Volvió Beatriz a la casa y marchó Muriel a Barcelona con Towers ojo avizor y escamado y temeroso por su proyecto, con Lom y los demás actores apenados por lo que le había ocurrido a su director pero sobre todo desconcertados, preguntándose si estaría en condiciones de continuar el rodaje con su mujer casi recién suicidada a seiscientos kilómetros de distancia, ellos no sabían del trato que él le dispensaba a ella, del rechazo constante y de los ocasionales insultos, «Sebo, siempre sebo, para mí no eres más que eso», «Creo que ya no la aguanto, he de cerrarle la puerta, eso debe ser», y la puerta llevaba mucho tiempo cerrada a cal y canto, después de haber hecho mal en quererla «todos estos años, lo más que pude, mientras no supe nada», y eso pese a no ser el amor de su vida, «como suele decirse»; o de haber hecho bien según ella, «seguramente no hayas hecho nunca nada mejor». A lo que él había respondido extrañamente, con suavidad, con deploración: «Eso te lo concedo». Claro que en seguida había añadido: «Razón de más para que tenga la convicción de haber tirado mi vida. Una dimensión de mi vida. Por eso no te puedo perdonar». Pero quizá aquel antiguo querer de tantos años pasados, «todos estos años atrás», explicaba en parte la reacción aterrada de Muriel ante la posibilidad de que Beatriz hubiera coronado con éxito su tercera tentativa, bien cerca y a mala idea, era de suponer, en el Hotel Wellington y precisamente una noche en que tenían la casa repleta de invitados a cenar. También da pavor que se esfume el testigo de lo mejor que uno haya podido hacer, aunque haga mucho que dejara de hacerlo y lo haya compensado con lo que para ese mismo testigo habrá sido lo más dañino y peor.
O tal vez los había unido con fuerza en su día la muerte del primogénito, hechos como ese suelen traer consigo una de dos: o un cónyuge culpa al otro irracionalmente por haber sido incapaz de adivinar el peligro y proteger y salvar al niño, y los dos van aislándose y rehuyéndose hasta casi no poderse hablar ni mirar, o bien se apoyan recíprocamente y se sirven de espejo y sostén: al ver el uno la pena del otro acaba apiadándose de él, y entonces le coge con frecuencia la mano y repentinamente lo acaricia o lo abraza cuando se lo cruza en el entristecido pasillo por el que ya no corren pasos pequeños y rápidos, los niños no saben moverse, no saben ir de un lado a otro sin premura y precipitación, y la cría que les quedaba viva, Susana, aún no sabía andar. Si ella tenía quince años largos ahora, ese era el tiempo que hacía de la desaparición del hermano con el que coincidió brevemente en el mundo y al que no llegó a conocer.
Siempre le había tenido simpatía a Beatriz Noguera, me había caído bien; desde que me enteré de esa muerte infantil fue inevitable que se la tuviera aún mayor y que se le añadiera algo parecido al respeto, es imposible no sentir ambas cosas por quien ha padecido la pérdida de un niño chico que sin embargo ya camina y farfulla y va haciendo algunas torpes preguntas porque entiende poco a su alrededor. También se mira con más interés a quien uno sabe que ha debido sobreponerse a un inmenso dolor y además no lo cuenta ni lo menciona ni explota para hacerse compadecer. Así que cuando volvió Beatriz, más delgada pero con excelente aspecto, sin apenas huellas visibles de haberse acercado a la muerte por su propia voluntad, me encontró más predispuesto que nunca a atenderla y a vigilarla, a distraerla y acompañarla, como me había indicado Muriel. De hecho me había ofrecido una coartada para aproximarme y dirigirme a ella, con la que siempre me había mantenido más bien a la espera, con una mezcla de distanciamiento y timidez, o temeroso de que pudiera notárseme algo de mi turbación teórica o de mi vaga admiración sexual, como la ilusoria que provoca un cuadro, ya lo expliqué, nada más.
Más que de un hospital, parecía que regresaba de una cura de sueño, con el cutis muy terso y la mirada embellecida por apaciguada y hasta levemente perdida, y también sus andares se habían aligerado, pisaba con más delicadeza o con menos rotundidad, los tacones casi siempre puestos como si quisiera sentirse lo más atractiva posible el mayor tiempo posible o estuviera a punto de acudir a sus citas, sólo que no salía nada aquellos días salvo cuando Rico, que proclamaba haberse quedado en Madrid para arrimar el hombro —pero probablemente no era así, sino porque lo requerían maniobras mundanas de importancia vital para él—, se presentaba y la convencía de ir de compras o a una conferencia o incluso al cine a media tarde, sin privarse de gastarle bromas impertinentes sobre el desesperado trance a que acababa de someterse y del que acaso prefería no hablar.
—Ea, a ver cuándo me vas a enseñar esos cortes, Beatriz. No los dejes cicatrizar demasiado sin que yo les haya echado un vistazo en rojo —le decía sin el menor tacto, era de los que creían que no había mejor terapia que la de choque ni mejor cura que la burla festiva para cualquier dolencia del ánimo, la parodia; y le señalaba las vendas que llevaba en las muñecas, único vestigio claro de su percance o aventura hotelera—. Quiero comprobar cómo te los hiciste, si en sentido vertical u horizontal, con método o al buen tuntún, si en forma de aspa o de cruz, si con mínima artistería o en plan barbero aquejado de Parkinson; me da que yo, en tu lugar, habría aliviado la espera jugando a las tres en raya con la navaja, tal vez. Urfe, tirsto, érbadasz. —Tenía días más proclives que otros a emitir sus sonidos ininteligibles más o menos onomatopéyicos, y a veces empalmaba dos o tres. Por suerte no vivía en su venerada Edad Media ni en su dilecto Renacimiento, entonces se los habrían tomado por lenguaje diabólico o conjuros a Belcebú y el Profesor habría acabado en la hoguera, no pude evitar imaginármelo un momento atado a unos haces de leña, con sus gafas puestas y un cigarrillo en los labios (total), declamando pasajes soberbios antes de ser devorado.
Beatriz no se molestaba, puede que incluso agradeciera la franqueza, la ligereza y la guasa. Reía lo suficiente para pensar que el Profesor no andaba errado del todo en su tratamiento irrespetuoso del episodio, y le aseguraba que le permitiría ver las heridas algún día, antes de que se le uniformara de nuevo el color de la piel.
—Falta mucho para eso, Profesor. Y además me quedarán siempre las marcas. Tu curiosidad se verá satisfecha antes o después.
—No me mientas, Beatriz. La cirugía estética borra hoy lo que quieras. Y os conozco, a las mujeres. Si no recurres a ella, te taparás con pulserones como argollas y ya no habrá nada que ver. No calibres mal tu futuro pudor al respecto, que te vendrá.
—No te miento, Profesor. Para el próximo cambio de vendas te llamaré. En todo caso no esperes artisticidad —le respondió Beatriz mucho más seria, como si la hubiera atacado con antelación el vaticinado pudor, o estuviera reviviendo el instante de la invasión de un líquido en otro, la primera sangre en el agua extendiéndose, la señal para que ella empezara a morirse, morir en su palidez. De hecho se le quebró un poco la voz al murmurar las palabras que vinieron a continuación. Rico estaba atareado rellenando su pitillera con meticulosidad, pero se enteró, levantó la vista con entendimiento y pena y yo sentí pena también. Me entraron juveniles ganas de levantarme y abrazar a Beatriz y decirle quedamente al oído: «Ya está, eso ya está, ya pasó». No se me ocurrió seguir el impulso, habría estado fuera de lugar—. Ya hace uno bastante con atreverse a cortarse, y yo preferí no mirar. La espuma me ayudó a no ver.