Me levanté yo ahora y fui a la nevera. Lo mismo que ella un poco antes, no sabía qué quería. Cogí un vaso, le eché hielo, miré dentro sin centrar la vista y a mi alrededor, vi la botella de whisky sobre la mesa y me decidí a servirme, luego también coca-cola, la imité en todo, mientras estuve de pie la capté y la observé desde arriba, se me amplió la visión del escote, quiero decir de su interior, sobre todo durante algunos segundos en que me quedé detrás de ella muy cerca, me dieron ganas de avanzar una mano o de posar las dos en sus hombros y desde allí moverlas hacia abajo, no de golpe, poco a poco y distraídamente, a la espera de que me interrumpiera o no me interrumpiera, de que me gritara «Pero ¿qué haces?» y yo me asustara y me ruborizara y me disculpara y me retirara, o bien de que ella callara y me lo permitiera, desde luego enterándose pero no dándose por enterada o no hasta más tarde, cuando ya fuera imposible no acusar recibo verbal del contacto por ser acaso de otra índole, aunque también es cierto que eso puede hacerse inarticuladamente, nadie tiene por qué hablar ni decir nada, o mediante jadeos, o incluso estos pueden sofocarse y ahogarse todo gemido, han sido muchos los que han debido esconderse y ser tan silenciosos como si no existieran, en realidad no hay regla alguna ni nada es imposible entre las personas que se vinculan.

Así que me demoré allí, a su espalda —ya no fueron unos segundos—, y pensé que podía hacer el primer movimiento sin que Beatriz percibiera en él nada sospechoso ni impropio, posarle las manos sobre los hombros amistosamente o como quien reconforta por medio del tacto; además en el insomnio resultan admisibles muchas cosas, como si la vigilia, después de todo, estuviera contaminada por el sueño que se resiste y no acude y que debería ocupar su sitio, y todo transcurriera, bajo su dominio, en una vida prestada, nebulosa, hipotética y paralela, hasta cierto punto. Hice eso, le puse las manos sobre los hombros con delicadeza y a la vez hablé para enmascarar el atrevimiento, para que no fuera lo único a lo que ella tuviera que atender en el instante:

—¿Y qué pasó? ¿Por qué se torció todo? ¿Por qué Eduardo pasó a ser tan desabrido y tan áspero?

Se encogió de hombros, pero fue mínimo el gesto. Podía haberlo aprovechado para apartarme con él, para zafarse. A poca energía con que se hubieran alzado, yo habría entendido que rechazaba el contacto y mis manos habrían volado. Pero fue tan tenue que más bien lo sentí como una respuesta, como si los hombros agradecidos ejercieran una leve presión para juntarse y amoldarse mejor a mis palmas. O así me incliné por sentirlo, forzando seguramente la suerte.

—Por una tontería —dijo—. Porque descubrió que una vez le había contado una mentira, hacía ya mucho tiempo. Una mentira antigua ante la que debió reírse, y no tomársela a la tremenda. Habían pasado tantas cosas en medio, había habido tanto entre nosotros, que tenía que haberse disipado su importancia de entonces, no sé cómo decirlo: haber caducado, haberse visto anulada por la fuerza de nuestra vida juntos, hasta habíamos perdido un hijo y nada une más que eso, si no destruye. Tanto es así que ni siquiera es que la descubriera él, la mentira, sino que un día de enfado se me ocurrió confesársela. —Se quedó callada unos segundos—. Jamás imaginé que reaccionaría como lo hizo. En mala hora.

Aquello me llevó a acordarme de nuevo de lo que le había oído a Muriel la noche en que apareció en su puerta con su largo batín oscuro de Fu Manchú o de Drácula: «Qué estúpido fui al quererte todos estos años, lo más que pude, mientras no supe nada». Y más tarde la había reñido: «Si no me hubieras dicho nada, si me hubieras mantenido en el engaño. Qué sentido tiene sacar un día del error, contar de pronto la verdad». Y había concluido su reproche diciéndole: «Ay, qué idiota fuiste, Beatriz. No una vez, sino dos». Debió de referirse a lo mismo a lo que Beatriz se refería ahora.

—¿Y se puede saber cuál era esa mentira? —Permaneció pensativa unos momentos, quizá le daba pereza entrar en pormenores. Bebió de su vaso de whisky mezclado, siempre sin sustraerse a mis manos tan cautas, tan respetuosas que no se movían ni un milímetro, como si con la osadía inicial hubieran cubierto el cupo de las osadías durante bastante rato. Al ver que no contestaba en seguida, completé la pregunta para ayudar a la respuesta—: ¿O no puede saberse?

—Que te lo cuente él si quiere y ya verás, joven De Vere. —Ella no me llamaba así con frecuencia, sólo cuando estaba de buen humor (muy episódicamente) y seguía a los otros la pequeña guasa de los apelativos de aquella casa—. Es tan ridículo que me avergüenza contarlo, que una niñería de tal calibre haya sido tan determinante en mi vida, una niñería. —Hizo otra pausa y continuó—: Lo más importante de aquella mentira (lo más importante para mí, se entiende) fue que me permitió comprobar lo bueno y recto que era Eduardo, sin que él pudiera saber hasta qué punto yo lo sabía. A los hombres se los engaña con facilidad, da lo mismo lo inteligentes y precavidos que sean, y lo astutos. —No había dicho «se os engaña», por lo que me cupo la duda de si se refería a los varones o a todo el género humano, o si aún no me consideraba un hombre enteramente—. Pero el caso de Eduardo resultó ser extremo. Era tan bueno y tan recto que realmente no podía estar en el mundo sin ser engañado. Así que mejor que fuera yo quien se encargara de ello, en el matrimonio al menos, que lo quería tanto y no iba a procurarle ningún daño… Al revés: otros lo engañarían más difícilmente en otros ámbitos, pensé, conmigo a su lado.

En aquellos momentos, me di cuenta, todo aquello me aburría un poco, o no me interesaba como me habría interesado en casi cualquier otra circunstancia, o como me interesó e intrigó a posteriori, al rememorarlo a solas en los días siguientes. Entonces, en mitad de la noche, en la cocina, me parecía un peaje que debía pagar por una remota o incluso fantasiosa esperanza, todavía no me atrevía a presuponer que fuera a suceder nada imprevisto ni extraordinario, pero la impaciencia y la anhelación no son controlables y absorben. Sí lo son los actos y los movimientos, desde luego, las personas civilizadas hemos aprendido a frenarlos y a guardarlos en la imaginación y a aplazarlos, a arrojarlos a la bolsa de las figuraciones y conformarnos con eso, temporalmente al menos; no así las sensaciones, en cambio, y estas acaban por transmitirse y delatarnos siempre, yo creo, y por eso quien las tiene muy fuertes cuenta con ventaja. El deseo que uno emite, más aún si es joven y poco diestro en el disimulo, termina por condensarse en el aire y por impregnarlo, como si fuera niebla que se extiende; alcanza entonces a quien es deseado y este tiene que hacer algo al respecto: o bien se va, se quita de en medio, desaparece y lo disipa de golpe, o bien se expone y lo recoge y se ve envuelto. En todo caso se encuentra con que debe ocuparse de lo que no ha surgido de él ni él ha creado, lo cual es a menudo injusto e incómodo. El peligro mayor (si es que esa es la palabra) reside en que, al notar el ansia ajena, uno alumbre o conciba la posibilidad de hacerle caso, cuando jamás se le habría ocurrido tomar iniciativa alguna de esa índole espontáneamente. Advertir que alguien quiere vincularse a nosotros sexualmente nos obliga a considerarlo, aunque sea con la fugacidad del pensamiento más rudimentario; y si no se descarta o rechaza en el acto, si no se huye de la niebla al instante, entonces se hace arduo no sentir las emanaciones del otro, que por lo general no amainan y son persistentes, ni siquiera suelen ceder por cansancio ni por saberse inútiles o inoperantes: son porque sí, independientemente de que sirvan de algo. Así que ese otro nos inocula la idea o nos la planta, nos la da o nos la contagia, y su ventaja se agranda a cada segundo que pasa con la condensación en aumento, sin que se la haga estallar ni se le ponga término, sin que se la pinche. A veces basta con la vehemencia para conseguir el propósito que parecía inalcanzable justo antes de soltarla y dejarla flotante, de liberarla o desencadenarla o de que se nos escape sin nuestro consentimiento. Tal vez, incluso, a pesar nuestro.

Así empieza lo malo
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