—¿Y qué condiciones eran esas? —le pregunté para acabar con su mirada ida—. Aunque me las voy figurando.
Vidal era más pragmático que meditativo, así que en seguida volvió de su ausencia.
—Pues sí, te las figuras bien. Tirárselas. —Utilizó el verbo crudo, como si fuera el que habrían empleado ellos mismos, Arranz y Van Vechten. De hecho lo confirmó inmediatamente—: Así lo planteaban, por lo visto, sin rodeos ni circunloquios, sin delicadeza. Sin hipocresía, no sé si era una virtud en este caso. Tirarse a sus mujeres, o más adelante a alguna hija ya crecida. Las cosificaban, las convertían en moneda; algo no muy raro en la época, y menos si una parte de la población estaba desprotegida. Cuantas veces quisieran y hasta que se cansaran. Siempre que les gustaran, claro, que estuvieran apetecibles. Si no lo estaban es posible que sus familias se quedaran sin asistencia médica para los hijos, porque otra clase de beneficios mal podían sacarles, ya te he dicho: por lo general gente a dos velas. Quizá algún cuadro valioso del que no se hubieran desprendido, algún bargueño heredado, algunas joyas o libros antiguos que conservaran, difícil que guardaran nada después de los tres años de asedio, casi todo el mundo vendió lo que tenía. Y luego, que les dieran buena fama. Que silenciaran la transacción, por supuesto, el chantaje, y corrieran la voz de que había un par de pediatras del régimen altruistas y compasivos, conciliadores y civilizados, que visitaban gratuitamente a sus niños. No sé a Arranz, supongo que también, pero a Van Vechten eso le ha servido de mucho, socialmente. Bueno, ya lo sabes. Lo mismo que a otros: catedráticos, historiadores, novelistas, pintores que apoyaron al franquismo y lo sirvieron en sus décadas de mayor crueldad, y que con el paso del tiempo, cuando eso ya no era peligroso apenas, se hicieron nominalmente de izquierdas. Y hoy presumen de disidentes de toda la vida, de haber estado en el exilio, de haber sido censurados. Me subleva ese pintor catalán, cómo se llama. Y ese filósofo tan feo y tan calvo, el que predica ética, tampoco me acuerdo del nombre. Naval se lo sabe todo, lo que pasó de verdad, lo que hizo y dijo cada cual y dónde estuvo. Eso sí, no se te ocurra denunciarlo hoy públicamente, porque serán los propios izquierdistas quienes saldrán a defenderlos como fieras y te lo echarán en cara, quienes te acusarán de querer desprestigiar y manchar a los suyos. Los suyos desde anteayer, no te jode. Gente que siempre ha sabido favorecerse, en los años cuarenta y ahora.
Entonces no me interesaban mucho aquellas consideraciones; más adelante sí, cuando ya era tarde para desenmascarar a nadie, y además quién quiere encargarse, ni siquiera hoy, mil años después de la Guerra, demasiado tiempo de biografías falseadas, embellecidas leyendas y aplicado o consentido olvido. A casi nadie le importa ya nada de eso. A nadie medio joven, o sólo de manera artificial y dudosamente idealista; y a muy pocos vivos. Los muertos dejan de contar en cuanto son eso, muertos.
—¿Y tragaban, las mujeres? —Me interesaba mucho más esa parte de lo que Vidal me contaba. A Beatriz no la habría sometido Van Vechten a esa clase de chantaje: se había casado hacia 1961 o 62, algo así, y Muriel era un niño durante la Guerra, y su antifranquismo había sido más intelectual que activista. Pero yo pensaba en ella. ¿Y por qué iría a la consulta de aquel Carlos Arranz, el antiguo compinche? Probablemente era allí donde iba, no a Mollá ni a Deverne ni a Gekoski ni a Kociejowski. Quizá era algo sencillo, costumbre: quizá seguían teniendo la costumbre, los dos médicos, de intercambiarse las mujeres, aunque les salieran ya gratis y no fueran cobro de nada. Y a Beatriz era posible que le diera todo igual, como a algunas despechadas de cama largamente afligida, mientras se lo pusieran fácil y no hubiera de salir por ahí a buscarse las venganzas, eso puede ser muy deprimente.
Vidal entornó sus ojos de párpados grandes como los de McCartney. Me pareció que pensaba: «Pero qué ingenuo eres».
—Cómo no iban a tragar, Juan, ¿pero tú te haces idea? La situación no permitía elegir, en aquellos años. Por un lado, la alternativa era que el marido o padre fuera derecho a la cárcel, en el mejor de los casos. Por otro, qué madre no da por bueno, dentro de lo malo; qué madre no ve como una bendición poder recurrir a un pediatra cada vez que se le pone ardiendo o a morir un crío, poder llamarlo y que venga pronto. Me temo que muchas se habrían prestado incluso sin las amenazas. Las madres están dispuestas a todo, son rehenes, salvo excepciones como la tuya, vale. Y encima alguna acabaría sintiendo un agradecimiento… digamos maquinal o reflejo, no te quepa duda. Acostarse con el que cura a sus hijos no es lo peor que le puede pasar a una mujer, no desde su punto de vista. —«Y luego quieren, te lo aseguro, la mayoría», me volvieron las escasas palabras reveladoras que se le habían escapado al Doctor en nuestras salidas nocturnas—. Supongo que también contaban con eso, Van Vechten y Arranz, con la inevitable gratitud por ver fuera de peligro a un niño enfermo, con la paulatina tranquilidad de estar a cubierto, el alivio. Y con la familiaridad al cabo del tiempo, y el hábito. No me extrañaría que en alguna de esas familias hubieran plantado un vástago, si tardaron en cansarse y no llevaron cuidado. Mal asunto si salió muy rubio y el teórico progenitor era muy moreno.
Eso me hizo acordarme del brevísimo encuentro con la puta veterana en Chicote. «Yo a ti te conozco, ¿verdad? Con esos ojos tan azules y ese pelo tan rubio», le había dicho. No se olvidaba al Doctor, no su aspecto. Una barra de pan en la cabeza.
—Lo que no me explico del todo es el afán de Van Vechten —dije—. No es que me parezca agradable, de hecho hay algo en él que puede repeler, yo creo. Pero con ese pelo amarillo pálido y esos ojos tan claros y acuosos, con esa sonrisa rectangular y perenne y con su planta, llamaría mucho la atención de joven, y tendría éxito. No le costaría conseguir mujeres sin necesidad de amenazas.
Esta vez Vidal no se reprimió. Al fin y al cabo me trataba como a un hermano menor, ya lo he dicho, con el que hubiera convivido intermitentemente.
—Te creía ya menos ingenuo, Juan. Pero a ver, ¿tú no lo has visto actuar con las mujeres? Con tus propias amigas, entiendo, que podrían ser hijas suyas. Es un depredador insaciable y lo ha sido siempre, esa fama sí que es justa; de los que cuentan los polvos. Y no te creas que en los años cuarenta y cincuenta muchas llegaban hasta el final, sin más ni más y de buen grado. Ni por placer ni por amor ni por nada. ¿Tú qué te piensas, que la revolución sexual ya imperaba y existía la píldora? Por favor, el mundo no empezó a la vez que tú. Ha estado muy difícil echar un polvo en España. Había que malgastar mucho tiempo y hacer muchas promesas, y aun así. Pregunta a las enfermeras del San Carlos y del Ruber, incluso a las del Francisco Franco, donde aterrizó ya más maduro, pero claro, con más poder todavía, Jefe del Servicio de Pediatría nada menos, y en época más liberada, a finales de los sesenta o por ahí. A todas les ha tirado los tejos, a las que valían la pena; con peor o mejor gusto, con más o menos presiones y con más o menos éxito; y aún continúa haciéndolo, a sus sesenta años cumplidos. Eso no se pasa.
Ahora me acordé de la funcionaria Celia, la amiga del maestro Viana. «Es un poco cerdo», había dicho con seguridad, y me lo había explicado: «Me pareció que me tocaba más de la cuenta, eso lo nota una en seguida… Mucho rondar el abdomen, como que se le iban los dedos hacia donde no debían, y mucho rozarme los pechos con la manga de la bata y con la muñeca, así como por accidente… Hasta salí con mal cuerpo, con una sensación de sobeteo». Eso en un reconocimiento somero. Y no era de las que ven visiones, no era una mujer remilgada.
—Ya —contesté pensativo—. Sí, es de los que no pierden ocasión, eso salta a la vista. —Y me sonrojé un poco al definirlo así, porque quizá yo también era de esos, a mis veintitrés años. Tenía la excusa de la juventud, supuse. Y jamás habría chantajeado ni amenazado a nadie.
—Y luego está el placer añadido de la dominación, y de humillar al derrotado, no desdeñes eso, Juan —prosiguió Vidal, y le aumentó el resentimiento en el tono—. De tirarse a la mujer o a la hija de alguien, y además con su conocimiento y ante su absoluta impotencia. Un grandísimo hijo de puta, apártate de él en cuanto puedas. Es posible que después haya cambiado de veras, no digo que no; que la engañada percepción de los otros lo haya llevado a amoldarse a ella, a ser un conciliador sincero y hasta un antifranquista, de los tardíos. Pero entonces no lo era, tenlo en cuenta. Entonces era todo pantomima, y aquellos individuos no dejaban de ser enemigos. Vencidos, pero enemigos. Debió de disfrutar lo suyo con la situación. Da rabia pensarlo, pero qué se le va a hacer, así estamos. Y mejor no podríamos estar, seguramente. Yo en todo caso lo cuento. Lo que sé, lo cuento.
Los ojos de Vidal volvieron a perderse un instante en la superficie de la mesa, en los ceniceros, en las últimas cervezas que nos habían traído.
—¿Conoces un sitio llamado Santuario de Nuestra Señora de Darmstadt? —le pregunté de repente. Veía que estaba enterado de muchas cosas—. No lejos de aquí…
Levantó la vista y me interrumpió en seguida:
—Sí, he pasado por delante. Y espérate, algo le he oído al Doctor Naval, espérate. Qué fue. Sí, ya me acuerdo. Creo que es una sucursal o una réplica de otro santuario del mismo nombre, chileno precisamente. Bueno, espera, fundado por alemanes, si mal no recuerdo, que recalaron allí en los años cuarenta y cincuenta. De ahí que se llame de ese modo, supongo; así que probablemente el chileno será a su vez una réplica. —«Sala Padre Gustavo Hörbiger», rezaba uno de los azulejos que había visto en el Santuario: el nombre españolizado, el apellido alemán innegablemente—. Y lo lleva, depende de un movimiento apostólico… —Vidal iba haciendo memoria a la vez que hablaba—. No, no sé, tendría que preguntarle a Naval, en alguna ocasión me lo ha mencionado sin que yo prestara mucha atención y ahora no caigo. Pero me suena que a ese movimiento pertenecen altos cargos de Pinochet e incluso algún ministro. —Su dictadura aún regía hacia 1980; es más, todavía le quedaba largo trayecto. Cinco años antes el individuo se había presentado en Madrid para asistir a las pompas fúnebres de Franco, envuelto en una siniestra capa a lo Drácula y con gafas muy oscuras de ciego, la viva imagen de un murciélago humanoide tocado con gorra de plato—. ¿Por qué lo preguntas?
—He visto allí alguna vez a Van Vechten.
—¿Como feligrés?
—No, en una de las dependencias. Como si tuviera consulta allí, o un despacho. Estaba como en su casa. —No lo sabía bien Vidal, tampoco iba a decírselo.
Se sonrió con malicia y lanzó un pequeño silbido. No había alzado nunca la voz, ni en los momentos de mayor vehemencia.
—Vaya, eso sí que no lo sabía, y puede que Naval tampoco. Si es así, a lo mejor Van Vechten no ha cambiado de veras y todo sigue siendo pantomima. O guarda viejas lealtades. Yo creo que ese es un sitio muy ultra. Desde luego ultracatólico, seguramente también ultraderechista, lo uno suele ir con lo otro. Lo mismo atiende a los hijos de los fieles de vez en cuando, como favor o aportación a la causa, o a la Virgen: familias pudientes sin duda, encantadas de que las obsequien con el concurso del gran pediatra. Quién sabe. Si quieres le pregunto al Doctor Naval y te informo. En todo caso le va a gustar saberlo. Todo lo que tenga que ver con Chile le interesa, por razones obvias.
Volvió a perdérsele la mirada, pero esta vez se reía solo, como si anticipara lo mucho que le iba a intrigar o a divertir el relato a su mentor o maestro, huido de Chile tras el golpe. De pronto pidió la cuenta con un gesto de los dedos. Se había hecho tarde, sus colegas se habían largado hacía rato, despidiéndose con la mano a distancia.
—Una última cosa, José Manuel.
—Dime.
—¿Sabes el nombre de alguna víctima de Van Vechten? Si es que puedes decírmelo. Quizá no estaría mal que un día pudiera soltárselo, como por casualidad, como quien no quiere la cosa. Para ver cómo reacciona.
Se quedó pensativo unos instantes, pocos.
—A estas alturas da lo mismo que lo sepas, me imagino —contestó—. A una prima de mi padre, casada con un antiguo anarquista que se libró del paredón y las purgas, le tocó padecerlos. Una mujer muy cariñosa, yo la traté bastante. A los dos, a Arranz primero y luego a Van Vechten. Se las pasaban, ya te he dicho. Se turnaban, ahora tú, ahora yo, hasta que se cansaban. Carmen Zapater, ese era su nombre. La tía Carmen. Al fin y al cabo ya está muerta. Aunque por ahí andarán sus hijos, por los que se sacrificó con repugnancia. Pero también con alivio, seamos justos.
De ahí le venía, pensé, tanto conocimiento. Quizá de ahí le venía la intensidad de su resentimiento. La tía Carmen.