Ahora llevo tanto tiempo casado con Susana que ella es ya mayor de lo que lo fue nunca su madre y yo tengo más o menos la edad que alcanzó Muriel, el cual sobrevivió a su mujer siete años; también eran los que le sacaba, siete u ocho, como los que le saco yo a Susana, luego vivió en total unos quince más que Beatriz. A esta yo la veía madura hacia 1980, como una pintura en comparación conmigo, yo veintitrés entonces y ella cuarenta y dos o quizá cuarenta y uno, jamás lo supe con exactitud, pero me aventajaba en unos dos decenios y eso es mucho para un casi imberbe. Ahora, en cambio, veo retrospectivamente a Beatriz muy joven, y no sólo para morir, para todo. No era, pues, tan extraño que mantuviera esperanzas y en las noches de derrota abandonara el campo provisoriamente, hasta reunir valor y fuerzas de nuevo, y se replegara a su habitación pensando: «Esta noche no, esta tampoco, pero se verá más adelante. Mi almohada recogerá mi llanto y sabré aguardar como aguarda esa luna insistente. Llegará una ocasión en que su manoseo ultrajante se deslice hacia otro terreno en letargo, en que se convierta de pronto en ansiedad o irresistible capricho o en primitivo deseo despertado, nada se va así como así por un rechazo mental, por una decisión punitiva, no para siempre o no del todo, eso es algo que se suspende y por lo tanto está aplazado. Puede volver cualquier día o una noche, y a nadie le desagrada sentirse solicitado y querido». Que yo sepa, eso no volvió ningún día ni una noche, pero de todo no puedo estar enterado.
Sí, en realidad era joven cuando se mató, y de hecho era aún tan fértil que esperaba una criatura, eso es lo que me dijo Muriel, eso es lo que le dijo a él Van Vechten, eso es lo que le dijo a este un forense de su hospital a sus órdenes; luego todo ello es tan sólo un rumor que además en mí se detuvo, ni siquiera ha llegado al encorvado oeste más cercano, a su hija Susana, no a través de mí por lo menos, es preferible que se quede en oriente. No son pocas las veces en que a lo largo de estos años me he acordado de ese susurro que Muriel me transmitió en forma de pregunta retórica («¿Sabes…?»). Y a menudo me avergüenzo de congratularme —en un aspecto, sólo en ese— de que Beatriz se matara y ese niño o esa niña no pudieran nacer, tal vez ni evolucionar lo bastante para que los detectara su futura y desatenta madre. No puedo saber qué individuo era el causante del brote, si el propio Doctor Van Vechten en Darmstadt o el Doctor Arranz en la plaza o algún otro amante al que ella iba a visitar en la Harley-Davidson, en El Escorial o en la Sierra de Gredos o en Ávila, con frecuencia me digo con voluntarismo que debía de haber un tercer hombre, para repartir responsabilidades. Pero no se me oculta que el brote también podía ser obra mía una noche de calor e insomnio en Velázquez, con muy mala suerte en ese caso, sin duda, pero ninguno tomábamos precauciones entonces. Cuando cruza por mi pensamiento esa posibilidad de pesadilla, me entran escalofríos y no puedo evitar celebrar —con vago desprecio hacia mí mismo, pero me resulta tolerable— que ese proyecto de ser se malograra, porque tal vez habría recorrido como un impostor su existencia entera, sin estar al tanto de su impostura, o habría impedido cuanto de bueno ha venido más tarde en mi vida y también en la de Susana, yo creo, y nuestras hijas no existirían. De haber salido al mundo esa criatura, acaso habría sido hermana de mi mujer a medias, así como hijastra, luego a la vez habría sido hija y cuñada mía, y las hijas que yo he tenido con Susana habrían sido al mismo tiempo hermanas y sobrinas suyas, y aquí suelo pararme en mis divagaciones, porque no sólo me da vértigo el encadenamiento de hipótesis, sino que me basta para temerme que lo que habría sido casi imposible habría sido mi matrimonio con mi mujer. (Cuán poco hace falta para que no exista lo que existe). Nada habría podido comprobarse en aquella época, de todas formas, y es posible que Beatriz hubiera callado el origen, de haberlo intuido con fuerza o sabido a ciencia cierta. Lo que no tiene vuelta de hoja es que yo me acosté una vez con la abuela de estas hijas mías, es decir, con quien habría sido mi suegra si hubiera vivido para encajarlo. Pero quién sabe quién va a ser qué, a lo largo de una vida, uno no debe abstenerse por conjeturas o predicciones que rebasan nuestro entendimiento, sólo tenemos el de hoy y jamás el de mañana, por mucho que nos entreguemos a veces a las prefiguraciones.
El recuerdo de aquella noche ha sido muy pálido durante larguísimos años. Era como si su historia tenue no hubiera nunca ocurrido, así fue mientras Susana fue joven y, pese a su gran parecido, se mantuvo naturalmente a raya de la imagen de su madre, de la que yo vi en persona, no tanto de la de sus fotos antiguas, que me habían llevado a pensar (o no solamente esas fotos): «Debió de ser muy tentadora, entiendo que Muriel la quisiera a su lado de noche o de día, seguramente yo también la habría querido. Sólo fuera por la carnalidad, que ya es bastante en el matrimonio. Pero no fui Muriel entonces, ni lo soy ahora». Pero desde que Susana es una mujer madura, el recuerdo ha adquirido color y atraviesa mi cama y la trastorna. Cada vez se ha asemejado más a la Beatriz de mis veintitrés años, aunque yo no la veo gorda ni lo está en modo alguno, de hecho no he percibido en ella más que mínimas transformaciones —con buenos ojos la miro— desde que en el entierro de Muriel se me apareció como mujer hecha y derecha, terminada de plasmar y con su cuerpo intimidante, explosivo, completamente brotado, y ya no como adolescente en la que me tenía prohibido fijarme —otra representación inanimada— y además no me fijaba, mientras ella tal vez, sin yo advertirlo, no perdía detalle del joven que pasaba tanto tiempo en su casa, como las niñas muy determinadas y obstinadas que tienden a ver cumplidos sus sueños de infancia, hasta cierta edad o hasta que se les frustran definitivamente. Ya me dijo Muriel que el entusiasmo de la otra persona ayuda mucho; convence y arrastra. Y el amor ajeno da pena y conmueve, más que el propio.
Claro que yo tampoco veía gorda a la Beatriz de cuarenta y pocos años, era mi jefe el que se empeñaba, o el que había resuelto compararla con lo más orondo de las pantallas para dañarla. Así, desde hace un tiempo, en mis intimidades con Susana se me cuela a veces la remota imagen y eso me produce desazón y me perturba, casi me enmudece y paraliza. El pasado tiene un futuro con el que nunca contamos, y de la misma manera que aquella noche lejana el rostro juvenilizado de Beatriz —el rostro embellecido de muchas mujeres en esa situación de medio olvido— dio pie a que lo sustituyera por el de su hija un instante, las dos con los mismos rasgos y la misma expresión cándida, ahora la hija me conduce a pensar en la madre en los momentos más inoportunos, y además se me superpone la escena vista desde un árbol en Darmstadt, que me resulta hoy repulsiva (esta la ahuyento en seguida, por fortuna es sólo un relámpago). Quizá lo más lamentable de estos entrecruzamientos —o es desasosegante, por inasimilable— es que ya soy el hombre mayor que en plena juventud se asoma a nuestro inconsciente y misteriosamente nos susurra, como un espectro del futuro: «Fíjate bien en esta experiencia y no pierdas detalle, vívela pensando en mí y como si supieras que nunca va a repetirse más que en tu evocación, que es la mía; no podrás conservar la excitación, ni revivirla, pero sí la sensación de triunfo, y sobre todo el conocimiento: sabrás que esto ha ocurrido y lo sabrás para siempre; cáptalo todo intensamente, mira con atención a esta mujer y guárdalo a buen recaudo, porque más adelante te lo reclamaré, y me lo tendrás que ofrecer como consuelo».
Yo no quiero reclamármelo, pero las visiones se mezclan y acabo haciéndolo. Y cuando eso pasa, tengo la impresión de que Susana nota algo anómalo, la incongruencia que atraviesa mi mente, o son los ojos de mi mente, esos no hay forma de controlarlos. Ella se detiene unos segundos, me observa con un ojo entreabierto, aguarda a que mi malestar desaparezca. Entonces me pregunto si no lleva toda la vida al corriente, si no fueron sus pasos descalzos los que oí por el pasillo y si lo que sintió fue pueril indignación de hija o infantiles celos de enamorada o una combinación de ambos rubores ardiéndole en las mejillas, si es que fue ella en efecto. Jamás ha hecho referencia a eso, y yo menos, algunos secretos es mejor dejarlos. Por eso tampoco le he contado nunca lo que averigüé de su madre en mis seguimientos ni lo que me relató Muriel más adelante, para qué, ella fue testigo de los resultados y del trato hiriente y vejatorio, no creo que quiera ahondar en unas causas perdidas y anteriores a su nacimiento. Pero siempre temo que un día de enfado se descubra y me reproche mi actuación de aquella noche, me la eche en cara y me diga «¿Cómo pudiste?»; o bien ser yo el enfadado y por tanto el que se la revele, lo mismo que Beatriz le mostró a Muriel la carta negada al cabo de tan cuidadosa ocultación y largo engaño, desencadenando así su desdicha. No sería comparable, la nuestra, o ni siquiera sería desdicha si lográramos reírnos, todo es posible, yo no soy Muriel ni Susana es su madre, aunque comparta con esta ver con ligereza los actos, los propios y los ajenos, a menudo considera muchas cosas tonterías o niñerías, y rara vez da importancia a lo que carece de ella. Hice bien en esperar a quererla, a que me señalara con su tembloroso dedo y yo estuviera en condiciones de verlo; y he hecho bien en quererla todos estos años pasados, todos estos años atrás, seguramente no he hecho nada mejor en mi vida.
Esa es la razón de que me preocupe tanto cuando se me cruza la imagen de Beatriz en medio de nuestras efusiones, por fugazmente que sea. Entonces intento convocar la prefiguración que tuve hace mil años, la que me intranquilizó y me turbó, la efímera visión de una Susana adolescente que allí era una entrometida. Ahora me conviene recuperarla, en cambio, para que la realidad regrese cabalmente a través de ese recuerdo y el olvidado ayer devuelva el hoy que se nos escapa unos instantes. No es sólo Susana la que se detiene y me observa con la suspicacia de su único ojo entreabierto, o es con interrogación y extrañeza. Soy yo también quien se frena y se distrae y se ausenta, quien aparta un poco el rostro como si no quisiera ser besado en la boca por un fantasma que sustrajo y me negó la suya cuando era todavía carne, carne que rebosa y se mueve. Y entonces hay un momento en que no sé cuál de los dos, si Susana o yo, estamos pensando: «No, nada de besos». Nos miramos sin decirnos nada, y quién sabe si lo que estamos diciéndonos es algo en lo que estamos de acuerdo: «Y no, nada de palabras».
Abril de 2014