Si recuerdo y puedo reproducir los versos, o una versión aproximada, es porque pocos días después Muriel me envió a elegir y encargar unas flores en Bourguignon para una actriz, y al salir de mi recado sentí curiosidad: me metí en la biblioteca del Instituto Británico de la calle Almagro, justo al lado de la floristería, y allí los rastreé en su idioma original. Como suponía, eran de Shakespeare (o de Edward de Vere), no fue difícil descubrir en qué obra había este adoptado la voz del ruidoso Rumor. Lo que no pude encontrar, más adelante, fue una traducción al español que se correspondiera con la que el Profesor había soltado, así que me pregunté si sería de su cosecha, pese a que el inglés no era la lengua que él mejor dominaba. No sonaba del todo mal, en cualquier caso. En ninguna de las existentes (y había varias, ahora hay más) aparecían «el año grávido» ni «el encorvado oeste», retuve esos dos adjetivos o imágenes, me llamaron la atención. La próxima vez que lo vea tendré que interrogar a Paco al respecto, así me obliga a dirigirme a él desde hace años, en contra de mi voluntad, y se empeña en decirme a mí Juan, ya no «joven De Vere». Aduce razones que no le puedo discutir: ha pasado mucho tiempo, no soy joven, no están Muriel ni Beatriz, que iniciaron y extendieron nuestros apelativos, y a nosotros nos une ser «de antes» (y así no debemos mostrarnos irónicos ni precisamos formalidades), habernos conocido en una época que empieza a ser tan remota como entonces lo era la Segunda Guerra Mundial, con la perplejidad añadida de que esta no la habíamos vivido y estaba engullida por la ficción, y 1980 sí y para nosotros es una fecha cercana y enteramente de la realidad. Sí, nos une algo preocupante y triste y que a la vez reconforta: ser supervivientes, es decir, haber sobrevivido ya a demasiados amigos, de los que nos constituimos en la intermitente estela y el breve recuerdo que se transmite en susurros durante cierto tiempo de prórroga, cada vez más quedos.

En honor del Profesor Rico debo mencionar un par de cosas. Unos tres meses después de aquella ocasión, cuando yo ya no frecuentaba en absoluto a Bettina (nada duraba nada en aquellos días de efervescencia), los vi juntos una mañana en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, al comienzo de Alcalá, los dos delante de un cuadro de Mengs que, si no recuerdo mal, retrata de cuerpo entero a una dama dieciochesca con un bonete en el pelo, una careta en la mano y un periquito posado en el hombro. Muriel me había enviado a comprar, en el Servicio de Calcografía de allí, un grabado de Fortuny («El titulado Meditación, no te equivoques», me indicó) en el que quería inspirarse para unos planos de una película: un hombre con levita, calzón ceñido y medias, los dedos sobre el mentón y apoyado en una tapia con la cabeza tan inclinada que el alargado sombrero —un bicornio— le tapaba la cara en su totalidad, no se le veía un solo rasgo ni por tanto se le verá jamás. Tras hacerme con la lámina, me asomé a echar un vistazo a las pinturas de ese museo poco visitado y discreto (El sueño del caballero la mejor), y los vi a cierta distancia, preferí no aproximarme ni saludar; no creo que él se hubiera sentido violento, sino triunfante, pero quizá ella sí. Rico le daba explicaciones (probablemente prolijas), y Bettina, sin apartar ni un segundo sus bonitos ojos del cuadro, lo escuchaba con devoción, algo muy sorprendente en una chica que, cuando yo más la traté, saltaba rápidamente de una cosa a otra y en ninguna se concentraba. Sin duda mérito del Profesor Magneto, que mientras hablaba le pasaba repetidamente una mano por la espalda y la cintura, de arriba abajo (me imagino que se pretendían caricias, pero había un elemento de lascivia satisfecha y quizá vuelta a despertar), e incluso la aventuraba por el inicio de la pronunciada curva inferior (acaso sólo cubierta por la ligera falda), sin que ella hiciera el menor gesto o movimiento para esquivarla, era evidente que el erudito ya conocía el terreno sin ninguna tela por medio; ni siquiera descarté que se hubieran levantado juntos en un hotel y que, no queriendo desembarazarse de ella con excesivas prisa y brusquedad, y a falta de otras ideas con que distraerla, Rico hubiera optado por instruirla y pulirla sin mayor propósito, porque sí, le resultaba difícil prescindir de su talante pedante y didáctico, fueran cuales fuesen su compañía y sus circunstancias. Hasta entre sábanas debía de aleccionar, o en albornoz. Me pregunté sin ahínco cuándo le habría pedido el teléfono o cómo habría contactado con ella. Me asombré de lo mucho que eran capaces de conseguir unas miradas apreciativas y oblicuas y unos versos recitados de memoria. Siempre me pareció admirable su voluntariosidad.

Para comprobar su precisión, o lo verídico de sus informaciones, hube de esperar diez o doce años, en cambio. Fue hacia 1991 cuando un día vi en la librería Miessner, o en Buchholz, un volumen en inglés cuyo título he olvidado, pero en el que figuraba el nombre de Edward de Vere, al que en el subtítulo se describía como «Lord Gran Chambelán, decimoséptimo Conde de Oxford y poeta y dramaturgo William Shakespeare», dando por sentado que los dos eran el mismo. Por si eso no bastara, una de las frases de reclamo rezaba: «Una historia fascinante del hombre que fue Shakespeare». Lo hojeé un poco y me pareció una obra de ficción, así que no me lo compré, en las novelas hay demasiadas arbitrariedad y mezcla y aquella olía directamente a pastiche culterano y docto. Ignoro si era a este texto al que se había referido Rico años atrás (el autor era un profesor universitario anglosajón, eso sí), pero en todo caso me agradó descubrir que no había sido invención ni fantasía suya la identificación, por parte de algún scholar chalado o deseoso de notoriedad, de ambas celebridades isabelinas. Claro que a lo mejor entre él y mi padre, que lo proclamó a los cuatro vientos, le habían dado la idea a más de uno y más de diez. Pero sea esto consignado para hacerle justicia al Profesor.

De Edward de Vere había llegado a saber algo más, porque aproveché aquella otra visita a la biblioteca del Británico, a los pocos días, para consultar, además de los jactanciosos versos del Rumor, el monumental Dictionary of National Biography de Oxford y buscar en él a aquel noble díscolo y maquinador, muerto hacía casi cuatrocientos años y que curiosamente compartía el apellido conmigo (no dejaba de ser el mío, aunque se tratara en origen de una fabricación o adulteración) y el nombre de pila con Muriel. Leí su larga entrada entera, por ver si había conocido a Shakespeare al menos, y, si no me falla la memoria, allí no se mencionaba la menor coincidencia o vinculación entre ellos. Hubo una frase, sin embargo, en la que me fijé y que apunté en mi libreta, que aún conservo; no porque me remitiera a nada mío, desde luego, sino porque se me antojó ver un leve paralelismo con la singular situación existente entre Muriel y Beatriz. Según la extensa nota biográfica, De Vere se había casado con Anne, hija mayor del Tesorero de Isabel I, Lord Burghley, y la propia Reina había asistido a la ceremonia, «celebrada con mucha pompa» cuando la novia contaba tan sólo quince años y el Conde seis más. A la vuelta de este de un periplo italiano, contaba esa nota, se produjo un distanciamiento temporal de su mujer. El 29 de marzo de 1576, cinco años después de la boda, su suegro, Lord Burghley, había hecho la siguiente anotación en su Diario, refiriéndose a De Vere: «Se vio incitado por ciertas personas lascivas a convertirse en un extraño para su mujer». La biografía no entraba en detalles y zanjaba pudorosamente la cuestión: «Aunque la desavenencia se subsanó, sus relaciones domésticas no fueron muy cordiales a partir de entonces». Esa esposa, Anne, había muerto bastantes años más tarde tras una reconciliación de la que nacieron tres hijas (había una primogénita, anterior al extrañamiento), y con posterioridad él había contraído nuevas nupcias con una tal Elizabeth Trentham, antes de las cuales había tenido como amante a otra Anne, Anne Vavasour, que le había dado un bastardo. Se me ocurrió que tal vez ese era el problema de Muriel: que Beatriz Noguera no hubiera muerto cuando acaso le correspondía, o cuando a él le hubiera convenido. El divorcio se esperaba para pronto en España, y de hecho se acabaría aprobando a mediados de 1981, pero aún no existía cuando yo empecé a servir a las órdenes de Muriel, ni había existido durante la totalidad de su matrimonio. Y a lo largo de los siglos, en un país tan anómalo que ha obligado a vivir juntos a quienes se eran indiferentes o se habían llegado a detestar, infinidad de cónyuges han ansiado largamente en silencio el fallecimiento del otro, o incluso lo han procurado o inducido o buscado, por lo general aún más en silencio o más bien en indecible secreto.

No recuerdo todos esos datos y nombres de aquella lectura apresurada y lejana: ahora he vuelto a consultar, en Internet, la entrada del Dictionary of National Biography relativa al decimoséptimo Conde de Oxford, para descubrir que ya no es exactamente la misma que en los viejos volúmenes de papel. La actual es más ligera y superficial, menos pudorosa, más chismosa y más explícita. En ella se dice algo que se callaba en la antigua, pero que se me cruzó por la mente no al leer sobre De Vere, que en realidad no me importaba nada (mera curiosidad momentánea suscitada por Rico el enredador), sino al pensar en Muriel y en los posibles porqués de su terminante rechazo de Beatriz. Una de las razones más clásicas para que un marido le vede para siempre la alcoba a una esposa a la que deseó, y la maltrate de palabra convencido de que nunca será suficiente y de tener derecho y justificación, es que esa mujer le haya hecho pasar por suyo al vástago de otro hombre. A lo largo de la historia no han sido pocos los bastardillos a los que se ha entregado en adopción o se ha enviado muy lejos o se ha hecho desaparecer sin más, castigando así a la mujer adúltera con la mayor crueldad: una vez que tienen a la criatura (y a veces antes también), para ellas pasa a segundo plano quién fuera el engendrador; sólo ansían permanecer junto a la cuna, a esa criatura la suelen querer más que a sí mismas y ya no cuenta nada más: es entonces cuando se tornan impávidas. La primera noche en que vi a Beatriz Noguera suplicar ante la puerta de Muriel, este había contestado así a sus protestas: «¿Algo tan antiguo y tan tonto? ¿Algo tan tonto? ¿Cómo te atreves a calificarlo así, todavía a estas alturas, después de lo que trajo y aún nos trae? Una travesura, ¿verdad? Un pequeño truco, ¿no?, y en el amor todo vale, qué gracia, qué astucia». Le había vibrado la voz con tonalidad metálica, un susurro helado de indignación. Y más adelante le había reprochado: «Si no me hubieras dicho nada, si me hubieras mantenido en el engaño. Cuando se lleva uno a cabo, hay que sostenerlo hasta el final. Qué sentido tiene sacar un día del error, contar de pronto la verdad. Eso es aún peor…». Pensé que podía estarse refiriendo a algo así, a que alguno de los hijos no fuera de él y él no lo hubiera sabido hasta que ya era demasiado tarde para retirarle todo el afecto depositado durante años y aún más para hacerlo desaparecer. Y lo peor sería que ella se lo hubiera revelado innecesariamente, a destiempo, que un día lo hubiera sacado del error, porque eso «desmiente todo lo habido, o lo invalida, uno tiene que volverse a contar lo vivido, o negárselo», le había dicho, y había añadido: «Y sin embargo no vivió otra cosa: vivió lo que vivió. ¿Y qué hace uno entonces con eso? ¿Tachar su vida, cancelar retrospectivamente cuanto sintió y creyó? Eso no es posible, pero tampoco conservarlo intacto, como si todo hubiera sido verdad, una vez que sabe que no lo fue». Y había concluido con este lamento o amonestación: «Ay, qué idiota fuiste, Beatriz. No una vez, sino dos». La primera fue el engaño, pensé; la segunda su admisión. Eso podía ser.

En la nueva nota biográfica de Edward de Vere se explicaba que, mientras él viajaba por el continente en 1575 (París, Estrasburgo, Siena, Milán, Padua, Venecia), su mujer había dado a luz a una hija, la primogénita, cuya paternidad él se negó a reconocer. (Debió de entrarle manía, porque había abandonado Inglaterra en febrero y la niña nació en julio; a no ser que no hubiera mantenido relaciones con Anne desde mucho antes de su partida, como era evidente que Muriel no las mantenía con Beatriz desde quién sabía hacía cuánto). No parece, sin embargo, que esa fuera la causa del distanciamiento, o no al menos la única: tras ser asaltado por piratas al atravesar el Canal de regreso, se dirigió a Londres en una chalana fluvial para evitar encontrarse con su mujer en Gravesend. Quizá fuera por el nacimiento de su supuesta hija en su ausencia y el consiguiente enfado o mosqueo, o acaso por la compañía un tanto caprichosa y excéntrica que se traía consigo: según el Dictionary ahora chismoso, «un niño de coro veneciano llamado Orazio Cogno» (para alguien de lengua española el apellido era un mal chiste acusatorio y brutal), «y recuerdos de una cortesana veneciana llamada Virginia Padoana» (lo cual parecía también una broma, no sé si patronímica, toponímica o metonímica, o ninguna de las tres). Estas debían de ser las «personas lascivas» a las que había aludido en su Diario el estupefacto suegro y mentor, Lord Burghley, «aparentemente incapaz de concebir que su yerno prefiriera la contigüidad del niño de coro, al que mantuvo confinado durante once meses en sus aposentos londinenses, dando pie a sospechas de pederastia». Las cuales, dicho sea de paso (y a menos que el niño se limitara a cantarle solos sin coro en privado), no serían de extrañar. En este apartado no podía haber paralelismo alguno con Muriel, que se dejaba ir de mujer en mujer bien crecida por lo que yo observaba y sabía, y si digo que se dejaba ir es porque nunca lo vi hacer esfuerzos por conquistar a ninguna, sino que parecía consentir distraídamente en ser seducido de tanto en tanto y sin consecuencias por las más decididas, antojadizas o utilitarias, como quien no quiere la cosa o no se da cuenta o ni siquiera se entera. Una vez una actriz famosa se me quejó dolida en un arranque de humillada sinceridad: «¿Puedes creerte», me confesó, «que después de acostarnos una noche me siguió tratando como si no lo hubiéramos hecho, hasta que tuve que informarle de que sí? “¿Ah sí?”, me dijo. “¿Hemos mantenido relaciones carnales? ¿De veras? ¿Tú y yo? Pues es una página en blanco, primera noticia para mí”. Es verdad que había bebido bastante, pero caramba, no haberle dejado ni medio recuerdo del revolcón… Jamás me había sentido tan ofendida en mi vida. Imagínate qué desaire, para una mujer tan codiciada como yo». Eso dijo, «codiciada», un verbo infrecuente en ese terreno, ya entonces y ahora más.

Otro dato inútil añadió a mi conocimiento la nueva entrada del DNB, tantísimos años después: mencionaba las tentativas de un par de eruditos de atribuir las obras de Shakespeare a De Vere, y las desautorizaba con displicencia («carecen de mérito», zanjaba). Lo llamativo era que la más antigua la fechaba en 1920, a cargo de un tal Thomas Looney (otro apellido acusatorio en sí mismo, ya que «loony» significa «lunático» en inglés y se pronuncia exactamente igual). Así que aquel colega detestado por Rico ni siquiera era pionero, ni siquiera original. Supongo que le gustará saberlo al Profesor, aunque quizá ya no se acuerde de nada de esto.

Así empieza lo malo
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