El trecho fue corto y se hizo largo, como siempre que se teme no llegar a tiempo de lo que sea, de coger un tren, de deshacer un malentendido, de parar una información o acelerar una carta, de retirar un ultimátum o una amenaza, por supuesto de evitar una muerte, como era el caso. Los empleados del hotel se mostraron comprensivos: en la duda —les hablaba un renombrado médico, no solamente un jovenzuelo y un tuerto— decidieron no consultar con sus superiores o bien avisarlos ya en marcha, uno de ellos se fue a buscar al gerente y otro nos acompañó hasta la habitación y llamó a la puerta con sus nudillos enérgicos, Beatriz se había inscrito con su nombre. Llamó tres veces con sus correspondientes esperas, que al parecer era lo preceptivo o lo mínimo antes de irrumpir sin permiso, mientras Muriel lo urgía a utilizar de una vez la llave maestra, o la de repuesto, o lo que fuera. La puerta permaneció cerrada y tampoco hubo respuesta tranquilizadora (aunque podría haber sido engañosa, la de alguien a punto de tumbar una silla y quedarse suspendido en el aire). —«Ya voy, un momento», o «¿Quién es? No puedo ahora, vuelvan más tarde»—, en vista de lo cual se animó a abrir por sus medios, no le constaba que la señora hubiera salido, podía estar en la cafetería o en un salón pero también en efecto en su cuarto, el hombre ya empezó a sugestionarse. Muriel fue el primero en entrar y a continuación Van Vechten, los dos a la carrera, luego el empleado que nos había conducido, contagiado el paso rápido, y yo fui el último, tenía miedo de ver la escena, sobre todo si se había colgado o había sangre, y a la vez no deseaba perdérmela, una vez hasta allí llegado, aún no había contemplado a ninguna persona muerta. Antes de cruzar el umbral vi venir por el largo pasillo a un individuo apresurado pero que no era capaz de correr por su muy grueso volumen, debía de ser el gerente avisado. También atisbé a una pareja trajeada que salía en aquel instante de su alojamiento y que al notar la agitación se quedó parada a la expectativa.
La habitación era amplia, una especie de suite junior, como las llaman ahora, quizá no entonces, a Beatriz debía de darle lo mismo el gasto, si no iba a salir por su propio pie ni a cerrar ella la cuenta. No había nadie, allí no se había ahorcado ni estaba tirada ni acurrucada en la cama bajo la acción de pastillas, faltaba el cuarto de baño, cuya puerta no cedía por las buenas, tenía echado el pestillo, y desde su interior no respondía nadie, ni protestaba por el atropello.
—¿Tiene usted manera de abrir esto? —le preguntó Muriel al empleado, casi a la vez que le daba un empellón a la puerta. El rostro se le desencajó por la angustia, aunque el parche impedía que resultase muy notorio.
—Aquí no, desde luego. De hecho no sé si la hay, para los cuartos de baño. —Para entonces ya había aparecido el gordo, llevaba la chaqueta descolocada por la prisa y una corbata muy ancha y larga que le invadía el pantalón más de la cuenta, seguramente una forma simple de cubrirse la barriga un poco, y contraproducente, el ojo se iba hacia aquel colgajo. El empleado se dirigió a él—: ¿Hay manera de abrir los cuartos de baño, Don Hernán? —Y añadió, presentándolo incongruentemente—: Don Hernán Gómez-Antigüedad, el gerente. —No pude evitar reparar en el nombre pretencioso y algo extraño, aunque luego he descubierto que ese apellido no es rarísimo. El matrimonio trajeado se había asomado a curiosear, parecían franceses los dos, a lo tonto ya éramos siete en el cuarto.
Gómez-Antigüedad hizo ademán de ir a estrechar alguna mano y contestó «Ni idea, habría que preguntar a Mantenimiento», pero nadie se la cogió, porque ya Muriel y Van Vechten estaban dando patadas a la puerta y los demás mirábamos con el alma en vilo, parecía que era cuestión de insistir para que saltara hecha pedazos, en seguida sufrió mella, por fortuna no era muy consistente.
—Tal vez tendríamos que ponerles llave, y no pestillo —dijo con deformación profesional el gerente, al observar el estropicio—. Pero menuda tarea, cambiarlas todas. Tampoco esto va a pasar con frecuencia, digo yo. —Hablaba como para sí y con aliento escaso, aún se reponía de su apresuramiento.
La puerta cedió por fin y nos precipitamos todos a mirar el interior, pero Muriel, antes de nada, nos hizo retroceder con un gesto autoritario, como si no quisiera que viéramos a Beatriz en ropa interior ni el agua teñida de rojo, eso fue lo que llegué a vislumbrar antes de obedecer y retirarme, e instar a la multitud allí congregada a que hiciera lo mismo, se iban acercando otros huéspedes atraídos por el alboroto y el retumbar de las patadas, nadie renuncia a la posibilidad de contar algo anómalo. Beatriz, consciente de que la descubriría el personal del hotel probablemente, no se había desnudado del todo para meterse en la bañera, en un rasgo de pudor había conservado el sostén y las bragas, deduje, aunque estas últimas no alcancé a vérselas, sólo la parte superior del tórax velado por el rojo y la espuma, debía de haberse lavado para oler a limpio, sin acordarse de que la sangre huele, hasta mí llegaba el extraño efluvio metálico, como de hierro. Por suerte tenía un codo sobre el borde y no se había hundido, no se había ahogado, quizá eso le había dado especial miedo o grima y lo había tenido en cuenta, y de ahí el brazo apoyado. Pero podía estar ya muerta por el desangramiento, me eché hacia atrás sin todavía saberlo.
—Dejen trabajar al Doctor, que él se ocupe —murmuré mientras empujaba al grupo hacia el exterior. Gómez-Antigüedad no tuvo inconveniente en echarme una mano y salir con los intrusos y quedarse ya fuera con ellos, se lo veía fatal, mareado y amarillento, dejó allí a su empleado en representación del establecimiento o por si se lo necesitaba. Iba a ser difícil que no se corriera por el hotel la voz del episodio.
Así pues, fueron las venas. No lo vi, pero supongo que Van Vechten intentó comprimir los cortes con telas o trapos (le dijo a Muriel que le pasara una sábana y este la arrancó de la cama deshecha —luego Beatriz había estado acostada— de un tirón, con violencia), y que, de seguir sangrando, improvisó torniquetes. Yo me quedé pegado a la puerta de la habitación, ya cerrada, veía entrar y salir a Muriel del cuarto de baño y oía dar órdenes a Van Vechten, que durante bastantes minutos no apareció, se me ocultaba, desconocía su expresión y su grado de angustia, o quizá no sentía ninguna, sería el único en saber si la mujer sobreviviría y en todo caso estaba afanado. También oí el agua acabar de irse por el desagüe, habría quitado el tapón para mejor manejarse sin líquido, o sólo con el más denso e incontrolable.
—Eduardo, ve llamando a la clínica, a la Ruber, que está más cerca. Que envíen una ambulancia urgente y di que es de mi parte. Pregunta por el Doctor Troyano y si no por la Doctora Enciso, y si no da lo mismo, díselo a quien te lo coja, me conocen todos. Diles que digo que no tomen nota, que es un solitario, ya me entenderán ellos. Que la envíen sin más, yo acompañaré a la paciente y una vez allí daré instrucciones. —Y le dictó el número y Muriel lo retuvo a la primera sin apuntarlo, su memoria bien alerta por la incertidumbre.
Vi salir a mi jefe y abalanzarse sobre el teléfono de la mesilla de noche. Estaba ya salpicado, en la camisa eran visibles numerosas gotas de sangre aguada y algunas manchas de sangre sin mezcla. El Doctor estaría aún más sucio y mojado, los dos vestidos para una cena apacible, me alegré de que no me hubieran dejado pasar, de haberme librado, habría tenido que tirar mi ropa a buen seguro.
—¿La línea exterior?
—El cero, espere tono y luego marque —respondió el empleado comprensivo.
Al cabo de un rato supuse que las hemorragias habían cesado o amainado al menos, porque Muriel volvió a salir del cuarto de baño, ya más sereno, y me dijo:
—Joven De Vere, aquí no haces nada. —Que volviera a llamarme así indicaba que se había repuesto del susto y que la vida de Beatriz seguramente no corría peligro—. Vete a casa y dispersa a los invitados, a los que no se hayan hartado de esperar y todavía no se hayan ido. —Miró el reloj y a continuación golpeó la esfera con el dedo corazón un segundo, un ademán de fatalidad y desánimo—. Que se vayan todos. Les pides disculpas en mi nombre y que ya los llamaré uno por uno en cuanto pueda, mañana.
—¿Y si quieren saber qué ha pasado?
—No, que ni siquiera tengan que preguntar, cuéntales la verdad desde el principio. Explícales lo ocurrido. Verán que es causa de fuerza mayor, lo entenderán, se harán cargo. En el mundo del cine están acostumbrados a las tentativas, incluidas las que tienen éxito; nadie va a escandalizarse. Eso sí, no hace falta entrar en detalles, describir escenas tan aparatosas como esta. —Y señaló con un gesto de la cabeza hacia donde Beatriz aún yacería, aparte de todo estaría cogiendo frío a no ser que Van Vechten la hubiera cubierto con el albornoz o toallas—. Si preguntan cómo, que no sabes.
Me acordé de que no mucho antes, cuando Lom había contado los supuestos sucesos de 1961 en la casa del cantante Vic Damone, que habrían provocado un acto fallido y la espantada de Kennedy, Muriel se había atrevido a burlarse de las mujeres a las que Beatriz había imitado hacía un rato. «Esa anécdota puede ser verdad», había dicho con natural desdén. «Es un clásico entre ciertas mujeres: encerrarse en el cuarto de baño y hacerse cortes en las muñecas. Es llamativo que casi nunca acierten a encontrarse las venas». Probablemente ahora él no recordaba esas palabras. O tal vez sí —con amargura, reprochándose haber sido ingenuo— si Beatriz se había practicado sus cortes donde no había venas, basta con rasgar la piel para que salga sangre.
—Ya, pero ¿y si están sus hijos delante? ¿Lo cuento igualmente?
—Quita al niño de en medio, si es que no está ya acostado. Las chicas pueden escucharlo, qué más da, no se sorprenderán demasiado.
—¿No? ¿Y eso?
En seguida pensé que había vuelto a preguntar más de la cuenta, para el gusto de mi jefe. Pero ya lo había hecho, era tarde para despreguntar, no existe eso, y además me creí con derecho, al fin y al cabo Muriel me había involucrado en un episodio que estaba fuera de mis competencias, si es que a aquellas alturas quedaba algo fuera; uno va cediendo, uno va prestándose, uno está dispuesto a complacer al máximo, y de repente se encuentra con que se le puede pedir u ordenar cualquier cosa, hasta que cometa un crimen. En todo caso ya iba siendo hora de que Muriel me contestara a algunas preguntas. No en aquellos momentos, desde luego, pero muy pronto. Me miró con su ojo marítimo de arriba abajo un instante, como si registrara mi exigencia tácita, y la admitiera.
—Bueno —respondió sin dar importancia al comentario—, con una madre como la que tienen, más vale que estén hechos a la idea de que un día pueden perderla. Las chicas ya lo están, no te quepa duda. Anda, ve, que Towers estará perplejo, si no furioso. No te digo su señora.
—¿Cómo está? —me interesé antes de irme. Y señalé con la cabeza hacia el cuarto de baño cuyo interior permanecía fuera de mi campo visual, remedando su gesto. Poco vi del estado calamitoso a que Beatriz se había sometido, tan sólo el fogonazo inicial al entrar en el cuarto. Tampoco logré verla apenas en ropa interior, por tanto (los tirantes del sostén caídos), lo cual, con vergüenza de mí mismo, me di cuenta de que me habría gustado incluso en aquellas circunstancias dramáticas, o ahora que parecía que el mayor riesgo había pasado. No es lo mismo una mujer muerta que una inconsciente y malherida, o quizá no se diferencian tanto si la muerta está recién muerta y aún no ha cambiado nada, quiero decir que el atractivo no se le ha ido, no ha dado tiempo. Hice lo posible por desechar aquellos pensamientos o imaginaciones o lo que fueran, era joven pero no desalmado. Aunque la mayoría de los jóvenes tengan el alma —cómo decir— aplazada.
Entonces asomó Van Vechten, que no había salido del cuarto de baño en todo el rato, bien manchado de sangre y con los brazos empapados hasta los hombros, a los médicos les toca ponerse perdidos con relativa frecuencia, necesitarán un vestuario amplio, aquel traje quedaría inservible aunque se hubiera quitado la chaqueta pronto. Se encargó de contestar él a mi pregunta, tenía mayor conocimiento de causa:
—Por suerte las heridas no son muchas ni muy profundas, le debieron doler lo suficiente para asustarse un poco. No para arrepentirse, pero sí para frenarse instintivamente, involuntariamente. Y el agua no estaba demasiado caliente. Yo creo que hacía poco más de una hora que se había puesto manos a la obra. No correrá peligro, sobre todo si llega de una puta vez la ambulancia y podemos hacerle transfusión, me cago en la leche.
—El puto tráfico —dije, los tacos se contagian.
Fue soltar eso y oír la sirena, debía venir a toda velocidad, en seguida sonó ya muy cerca. Van Vechten fue hasta el balcón y comprobó que era la nuestra.
—Ahí está —dijo.
—¿Se encontró Beatriz las venas? ¿Ha llegado a cortárselas? —Osé preguntarle todavía, ya a punto de salir, con un pie en el pasillo, vi que en él seguía habiendo grupos de huéspedes y revuelo, controlados por el gordo vacilante, indispuesto, a cierta distancia. Pero sí, ya me largaba: prefería ahorrarme el espectáculo de los camilleros y eso, y además Muriel me había urgido a ir a casa.
—Pues claro —respondió el Doctor poniéndome mala cara—. Qué pregunta.