Pero por las noches no venía nadie y me tocaba a mí dar el paso al frente, estar a mano por si me necesitaba, ofrecerle distracción o conversación o sentarme a su lado a ver una película en televisión o una serie, para que no se le subrayara la soledad nocturna a la que estaba acostumbrada, sin embargo la consigna era ahora ir con cuidado, no duraría mucho, poco más que la convalecencia y las semanas precisas para que nos repusiéramos todos del susto y nos confiáramos, ningún estado de alarma es sostenible. Durante aquellos diez días en que Muriel rodó en Barcelona, creo que hablé más con Beatriz Noguera que en el resto del tiempo en que trabajé para su marido. Por lo general de nada muy personal, de nada espinoso ni delicado, pero ya se sabe, en esas situaciones de vecindad descontada se crea fácilmente una falsa y provisional camaradería, una sensación de cotidianidad que se asienta pronto, no hay como condenar a dos personas no odiosas a su compañía recíproca para que parezca que es así como discurre la vida, o que así podría ser si por algún motivo nada cambiara y se dilataran las circunstancias excepcionales; en tan sólo un par de días se establecen rutinas, se tiende a la repetición, incluso a que cada uno tome siempre asiento en el mismo sitio, en la misma butaca si se juega al ajedrez o a las cartas, en el mismo lado del sofá si se mira una pantalla, como también insisten en el de la cama quienes duermen juntos dos noches seguidas, con eso basta para adjudicarse una plaza.
Cuando ella se retiraba a su cuarto yo me quedaba una hora más levantado, entonces no tenía mucho sueño, y cuando por fin me iba al mío me mantenía, si no con un ojo entreabierto, como me había ordenado Muriel, sí con algún recodo de mi conciencia al acecho, quizá atento como lo están los padres con niños pequeños, sólo que a mí Beatriz no podía importarme tanto ni de lejos. Con todo, la oía en cuanto salía de su habitación, todas las noches en algún instante, y se iba al salón o a la cocina unos minutos, el tiempo de un pitillo o dos seguramente, y después ya regresaba a su zona, cerraba su puerta y yo volvía a dormirme aquietado, como si en su cuarto estuviera más a salvo, me imagino que en realidad era al contrario: en caso de intentar suicidarse de nuevo, habría evitado hacerlo en los espacios comunes, donde correría más riesgo de que la descubrieran sus hijos o Flavia, donde habría más probabilidades de que alguien se lo impidiera, o se lo frustrara antes de la expiración, otra vez a tiempo.
Una noche la oí en la cocina trajinar más rato y entretenerse a la espera del agotamiento o el sueño, tan cerca de donde yo dormía que me resultaba imposible no prestar atención e interpretar sus movimientos. Abrió y cerró la nevera tres o cuatro veces, encendió cigarrillos —el sonido de un mechero fallón reiterado—, se sirvió una bebida fría —el líquido al caer en el vaso, el entrechocar de cubitos de hielo—, me llegó el ruido de una silla o un taburete arrastrados, se sentaba y se ponía de pie a los pocos segundos y volvía a sentarse, lo que no distinguía eran sus pasos, me figuré que andaría descalza o con sus zapatillas tan sigilosas que lograban pasear de un lado a otro ante la puerta del marido sin que este se percatara, no hasta que ella decidía anunciarse llamando con un nudillo. Ahora no llevaba cuidado, acaso no recordaba que yo dormía allí al lado o le daba igual despertarme, lo más seguro es que estuviera absorta y no pudiera pensar más que en sus pensamientos, es egoísta el insomnio. El persistente arrastre del taburete o la silla —nada más que desazón y nervios, probablemente; había de esos dos tipos de asientos— me hizo concebir un peligro. «No irá a subirse en ellos», pensé, «darles una patada y colgarse; no estará con preparativos», e intenté hacer inútil memoria de si había algo en el techo a lo que enlazar una cuerda o cualquier tira de tela. Fue suficiente que se me cruzara esta idea para aguzar el oído y esforzarme por descifrar cada desplazamiento, y para que me preocupara si se prolongaban la quietud y el silencio. En mitad de la noche todo adquiere verosimilitud y dimensiones.
Mientras permaneciera Beatriz allí no iba a vencer yo mi alerta, me reconocí, así que me levanté de la cama. Hacía ya calor, sólo llevaba puestos los boxers que desde joven he utilizado, como pantaloncitos cortos, los llamados slips los encontré siempre chulescos y además disuasorios. No podía o no debía aparecer así, consideré —aunque habría estado justificado, aquella era ya zona mía, por así decir—, y como no usaba bata, me puse los pantalones vaqueros y la camisa, me dio pereza abotonármela y me la dejé por fuera. Abrí la puerta de mi cuchitril con cautela —no quería sobresaltarla—, algo adecentado por Flavia desde la primera vez que había pernoctado en la casa, algo más acogedor y menos despojado; y la vi de espaldas, en efecto sentada en uno de los taburetes de la cocina, solía desayunarse allí, cada uno por su cuenta o a su hora, los únicos que coincidían eran los niños y sólo en días de colegio, nadie ejercía mucho de núcleo aglutinador, tendía a la disgregación la familia.
Tenía las luces encendidas, luego nada iluminó mi puerta abierta y Beatriz no se dio cuenta de mi presencia, enfrascada en su propia cabeza. Tampoco en esta ocasión se había cubierto con un batín, pese a hallarse Muriel ausente y no haber nadie a quien tentar con su camisón más bien corto, de pie le llegaba hasta medio muslo, era idéntico al que le había visto aquella noche ya lejana a distancia, sólo que no blanco ni crudo sino azul muy claro, quizá se había comprado dos o tres del mismo modelo, al encontrarlo favorecedor en su momento. El calor la había hecho salir así de ligera, supuse, y el ensimismamiento, y el sentirse sola aunque en el piso durmieran otras cinco personas, tal vez contábamos poco, empleados e hijos, en el insomnio. Sentada como estaba, no podía confirmar que, como en la noche de ronda y súplica, no vistiera ropa interior inferior, pero desde luego la superior no la llevaba, como por otra parte es natural, quién va a dormir con una prenda que sujeta y aprieta, a lo largo de mi vida no me he encontrado con mujer alguna que conservara el sostén entre sábanas. Me sorprendió que mi primera ojeada se fijara en eso o tratara de dilucidarlo, qué había o no había bajo el camisón de seda; o no me sorprendió sino que me lo reproché de boquilla un segundo, al fin y al cabo la mirada no se domina, a menudo actúa al margen de nuestras instrucciones y de nuestras censuras, o es que bajo ese pretexto le permitimos desobedecernos. Advertí, además —fue inmediato—, que aquella desinhibición de mis ojos me traía sin cuidado, como si la ausencia de Muriel en la casa me diera esta vez —por irresponsable, por inadecuada— libertad para contemplar cualquier cosa a mis anchas, su mujer incluida. No tenía mucho sentido aquella incontinencia visual sobrevenida, habida cuenta de lo poco que a él le importaba Beatriz físicamente, o de cuánto la repudiaba. Pero uno se siente más dueño cuando no está el dueño, como si ocupara su lugar temporalmente, y lo usurpara. De ahí que todos los sirvientes que en el mundo han sido se tiren sobre los sofás y se revuelquen en las camas, descorchen botellas y se arrojen a la piscina de los amos en cuanto los ven alejarse, o fantaseen al menos con la posibilidad de hacerlo sin que se note, pues también será cosa suya borrar los rastros. A la postre yo era uno de ellos, una especie de sirviente, aunque se disimulara. Influía asimismo en mi descaro que Beatriz hubiera intentado suicidarse hacía poco, me di cuenta: con quien podría estar muerto por su propia mano nos tomamos confianzas extrañas: «Total», nos decimos, «de lo peor se ha librado, ya le ha sonreído bastante la suerte; esta etapa es un regalo, de la que no le cabe quejarse; cuanto le pase a partir de ahora, trató de que no pasara, decidió no contar con ello ni conocerlo». Y de hecho yo pensé allí en la cocina, o fue una ráfaga que atravesó mi mente, en modo alguno tan formulada como al explicarla ahora: «De no ser por mí, ese cuerpo estaría pudriéndose y ya nadie lo miraría, en una fosa, bajo tierra, o quizá irreconocible en ceniza; luego en cierto sentido me pertenece su supervivencia o parte de ella, unos minutos o unas horas, me he ganado el derecho a recrearme la vista con él cuanto quiera». Sí, hay culturas en las que, si uno le salva la vida a alguien, se hace responsable de lo que le suceda luego, de que la prórroga a uno debida no sea aciaga, un tormento; y otras en las que se convierte, si no en su propietario, sí en algo semejante a un usufructuario, el salvado se pone a disposición del salvador, o se le encomienda, o se le entrega. De pronto tuve la sensación engreída de que Beatriz estaba en deuda conmigo, si se alegraba de seguir viviendo; de lo contrario se consideraría mi acreedora, si lo lamentaba. Tenía un vaso de whisky con hielo en una mano y en la otra un cigarrillo sin encender, dos colillas en el cenicero cercano. Sus muñecas vendadas blancas contrastaban con sus brazos desnudos, el camisón era de tirantes y el tono de su piel no era pálido, por eso su palidez ocasional daba miedo.
—¿Qué, no puedes dormir? —le pregunté tras un mínimo carraspeo, para avisarla en dos fases, aunque seguidas.
Se volvió y sonrió levemente, sin demasiadas ganas. No volvió la cabeza sino que giró el cuerpo entero, bien al descubierto los muslos robustos, al estar sentada con las piernas cruzadas. (No logré dilucidar todavía, por los pliegues). No tan destapados como los de la funcionaria Celia en el taxi, pero bastante, bastante. Señaló el whisky como excusándose, no era mujer bebedora.
—Sí, estoy a ver si esto me tumba —dijo—. Como no tengo mucha costumbre… —Y añadió—: Te he despertado, perdóname. A veces se me olvida que estás ahí por las noches. Bueno, estas noches que te han puesto de centinela mío. Bueno, y otras, tú no parece que estés muy a gusto en tu casa, ¿no?
No se le escapaba que pasaba en la suya más tiempo del que me correspondía, pero el comentario fue neutro, no sonó a indirecta ni a queja por mi excesiva presencia. También estaba al tanto de cuál era mi función mientras Muriel rodaba a seiscientos kilómetros sus escenas estrafalarias.
—Sí, sí estoy a gusto —contesté—, pero a veces echo de menos un poco de compañía y aquí la hay de sobra, la verdad. Espero no abusar, no molestar. Si es así, dímelo.
Negó con un golpe seco de cabeza, como si dijera «Faltaría más, qué disparate». Como si mi temor fuera una tontería que ni siquiera valía la pena disipar con palabras.
—Anda, siéntate conmigo un rato, hasta que me venga el sueño. Ya que te he despertado. —Y acercó otro taburete, lo colocó a su lado. Tomé asiento a su izquierda y desde ese ángulo se me hizo parcialmente visible el interior de su escote, es decir, parcialmente su pecho derecho y, claro está, el canalillo, ya no me avergoncé de que mi vista diera prioridad a esos aspectos, pero miré de reojo, de buenas a primeras no se puede ser impertinente con la mirada, hay una exigencia de disimulo inicial en todas las ocasiones, incluso en aquellas en las que se sabe en qué terminará todo y a lo que se ha venido, para qué dos personas se han encontrado. No era este el caso, en modo alguno. Yo no sabía nada (me limitaba a acumular elementales deseos, si es que eso en la juventud no es redundante) y por entonces a ella ni se le había ocurrido, Beatriz sólo estaba combatiendo su insomnio y quizá pensando en vacuo, ocupación suficiente para pasar el resto por alto y apenas reparar en nada externo. Tenía cuarenta y uno o cuarenta y dos años, en aquella época aún no eran muchas las mujeres que se sometían a cirugías absurdas y contraproducentes, lo que percibía del interior de su escote era natural, de lo que se mueve, de lo que sube y baja un poco con cada respiración, de lo que a la vez es firme y muelle, todavía firme y abundante y bastante erguido, oscilante y de apariencia suave, y a Muriel le repugnaba o no tanto, al fin y al cabo lo había manoseado aquella noche, aunque su intención fuera vejatoria y despreciativa. Yo no lo habría tocado de ese modo, no en principio, en absoluto, ni en aquella noche ni en esta ni en ninguna otra. Se me iban las yemas de los dedos en esta; es una manera de hablar, no se me iban. Se quedó callada unos segundos, se entretuvo en encender el cigarrillo, aspiró con fuerza y subió el pecho a medias visible, esto es, subieron ambos pero tenía que adivinar bajo la tela el izquierdo; y entonces hizo por primera vez referencia a mi intervención—: Así que me salvaste la vida. Así que fuiste tú quien me quitó de la muerte.