posibilidad; cuando Uric y Bedo lleguen a la edad adulta ya habrá un nuevo joven rey en el trono.

—Quizá no sea joven —dijo Ana—. Teniendo en cuenta que cada una de las siete casas de los priteni puede presentar a un candidato, podría haber varios hombres de mediana edad con posibilidades. Algunos de mis propios parientes tendrían derecho por consanguinidad, aunque dudo que anuncien su candidatura si las elecciones se celebran pronto. Es probable que mi propia situación lo impida.

—Cierto —dijo Ferada—. Seguramente los jefes votantes elegirán a alguien que se haya puesto a prueba como adalid; alguien como Carnach, el primo hermano de Drust, que es más bien joven pero poderoso y muy respetado en sus propios territorios. Y leal. Creo que, sin temor a equivocarnos, podemos olvidarnos de que Bridei y mis hermanos participen en semejante competición; si se proponen sus nombres la gente no hará más que reírse. La mayor amenaza proviene de Circinn. Por parte de Drust el Verraco. Esta será su oportunidad de reclamar la corona de Fortriu para anexionarla a la de Circinn y unir así los dos reinos en la práctica de la fe cristiana.

—¡Que la Brillante nos proteja de semejante horror! —exclamó Ana entre dientes.

—¿Crees que es probable que Drust el Verraco pudiera reunir a la gente necesaria para eso? —preguntó Tuala, horrorizada—. ¿Lo apoyarían suficientes jefes votantes?

—Creo que podría lograrlo —repuso Ferada—. Serán tiempos interesantes. Tiempos peligrosos. Ofrécele la posibilidad de semejante poder a un grupo de hombres y puede pasar cualquier cosa —se volvió hacia Ana—. Deberíamos irnos. Hoy hace un día bastante bueno para montar. ¿Por qué no vienes con nosotras, Tuala? Estoy segura de que podríamos sacarte a escondidas de alguna manera. —Se puso de pie con un brillo pícaro en los ojos.

—No, gracias —respondió ella—. Debo…, tengo que…

—No te preocupes —le dijo Ana amablemente—. No debes quebrantar las normas. A veces Ferada se deja llevar, sobre todo cuando ha estado demasiado tiempo aquí encerrada. Como un gato enjaulado. Espero que te hayamos dado las respuestas que querías.

—Sí, yo…

—La cuestión es —intervino Ferada— que en cierto modo lo tienen igual de mal los chicos que nosotras. Los jóvenes de sangre real, los que pueden ser candidatos al trono, también están sometidos a una serie de normas. Sus esposas se eligen con tanto cuidado como nuestros maridos, no por su buena cuna, sino porque una esposa real ha de ser perfecta, irreprochable. Imagínate estar sometida a semejante presión. No serías más que la sombra de tu marido con el único propósito de reflejar la gloria de su papel como personificación humana del Guardián de las Llamas y como símbolo de las aspiraciones de Fortriu. Cualquier cosa que hicieras, por simple que fuera, sería analizada al detalle. No tendrías vida propia en absoluto.

—Si amaras a tu esposo —dijo Ana—, seguramente eso no importaría, ¿no?

—¡Mira cómo habla ella del amor! —se burló Ferada—. No entiendo cómo consigues mantener vivos unos sueños tan estúpidos ante tanta evidencia de lo contrario. Bueno, vamos a llegar tarde. Que disfrutes de lo que vayas a hacer, Tuala. —Frunció la boca, se dio la vuelta y se alejó, seguida de Ana.

El árbol sostenía a Tuala con sus ramas fuertes y seguras, anclándola al corazón de la tierra. Su copa se extendía fresca y verde bajo el calor del sol. Ana había dicho que el Guardián de las Llamas le sonreía a Fortriu. Era lo menos que podía hacer; habían traído la Piedra del Mago a casa y el reino no tardaría en tener a un nuevo y joven monarca. A pesar de las palabras desdeñosas de Ferada, Tuala sabía cómo serían las cosas. Había una profunda certeza que no dejaba lugar a dudas.

No practicaría la hidromancia. Ya sabía lo que aparecería en el agua para zaherirla y atormentarla. En esta ocasión no sería la chica zorro, Ferada como una mujer adulta ataviada con un elegante vestido, sonriéndole a su marido mientras este inclinaba la cabeza con unos buenos modales impecables para oír sus palabras. No, sería Ana. A Tuala se le heló el corazón. Un joven que algún día podía ser rey necesitaba una esposa adecuada. Eso no podía cuestionarse; no podría recorrer un camino de tan terrible responsabilidad a menos que su esposa pudiera apoyarlo con todas sus fuerzas. No podría ser completamente aceptado entre los hombres influyentes que lo rodeaban, tanto aliados como posibles adversarios, a menos que su matrimonio fuera del todo aceptable a los ojos de su gente y de los dioses. Tuala ya lo sabía. Sabía que Ferada era una posibilidad, pero casi había podido descartarla porque estaba claro que nunca sería elegida. La Brillante intervendría antes de que Bridei se uniera a una chica que lo consideraba aburrido, pues una mujer así nunca podría amarlo como él necesitaba. Pero Ana; Ana era harina de otro costal. Era joven, hermosa, inteligente, tenía sangre real y además era dulce y amable. Le dolía pensar en ello. A Ana le gustaba Bridei. No había duda de que ella también le gustaba a él. ¿Cómo no iba a gustarle? Era absolutamente perfecta y muy adecuada. Era demasiado fácil imaginarse a Bridei confiando en Ana igual que antes había confiado en ella, contándole sus problemas, intentando resolver sus dilemas, compartiendo con ella todos los aspectos de su lucha para saber qué decisiones eran las correctas. Todo encajaba perfectamente; era como si los dioses lo hubieran querido así.

No iba a llorar. Se tragaría las lágrimas. Si ese matrimonio ayudaba a Bridei, si era lo correcto para el futuro de Fortriu, entonces era bueno. Y el hecho de que su corazón se rompiera por ello era una cuestión insignificante en todo aquel gran despliegue de acontecimientos.

Tuala levantó las rodillas y se las rodeó con los brazos. Sentía un frío interior que contrastaba con la soleada claridad del día. Probablemente no volviera a verlo. Nunca más. Quizá ella se pasaría toda la vida entre los muros de Banmerren o en otra de las casas de las mujeres sabias que había desperdigadas por Fortriu. Si de verdad amaba a la Brillante como siempre había creído, aquella tendría que ser una vida dichosa, una vida de servicio entregado, de pureza y resistencia. Podría enseñar. Ya tenía oportunidad de hacerlo ahora.

Las lágrimas empezaron a derramarse a pesar de que ella no quería. Una poderosa oleada de sentimiento recorrió su interior, una cruda añoranza de su casa, de los bosques sobre Pitnochie, de esos otros robles, de la chimenea del salón y de los rostros sagaces y bondadosos de Erip y Wid cuando la engatusaban para que se le pasara el mal humor. Añoranza de la amistad de Brenna, del refunfuñar de Ferat y de la sencilla y honesta fortaleza de Donal; de las adustas declaraciones de Mara y del olor a ropa limpia y a galletas de avena horneándose. Quería recuperar ese mundo; quería estar montando a Llamarada por el bosque, con Bridei a su lado a lomos de Nieveardiente, y con todo el día por delante, lleno de nuevas cosas maravillosas por descubrir… Pero sabía que eso ya no era suficiente para ella, al menos en esos momentos. Ya no deseaba que Bridei la quisiera como a una hermana. Ella quería… lo imposible.

«No puedes volver», le dijo una vocecilla en su interior, la misma que le había susurrado el cuento de Nechtan y Ela al oído. Allí en el árbol no había nadie más aparte de la propia Tuala y de un pequeño pájaro o dos. Pero ellos estaban allí con ella, la chica telaraña y el hombre hoja, una parte de sí misma que no podía pasarse por alto, ni siquiera allí en Banmerren, tan lejos de casa. «Ya no hay modo de regresar».

«A ese mundo no». Era la otra voz, la de la chica, y Tuala casi creyó ver su grácil y etérea forma entre las ramas, anillos de plata y vestiduras vaporosas, piel traslúcida y cabello reluciente. «Pero nuestro mundo te está esperando; tu mundo, Tuala, el lugar al que perteneces. Debes venir a casa con los tuyos. Aquí no hay lugar para ti. Ni la corte de un rey ni una casa de ritos pueden albergarte durante mucho tiempo. Al igual que los animales del bosque, te irritas con el confinamiento. Antes o después debes emprender el vuelo».

«Demasiadas lágrimas». El hombre hoja habló y Tuala notó un roce, como si un dedo sarmentoso se acercara para enjugarle el torrente de su mejilla. Era a la vez tierno y perturbador. «Entre nosotros no tendrás motivos para llorar, pequeña. Estarás rodeada de amor. El búho y el tejón, la nutria y el venado silvestre serán tus amigos. Beberás de la madreselva y danzarás con zapatillas de luz de luna. Pasarás tus días sin miedo ni dolor, y cuando duermas sólo te visitarán sueños agradables. Deja todo esto atrás; no estás hecha para un mundo como este. Ven a casa, regresa al bosque. Te enseñaremos el camino…».

Trataban de convencerla para que volviera. ¡Lo hacían con tanta ternura!, y sin embargo esa misma gente la había abandonado cuando era un bebé. ¿Obedecían la voluntad de la Brillante?, ¿o simplemente se trataba de un juego cruel, de otra artimaña? A pesar de todas sus dudas, era tanta la amabilidad del tono del hombre hoja que Tuala supo que de haber estado allí entonces, en el Valle de los Vencidos, le hubiera cogido de la mano y hubiese dejado que la llevara bajo los árboles hacia la tierra de la que hablaba, el reino donde la esperaba su verdadera familia y donde todas sus preguntas tendrían respuesta. Pero no estaba allí, estaba en Banmerren, sentada sola en lo alto de un roble, y esas voces no eran reales. Eran algo que provenía de su interior, una manifestación que poco tenía que ver con Ana o Bridei, o con el hecho de que al día siguiente tuviera una clase particular con Fola para la que debería estar preparándose. Se restregó las mejillas con las manos, trepó hasta el muro interior, lo cruzó manteniendo el equilibrio hasta el tejado, con pie firme sobre las estrechas piedras, y regresó a su fría habitación. Se arrodilló en el suelo y cerró los ojos. Respirando lentamente, concentró su pensamiento en la Brillante, poderosa, compasiva y sabia. Si no podía encontrar la verdad en la oración, entonces sí que estaba sola.