Mientras yo lo sometía a mi breve interrogatorio, Muriel había seguido paseando, lanzándome de vez en cuando ojeadas sin significado, de mero control o atención, que me llevaron a deducir que no había dado ni una. Se detuvo cuando me detuve yo. Entonces me miró con una expresión sobria y grave que no supe descifrar. Quizá lo había molestado que le hiciera tantas preguntas directas, que con ellas lo impeliera a contarme cuando todavía no había resuelto si contarme o no. Se guardó el pastillero-brújula y con la mano libre se rebuscó la corbata bajo el jersey y se la estiró, debía de habérsele arrugado o subido durante el rato que había permanecido tirado en el suelo. Se enderezó también el nudo, aunque al no tener un espejo delante, no acertó y le quedó ladeado. Yo se lo indiqué haciéndole con los dedos un gesto hacia mi izquierda, lo entendió y se lo logró centrar. Fue hasta uno de los sofás, tomó asiento, cruzó las piernas y me contestó:

—Casi todo tiene aún que ver con la Guerra, Juan, de un modo u otro. Ojalá llegara a ver el día en que eso ya no fuera así, me temo que no lo veré. Ni siquiera creo que lo vayas a ver tú, con tus muchos años menos, y aunque a ti lo ocurrido entonces te suene casi tan lejano como la Guerra de Cuba o las Carlistas o incluso la invasión napoleónica. Si es así te equivocas, ya lo verás. Seguirás oyendo hablar de la insoportable Guerra durante más tiempo del que te imaginas. Sobre todo a los que no la vivieron, que serán los que la necesiten más: para encontrar un sentido a su existencia, para rabiar, para apiadarse, para tener una misión, para convencerse de que pertenecen a un bando ideal, para buscar venganza retrospectiva y abstracta a la que llamarán justicia, cuando póstuma no la hay; para conmoverse y conmover a otros y hacerlos lagrimear, para escribir libros o rodar películas y ganar dinero con ella, para obtener prestigio, para sacar provecho sentimental de los pobres que murieron, para figurarse sus penalidades y sus agonías que nadie puede conocer aunque las haya oído contar de primera mano; para reclamarse sus herederos. Una guerra así es un estigma que no desaparece en un siglo ni en dos, porque lo contiene todo y afecta y envilece a la totalidad. Contiene todo lo peor. Fue como retirar la máscara de civilización que las naciones presentables llevan puesta, bien sujeta como este parche —y se tocó el suyo de tuerto—, y que les permite fingir. Fingir es esencial para convivir, para prosperar y progresar, y aquí no hay fingimiento posible después de habernos visto las verdaderas caras de facinerosos, después de lo que pasó. Tardará una infinidad en olvidarse cómo somos, o cómo podemos ser, y además con facilidad, nos basta una sola cerilla. Esa guerra se amortiguará en algunos periodos, como empieza a suceder ahora, pero será como uno de esos pleitos entre familias que se perpetúan a lo largo de generaciones, y te encuentras con que los tataranietos de una odian a los de la otra sin tener ni idea de por qué; sólo porque se les ha inculcado ese odio desde su nacimiento, suficiente para que esos tataranietos ya se hayan causado perjuicio entre ellos y vean en sus acciones la corroboración de lo que se les anunció: «Ah, ya nos lo advirtieron nuestros mayores, ¿veis como llevaban razón?». Y continúe todo una vez más. El daño ocasionado por Franco y los suyos es literalmente inconcebible para cualquiera de nosotros: por los que iniciaron esa guerra sin necesidad, con deliberada exageración, como mera empresa de exterminio, y además se sintieron tan a gusto en ella que no le quisieron poner nunca fin. Claro que también los agredidos se apuntaron en seguida a la exageración. Pero no es sólo lo que hicieron, sino la maldición que arrojaron sobre este país. Y, a diferencia de Hitler, ni siquiera eran conscientes de que la lanzaban, los muy lerdos. No midieron las consecuencias, no era esa su intención. Y en cambio, en cambio, quién sabe cuánto más va a durar… —Muriel se interrumpió y se quedó absorto, mirando hacia las alturas de nuevo, quizá hacia el cuadro de Casanova hermano. Pero era como si su único ojo contemplara, en vez de a los jinetes que representaba (acaso una escena de maniobras, pacíficamente militar, valga la contradicción), un futuro lentísimo, casi inmovilizado, de imperceptibles avances y retrocesos. Ese es precisamente el efecto que producen las mejores pinturas, que pese a todo no se mueven nada, ni jamás prosigue su acción ni vuelve atrás.

No supe si con aquella perorata intentaba no responderme y abandonar el asunto o qué. Pero entonces por qué lo había sacado y me había preguntado nada, me pregunté. Probé todavía, me juré que sería la última vez, al menos por aquella mañana. Ya no tardaría en marcharse a su oficina, pasaba en ella un buen rato hasta la hora de comer, al principio no me llevaba, luego sí, en alguna ocasión. A veces almorzaba fuera, con gente, y no regresaba hasta media tarde. A veces no reaparecía en toda la jornada y volvía de noche, cuando su mujer, Beatriz, ya se había acostado. Si esto sucedía varios días seguidos, durante esos días se veían en el desayuno nada más. Todo esto cuando él no estaba de viaje o rodando, claro está.

—Pero entonces, lo de su amigo, ¿tiene que ver con la Guerra o no? No me ha contestado a eso, Eduardo. O ya no sé si lo que me ha dicho significa que sí o que no. Sea como sea, y si no me es más explícito, así sigo sin poderlo ayudar.

Sonrió con su sonrisa luminosa, sonrió también con el ojo, que posó de nuevo en mí con simpatía y aprecio, el aprecio guasón con que muchos adultos miran a los niños o se dirigen a ellos.

—A eso iba, qué prisa tienes, impaciente, a eso voy. No, no se trata de ninguna de las cosas que has enumerado. Que yo sepa, no mató a nadie ni participó en paseos ni envió a nadie a la muerte, entre otras razones porque casi no tenía edad para eso entre 1936 y 1939, a menos que hubiera sido un prodigio de maldad precoz, y es cierto que alguno se dio. No es muchos años mayor que yo. Tampoco delató ni denunció a nadie. Justamente está relacionado con eso, con que a nadie delató ni denunció, al parecer. Desde luego lo ha acompañado siempre la fama de haberse portado muy bien durante la postguerra, de haber echado una mano a los que más la necesitaban, quiero decir por motivos políticos. Un hombre intachable en ese sentido, en ese al menos. Esa ha sido su reputación.

No se me escapó la expresión «en ese al menos», como si no hubiera sido tan intachable su amigo en otros sentidos, lo cual, bien mirado, no tenía nada de particular, hay demasiados en la vida de cada cual y en alguno hay que fallar. Tampoco se me escapó lo más raro, lo que peor había entendido, y no se lo pasé por alto:

—Ya, pues no sé. No comprendo cómo el problema puede estar relacionado con que su amigo no delatara ni denunciara a nadie, ha dicho eso, ¿no?, y eso sería bueno, ¿no? Y si lo que le han contado no implica crímenes, ni lo afecta directamente porque no es una traición a usted, pues ya me lo contará un día si quiere, pero me cuesta imaginarme a qué diablos se refiere al hablar de «algo así». Algo que no puede despachar como habladurías sin más y que cualquiera negaría a cualquiera: «a un amigo, a un enemigo, a una amante, a un desconocido, a un juez, no digamos a su mujer o a sus hijos». Son sus palabras de hace un rato. No se crea que no le presto atención. Ya ve que sí.

Se pasó la mano por las mejillas y el mentón, como si comprobara si estaba lo bastante afeitado. Luego se frotó varias veces con el dedo índice la nariz grande, recta, también era como la de un actor de televisión de mi infancia, Richard Boone, que asimismo llevaba un bigote fino, quizá guardaba más parecido con este que con ningún otro anterior. Luego tamborileó con las uñas suavemente sobre su parche abombado, seguramente estaba a punto de tomar una resolución, tal vez sólo en lo que respectaba a mí, no a la cuestión.

—Mira —dijo—. Lamento haberte intrigado en balde, pero por ahora te vas a tener que aguantar. Aún no sé qué hacer con esta historia. En efecto, me tiene a muy mal traer. Tanto que no me atrevo a divulgarla. No creo que deba, todavía no. Y si se la cuento a alguien, a quien sea, a ti, la estaré esparciendo, y luego no hay forma de atrapar ni frenar lo que se lanza al viento. Puede que más adelante, según lo que decida (será pronto, descuida, en un sentido o en otro), te deba hacer una encomienda y necesite tu concurso como peón; o más que eso: como alfil o incluso como caballo, no sé si sabes que el caballo es la figura más imprevisible del ajedrez, capaz de salvar las barreras de ocho maneras distintas. También cabe que te pida que te olvides de esta conversación, como si no la hubiéramos tenido. Pero no quiero dejarte totalmente a ciegas, y además, como es posible que coincidas con este amigo en cualquier oportunidad, no estará de sobra que le eches un vistazo y sepas que se trata de él, a ver qué efecto te produce, uno ya no ve nada significativo en la gente a la que conoce desde hace siglos. Se llama Jorge Van Vechten y es médico. El Doctor Van Vechten.

No pude evitar interrumpirlo, todos saltamos como un resorte cuando no entendemos una palabra o un nombre. Ahora sé muy bien cómo se escribe, pero cuando le oí ese apellido (Muriel lo pronunció «Van Vekten», como lo hacían el propio Van Vechten y cuantos lo conocían, aunque más tarde me han dicho que en Holanda y Flandes lo llamarían «Fan Fejten» o algo así), no fui capaz de captarlo a la primera ni de representármelo escrito.

—¿Van qué? ¿Es holandés?

—No, es tan español como tú y como yo. —Y me deletreó la parte oscura del nombre—. Pero sí es de remoto origen flamenco, claro, como el pintor Carlos de Haes, ya sabes, o el otro pintor, Van Loo, no estoy seguro de si este no era francés, de ascendencia holandesa en todo caso, o Antonio Moro, que en realidad era Mor, anduvieron todos por aquí o se quedaron; o como el militar y marino Juan Van Halen y no sé si el Marqués de Morbecq, ¿conoces al Marqués de Morbecq?, tiene una colección de Quijotes de quitar el hipo, ya la quisiera el Profesor Rico para sí. Ha habido unos cuantos en España. Su familia, la de Van Vechten, procedía de Arévalo, en Ávila, si no recuerdo mal, una vez me lo explicó, donde al parecer hay muchos rubios de ojos azules porque fue uno de esos lugares, de Castilla y de Andalucía, que se repoblaron con flamencos y alemanes y suizos no sé si en tiempo de Felipe IV o de Carlos III o quizá de los dos. Bueno, qué más da. A estas alturas es tan español como Lorca. O como Manolete. O como Lola Flores. O como el propio Profesor Rico, qué caray. —Sonrió. Se hizo gracia a sí mismo más que a mí. Yo al Profesor Rico no lo conocía aún más que de nombre. Hizo una pausa y me preguntó—: ¿Qué, puedo contar con tu ayuda si me hace falta? ¿Como infiltrado, por así decir? ¿O prefieres no meterte en nada que no sean tus obligaciones estrictas? Tampoco las hemos definido nunca, por lo demás, así que muy estrictas no pueden ser.

No era sólo que me viniera de perlas, con mi carrera casi recién terminada, ganar el dinero que me pagaba mensualmente Muriel, había tenido suerte de que a través de mis padres me hubiera llegado tan pronto un empleo, por peculiar y transitorio que pudiera ser. La mayoría de los jóvenes de entonces —ahora ya no es así— suscribíamos lo que mi padre solía decir: «No hay trabajo malo mientras no haya otro mejor». Era también que Eduardo Muriel se me había convertido, desde el principio, en una de esas personas a las que uno admira sin apenas reservas, con cuya compañía disfruta y aprende y a las que desea complacer. O aún es más, de las que ansía su estima y su aprobación. Como la de un buen profesor cuando se está en el colegio o en la Universidad (bueno, en mi Facultad fueron todos horrendos con una sola excepción), o la de un maestro si es uno un discípulo, o la de un sabio si es un ignorante que pretende no serlo tanto, sólo sea por proximidad y exposición al saber. En aquellos momentos habría hecho casi cualquier cosa que me pidiera, yo estaba a su servicio y además de buen grado, con una creciente lealtad y camino de la incondicionalidad. Él ni siquiera tenía por costumbre dar órdenes, o sólo en lo referente a las cuestiones menores y prácticas. Cuando algo se salía de lo habitual, como en aquella ocasión, consultaba, preguntaba, era delicado, no imponía. Claro que era persuasivo: después de someterme a intriga, de despertar y azuzar mi curiosidad (y debía de estar al tanto de que todo lo suyo me interesaba, como le sucede al admirador cercano), sabría sin duda que yo iría donde me mandase, averiguaría lo que me encargase y estuviera en mi mano, entablaría amistad con el individuo más desagradable o más vil.

—Me tiene a su disposición, Don Eduardo, Eduardo, en lo que le pueda ser de utilidad. Usted dirá, cuando quiera y cuando le convenga. Yo esperaré a sus indicaciones. Si coincido con el Doctor Van Vechten, ¿quiere que le dé mis impresiones?

—No. Si coincides, que es bien posible, ya te preguntaré yo. No me marees por iniciativa propia, ¿sí? —Se volvió a quedar callado. Pensé que iba a dar por concluida la charla y que dejaría cualquier dictado para otra vez; que se levantaría, se pondría una chaqueta y se iría ya a su oficina en la que solía estar solo, por lo que yo creía, o a lo sumo con una especie de telefonista y contable y representante y ama de llaves, una mujer que no acudía a diario, sino sólo cuando se le antojaba a ella o la convocaba expresamente Muriel. Pero aún dijo algo más—: Oye, Juan. Hace un momento, cuando has citado mis palabras, y te has vanagloriado de tu buena memoria, has dicho: «a un amigo, a un enemigo, a una amante, a un desconocido…». Estoy seguro de que yo no he mencionado a una amante, ¿de dónde te la has sacado? ¿Qué te ha hecho imaginarte que mi amigo tendría una amante? De hecho he mencionado a una mujer y a unos hijos, eso sí.

—Ah, no sé, Don Eduardo, para mí era una manera de hablar. Ni siquiera he entendido que se estuviera refiriendo a su amigo en concreto, al decir eso, sino a cualquiera con algo feo que esconder. Y bueno, todo el mundo tiene amantes, ¿no? Temporales al menos, a rachas, ¿no? Como aún no hay divorcio… Hasta que sea aprobado, ya me contará. Y en fin, mientras se tienen… Una amante es alguien cercano, a quien también se quiere causar buena impresión, y a quien por tanto se le ocultarían y negarían las cosas que nos dejaran en mal lugar. Pero vamos, disculpe si lo he citado con inexactitud, y por la presunción.

Sonrió con ironía, o divertido.

—¿Ah sí? ¿Todo el mundo tiene amantes? Me parece que todavía has vivido menos vida que leído novelas y visto películas, qué sabrás tú. Pero no importa, era sólo que me había llamado la atención. —En un segundo recuperó la seriedad, o la preocupación, o la angustia, o el pesar, o incluso un poco de refrenada o aplazada rabia, aplazada quizá hasta la confirmación. Y añadió—: Verás, y esto es lo último que te cuento por hoy de esta engorrosa y despreciable historia que más me hubiera valido no escuchar: lo que me ha llegado de mi amigo Van Vechten no tiene que ver con muertes, como te he dicho, o no con muertes acaecidas, efectivas, ninguna en su haber, o en su debe, no sé qué tocaría aquí. No es tan grave. Pero en cierto sentido es más decepcionante, más desalentador, más estúpido y más ruin. Más destemplado. —Aún había buscado otro adjetivo, más concluyente y abarcador, y sólo había encontrado ese como sin querer. Él mismo pareció sorprenderse de su elección. Sacudió la cabeza como si su pensamiento le diera repelús—. Los beneficios y favores logrados no le acecharán la memoria ni le remorderán la conciencia ni le habrán dejado huella, al no haber nada irremediable por medio, al poderse lavar todo y parecer que no hubiera pasado. Así que estará tan tranquilo al respecto, si es que eso sucedió. Lo que me impide dar carpetazo a este asunto sin más, negarle todo crédito y ni siquiera prestarle oídos, es que, según esa información, el Doctor se habría portado de manera indecente con una mujer, o con más de una tal vez. Llámame anticuado o lo que te venga en gana, pero para mí eso es imperdonable, es lo peor. —Hizo una breve pausa, se levantó, me miró con su ojo marino como si yo fuera transparente o me hubiera consumido al primer vistazo y tuviera que seguir más allá, en busca de algo más resistente a la tenebrosidad de su visión; con su ojo azul tan colérico que me dio momentáneo miedo, no por mí, sino de vérselo así oscurecido y con una absoluta falta de piedad; me apuntó con la boquilla de la pipa como si yo fuera Van Vechten y aquella un instrumento acusador, o quizá un cuchillo con el que se está cortando una fruta y que todavía no se va a utilizar para más—. ¿Entiendes? Es lo más bajo en que se puede caer.

Así empieza lo malo
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