Capítulo 15
El invierno hizo notar su presencia enérgicamente, azotando Caer Pridne con unos vientos fríos y empapándolo con lluvias persistentes. No era posible salir a cabalgar; sólo se aventuraban a ello los que tenían que atender asuntos de la máxima urgencia. Faolan seguía actuando con su frialdad habitual, pero se estaba impacientando. Bridei, que sabía reconocer la más leve alteración en la voz y la actitud de una persona, vio claramente la contrariedad del escoto. Su plan de llevar al enemigo al exterior y forzar un ataque se había visto frustrado por algo tan simple como el tiempo. Merodeaba por los corredores de Caer Pridne; se le podía encontrar escuchando atentamente la cháchara de los esclavos de la cocina, de los trabajadores que arreglaban las goteras de la techumbre, de los niños que jugaban con una pelota durante un breve respiro del aguacero. «Ideando un nuevo plan —pensaba Bridei—. Y mientras tanto alguien, en algún lugar, está conspirando para matarme».
Él se esforzaba por no apartar su mente de lo que pronto acontecería de forma inevitable. Desde el Umbral el rey Drust había resistido con denuedo durante todo un cambio de luna, pero el final estaba cercano y fue entonces cuando los llamó, uno a uno, a la habitación donde pasaba sus días envuelto en una capa y respirando con dificultad a pesar del cálido fuego y las hierbas curativas. El monarca habló con cada uno de ellos, despidiéndose de una u otra forma: palabras de reconocimiento, orientación para el futuro, una expresión de amistad o gratitud. En algunas ocasiones fue simplemente la mención de que se les avecinaban cambios dispuestos por los dioses que gobernaban sus vidas y la vida del mismísimo Fortriu.
Bridei se maravilló de que, aun con la inminencia de esa pérdida, sus pensamientos se detuvieran tanto en Tuala: en cada movimiento que había hecho, en cada palabra que había pronunciado, en las cosas no expresadas que creyó haber visto en sus ojos. Por encima de todo en su contacto. Lo revivía una y otra vez: sus propios esfuerzos titubeantes por decirle lo que albergaba su corazón, su patética imposibilidad de expresarlo, las palabras que ella había susurrado al final, el hecho de haberse permitido devolverle el beso —¡ah, ese recuerdo, esa dulzura en sus labios!— a sabiendas de que no debía tentarla para que abandonara su santuario, no cuando al otro lado de sus muros había tan poco para ofrecerle. ¿Acaso la diosa no quería a aquella singular y pequeña criatura como si fuera suya? Tuala había dicho: «La próxima luna llena», y él no había podido murmurar «No, no puedo, no debemos». No había sido capaz de rechazarla e iba a acudir, con Faolan o sin él. Era imposible saber en qué quedaría todo aquello. Supondría correr un riesgo terrible. Podría ser que para entonces ya hubiera comenzado el proceso de elección del nuevo rey y todos sus movimientos se hallarían bajo un minucioso escrutinio. Su intuición le decía que no debía acudir a la cita, pero tenía que hacerlo; Tuala le estaría esperando. Tenía que hacerlo; no anhelaba otra cosa. La tenía en su pensamiento día y noche, formaba parte de él hasta el punto de que se preguntaba cómo podría seguir adelante sin ella. Era como una enfermedad que lo carcomía, lo perseguía en su sueño irregular, en sus noches de pesadillas en las que se veía siguiendo sus pasos solo a través del bosque, en medio de la oscuridad, sabiendo que si no la encontraba pronto no volvería a verla jamás. Sabiendo que escapaba de él e intentaba cruzar un margen para dirigirse a un lugar donde no pudiera ir tras ella. Sabiendo que no podía perseguirla, no si quería ser rey; sabiendo que sin ella, a lo sumo, no era más que medio hombre. Deseaba con todas sus fuerzas desterrar esas visiones, pero le resultaba imposible.
Se dijo que todo era culpa suya, que nunca debió ir a Banmerren. Estaba aprendiendo los motivos de la existencia de las normas que impedían al acceso de los hombres al lugar de la diosa. Pero por nada del mundo hubiera cambiado las cosas. De ningún modo se habría perdido aquel encuentro. Y volvería a ir de nuevo. Esta vez le hablaría con franqueza. Le diría las palabras que brotaban de su corazón; le pediría que se fuera con él. Que fuera su esposa. Ahí era donde se había equivocado. No se lo había planteado a ella, no le había dado la oportunidad de elegir. Y Tuala era muy especial; eso lo había comprendido desde el principio. A juzgar por las palabras que le susurró y por su beso, Bridei tenía la impresión de que diría que sí, pero no estaba seguro ni mucho menos. Si decía que no, tendría que aceptarlo y seguir adelante sin ella. No sabía muy bien cómo lograría hacerlo.
Llegó una mañana en que Bridei también fue convocado para ver al rey. Había pasado ya mucho tiempo desde la última vez que Drust se había aventurado a salir de su pequeña habitación, a la que había quedado reducido su mundo desde que la enfermedad se había agravado, y Bridei quedó sorprendido ante el aspecto del rey, que no era nada más que huesos que sobresalían en una piel seca como el pergamino. En la estancia hacía un calor desagradable; la reina Rhian tenía el rostro colorado y su hermano, vestido sólo con pantalones y camisa, estaba sudando. Drust temblaba bajo una capa de lana, con una gruesa manta sobre las rodillas. Había un perro agazapado a sus pies, con una mirada preocupada en sus leales ojos.
—Mi señor. —Bridei no dejó que sus facciones traslucieran sus pensamientos; saludó a su monarca con la reverencia formal y el tono cortés requerido en tales ocasiones—. ¿Me has mandado llamar?
—Ven. Siéntate. —Drust ahorraba las energías que le quedaban para ver a todos y cada uno de sus hombres por turnos, para decir lo que debía decirse mientras todavía le quedara voz.
Bridei tomó asiento. En torno a él, la reina y sus ayudantes se movían con la calmada eficiencia de la gente acostumbrada desde hacía tiempo a cuidar a un enfermo. Se cambió la ropa de cama, se vaciaron las vasijas, se avivó el fuego, se prepararon hierbas para una infusión y, sin embargo, lo hacían con tanta discreción que Bridei pensó que parecía que se encontraba a solas con el rey. A Drust le brillaban los ojos; una fiera voluntad ardía en su devastado cuerpo.
—Carnach —dijo el rey—. Habla con él. Ofrécele… posición. Confianza, prestigio.
Bridei asintió con la cabeza.
—Debemos trabajar juntos los dos —repuso—. Hablaré con él. ¿Qué me dices de Tharan?
Drust intentó esbozar una sonrisa que transformó su rostro en una calavera y Bridei reprimió el instinto de hacer un signo de protección con las manos. Aquel día el Cuervo Negro estaba muy próximo; podía notar el batir de sus alas oscuras.
—Es decisión de Carnach —dijo el rey—. Él no depende de nadie. Si Carnach no se presenta, él tampoco lo hará. Si se une a ti, Tharan… no tendrá más alternativa… que hacer lo mismo. Él sabe… que el Umbral…
Bridei vaciló.
—Mi señor…
Dio la impresión de que la mirada de Drust lo atravesaba, fuerte como una espada de hierro.
—Puedes hacerlo —dijo el rey—. Debes hacerlo.
A Bridei le resultó imposible decir lo que necesitaba decir: que él no creía poder hacerlo, año tras año, un invierno tras otro, que el peso de unas muertes semejantes era demasiado grande para poder soportarlo y que dudaba que fuera capaz de llevar a cabo esas ceremonias y seguir cuerdo. Pero decir algo así no tan sólo disgustaría a los dioses, sino que además era un signo de debilidad. Ante el rey moribundo cuyo espíritu centelleaba desde sus ojos enrojecidos, las palabras de Bridei huyeron sin ser expresadas.
—La principal amenaza… en el sur… es Bargoit —susurró Drust, y tomó un sorbo de una taza de agua que su esposa sostuvo para que bebiera—. Asegúrate… más aliados…
Bridei asintió con la cabeza.
—Si Carnach se une a mí, entre los dos podemos acercarnos al número de votos requeridos —dijo—. Aniel está trabajando en ello. Y Broichan también.
—Ah, Broichan… hizo un buen trabajo contigo, hijo… Mi druida… Me ha servido durante mucho tiempo… Su mejor regalo para… Fortriu… eres tú…
El rey se estaba cansando. Su respiración era superficial, dolorosa, a pesar de todo el calor de la habitación, del vapor que se alzaba de las ollas que hervían a fuego lento en el hogar, del calmante aroma de las hierbas.
—Espero demostrar ser digno de tu confianza, mi señor rey. —¡Que la Brillante lo asistiera!, en toda su vida podría ser el rey que era Drust, tan fuerte, tan consciente de sus deberes, tan buen líder para el pueblo.
—Una… cosa —dijo el monarca en un hilo de voz—. Elige bien a tu esposa. Importa… muchísimo… —Drust volvió la mirada de sus ojos demasiado brillantes a Rhian, que se hallaba arrodillada junto al fuego, removiendo algo en un pequeño cazo. La suavidad de su mirada, la sombra de su expresión, la expectativa de una despedida inminente revelaron de forma descarnada que aquel poderoso monarca era, bajo el férreo exterior, un hombre mortal y vulnerable—. No por su sangre —dijo Drust—, ni por su linaje, ni por su riqueza… Encuentra a la que pueda caminar contigo… Es lo más… importante.
—Sí, mi señor —respondió Bridei, que no dijo: «Lo sé. La he encontrado y no sé si podré tenerla a mi lado».
—Ahora vete —dijo Drust—, hijo del… Guardián de las Llamas…
—Adiós, mi señor rey. Que los dioses te concedan un viaje sin percances. No creo que en Fortriu vuelva a ver a nadie como tú.
—Nada de llantos… No… por mí. Un nuevo rey, un nuevo camino, más brillante, mejor… Vuelo del… águila… Sé fuerte, Bridei.
El joven no pudo decir nada. Hizo una reverencia, y en ese momento Drust fue víctima de un acceso de tos, y tanto Rhian como Owain se apresuraron a ayudarlo a incorporarse en su asiento, a limpiarle la sangre de la cara mientras él se ahogaba y jadeaba entre espasmos. Bridei salió sigilosamente de la pequeña estancia, pasó junto a los guardias y llegó al adarve por donde anduvo durante un largo rato haciendo caso omiso de la lluvia.
Un poco más avanzada la mañana, una delgada figura subió por las escaleras y caminó hacia él con el tonsurado cabello alborotado por el viento del mar. Por lo visto, el hermano Suibne también había pasado un tiempo en los adarves inmerso en sus pensamientos. Bridei le dirigió un forzado saludo cortés. Aunque el sacerdote cristiano representaba unas ideas que él aborrecía, unas enseñanzas que habían llevado a la división de los priteni y a la destrucción de los lugares sagrados del sur, durante el tiempo que Suibne había pasado en Caer Pridne, se había visto obligado a reconocer que era un hombre inteligente y sagaz, y que poseía un sentido del humor irónico y terrenal. Si Suibne no hubiera sido quien era, podrían haberse hecho amigos.
Suibne se acomodó junto a Bridei, con los brazos cruzados sobre el parapeto, mirando al mar. El fuerte viento del norte azotaba las aguas grises transformándolas en un revuelto desorden coronado de blanco.
—Lamento oír las nuevas sobre el rey Drust —dijo el sacerdote en voz baja—. Me han dicho que hoy se está despidiendo. He estado rezando por él.
—¿A qué dioses? —preguntó Bridei, incapaz de contenerse aun sabiendo que era un comentario descortés.
—Sólo hay un Dios, Bridei. —El sacerdote sonreía; no era la primera vez que discutían sobre ese tema—. Un Dios que tiene mucho que ofrecerte si recurres a él. Veo en tus ojos que estás atribulado, confuso. Imagino que tu mente está atormentada por decisiones difíciles de tomar, dilemas que afrontar, preguntas urgentes que plantear.
—¿Todo eso se ve en mis ojos? Supones demasiado. Esta mañana me llamaron para que fuera a hablar con el rey. Estoy triste por verlo marchar, eso es todo.
—¿Y?
Suibne empezaba a parecerse un poco a Broichan, cosa que a Bridei le resultó verdaderamente inquietante.
—Cierto, nos enfrentaremos a una época de cambios, a una época de gran dificultad. Un líder del prestigio de Drust no es fácilmente reemplazable. Me sugieres que busque respuestas en la cruz. No sirve de nada que intentes convertirme a tu fe. Me crie en el amor hacia los antiguos dioses. No hay nada que desee más que ver los territorios de los priteni unidos en la práctica de los antiguos rituales, en la reverencia y la lealtad a la Brillante y al Guardián de las Llamas. Sé que, en el fondo, eres un buen hombre. Pero no puedo estar de acuerdo con tu presencia entre nosotros, ni con tu influencia sobre Circinn. Los tuyos han hecho estragos entre nuestras gentes. Habéis fracturado nuestro reino y debilitado gravemente nuestra capacidad de defender nuestras fronteras.
—Pero si Fortriu adoptara la fe cristiana, tal como está haciendo Circinn en este preciso momento, estaríais reunidos bajo la cruz —señaló Suibne con los ojos brillantes de interés—. La doctrina de Nuestro Señor Jesucristo se basa en el amor, la paz y la tolerancia. Nuestro libro sagrado nos enseña a amar al prójimo. Cuando los hombres se vuelven hacia el verdadero Dios, quedan unidos por el amor. Entonces no hay necesidad de ejércitos ni de fronteras.
—En principio es un sentimiento magnífico —dijo Bridei—. Dime, ¿qué hay de los escotos? La gente de Dalriada sigue tus creencias; una cruz se alza en el centro de su poblado en los Confines de Galany, el poblado que invadimos la pasada primavera. Los escotos tienen fama de ser los luchadores más salvajes con los que se han topado nuestros guerreros. Son crueles; no entienden lo que significa la clemencia. ¿Cómo podemos conciliar eso con una doctrina de amor?
Suibne sonrió.
—Tus preguntas ponen de manifiesto tu formación, Bridei; creo que has recibido una buena enseñanza sobre estos asuntos. Ponte en el lugar del rey Gabhran de Dalriada. A un escoto tu pueblo también le parece salvaje, recalcitrante y peligroso: un obstáculo que se interpone en el camino de una limpia conquista del norte y del establecimiento del mismo reino sobre el que tú mismo hablabas un día: un solo reino, un solo pueblo, una sola fe.
—¿Bajo el dominio de un invasor? Eso sería una farsa. Una unidad así, si es que puede llamarse unidad, no se conseguiría hasta que todos los hombres y mujeres de Fortriu yacieran muertos en esta buena tierra. ¿Limpia, dices? Sería una victoria empapada de la sangre de los priteni, una paz conseguida mediante la masacre y la destrucción.
Suibne no intentó rebatirlo.
—Con el líder adecuado —dijo— no hace falta que sea así. Si aquí asumiera el trono un rey libre de prejuicios, la paz podría conseguirse mediante la negociación.
—¿Eso es lo que Drust de Circinn te ordenó que dijeras? ¿O Bargoit?
—Te equivocas. Me limito a señalarte que la tolerancia y la paciencia pueden llevar muy lejos a un hombre, o a su reino. Para hacerlo se necesita el líder adecuado. Un hombre de cualidades excepcionales.
—¿Hablas de Drust el Verraco?
—Hablo del futuro lejano, de una paz que podría conseguirse si los hombres de gran corazón depusieran las armas y abrieran su espíritu a la luz de Dios.
La expresión del rostro del clérigo desconcertó a Bridei; era casi como la que adoptaba Broichan cuando se sentaba en trance meditativo ante los trazos de un augurio o una vasija de hidromancia. No se le había ocurrido pensar que los cristianos estuvieran sujetos a las visiones del Otro Mundo.
—Yo nunca me volvería en contra de los dioses de mi pueblo —dijo en voz baja.
—¿Ni siquiera contra el dios que exige un acto de asesinato? —preguntó Suibne.
—No voy a hablar de eso. Está prohibido hacerlo.
—Pero pensarás en ello. Estará en tu mente, estación tras estación, año tras año, desde cada cruel celebración hasta la próxima. Atormentará tu conciencia y ensombrecerá tu espíritu. Cumplir con ese rito no es lealtad, Bridei. Es locura. No puedo creer que un hombre como tú, un hombre que sin duda está destinado a la grandeza, pueda realmente aprobar semejante barbarie.
—¿Destinado a la grandeza? ¿Así habla de mí el asesor religioso de Drust de Circinn? Bromeas, sin duda.
—Hablo así de hombre a hombre, Bridei. En el fondo, tú eres un hombre de paz. Eso también lo veo en tus ojos. Y eres joven. ¿Quién sabe lo que te depara el futuro?, ¿quién sabe cuál es el futuro de Fortriu? Recemos para que los jefes de clan de los priteni voten con sensatez. Durante la vida de un rey pueden cambiar muchas cosas.
No fue necesario que Bridei buscara a Carnach, él fue quien lo encontró a él y sugirió que fueran a un rincón tranquilo para hablar sin que los molestaran, lo cual no significaba a solas, y menos cuando ambos tenían derecho al trono. Se reunieron en los establos, donde a uno le resultaba muy fácil fingir que le enseñaba a otro un caballo que tal vez este quisiera comprar; era asombrosa la amplia conversación que podía tener lugar mientras se examinaban unos cascos o una dentadura. Breth permaneció vigilante a poca distancia; el guardia personal de Carnach, un hombre larguirucho y con barba, se quedó apoyado en la compuerta fingiendo despreocupación.
—¿Has hablado con el rey? —Carnach fue directo; no había tiempo para las sutilezas de la etiqueta de la corte y Bridei agradeció la franqueza del hombre pelirrojo.
—Esta mañana. ¿Y tú?
Carnach movió la cabeza en señal de asentimiento.
—¿Tienes alguna propuesta que hacerme?
—Sí. Quizá querrás sugerir alguna enmienda; estoy dispuesto a escuchar.
—Adelante, pues —y al observar la mirada que Bridei dirigió al guardia barbudo, añadió—: Gwrad es de confianza, tal y como estoy seguro de que lo es tu hombre, o no lo habrías traído aquí contigo. Dime.
Bridei expuso una serie de condiciones que llevaba un tiempo estudiando con la ayuda de Aniel y teniendo en cuenta la posición de Carnach, sus orígenes y la localización de sus tierras ancestrales justo en la frontera con Circinn. A Carnach se le encomendaría la supervisión de la seguridad fronteriza a lo largo de la considerable longitud del río Espino, que atravesaba el centro mismo del territorio bordeando la gran cordillera que dividía Fortriu, en el noroeste, de Circinn, en el sur y el este. Todos los jefes de clan de esa región responderían ante él y estarían obligados por el rey a proporcionar hombres para la defensa cuando Carnach lo requiriera. Además, sería nombrado consejero personal del monarca, un cargo que le otorgaría un lugar especial en la corte cuando quisiera estar allí. Desempeñaría un papel de fundamental importancia en todas las decisiones futuras en cuanto al modo de actuar contra los invasores, ya fueran escotos, anglos o alguien desconocido. Habría más incentivos: se proveería a la propia fortaleza de Carnach de todas las mejoras que él deseara: muros exteriores de piedra, barreras de tierra, cualquier cosa que Carnach considerara apropiada para su elevada posición. Todo ello sería sufragado por el rey. También existía la posibilidad de un matrimonio, si Carnach así lo deseaba. En la corte había jóvenes de sangre noble, jóvenes muy bellas. Bridei le expuso todo esto con toda la serenidad de la que fue capaz, consciente en todo momento del enorme sacrificio que le estaba pidiendo a su pretendiente rival.
—Entiendo —repuso Carnach con frialdad—. Defensas fronterizas. Quieres que haga el trabajo duro por ti.
—No por mí, sino conmigo. Se trata de eso, de trabajar juntos. La frontera con Circinn es vulnerable. Me asusta la posibilidad de que algún día podamos enfrentarnos a nuestra gente en batalla, pero la llegada de Bargoit y sus lacayos me hicieron ver con absoluta claridad las diferencias entre nosotros. Si nos mantenemos fuertes en dicho margen, resistiremos no sólo sus intentos de hacerse con el poder, sino también el insidioso avance de su nueva fe. Si aseguramos el Espino, con el tiempo podemos concentrar nuestra atención en el oeste. Tengo intención de tener un amplio círculo de consejeros. La elección de algunos de ellos les resultará desconcertante a los cortesanos más ancianos y conservadores. Sería un privilegio contar contigo como miembro destacado de mi círculo de asesores más allegados, Carnach. Cuentas con el respeto del rey Drust y de muchos hombres en cuyas opiniones confío, Aniel y Talorgen entre ellos.
—¿Y Broichan?
—Él no estaba seguro de si negociarías o no, incluso después del Umbral. Le dije que confiaba en que al menos me escucharías. Reconozco que eres una persona de buen criterio. Sé que amas Fortriu.
—Pero no pude hacerlo… En el Umbral yo…
Bridei no dijo nada.
—Dime —dijo Carnach—, ¿y si te hiciera una contraoferta? ¿Y si te ofrezco unas condiciones similares si retiras tú tu candidatura?
—Puedes hacerlo. Te escucharé; sería una descortesía no hacerlo. Pero no retiraré mi candidatura. Sé que debo presentarme. El Guardián de las Llamas así lo requiere.
Carnach casi sonreía.
—No quiero una esposa. Hay una joven muchacha en casa; en cuanto sepa cuál es el resultado de todo esto, nos casaremos. No es hija de ningún rey, pero yo estoy muy complacido con ella. Dos cosas más: quiero los servicios del picapedrero real durante un verano, para que grabe mis símbolos familiares en la ladera que hay encima de mi casa. Puedo esperar en virtud de la garantía de que podré disponer de él. Garvan estará ocupado durante un año más o menos.
—¿Y lo otro?
Carnach pareció un poco avergonzado.
—Mi esposa…, mejor dicho, mi futura esposa… Me gustaría estar en situación de hacerle un regalo de bodas especial, y ella tiene pocas joyas y galas propias. ¿Quizá un pequeño suministro de la mejor plata y los servicios de un experto artesano? Ya sé qué diseño quiero, espirales y perros; a ella le gustan mucho los perros. Quizá también algo para mi madre.
—Por supuesto —repuso Bridei—. En cuanto a Garvan, se lo diremos a él. Que decida qué tarea va primero. Aquí habrá trabajo para él, claro está; es decir, siempre y cuando… —se le fue apagando la voz. Tenía una idea para Caer Pridne, y para el futuro, una idea que se había ido formando en su mente desde la noche que vio a Tuala y que tuvo que despedirse con las palabras de su corazón todavía mudas en su interior. Pero en esos momentos no debía hablar de ello. Aún estaba muy lejos de ser rey.
—Sí, ya —dijo Carnach, que lo malinterpretó—. No debemos precipitarnos. Bueno, necesito un poco de tiempo para pensarlo. Tengo que hablar con unas cuantas personas, en particular con Tharan. Creo que puedo prometerte una respuesta esta noche. Tus condiciones parecen bastante razonables. Frunces el ceño, Bridei. Con el tiempo descubrirás que soy digno de confianza y que tomo mis propias decisiones. Al consultar con el consejero del rey sólo muestro una prudencia apropiada. Un hombre no renuncia a la posibilidad de ser rey a la ligera.
—Lo siento —dijo Bridei—. Tómate el tiempo que necesites.
—La arena corre muy deprisa a través del cristal —comentó Carnach con seriedad—. Vi a Drust esta mañana, igual que tú. Si tenemos que llegar a un acuerdo mientras él sigue con vida, creo que tendría que ser antes de que el Guardián de las Llamas descienda otra vez bajo el horizonte. Gwrad te traerá mi respuesta antes de que eso ocurra.
Resultó, pues, que cuando todos los que se alojaban en Caer Pridne se reunieron para la cena de aquella noche, Bridei ya sabía que los candidatos se habían reducido a dos: a él, joven, desconocido e inexperto, y a Drust, hijo de Girom, el rey cristiano de Circinn, que quería gobernar los dos reinos. A menos que hubiera alguna sorpresa, como, por ejemplo, una candidatura por parte de los caitt, así iban a ser las cosas. Carnach había aceptado las condiciones, y habían acordado mantenerlo en secreto hasta la presentación formal de los candidatos para que así la facción de Circinn pudiera seguir pensando que el voto de Fortriu estaba dividido y considerando a su propio candidato como probable ganador. A Wredech lo habían convencido de que era más sensato quedarse con el ganado y caer en un relativo olvido, y estaba fuera de concurso.
Hacía ya muchos días que la reina y su hermano no asistían a la comida nocturna; Drust necesitaba la presencia constante del uno o del otro y se turnaban entre ellos para dejarse caer, rendidos de cansancio, y dormir. Aquella noche también estaban ausentes otras personas. A Broichan, Aniel, Tharan, Eogan y a varios de sus guardias personales no se les vio por ninguna parte. Bargoit se hallaba presente en compañía de Fergus y el hermano Suibne. Los había asombrado a todos en el Pozo de las Sombras; nadie lo había creído capaz de presenciar el rito tras expresar su completa repugnancia por lo que consideraba una práctica bárbara y vergonzosa. Después del Umbral no había hablado demasiado. Bridei tenía su propia opinión al respecto. A Bargoit no se le podía prohibir la entrada al pozo; era el emisario del rey de Circinn y, como tal, podía entrar libremente en los lugares secretos de los hombres de Fortriu. La tradición no decía nada sobre los cristianos. En realidad, nunca había quedado del todo claro si el apoyo que Bargoit había expresado a favor de los cambios dentro del territorio de Drust de Girom correspondía a una decisión personal de tratar de buscar el bautismo cristiano. Bridei estaba preocupado por lo que el hermano Suibne le había dicho anteriormente. Se preguntaba si, en el fondo, un hombre de Fortriu podría llegar a renunciar completamente a los antiguos dioses. Claro que Bargoit era un estratega. No había duda de que, cuando los representantes de Circinn llegaran en masa, el consejero de Drust el Verraco los obsequiaría con una minuciosa descripción de lo que había ocurrido en el Pozo de las Sombras, haciendo especial hincapié en el papel desempeñado por el influyente y peligroso Broichan y su hijo adoptivo, que no era más que un instrumento del druida. Explicaría con todo detalle lo que había visto: sus manos extendidas, manteniendo a la chica bajo el agua. Haría saber que había presenciado nada menos que el asesinato de una persona inocente.
El salón estaba tranquilo. La conversación se había apagado; la gente comía con moderación. El bardo del rey se hallaba sentado con la barbilla apoyada en la mano y miraba fijamente su cerveza mientras el arpa permanecía silenciosa en la funda de cuero a su lado. Cuando volviera a despertar las cuerdas, sería para tocar una elegía.
Bridei vio que Dreseida miraba un tanto ceñuda a Gartnait. Ferada tenía un aspecto pálido y distante, Ana parecía incómoda, pues faltaba tanta gente en la mesa del rey que estaba prácticamente sola. Su amigo hablaba con su padre. Bridei estaba sentado entre Garth y Ged de Abertornie, mientras que Breth se hallaba de pie tras él y hacía de catador. Incluso Ged estaba apagado esa noche; se terminó el pastel de cordero sin apenas mediar palabra. Todos esperaban.
Poco después de que se retiraran las bandejas Broichan entró en la sala. Había algo en su rostro que silenció a todos los allí presentes.
—Nuestro buen rey se ha ido —dijo el druida—. La Diosa Madre se lo ha llevado al otro lado del velo. Un acto de misericordia. Bebed en su memoria, contad historias de sus grandes hazañas, celebrad su coraje. Mañana al atardecer llevaremos a cabo los ritos funerarios.
—Y entonces empezará todo —dijo Ged en voz baja—. Espero que estés preparado, Bridei. Otro cambio de luna y se celebrará la asamblea. Verás cómo Caer Pridne se convierte en un lugar de auténtica locura. Que la Brillante vele por nosotros.
—Debemos intentar por todos los medios mantener la disciplina —susurró Bridei—. Por Drust. Era un rey magnífico, fuerte y digno. Que los dioses le concedan un viaje tranquilo.
—Una cosa es segura —dijo Ged al tiempo que fulminaba con la mirada a Bargoit, en el otro extremo del salón—. Está mejor fuera de todo esto.
Conforme a los deseos del rey y bajo la impasible supervisión de Broichan, construyeron una enorme pira en la costa por debajo de Caer Pridne y mandaron a Drust el Toro a su último viaje mediante el fuego y el agua. La lluvia se contuvo el tiempo suficiente. Más tarde Broichan tiró las varas de abedul para ver cuáles eran los augurios, consultó a la Brillante y declaró que, en vistas de la estación, podía permitirse cierto grado de flexibilidad en cuanto a la fecha de la próxima asamblea dado que podría ser que los jefes votantes de Circinn no recibieran la noticia de la muerte del rey tan pronto como era necesario para que realizaran el difícil viaje invernal hacia el norte en el tiempo habitual, un solo cambio de luna. En esa ocasión, dijo Broichan, concederían un plazo adicional de siete días. La noticia suscitó ciertos murmullos. ¿Por qué no mantener el plazo más corto y asegurarse de que Fortriu tuviera más posibilidades de estar en mayoría? Unas voces más sensatas, la de Aniel entre ellas, acallaron a los que disentían. Restringir el tiempo del viaje suponía darle motivos a Circinn para declarar inválida la elección y abrir la puerta a otro largo período de conflicto. Conceder siete días más sería prudente a la vez que oportuno.
La nueva fecha significaba que los candidatos realizarían sus peticiones formales para reinar en el Solsticio de Invierno, una conjunción auspiciosa. Cada uno de ellos se presentaría ante la corte y expondría sus credenciales. Si alguno de los pretendientes no podía llegar a Caer Pridne a tiempo para dicha exposición, un representante se presentaría en su lugar. Al cabo de siete días se reuniría la asamblea propiamente dicha y tendría lugar la votación. En la última elección había habido doce jefes votantes de Circinn y doce de Fortriu, incluyendo el representante de las Islas Luminosas. Era probable, aunque no seguro, que si todos los que tenían derecho a voto llegaban dentro del período asignado en esa ocasión hubiera el mismo número de electores. De requerirse un voto de calidad, apelarían a Fola, la mujer sabia.
—Esto es inaceptable —dijo Bargoit cuando Broichan anunció ese detalle crucial. Se puso en pie con el ceño muy fruncido y una expresión feroz—. Le da ventaja a Fortriu. Si la mujer sabia tiene derecho a voto, también debería tenerlo el hermano Suibne, aquí presente, como asesor religioso de Drust.
El sacerdote sonrió vagamente y no dijo nada. Su comportamiento sugería un profundo deseo de hallarse en otra parte.
—Además —intervino Fergus, el otro consejero del sur—, todo el mundo sabe que Fola es tu amiga, Broichan. La tienes en el bolsillo. Su voto es tu voto.
Se alzó un murmullo que no presagiaba nada bueno, más o menos centrado en torno a Ged de Abertornie. Habló Aniel con expresión anodina.
—Esto no es correcto —dijo—. Si imaginas que Fola es un títere de otra persona, es que la conoces muy poco. Soy consciente, no obstante, de que esto causó ciertas dificultades en la última elección. Por lo tanto, lo que dices tiene cierta validez.
—Dadles el derecho a voto a ambos —terció Ged—. Al cristiano y a la sacerdotisa. ¿Por qué no?
—En realidad eso no serviría de nada. Seguiría habiendo un empate —repuso Bargoit con irritación.
—¿Puedo decir algo? —Bridei se puso en pie—. Habláis como si ya se conociera el voto de todo el mundo; como si nuestros jefes de clan no pudieran cambiar sus opiniones. ¿Tan rígidos somos con nuestras costumbres que no nos queda espacio en la mente para el compromiso ni para las nuevas ideas? En tal caso, el proceso formal de presentar a los candidatos siete días antes de la votación no parece tener ningún sentido. ¿Por qué iba a ser necesario entonces saber nada más que el nombre y los orígenes del pretendiente si se vota únicamente con base a semejante partidismo? Tengamos la cortesía de escuchar lo que nos digan los candidatos, lo que creen que pueden ofrecernos. Tal vez no sea necesario ningún voto de calidad. Si lo es, estoy seguro de que podemos confiar en la experiencia de hombres como Broichan y como tú mismo, Bargoit, para tomar la decisión en su momento. —Estas palabras fueron seguidas de un murmullo de voces y un consentimiento a regañadientes. Quedaba por ver si todos acatarían este acuerdo llegado el momento.
Durante los días siguientes Bridei trabajó duro, mandó mensajeros, consultó con sus asesores, hizo planes e intentó aceptar la asombrosa posibilidad de que, antes de la próxima estación, él mismo podría ser la persona más importante en aquel reino de hombres poderosos. Hubo ocasiones en las que la perspectiva le dio miedo: miedo de que pudiera dar un traspié y caerse, fallándole a Broichan, fallándole al rey Drust, fallándole a los dioses. Pero, cada vez más, al rezar, sentía el calor del Guardián de las Llamas en su espíritu y la voz del dios que le susurraba al oído: «Adelante, hijo mío. Sé fuerte». Y le daba la sensación de que, con cada día que pasaba, se iba desvaneciendo cualquier posibilidad de elección sobre el tema. Un hombre no desobedecía la voluntad de los dioses. No eludía su gran llamada del deber. Si el Guardián de las Llamas consideraba que él era el mejor para la colosal tarea de reunir a los priteni, entonces debía ofrecer a su dios todo lo que tenía. Debía dedicar su vida a esta labor. Quería hacerlo. A pesar de las ansias que tenía de tranquilidad, de espacio y de soledad, la necesidad de llevar a cabo esa empresa ardía en su mente como una llama. Sin embargo, en su corazón la próxima luna llena era la única meta de sus días. La perspectiva de volver a ver a Tuala lo dominaba y le hacía difícil concentrarse como debía en la tarea de buscar el apoyo de ciertas personas y aplacar a otras. La jaqueca seguía atormentándolo; casi se había olvidado de lo que era no tenerla.
No obstante, Bridei trazaba los pasos de este baile de posibilidades, consciente de que el mismísimo futuro de Fortriu y de su gente dependía de la precisión de sus instintos y de la capacidad de otros para atravesar con rapidez y seguridad los altos y desnudos desfiladeros y los profundos y oscuros valles de la Cañada en invierno. Los ríos estarían crecidos; si llegaba la nieve, algunos caminos estarían bloqueados. Sólo podía utilizarse los caballos en las partes más cómodas del viaje, como en el tramo de costa que se extendía entre la desembocadura del lago de la Serpiente y Caer Pridne. Y no había mucho tiempo. Menos mal que Bridei había mandado a sus mensajeros con anticipación. Broichan lo había ayudado en este punto; una adivinación, llevada a cabo con el humo después de ayunar, había predicho el día de la muerte de Drust con una exactitud que reflejaba perfectamente la intención de los dioses.
Bargoit debía de haber hecho algo similar. Quizá el cristiano, Suibne, tenía sus propios métodos para ver lo que estaba por venir. No tardó en hacerse evidente que los doce representantes de Circinn ya habían recorrido una buena distancia desde sus fortalezas del sur en previsión de aquella asamblea. Empezaron a llegar a la corte mucho antes de terminar el plazo asignado, cansados, con frío y llenos de palabras combativas. Los seguidores de Drust el Verraco estaban muy dispuestos a discutir sus argumentos largo y tendido y a voz en grito con los del norte. Suibne empezó a oficiar un servicio religioso diario en la cámara asignada a Bargoit. Broichan no demostraba en público lo mucho que aquello lo ofendía, pero envió a un hombre para que recorriera el pasillo en el que se hallaba la puerta de Bargoit con una vasija llena de agua en la que había siete piedras blancas. De este modo la buena influencia de la Brillante podría evitar que la celebración del rito extranjero contaminara la casa del rey. En ocasiones era el propio Broichan quien se acercaba hasta allí llevando un cuenco de barro cocido, con fuego y hierbas protectoras en polvo que añadían su aroma acre al humo limpiador. Por la noche el druida se arrodillaba durante largo tiempo en sus ensombrecidos aposentos y rezaba en silencio.
Con la luna llena Bridei conjuró el encantamiento que lo protegía de las miradas de los curiosos y abandonó Caer Pridne por la verja del atracadero para dirigirse a Banmerren. Unas densas nubes ocultaban la Brillante; supuso que sólo esperarían a que llegara a la mitad de la bahía antes de soltar un fuerte aguacero torrencial sobre su cabeza. Pensó en Tuala, sola y expuesta en su árbol. No iba a dejarla allí; si ella estaba de acuerdo, la traería de vuelta con él esa misma noche. No debía pasar frío, ni sentirse sola, ni tener miedo. No la dejaría allí sola, sin amigas. La traería de vuelta… Podría alojarse con la familia de Gartnait, seguro que eso sería aceptable… «No, refrena esos pensamientos», se dijo. Estaba adelantando acontecimientos, haciendo suposiciones que no tenía derecho a hacer. Debía ser Tuala quien decidiera.
¡Por todos los dioses! Hacía falta tener ojos de gato para ver algo esa noche. Los truenos resonaban en la distancia, en algún lugar hacia el norte. La atmósfera resultaba irrespirable, un anuncio de tormenta. Su propio corazón albergaba la misma sensación, una mezcla de miedo y asombro, un embriagador conocimiento previo de cambio. No tardaría en verla… No tardaría en preguntarle… No tardaría en saber…
Bridei se escondió tras los arbustos que bordeaban las dunas e hizo una mueca cuando el pie se le deslizó en un repentino hueco; debía andar con más cautela. Los pensamientos que se arremolinaban en su cabeza lo volvían descuidado; caminaba por la tierra como si fuera un extranjero, un intruso. ¡Qué no daría por estar en casa! ¡Qué no daría por estar en Pitnochie, en la Cañada en verano con sus suaves bóvedas boscosas y sus riachuelos bordeados de helechos, su susurrante vida secreta, sus majestuosos cerros y sus cielos amplios y despejados! Si pudiera estar allí de nuevo con su querida amiga a su lado, su mano en la suya, su cabeza despeinada apoyada en su hombro, el calor de su cuerpo contra el suyo…
Se esforzó en volver su atención a la noche, al sendero, a la distante y umbría forma del lejano cabo donde podían verse los oscuros muros de Banmerren en la penumbra. Le había resultado difícil zafarse de Faolan, pero era esencial: no le podía contar lo que iba a hacer esa noche. Un hombre que creyera que una única visita breve bastaría para resolver aquel asunto no podía concebir su verdadera complejidad. Faolan no podía saber cuántas cosas dependían de la decisión de Tuala. De un modo u otro se las habría ingeniado para que su expedición no tuviera lugar.
Bridei creía haber fingido de forma convincente que esa noche era igual que cualquier otra. Más o menos entre la cena, con la presencia de Garth, y la hora de irse a la cama, cuando normalmente Faolan asumía el papel de custodio de sus noches insomnes, había logrado eludirlos a ambos utilizando con criterio la poca magia que Broichan le había enseñado. De hecho, su habilidad en esas artes era muy pobre comparada con la de su padre adoptivo; el encantamiento de ocultación no duró más de lo que tardó en escaparse y llegar a las dunas, pero eso era lo único que necesitaba en esa ocasión. Sólo un completo idiota andaría rondando por ahí fuera con una tormenta como la que se avecinaba. Un idiota… Quizá lo fuera. ¿Y si Tuala no estaba en el roble? ¿Y si lanzaba la cuerda una y otra vez y esta volvía a caer, una y otra vez? O, peor aún, podría ser que ella lo escuchara y le respondiera con una educada negativa. Lo había besado. Pero era joven, quizá demasiado joven para comprender lo que su roce había encendido en su interior…
Un rayo ahorquillado hendió el cielo e iluminó la pálida costa, las dunas como montículos nevados, los arbustos azotados por el viento. Volvió a caer la oscuridad a la vez que el trueno restallaba muy cerca, ensordeciéndolo. Al cabo de un momento salieron al descubierto. A Bridei le dio un vuelco el corazón. Fue a agarrar su cuchillo y se dio la vuelta rápidamente en el preciso instante en que unas manos lo aferraban, tres hombres como mínimo, uno detrás de él y uno a cada lado. Sus dedos se deslizaron sobre el cuchillo. El hombre que tenía a su espalda tiraba de él para derribarlo, otro estaba intentando meterle algo en la boca… Bridei arremetió con su cuchillo como un loco, oyó un grito de dolor, notó que el arma caía al tiempo que algo pesado y contundente le golpeaba la muñeca. Brilló una luz blanca y oyó que alguien gritaba, tal vez su propio nombre. Al cabo de un instante notó un golpe vibrante en la parte posterior de la cabeza y el mundo se sumió en la oscuridad.
La habitación por fin dejó de dar vueltas y pudo verla con claridad: tapices de lana que suavizaban las paredes de piedra, una lámpara sobre un arcón en la esquina, alguien inclinado sobre un estante vertiendo una infusión de una tetera humeante a una taza. Se percibía un acre olor; era uno de los brebajes de Luthana, cargado de hierbas curativas y de gusto amargo. Unas voces llegaron a oídos de Tuala, no eran cercanas sino que provenían de algún lugar en el exterior. La voz de Fola, que se mantenía queda.
—No creo que pueda quedarse aquí. Después de esto no. Si continúa comportándose así nos arriesgamos a perderla de todos modos.
La figura que había junto al estante se dio la vuelta. Era Luthana, taza en mano, con una expresión bondadosa en su anciano rostro. La memoria retornó; Tuala giró la cabeza en la almohada.
—Vamos, niña. Tienes que beber. Has tenido un resfriado terrible; esto te fortalecerá el ánimo y te ayudará a despejar la cabeza. Vamos, Tuala, sé que estás despierta. Incorpórate; deja que te ayude…
No parecía tener sentido beber; no tenía sentido intentarlo. Ya nada tenía sentido. ¿Qué estaba haciendo la Brillante? La iluminadora de senderos había oscurecido el camino ante sus pies, le había arrebatado la única oportunidad que tenía de hacer que el futuro fuera bueno y radiante, como ella siempre había creído que debía ser. Siempre, siempre, incluso en los momentos de desesperación más profunda, cuando la gente de Pitnochie se volvió contra ella, cuando se cortó el pelo y dejó el cuidado de Bridei en manos de la diosa, cuando Broichan la echó, Tuala reconoció que una minúscula y oculta parte de sí misma seguía creyendo en aquel futuro, un futuro en el que ella avanzaba al lado de Bridei, una vida en la que su amor lo haría suficientemente fuerte para la tarea que los dioses le habían encomendado. A pesar de todo, en su fuero interno más secreto, se había aferrado a esa visión. ¿Por qué otro motivo si no la Brillante la había dejado en la mismísima puerta de Bridei y se había cerciorado de que fuera él quien la encontrara? ¿Por qué si no la había permitido que tuviera una educación que no se otorgaba a ninguna otra chica en todo Fortriu? Bridei y ella estaban unidos; unidos en una confianza sagrada y en un amor que había pasado, de una forma maravillosa, de la inocente devoción, de la cómoda familiaridad de la niñez, a ser algo profundo y fuerte, algo tumultuoso, la creciente pasión entre hombre y mujer. Ella había sentido la fuerza de esa pasión al tocarle la mano, cuando sus labios buscaron los de él con un ansia que surgió de su interior como un manantial. Había creído que Bridei sentía lo mismo, a pesar de todo su comedimiento. Había creído que el beso que le dio hablaba por él.
Pero no había regresado. Ella había esperado toda la noche, hasta que Kethra la había encontrado bajo un pálido amanecer, desdichada y empapada, aferrada todavía a las ramas del roble, con los dientes apretados, los ojos cerrados con fuerza y unas lágrimas cálidas mezcladas con la lluvia en sus mejillas. Se había quedado tan entumecida que no pudo moverse; habían tenido que pedir a dos de las alumnas mayores más ágiles que subieran al árbol por una escalera y que bajaran a Tuala hasta el suelo sin ningún percance. Después todo se volvió borroso. Imaginaba que había dormido un rato. No tenía ni idea de dónde estaba; en la zona asignada a las alumnas de Banmerren no había una habitación tan pequeña y privada como aquella. Daba igual. Ya nada importaba aparte de su sufrimiento. Bridei no había acudido. Por lo visto estaba equivocada. No la amaba; sólo la quería a la manera afectuosa de un hermano o un amigo. Había decidido seguir adelante sin ella. O Broichan lo habría decidido por él. ¿Acaso el druida no lo decidía todo?
—Buena chica —dijo Luthana, que inclinó la taza sobre los labios de Tuala—. Bébetelo todo. Después probaremos con un poco de sopa. No muevas la cabeza de esta manera, vas a hacer que se derrame todo. Debes comer. Casi te perdemos. No te burles de la decisión de la Diosa Madre al dejarte quedar un poco más. Eso es. Muy bien. Ahora puedes descansar. Fola vendrá más tarde, quiere hablar contigo.
—¿Cuánto…? —A Tuala apenas le salió la voz; se notaba el cuerpo tembloroso, débil, como una prenda de ropa golpeada contra las rocas hasta quedar totalmente lacia—. ¿Cuánto tiempo…?
La mirada de Luthana era sagaz y compasiva.
—Has estado gravemente enferma, Tuala. La verdad es que lo que hiciste fue muy extraño; no entiendo qué es lo que te lleva a comportarte de ese modo tan absurdo e inútil. Harás bien en buscar la sabiduría de la Brillante, en pedirle que te oriente.
Ella cerró los ojos. ¿La Brillante? Lo dudaba mucho. Quizá antes la diosa había iluminado su camino, le había sonreído a su hija con reconocimiento y amor. Ahora había dirigido su fulgurante mirada hacia otro lado. ¿Quién sabía lo que quería?
—Por favor —susurró Tuala cuando la mujer sabia se puso de pie—. ¿Cuánto llevo aquí así?
—Tres días —respondió Luthana—. Con fiebre la mayor parte del tiempo; nos has tenido muy preocupadas. Ahora ya ha pasado lo peor. Si haces un esfuerzo por comer y aplicas tu mente a lo que Fola te diga, dentro de uno o dos días podrás estar fuera de la cama.
—¿Dónde…?
—Estás en los aposentos de las mujeres sabias, Tuala. Fola pensó que era lo más apropiado. Las chicas más jóvenes ya han sufrido bastantes trastornos este invierno, como muy bien sabes. Aquí podemos vigilarte. Ahora descansa un poco. Verás a Fola más tarde.
«Vigilarte». En términos generales eso se traducía en «Evitar que vuelvas a hacer algo parecido». Apenas importaba ya si era una especie de prisionera. La verdad es que ya nada le importaba. Sin Bridei nada parecía tener sentido. Sin su amor y sin el amor de la Brillante la vida quedaba reducida a algo tan pequeño e insignificante que a duras penas valía la pena tenerlo. Quizá lo mejor fuera limitarse a quedarse acurrucada allí en esa pequeña habitación, cerrar los ojos y desear con todas sus fuerzas que el mundo desapareciera. Luthana no podía obligarla a comer…
Pasó el tiempo. Los dos Seres Buenos estaban allí con ella en la silenciosa estancia, igual que habían estado en el árbol, comentando y tratando de persuadirla con sus argumentos y sus incitantes y rotundos análisis.
—Tal como me imaginaba. —Era la dulce voz de Telaraña, suave y burlona. La compasión no formaba parte de la naturaleza de los Seres Buenos; aun así, Madreselva y Telaraña habían permanecido cerca de Tuala. Si ella no les importaba, ¿por qué estaban allí?—. Él te desea, o te deseaba cuando vino la otra vez; estaba bastante claro. Pero el deseo de los hombres es efímero. Un momento de embriagadora excitación, unas cuantas dudas y a la siguiente luna llena se van a perseguir a una presa más apropiada. Esa chica, por ejemplo, Ana. No hay duda de que Bridei se dio cuenta de que su manera de proceder era un error y trasladó sus atenciones hacia ella.
Tuala guardó silencio; no tenía energía para protestar. En otro momento le hubiera rebatido sus crueles palabras, pero ahora le parecían muy creíbles.
—Estás triste —dijo Madreselva, que se acomodó en la cama junto a los pies de Tuala. No pesaba más que un gato—. No me sorprende. Creías que te antepondría al trono. Estabas equivocada. Pensaste que aquí tenías una especie de refugio o, al menos, una segunda alternativa. Eso también fue un error; Fola ya no te quiere. Te estás convirtiendo en un problema, en alguien impredecible, un peligro tanto para tus compañeras como para ti misma. De todas formas, Broichan y Bridei deberían saber que decidiste pasar toda una noche fuera bajo la tormenta y que estuviste a punto de morir por ello. El hecho de que Bridei pueda haber decidido que un rey no puede casarse con una mujer de los Seres Buenos no significa que ya no le importes nada. Tu muerte lo disgustaría enormemente. Provocaría un distanciamiento entre él y cierto druida influyente. Fola no quiere ser responsable de algo así. Ni quiere ser responsable de ti, una tarea que tan difícil se ha vuelto.
La echarían de Banmerren, pensó Tuala vagamente. ¿Adónde la mandarían? ¿Adónde podía ir?
—¡Oh, bueno! —terció Madreselva alegremente—. Al menos está ese hombre, Garvan. ¿No dijo que te aceptaría cuando estuvieras preparada? Parece ser que el momento ha llegado antes de lo que nadie se esperaba. Ahora mismo se encuentra en la corte, a la espera de los encargos que el nuevo rey tendrá para él. Piedras con águilas grabadas, me imagino.
Garvan; el patoso Garvan con sus manos grandes. Ella a su lado, llevando su casa, compartiendo su cama, dando a luz a sus hijos… Eso era impensable. No podía contarse como una posibilidad. Posibilidad… De repente le parecía que no había ninguna. Todo se había reducido a esa habitación, a esa cama, a esas paredes, a ese día…
—¡Mira esto! —La voz de Telaraña resonó como una clara campanilla—. Alguien ha hecho unas marcas en la pared, raspándola con un cuchillo. ¡Oh, mira! Y aquí hay otra serie de marcas. ¡Qué raro! Es como si hubiera habido una prisionera contando los días.
—Todos los días desde el Baile de la Doncella al Umbral —dijo Madreselva en voz baja—. Todos los días de una vida. Es una celda pequeña y acogedora. Intentan que una chica esté cómoda aquí. De todos modos, Morna debió de sentirse muy sola; sola y asustada. ¿Quién puede estar verdaderamente preparado para una prueba semejante? Estas líneas, tan pulcramente talladas en la piedra, debieron servirle de ayuda. Su propio ritual, metódico y claro, en medio de un mundo que de repente se volvió oscuro e irreal. ¡Cómo debieron de acosarla con sus opiniones mientras la vigilaban, la mimaban, la enseñaban y la preparaban! ¡Hasta qué punto sus visiones atormentaban sus sueños mientras ella permanecía aquí sola con su vela y su pequeño cuchillo grabando una solitaria letanía de días! Me pregunto por qué eligieron este lugar para ti, Tuala. Me pregunto cuáles son sus planes.
—La verdad es que ya no me importa —susurró ella—. Ya nada parece tener importancia.
—Exactamente —repuso Madreselva—. Ahora duerme un poco. Habla con Fola. Volveremos. A diferencia de ti, nosotros tenemos un plan; creo que te parecerá bien. Es bastante mejor que un matrimonio producto de la desesperación, y mucho mejor que quedarte aquí, donde tu presencia nunca será verdaderamente grata. Que tengas dulces sueños.
Se marcharon; Sombra, el gato, que entraba andando despacio por la puerta, se erizó, alarmado, con la cola tiesa. Tuala se quedó tumbada, totalmente despierta, con la vista fija en las pequeñas marcas de la pared, grabadas con desesperación y cuyo orden y pulcritud las hacían aún más patéticas. ¿Qué habría estado pensando Morna mientras las hacía noche tras noche? ¿Qué habrían visto todas las chicas que habían estado allí mientras aguardaban el paso de las solitarias estaciones de preparación para el Umbral? Tantas vidas jóvenes desaparecidas, tanta belleza y vitalidad perdidas en el pozo del dios oscuro, desperdiciadas para alimentar a una deidad a la que nunca podría satisfacerse. ¿Cómo podía continuar todo aquello? ¿Cómo podía Bridei formar parte de una ceremonia así? ¿Cómo podría vivir con una carga tan grande si ella no estaba cerca para ayudarlo?
Sombra se subió a la cama de un salto y aterrizó pesadamente en las piernas de Tuala. Dio tres vueltas y se acomodó junto a sus rodillas, aprisionando las mantas con fuerza. Su presencia era reconfortante; le recordaba a Bruma. Bruma en el bosque, buscando martas, o en la cocina, dejando orgulloso un ratón regordete a los pies de Ferat. Bruma en las rodillas de Erip, calentando el sueño irregular del anciano enfermo. Bruma encerrado, maullando en señal de protesta mientras ella se alejaba cabalgando de Pitnochie por última vez…
Tuala pensó que era necesario escuchar a Fola; ya sabía lo que diría la mujer sabia. Que su comportamiento había sido impropio de una sierva de la diosa, que estaba confusa y debía tomarse un tiempo para considerar su futuro… Tampoco necesitaba escuchar el gran plan de Madreselva y Telaraña; no hacía falta mucha perspicacia para adivinar de qué se trataba. Aun sin conocerlo, estaba decidida. No podía quedarse en esa pequeña habitación con su triste testimonio de vidas malogradas, de estaciones de soledad y desesperación. Banmerren quedaría cerrado para ella, y aunque no fuera así, ya no podía permanecer allí si Bridei se hallaba tan cerca y estaba casado con otra mujer. En Pitnochie no sería bien recibida, así que no podía vivir en casa de Broichan. Y tampoco podía aceptar a Garvan, puesto que nunca podría amarlo, y casarse sin amor era una farsa. Acceder a ello no sería justo ni para él ni para ella. Así pues, daría el paso que nunca se había atrevido a dar, confiaría en su propia gente, en las esquivas criaturas cuya presencia burlona e irritante se había vuelto casi constante durante su estancia en Banmerren. Había un largo camino hasta la Gran Cañada, y era invierno. Daba igual; Telaraña y Madreselva encontrarían una respuesta. Tuala se iba a casa.
Cuándo sanará? —preguntó Aniel—. ¿Cuándo estará listo?
—Hablas como si sólo te importara la batalla que hay que ganar aquí y el joven te trajera sin cuidado —replicó Talorgen en tono cansado al tiempo que le pasaba una taza de cerveza al consejero y servía una segunda para él. Estaban sentados en la antecámara de los aposentos de Broichan; últimamente se había convertido en un centro de reuniones habitual para algunos hombres—. Se debate entre la vida y la muerte. Será mejor que no le hagas esta pregunta a Broichan.
—He oído que el chico está saliendo adelante —dijo Aniel—. De haber pensado que se estaba muriendo habría sido menos brusco. Uist dice que está luchando para volver, aunque para mí es un misterio cómo pueden determinarlo nuestros druídicos amigos; la última vez que me dejaron entrar el chico parecía sumido en la inconsciencia y daba la impresión de no haber experimentado muchos cambios desde que lo trajeron a casa, salvo que ha adelgazado de forma considerable. Dicen que de vez en cuando se mueve y es posible darle un poco de caldo y media taza de agua. Murmura tonterías, cosas de antiguos recuerdos mezcladas y distorsionadas. Supongo que un druida sabe cómo interpretarlo. Debemos esperar que vuelva con nosotros sin haber perdido el juicio o el entendimiento. Todo el futuro de nuestro reino depende de ese joven.
—No podría estar mejor atendido. Con las hierbas de Broichan y los ensalmos de Uist y la labor de su leal dotación de guardias es imposible que el muchacho no se ponga bien. Bridei inspira una gran confianza; casi podría llamarse amor. Ya posee la chispa de un monarca. Lo único que hace falta es que logren que vuelva a estar en pie antes de la presentación de los pretendientes. Y hacer que siga bien hasta la elección.
—¡Ah, sí! —dijo Aniel con una sonrisa—. La elección. ¡Como si entonces no fuera a haber ninguna sorpresa! Por taciturno que sea ese Faolan, y a pesar de su cara de pocos amigos, lo aplaudo por sus habilidades. Tiene al bellaco bajo custodia, en secreto; además, hay pruebas sólidas que relacionan al agresor con Drust el Verraco, o al menos con sus asesores. Eso tenemos que agradecérselo a Uist. Su corta estancia en Circinn, unida a su asombrosa memoria, grabó claramente la cara de ese hombre en su cabeza. Claro que la gente de Bargoit ideará una excusa para intentar desacreditar al druida montaraz como testigo cuando lo hagamos público.
—No es difícil. Uist tiene fama de ser un excéntrico, e incluso algunos irían más lejos y dirían que no está en su sano juicio. Sus pensamientos habitan en otro plano distinto al de las personas normales y corrientes; la interpretación más simple de todo esto es llamarlo loco. ¿Quién sino un loco decidiría regresar andando desde Circinn solo cuando ya casi es pleno invierno?
—Eso no importa. La gente sabrá reconocer la verdad. Además, Faolan hará hablar a su prisionero: cómo le pagaron para seguir a Bridei para eliminarlo antes de que se presentaran los candidatos; quién estuvo repartiendo bolsas de plata para que se llevara a cabo semejante acción.
—¿Dónde está este aspirante a asesino? También debería ser interrogado sobre el intento anterior, cuando un hombre fue envenenado en mi propia mesa.
—No se encuentra aquí en Caer Pridne. Faolan lo tiene a buen recaudo.
—Ese escoto es un tipo ocupado. Tengo entendido que los otros yacen enterrados en algún lugar en las dunas.
—¿Qué otros? —Aniel arqueó las cejas con fingida sorpresa.
—¿Y estamos seguros de que Bargoit no sabe nada de lo que tenemos planeado? —caviló Talorgen.
—Bueno, debe de sospechar algo. Al fin y al cabo sus asesinos no regresaron. Y sabe que Bridei sigue vivo; eso a menos que piense que nuestra historia sobre un caso grave de disentería esté pensada para encubrir una búsqueda desesperada de un nuevo candidato. No es probable; sencillamente presentaríamos a Carnach en su lugar. Al menos sería mejor que uno del sur.
—Estaré más contento cuando Bridei abra los ojos y empiece a hablarnos con coherencia —dijo Talorgen—. Estoy tan preocupado como tú, amigo mío. Ya casi tenemos encima el Solsticio de Invierno y Bridei lleva mucho tiempo tumbado y sumido en un aparente sueño, temo que ello pueda afectar tanto a su cuerpo como a su mente. Y no lo queremos débil e incapaz. No queremos que tenga que valerse de un representante; Bridei es nuestro mejor portavoz. Tiene un don con las palabras; sus discursos, aunque son sencillos, levantan la moral de la gente. De todos modos uno de nosotros debe estar preparado para hablar por él.
—Broichan querrá tener ese privilegio —dijo Aniel.
—¿Broichan? No sería prudente. Tiene muchos enemigos y es muy temido. Lo haría mejor un hombre más directo.
—¿Tú? —preguntó Aniel irónicamente.
—Lo dudo. Sólo lo haría si no hubiera otra opción más apropiada. Ged, quizá.
Llamaron a la puerta y entró Carnach agachándose bajo el dintel. Era el hombre más alto de Caer Pridne, hacía parecer pequeño incluso a Breth.
—¿Cómo está? —quiso saber el pelirrojo.
—Más o menos igual. Nos han dicho que está mejorando. Esto va a suponer una ansiosa espera. Estábamos discutiendo el asunto de los representantes.
—Yo lo haré —se ofreció inmediatamente Carnach, que tomó asiento junto a Talorgen y extendió la mano para coger la cerveza—. Creo que tendría cierto impacto. Salgo y, en vez de hacer lo que todos esperan, es decir, anunciar mi candidatura y exponer mis propias cualidades, les digo a los votantes congregados que estoy allí para presentar a Bridei como al futuro rey de Fortriu; Bridei, quien, según los rumores, sólo se encuentra ausente porque su principal rival en la competición intentó hacer que lo asesinaran antes de que pudiera exponer siquiera su intención de presentarse. Eso causaría impresión. Que conste que yo preferiría que Bridei se encontrara lo bastante bien como para ponerse de pie y hablar. Todos queremos eso. ¡Ese maldito Bargoit! Estoy deseando ponerle las manos en el cuello y darle un buen apretón.
—No eres el único, créeme —repuso Aniel—. Pero vamos a acabar con él con palabras, no con violencia. Al planear este intento de asesinato, Drust el Verraco ha decidido su propio destino. Gracias a los dioses por Faolan.
—No sé por qué —dijo Talorgen—, eso me parece de lo más inapropiado. Si a algo tenemos que agradecer la presencia de ese escoto, seguro que no es a la participación de los dioses.
Uist estaba sentado junto al camastro de Bridei, pasándole un paño húmedo por la frente a su paciente mientras estudiaba las superficies y sombras de aquellos inconscientes rasgos en los que no había ni el más ligero rastro de vida. No obstante, Bridei respiraba; daba la impresión de que pasaba una eternidad entre cada suspiro de exhalación, cada dificultosa inhalación, como si el hecho de distanciarse de aquel punto de equilibrio supusiera, cada vez, una tremenda fuerza de voluntad. Quizá fueran los dioses los que motivaban su decisión de vivir. Llevaba muchos días tumbado en ese estado de inconsciencia. Unas oscuras visiones perturbaban los breves momentos en los que parecía luchar por alcanzar la conciencia; las palabras que había pronunciado eran tan incomprensibles que ni siquiera un druida podía entenderlas.
Uist y Broichan no habían sido precisamente honestos al informar a los demás, y eso que eran sus leales amigos. Ni siquiera Aniel o Talorgen sabían hasta qué punto estaban agotados, lo cerca que habían estado de ser presos de la desesperación. Broichan tenía las facciones demacradas de cansancio. Garth dormía entonces en un banco junto a la pared, cubierto con una capa, en tanto que Breth se afanaba calentando agua para bañar al inconsciente. Los guardias de Bridei no dejaban entrar a los sirvientes de Caer Pridne; nadie salvo los miembros del círculo de allegados podía ocuparse de su postrado líder. Al otro lado de la puerta montaba guardia el guardaespaldas de Aniel; los ayudantes personales de Talorgen se hallaban apostados en el adarve del otro lado. Ese día no había señales de Faolan. Tenía muchas cosas de las que ocuparse. De todas formas, el escoto regresaba todas las noches para velar junto a la cama de Bridei, una silenciosa presencia entre ellos, turnándose con los demás para cambiar la ropa de cama, preparar los bebedizos, levantar al paciente y lavar su cuerpo cada vez más delgado; pasando la noche en vela mientras los otros dormían, todos menos los dos druidas, el ojeroso Broichan vestido con ropa oscura y Uist, el de las prendas blancas y holgadas y la aureola de cabello níveo. Los dos ancianos no parecían dormir. Descansaban de pie, meditando, o arrodillados con los brazos extendidos y unos ojos que no veían, escuchando las voces susurrantes de los dioses. Por la mañana, Faolan salía sigilosamente sin mediar palabra.
—Pronto se despertará —dijo entonces Broichan, que se acercó a mirar a su ahijado—. Me pregunto qué los llevó a hacer algo así. Cuando le confié su seguridad a Faolan, no esperaba que el escoto corriera un riesgo semejante. Está muy bien prepararse para atraer un ataque, pero no puedes poner en una situación tan peligrosa al hombre por cuya protección te están pagando. Si no hubieras aparecido báculo en mano, amigo mío, ¿quién sabe si Faolan hubiese podido derribar a dos y capturar al tercero tan limpiamente?
—Una afortunada coincidencia —repuso Uist con una enigmática sonrisa—. ¿Quién hubiera pensado que mi yegua me llevaría a ese lugar precisamente en el momento oportuno? Disfruté mucho con mi pequeño rayo; mi báculo todavía se estremece al recordar el momento en que le puse la mano encima. Incluso Faolan se alarmó. Pero no por mucho tiempo; ese tipo es tan competente como Drust siempre nos dijo que era. Bridei debería conservarlo a su lado.
—Puso a Bridei en un grave peligro al hacerlo salir solo de ese modo, por la noche, y sólo ligeramente armado. Podríamos haberlo perdido.
Hubo algo en el tono de voz de Broichan que hizo que el anciano druida hiciera una pausa. Uist no miró al otro a los ojos y volvió a sonreír.
—A veces me imagino —dijo en voz baja— qué debe sentirse al ser padre de muchos hijos y de muchas hijas. ¡Tantos momentos de terror, tantas pequeñas penas, tantas preocupaciones! Me alegro doblemente de haber abrazado el camino de los dioses y de no haberme casado nunca. No es que no estuviera tentado de hacerlo hace mucho tiempo. Fola era una chica encantadora, tan diminuta y resuelta. Un poco como esa niña que acogiste, ¿cómo se llamaba?
—Tuala. —Una tensa máscara cubrió los rasgos de Broichan, vedando más preguntas. Pero Uist también era un druida.
—¿Fola no envió a un mensajero hace un tiempo, justo después de que atacaran a Bridei? ¿Qué quería? ¿Has transmitido sus noticias?
—Sabe que mi hijo adoptivo está enfermo. Su mensaje era personal.
—Entiendo. —Uist no preguntó qué clase de noticias personales habían requerido que se mandara a un jinete en un tiempo tan inclemente—. Claro que, como comprenderás, cualquier información que pudiera relacionarse de algún modo con nuestros planes no puede calificarse de personal, por muy privada que a ti te parezca. Si tiene que ver con la chica, con Tuala, bien puede ser que tenga relación con Bridei. Y él es el centro de nuestros planes. No olvides lo que acordamos los cinco; no te olvides de nuestra promesa de absoluta sinceridad.
—Era personal.
Se oyeron unos golpecitos en la puerta. Entró Aniel.
—Hemos tenido visita —dijo—. Tharan y Eogan.
Expresaron su pesar por el hecho de que Bridei siguiera postrado y me dijeron, de un modo un tanto indirecto, que contamos con su apoyo, puesto que Carnach no entrará en concurso. Tharan no lo dijo con tantas palabras, por supuesto. Carnach ha herido el orgullo de su mentor con su decisión. Aun así, lo interpreto como muy sincero. Broichan asintió con la cabeza.
—Bien —dijo—. Puede que deteste a tu compañero consejero, pero sé que podemos confiar en que antepondrá los mejores intereses de Fortriu a cualquier otra consideración. Este horrible atentado contra la vida de Bridei sólo ha servido para unirnos contra el sur. De todos modos todavía no tenemos mayoría. Y cada vez queda menos tiempo.
—Bridei lo tiene controlado. —Para su sorpresa, fue el guardaespaldas, Breth, quien habló desde su sitio junto a la chimenea—. Conseguirá los votos que necesita.
—Espero que tengas razón —replicó Aniel con sequedad—. Ahora mismo Bridei no se encuentra precisamente en situación de controlar nada. Rezo para que los dioses le devuelvan la salud a tiempo, y que podamos confiar en sus próximos planes.
—Va a ser rey —dijo Breth—. Por supuesto que podéis confiar en él.
De modo —dijo Dreseida, caminando de un lado a otro por el suelo cubierto de esteras de los aposentos de las mujeres— que la chica ha huido de Banmerren. Ha vuelto a su estado salvaje. Supongo que era inevitable que acabara haciéndolo. Nunca podría haberse convertido en un miembro de la hermandad de Fola; fue una idea equivocada desde el principio. Habrá regresado. No pudo evitarlo.
—¿Regresado? ¿Adónde? —preguntó Ferada.
—Al otro lado, al lugar al que pertenecen los de su especie. Esta noticia no nos resulta de mucha utilidad. Si la chica se ha ido, no podremos utilizarla. Había esperado que su devoción por su hermano adoptivo, y la de él hacia ella, podría ofrecer una oportunidad… ¿Cómo está Bridei? ¿Qué es lo que se cuenta?
Ferada miró fijamente a su madre con expresión sorprendida.
—¿Por qué iba a saber más que tú, madre? Acabo de regresar de Banmerren. Por lo que sé, Bridei está mejorando, pero todavía se encuentra demasiado enfermo para recibir visitas. Es lo que dijo Ana; intentó ir a verlo y no la dejaron entrar. Si quieres novedades, ¿por qué no le preguntas a mi padre?
—Tu padre se suelta menos que una lapa al hablar de este tema en concreto —dijo Dreseida—. Pero he oído lo suficiente como para desconcertarme. Parece ser que por una vez estabas en lo cierto, hija. Por lo visto, y contra toda lógica, el candidato elegido no es el más obvio, después de todo. La verdad es que tienen intención de proponer a Bridei, eso si se recupera a tiempo. Bridei, un erudito excesivamente comedido con la cabeza en las nubes. El peón de Broichan. ¡Apenas puedo creerlo! La sangre que corre por las venas de ese chico es débil. Su padre es un hombre de Gwynedd, un extranjero, su madre no es más que una prima lejana de Drust el Toro. ¿Cómo puede tener la fortaleza para servir como rey de Fortriu semejante mestizo? Todo es cosa de Broichan. Los druidas tienen demasiado poder. A ese hombre tendrían que haberle puesto freno antes de que su influencia empezara a corromper a otros. Otros que no tendrían que haber sido tan tontos como para dejar que eso ocurriera. Es lamentable. Es mucho más que lamentable.
Dreseida se retorcía las manos mientras caminaba arriba y abajo como una criatura enjaulada.
Ferada se aclaró la garganta con nerviosismo.
—Estoy de acuerdo en que es sorprendente que Carnach haya accedido a apoyar la candidatura de Bridei en vez de presentarse contra él. Pero si lo piensas tiene sentido. Si queremos obtener los votos que hacen falta para derrotar a Drust el Verraco, necesitamos a un único candidato fuerte del norte, no a dos ni a tres. Como has dicho, es cierto que Carnach es la opción más obvia. O lo era. Dicen que ahora Bridei cuenta con un apoyo más generalizado, y el número de los que le apoyan aumenta día a día. Se admira mucho su honestidad, su valentía y su don para hablar con franqueza. Y el rey Drust el Toro aprobó su candidatura. Lo sabe todo el mundo y eso debe contar firmemente a su favor.
La mirada que le dirigió su madre hizo que Ferada tomara aire. Se quedó muy quieta, preguntándose qué pecado había cometido esa vez; qué castigo se le impondría.
—Muy bien, querida —dijo Dreseida con tono de eficiencia, apretando las manos frente a ella. Ferada vio que su madre trataba de calmarse e intentaba con todas sus fuerzas apartar la furia de su mirada. A un desconocido le habría resultado totalmente convincente—. Un ligero cambio de planes. Sólo es cuestión de días antes de que Drust el Verraco llegue y todo esto empiece en serio. En cuanto Bridei se recupere lo suficiente debes buscar la oportunidad de hablar con él en privado. Hoy o mañana como muy tarde.
—Pero, madre, ya sabes lo estrecha que es la vigilancia a su alrededor. Y ahora todavía más, con la elección tan próxima y estando él tan enfermo.
—Deja de parlotear y escúchame. ¡Por todos los dioses, a veces me pregunto por qué la gente te considera inteligente! Tengo un trabajo para ti. Nada de confidencias especiales esta vez, sólo Bridei y tú. Sé dulce, encantadora, sé una chica, si es que eres capaz por una vez. Quiero que le administres… un filtro de amor, suena muy ordinario, pero eso es exactamente lo que es. Buscarás una oportunidad, verás a Bridei a solas y se lo pondrás en la bebida. Asegúrate de que te esté mirando cuando se lo tome.
—¿Qué? —Aquello fue tan inesperado que la joven creyó haber oído mal.
—Sopésalo, Ferada. Bridei o Cealtran. Un joven saludable a quien toleras bastante bien o un anciano barrigudo de manos repulsivas. Yo ya sé a quién elegiría.
Ferada se quedó sin palabras.
—Podrías ser reina —dijo su madre con voz suave—. ¿Es suficiente poder para ti, hija? Será fácil. Aquí tengo un pequeño anillo, una bagatela, con un ingenioso engaste de bisagra; en su interior pueden esconderse unos cuantos granos de esos polvos y echarlos fácilmente en una taza de agua o de cerveza sin levantar ninguna sospecha. Te dejarán entrar. Ruborízate, sonríe, pestañea. Convence a los guardias de que eres una mujer enamorada. Asegúrate de que estén de guardia Breth o Garth y no ese horrible escoto.
—Pero, madre, esto no tiene ningún sentido. A ti siempre te ha desagradado Bridei; acabas de dar a entender que lo desprecias. Que crees que no tiene voluntad propia. ¿Por qué querrías que tu única hija se casara con un hombre así?
—Contéstame a una pregunta, Ferada —dijo Dreseida en voz muy baja—. ¿Qué te he contado sobre el matrimonio una y otra vez desde que eras niña? ¿Cuál es la única razón para casarse, la única base para elegir un esposo?
—La estrategia —el tono de Ferada estaba lleno de amargura—. Nos casamos para tener poder. Para tener influencia.
—Buena chica. —Dreseida sonrió, cosa que hizo que su hija se estremeciera—. Si, contra todo sentido común, Bridei va a ser rey, entonces debo aceptarlo. Pero sólo si es mi hija la que se convierte en su reina. Resulta que es un pelmazo que se siente más feliz con sus libros y plegarias que con los consejos de los poderosos. Eso no importa. Es un hombre. Se le puede influenciar. Incluso a Broichan se le puede influenciar. De modo que vas a hacer lo que te pido. A menos, claro está, que realmente prefieras a Cealtran.
Ferada tragó saliva, buscando desesperadamente algo que decir. Por extraño que pareciera, en esos momentos el sentimiento que prevalecía en su interior parecía ser el de alivio.
—Sabes que no tengo ningún deseo de casarme, madre. Si debo hacerlo, preferiría no depender de pociones de viejas para atrapar a una pareja. ¿Por qué padre no puede sencillamente preguntarle a Broichan si ha considerado este casamiento? Es totalmente adecuado. De hecho, padre ha insinuado en más de una ocasión que le parece deseable.
—No hay tiempo para eso. —El tono de voz de Dreseida fue frío—. Lo quiero resuelto ahora mismo. Quiero que sea seguro. En cuanto el chico esté lo bastante recuperado como para ver a sus amigos, harás lo que te he dicho. Y no dirás ni una palabra a nadie al respecto. El hecho de que se crea que Bridei te eligió porque te admira y te considera apropiada para ser reina de Fortriu dirá mucho más de ti en un futuro. En ese sentido, lo que dices sobre las pociones de viejas es totalmente exacto.
—En cierto modo —dijo Ferada— todo esto me alegra. Me refiero a tu deseo de que me case con Bridei. Preferiría no hacerlo, ni con él ni con nadie, pero has disipado mis miedos en un punto. Estaba llegando a pensar… Pero ahora me doy cuenta de que era una estupidez. Tú nunca propondrías a Gartnait como aspirante al trono; sería demasiado cruel.
Dreseida se había dado la vuelta mientras su hija hablaba. Ferada no pudo ver el rostro de su madre. Cuando le llegó su voz, esta se hallaba sometida a un férreo control.
—El anillo está allí, encima de la mesa, junto al candelero. Cógelo. Utilízalo. Créeme, si no sigues adelante con esto, tu vida no valdrá la pena ser vivida. Cuento contigo.
—¿No podría esperar hasta que Bridei estuviera totalmente recuperado? ¿Quizá hasta después de la elección? No entiendo…
—Ferada —era ese tono de nuevo, ese que hacía que el hielo recorriera la espalda del que escuchaba.
—¿Sí, madre?
—Lo harás ahora. En el plazo de dos días a ser posible. Si fallas, lo que te espera será mucho peor que el anciano Cealtran, te prometo que…
—Madre —Ferada respiró profundamente, estremeciéndose—, esto es… No parece estar bien…
—¡Ya basta! —La voz de Dreseida fue como un latigazo, y aunque no hubiera querido hacerlo, Ferada se encogió—. ¡No se te ocurra criticarme! Créeme, el tiempo es de fundamental importancia. Quizá sea la única persona en toda la corte que comprende lo que está en juego. Ahora que Drust no está, soy la que tiene más lazos de sangre: yo y los míos. Alégrate de que te pida esto, Ferada. Y ni se te ocurra desafiarme, pues no hay ninguna duda sobre quién saldría victoriosa en semejante contienda. Ahora vete.
—Lo haré, pero…
—¡Vete!
—Sí, madre.
Fue un viaje duro y agotador. Tuala había pensado que con Madreselva y Telaraña guiándola sería más rápido. ¿Acaso esas criaturas no podían cambiar de forma a su antojo, deslizarse sobre la tierra invernal, zambullirse en las profundidades de lagos insondables, volar veloces como golondrinas en las corrientes por encima de la Cañada? Y si ella era de los suyos, ¿no podía hacer lo mismo y salvar la distancia entre Banmerren y Pitnochie con la misma facilidad y ligereza con las que había bailado por la pared desde lo alto del tejado hasta el árbol, haciendo caso omiso del peligro? ¿No podía ser como un búho del bosque, un salmón del río, un ciervo, una liebre, una criatura que corriera en libertad? Por lo visto no, al menos de momento.
—Has pasado demasiadas estaciones entre los humanos —dijo Telaraña—. Ya te lo advertimos hace tiempo. Eso te ha debilitado; ablandó tu voluntad y diluyó tu magia. Tras un pequeño período en el reino del otro lado te recuperarás. Mientras tanto, vas a tener que andar. Nosotros cuidaremos de ti.
Pero mientras Tuala mantenía su obstinado avance hacia la Cañada, pasando las noches acurrucada al abrigo de graneros o almiares empapados y comiendo de una hogaza de pan enmohecido, que era lo único con lo que había podido hacerse antes de su huida de Banmerren a medianoche —salió por una diminuta ventana mientras sus cuidadoras estaban orando, subió al árbol y pasó al muro para descender de él en el único y breve momento en que se demostró que, en efecto, era algo más que humana, pues había cerrado los ojos, se había imaginado que era un búho y había saltado—, se dio cuenta de que sus compañeros eran tan esquivos e impredecibles entonces, cuando para ella su ayuda suponía la diferencia entre la vida y la muerte, como cuando vivía momentos menos difíciles. A veces iban a su lado, animándola con palabras amables, con canciones e historias, pero en otras ocasiones se despertaba con las primeras luces del día entumecida, muerta de frío y abatida, y se encontraba completamente sola. Cuando esto ocurría confiaba en sus sentidos para encontrar el camino, y daba gracias por las lecciones de geografía de Erip y sus enseñanzas sobre el sol, la luna y las estrellas. Con esa educación era muy poco probable que alguna vez se perdiera.
Después de la última luna llena había creído que ya nada le importaba. Pero había ciertos asuntos que le preocupaban. Daba la impresión de que la temperatura era cada vez más baja y la nieve que caía de vez en cuando, aunque ligeramente todavía, hacía que un frío intenso se le metiera en los huesos, de modo que nunca dejaba de echar de menos un fuego. Sus botas estaban completamente empapadas y sus pies eran un cúmulo de ampollas. ¿Por qué ni Telaraña ni Madreselva notaban el frío? Cuando regresaron, situándose sigilosamente a su lado en la paja que había detrás de una pocilga, el mejor refugio que había podido encontrar, les hizo esta pregunta y recibió una respuesta habitual.
—Has permanecido demasiado tiempo entre los humanos. Tus flujos corporales han empezado a moverse al mismo ritmo que los de ellos. Cuando estemos en casa te recuperarás rápidamente. Allí ya no hay más calor, ni más frío; allí ya no hay más dolor.
—Pero… puede que esa no sea la razón —se aventuró a decir Tuala—. Quizá tengo frío, estoy cansada y hambrienta porque no soy una de vosotros. Tal vez sea humana, como Bridei. —Pronunciar su nombre le producía una sensación agridulce: un encantamiento de amor y pérdida.
—¡Ja! —se burló Madreselva, que se instaló más cómodamente sobre la paja—. ¿Acaso no volaste para liberarte de los muros de Banmerren? Una chica humana se hubiera roto el cuello.
—Entonces quizá sea mitad y mitad, hija de una unión entre una persona de vuestra especie y una persona humana.
—Lo sabríamos —le aseguró Telaraña—. Es poco común. Piensa en tus historias. Considera el caso de Amna la del Mantón Blanco. Ni siquiera se molestó en mantener a ese desdichado de Conn durante más de una noche cada vez, y al final acabó con él. Su debilidad la repugnaba. ¿Qué iba a hacer un ser como ella con una criatura que era medio como él? Seguro que no la dejaría en la puerta de una vivienda de humanos, bien abrigada para protegerse del frío del invierno. Ella detestaba a ese hombre. Él no podía satisfacerla. La última cosa de la que se preocuparía sería de la supervivencia de su hijo.
—Pero dijiste… Madreselva dijo que la de Amna era una historia inventada —protestó Tuala—. ¿Y qué hay de la mujer búho? Ella tenía hijos. Es algo que ocurre. Además, sea lo que sea yo, mis padres no me querían. Si mi lugar está entre vosotros, si mi madre y mi padre pertenecen, en efecto, a los Seres Buenos, ¿por qué no se quedaron conmigo? ¡No, no desaparezcáis, responded a mi pregunta! ¿Por qué no queréis decírmelo? ¿Acaso no merezco saber la verdad ahora que me dirijo con vosotros al otro lado? ¿Y si cruzo ese margen del que habláis y me encuentro con que ni siquiera allí hay alguien que me quiera?
—¿Es eso lo que crees? —En la voz de Telaraña había penetrado cierta frialdad—. ¿Deseas que te dejemos aquí para que busques tu futuro entre estos humanos que tan injusta y cruelmente te han tratado? ¿Adónde irías?
—No, no es eso lo que quiero —susurró Tuala—. Lo único que quiero saber es quién soy. Y quiero calentarme y secarme. Parece un camino muy largo.
Madreselva la contempló con sus extraños ojos redondos.
—No puedo hacer mucho contra el frío. Si encendemos una hoguera, la gente de las granjas saldrá a ver quién está merodeando por su territorio con el ojo puesto en alguna de sus ovejas bien cebadas. ¿Cuánto tiempo llevamos de camino? ¿Tres días, cuatro?
—Cuatro —respondió Tuala en tono grave—. Y apenas hemos llegado al lago de la Serpiente. Ya casi es luna nueva, y creo que va a nevar.
—Sí —dijo Madreselva—. Una persona a caballo podría recorrer la distancia con mucha más rapidez, claro, con una afortunada conjunción del tiempo y la luz de la luna. Necesitaría una montura de cualidades extraordinarias. Por lo que a nuestra especie se refiere, no viajamos a la ligera. Cada uno sigue su propio camino y va a su ritmo. No podemos transportarte a casa en un abrir y cerrar de ojos, que es lo que dicen que hacen los druidas. Pero ahora podemos movernos con más rapidez. La luna nueva es buena.
—No, no lo es —replicó Tuala—. Significa que no podemos caminar de noche, a menos que queramos tropezar y caer en una ciénaga o en el lago y convertirnos en pasto de las serpientes.
—La luna nueva es el momento adecuado para finalizar nuestro viaje —dijo Telaraña—. Cae en el Solsticio de Invierno, y es una conjunción tan importante como la de aquella noche en la que te encontraron en el umbral de Broichan, una visión de luz y esperanza. Entonces la Brillante revelará su verdadera belleza en toda su radiante intensidad; esta vez, con el cambio de estación, oculta el rostro al mundo de los hombres y a nuestro mundo. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir en una noche así? En Caer Pridne, los candidatos al trono se presentarán y se manifestarán. Tu amigo estará entre ellos; cierta joven noble se hallará cerca, sonriéndole, aplaudiéndole. Y nosotros estaremos en los bosques por encima de Pitnochie, junto al Espejo Oscuro. Ya sólo hará falta dar un paso y te librarás para siempre de esas preocupaciones humanas. En ese reino, todas tus preguntas obtendrán respuesta…