Ojalá Muriel hubiera tenido la misma curiosidad maliciosa, me llevé una decepción enorme cuando por fin una semana después se calmaron un poco sus afanes y volvió a pasar algo de tiempo en la casa. En parte fue gracias a su amigo Jack Palance, que aceptó en seguida el papel de coprotagonista en su nueva película improvisada, o quizá sacada del cajón de los viejos proyectos fallidos o demorados o extraviados, Muriel no encontró facilidades para muchos de sus empeños, y acaso fue tanto lo que no pudo rodar como lo que realizó efectivamente. No es que Palance estuviera en el mejor momento de su carrera, o es más, sin duda estaba en el peor de todos. Si uno consulta ahora su filmografía, comprueba que no hizo una sola película entre 1981 y 1986, ambos años inclusive, y que durante cuatro de ese periodo su única actividad artística fue presentar un programa de televisión americano cuyo título no traspasó fronteras. Así que tal vez no era extraño que se prestara a participar en una producción fantasma española o de cualquier otra nacionalidad; al fin y al cabo ya no había tenido inconveniente, durante los sesenta, en ponerse a las órdenes de Jesús Franco, Isasi-Isasmendi y un puñado de italianos de poca monta (y eso que en esa misma década había alternado con cineastas como Godard y Brooks, Abel Gance y Fleischer). Pero la admiración de Muriel por él era tanta que su incorporación apalabrada le sosegó los ánimos y lo llenó de esperanza. No es que la presencia del gran Jack Palance en un reparto fuera la menor garantía de financiación ni de éxito en aquellos tiempos, más bien al contrario por vergonzoso que hoy suene. Pero a Muriel le parecía buen augurio contar con él y tal vez con Richard Widmark, con quien Palance había trabajado en sus dos primeros largometrajes, allá por 1950, y al que había prometido convencer para que aceptara el otro papel protagonista. No tenía ni tengo idea de qué trataba esa película que ni siquiera empezó nunca a rodarse. Sólo sé que Volodymyr Jack Palahniuk —el verdadero nombre ucranio de Palance— había cumplido ya los sesenta y Widmark rondaría los sesenta y cinco.

También tuve la sensación de que Muriel estaba más contento por su frecuente contacto con la empresaria Cecilia Alemany. Ignoro cómo consiguió que le hiciera caso ni qué tipo de caso era exactamente, pero ahora se llamaban casi a diario y él se apartaba para sus conversaciones con ella y mascullaba para ser mal oído por quien estuviera en la casa, yo incluido. Y sobre todo dejó de hacer chanzas sobre su inaccesibilidad. Ya no hablaba de ella como de una semidiosa, ya no soltaba frases como «Qué insigne mujer; qué hacha para los negocios, a su lado somos todos microbios». Que se deje de exagerar y bromear sobre alguien venerado es señal de que ese alguien ha bajado a la tierra y se ha hecho próximo. No me atrevía a pensar que ahora compartieran chicle o se lo pasaran sin refinamiento, pero una noche en que Muriel volvió tarde y yo aún andaba por allí levantado, noté que despedía un embriagador olor a perfume, casi narcotizante, y él no se lo había echado. De lo que estaba seguro es de que la propietaria del emporio ya no se dirigiría a él llamándolo «buen hombre», lo que tanto lo había humillado y divertido en su lejana primera audiencia.

A la mañana siguiente estaba de tan buen humor, me imagino, que me convocó a su despacho y me dijo, el pulgar bajo la axila y en la otra mano la pipa, con la que me apuntó como Sherlock Holmes o más bien como Walter Pidgeon, que en ocasiones lucía bigote como el suyo:

—Joven De Vere, como las cosas parecen estarse arreglando, y me da que el nuevo proyecto va a ir adelante, olvídate de lo que te anuncié. Si no te has comprometido ya con otro trabajo y prefieres seguir aquí, yo creo que utilidad voy a encontrarte. Habrá que traducir el guión, para empezar, cuando esté a punto. —Y añadió con una especie de orgullo resarcido prematuramente—: Se van a enterar Towers y unos cuantos.

A sus cambios de parecer ya me había acostumbrado, a sus órdenes y contraórdenes. También a su humor variable. Así que se me ocurrió que quizá aquel no era mal día para ver si se habían producido alteraciones en su postura respecto a Van Vechten.

—Muchas gracias, Eduardo. Por la confianza. Trabajar para usted es un placer, ya lo sabe, aunque a veces no creo serle muy útil. Si me da un poco de tiempo para pensármelo, se lo agradecería. Me había hecho ya a la idea de pasar a otra etapa en septiembre.

Aquella atmósfera, ya lo he dicho, empezaba a atosigarme, si es que no a intoxicarme a ratos. Beatriz volvía a salir con relativa normalidad a sus quehaceres, pero su tictac sin música había regresado insistente en las horas en que permanecía en casa, y me parecía más ominoso que nunca, como si estuviera siempre marcando una lentísima cuenta atrás hacia un término que no llegaba, o que sólo ella vislumbraría en su bruma. La imaginaba mirando absorta las teclas del piano, contando automáticamente las blancas y negras y notando el paso del tiempo, dejándolo sonar sin llenarlo con ningún acorde ni melodía, el tiempo que no se llena suele ir acompañado de pensamientos estáticos, repetitivos: «Aún no, aún no, aún no, todavía no es este el momento», por ejemplo. Y la veía oscurecida: aunque Muriel y ella apenas cruzaran palabra, debía de percibir el contento de él, tan repentino, y quizá también le había olido el distinguido perfume a distancia. Por lo que yo sabía, ni siquiera hacía incursiones nocturnas ni montaba guardia ante su puerta, como si hubiera abandonado por fin toda esperanza. En cuanto a mí, pese a que nos siguiéramos tratando con las mismas deferencia y simpatía de antes, como si nunca hubiera habido intimidad entre nosotros, me sentía en falta, estaba incómodo y me sonrojaba, mi impulso era quitarme de en medio para que mi transgresión se disipara: no podía evitar pensar que había incurrido en una bajeza, respecto a Muriel, me refiero. Y también desconfiaba de nosotros, temía que un día nos diera a ella o a mí por intentar la reincidencia. Lo que ha ocurrido una vez puede volver a ocurrir, eso lo sabe todo el mundo. Menos parece saber que los precedentes carecen de importancia: lo que nunca ha sucedido puede igualmente inaugurarse.

—Tú verás —me contestó—. A nada estás obligado. Lo mismo que te dije que podías tomarte tu tiempo para marcharte, también puedes tomártelo para decidir si te quedas. Ya me informarás cuando lo veas claro. La oferta está hecha y la mantendré. Así que tenme al tanto.

Le miré el ojo que hablaba, vi en él una expresión de afecto. Luego miré el que callaba, me dieron ganas de tamborilearle en el parche, como tantas otras veces, asimismo una tentación del afecto. Lo echaría mucho de menos cuando me fuera, de eso estaba seguro.

—De algo sí quisiera informarle ahora, Eduardo, si me lo permite. Otra cosa no, pero no me gusta dejar a medias sus encargos, sus encomiendas. Ya sé que me revocó la del Doctor —creo que elegí ese verbo pedante para dar más solemnidad a mis palabras—, pero tiene que saber lo que he descubierto últimamente. Coincide tanto con sus datos, con sus temores, que no puedo dejar de contárselo…

Muriel levantó la mano de la pipa y me detuvo en seco con ella, un ademán imperioso, prohibitivo. Me apuntó con la cazoleta, vi la brasa: como si me enseñara una luz roja.

—Eh, alto ahí, joven De Vere. ¿Qué es lo que también te dije? Te dije que no podía impedir que continuaras tus investigaciones por tu cuenta, si es que así se te antojaba. Hice mal en exponerte mis dudas y alertarte, una debilidad mía, luego no hay forma de desactivar eso. Pero te advertí que si seguías con ellas, no vinieras a contármelas ni se las contaras a nadie. Si el Doctor te ha hecho confesiones, o has averiguado algo, te lo guardas. Y mejor si te lo llevas a la tumba, aunque eso sea mucho pedir. Conmigo, en todo caso, te callas. Ya no estoy dispuesto a saberlo. No quiero enterarme.

Yo estaba de pie, no me había dicho que me sentara. Bien es verdad que no necesitaba su indicación a aquellas alturas, estaba como en mi casa. Pero seguramente me había llamado sólo para comunicarme que conservaba el empleo, no para hablar ni para disertar sobre nada. Me atreví a insistir; uno siempre insiste ante las negativas, una vez al menos. Una costumbre lamentable de la que casi todos participamos.

—Pero usted quiso saber en su momento, hasta el punto de meterme en ello. Le quemaba la incertidumbre y era incapaz de hacer caso omiso, como yo le sugerí. Recuerdo que me dijo: «He de hallar algún indicio, alguna orientación que me permita decirme: “Bah, esto es mentira”, o “Ay, esto debe de ser verdad”». Tan decepcionantes le parecían las acusaciones que le habían llegado, tan desalentadoras y ruines y estúpidas. «Tan destempladas», dijo usted, «más que graves». Pues resulta que son todo eso, Eduardo, sólo que graves también. Y no sólo respecto al pasado, quizá haya turbiedades en la actualidad. No puede ignorarlas ahora, cuando le he conseguido esa orientación.

Muriel se levantó y se acercó a mí. Cruzó los brazos con ademán severo como había hecho aquella noche tras abrirle por fin la puerta a su mujer, cuando había surgido en el umbral con su pijama blanco y su batín oscuro. Me miró también de manera semejante a como la había mirado a ella, la pobre con su camisón. De su ojo azul había desaparecido en un instante el afecto que me profesaba; ahora sólo había fastidio, algo de cólera incubándose y hasta un anuncio de leve desprecio, el que recibe siempre quien intenta imponer su voluntad. Me di cuenta de que no lograría hablar.

—Claro que puedo, faltaría más. ¿Y qué, que en otro momento solicitara tu intervención? He cambiado de idea, ya te lo dije. Le debo mucho al Doctor, y acaba de salvar a Beatriz una vez más. Es un amigo de siempre y no me apetece perderlo, ni que se me manche su imagen más de la cuenta, ya me la manchó bastante esa información que me trajeron. En mala hora. Todavía me es posible hacer la vista gorda, hacer caso omiso como en efecto me sugeriste tú. No necesito orientaciones ni indicios, porque ya decidí decirme, cuando te levanté el encargo: «Bah, esto es mentira o merece serlo». Demasiada gente se nos aleja o se nos muere en la vida, no es cuestión de echar también a los que se van quedando. ¿Que cometió alguna bajeza en el pasado, que se aprovechó? Aquí, durante una dictadura tan larga, las ha cometido casi todo el mundo. Y qué. Hay que aceptar que este es un país sucio, muy sucio. Durante décadas hemos convivido todos, qué remedio, y hemos tenido que conocernos. Muchos de los que hicieron putadas, en otras ocasiones se portaron bien. El tiempo da para mucho, es difícil actuar mal sin cesar, como lo es actuar bien. No hay nadie que no haya incurrido en alguna vileza (no ya política, sino personal), ni nadie que no haya hecho algún gran favor. Hace cuarenta años no, no había medias tintas entonces. Pero estamos en 1980, y han pasado esos cuarenta años para mezclarlo todo más de lo que imaginamos, ya no es posible situarse en aquellas fechas lejanas. En contra de lo que algunos piensan, el tiempo no se quedó congelado en ellas, sino que continuó y discurrió, por mucho que los propios franquistas intentaran inmovilizarlo. Quien en 1940 era un cabrón probablemente no dejó nunca de serlo, pero tuvo la oportunidad de matizarlo y de ser algo más. La revancha se acaba, la maldad fatiga, el odio aburre, salvo a los fanáticos, y aun así. Hay que hacer pausas. La gente se va al bar y allí charla y bromea, y en medio de la risa nadie se siente ni se cree malvado, aunque sean bromas con mala leche, tan habituales aquí. Nadie es jamás incesante ni de una pieza, o muy pocos: hasta a Franco le chiflaba el cine, como a ti y como a mí; seguro que lo veía apasionándose con las vicisitudes de los personajes, con absoluta ingenuidad. Mientras duraban las proyecciones quizá no decidía ni maquinaba nada; quizá estaba embebido durante noventa minutos y vivía en un paréntesis de normalidad. Eso por poner el peor ejemplo. Yo al Doctor lo he visto siempre en su normalidad, sólo conozco eso de él. Lo he visto curando a mis hijos y salvando a Beatriz y atento a mí. Lo he visto en sus risas, en sus ganas de juerga y en su buen humor. Así que me da lo mismo lo que hiciera o no hiciera hace siglos sin que lo viera yo. Para mí ha sido y es algo más, Juan. No hay más que hablar.

Descruzó los brazos y retrocedió un par de pasos, como si hubiera dado por concluida su lección, o su amonestación. No podía imponerle mi conocimiento a la fuerza. Bueno, sí podía, bastaba con que le dijera rápidamente tres frases, la malvada celeridad: «El Doctor abusó de varias mujeres y chantajeó a sus maridos o padres, amenazó con mandarlos a la cárcel o al paredón si no se plegaban a sus exigencias». No se puede evitar oír, y las manchas auditivas no se limpian, no salen, a diferencia de las sexuales, que se lavan todas. Me daba tanto coraje la situación que incluso estuve tentado de soltarle algo impensable, fue una fracción de segundo: «¿Sabe que el Doctor lleva tiempo tirándose a Beatriz?». (Se me habría escapado ese verbo irrespetuoso, por exacto, una vez más). Claro que yo había hecho ahora lo mismo, aunque hubiera sido una sola vez y acaso eso a Muriel no le importara, nunca lo sabré: ni en mi caso ni en el de Van Vechten ni en el de Arranz ni en el de quién sabía quién más, quizá alguien fuera de Madrid. Y podía haber deslizado otra frase veloz, para agravar la información: «Se encuentran en un lugar ultracatólico, relacionado con pinochetistas por lo que yo sé». Pero uno no dice esas cosas pueriles, ni siquiera a los veintitrés años. No a quien admira y respeta y quiere bien, no a quien además le prohíbe contar e insiste en no desear enterarse, a quien ya ha resuelto renunciar a la pasajera curiosidad. Así que me salieron dos preguntas seguidas, y entendí por su respuesta que también fueron pueriles:

—¿Y la justicia, Eduardo? ¿Qué hay de lo que pasó, de lo que tuvo lugar? —Probablemente él ya no se acordaba de los comentarios que me había hecho sobre esta última expresión.

—¿La justicia? —repitió como un rayo—. La justicia no existe. O sólo como excepción: unos pocos escarmientos para guardar las apariencias, en los crímenes individuales nada más. Mala suerte para el que le toca. En los colectivos no, en los nacionales no, ahí no existe nunca, ni se pretende. A la justicia la atemoriza siempre la magnitud, la desborda la superabundancia, la inhibe la cantidad. Todo eso la paraliza y la asusta, y es iluso apelar a ella después de una dictadura, o de una guerra, incluso de un mero linchamiento en un pueblo de mala muerte, siempre son demasiados los que toman parte. ¿Cuánta gente crees que cometió delitos o fue cómplice en Alemania, y cuánta fue castigada? No me refiero a sometida a juicio y condenada, que todavía menos, sino a algo mucho más factible y más fácil: ¿cuánta fue castigada socialmente o a nivel personal? ¿Cuánta se vio marginada o repudiada, a cuánta se le hizo el vacío, como me pides que haga yo ahora con el Doctor por lo que has averiguado acerca de él? Una minúscula proporción. Una insignificancia. Y lo mismo en Italia, en Hungría, en Croacia, en Polonia, en Francia, en todas partes. No se lleva ante la justicia al conjunto de un país, ni a la mitad, ni siquiera a una porción. (Bueno, en las dictaduras sí, claro, pero ¿quién quiere eso otra vez?). Y en el supuesto de que aquí pudiéramos hacerlo, ¿qué sentido tendría no ya procesar, que no es posible ni conveniente tampoco, y en eso estamos casi todos de acuerdo, sino retirarle el saludo a la mayoría de la población? Seríamos los estúpidos justicieros los que nos quedaríamos apestados y aislados, no te quepa duda. Nadie execra a sus iguales, nadie acusa a quien se le parece. —Muriel se detuvo y se sentó en su sofá, pero yo aún no me atreví a imitarlo. Levantó la vista hacia el cuadro de Casanova el hermano, un momento, no se cansaba. Luego posó su ojo sobre mí otra vez y añadió—: Mira, joven De Vere: España entera está llena de hijos de puta en mayor o menor grado, individuos que oprimieron y sacaron tajada, que medraron y se aprovecharon, que contemporizaron en el mejor de los casos. ¿Y tú quieres quitarme a un amigo por si alguna vez hizo algo de eso? Vamos, hombre. Sí, yo te involucré en este asunto y tuve mis dudas, es verdad: vestigios de otros tiempos, del que fui; vestigios de rectitud. Pero francamente, tal como se están desarrollando aquí las cosas, no voy a convertirme en el único idiota que se perjudica a sí mismo por hacer justicia personal. —Tamborileó con las uñas sobre su parche como si hubiera adivinado mi tentación (el grato sonido con el que me conformaba), y remató con una media sonrisa e inesperada levedad—: Tampoco esa existe, Juan, la justicia desinteresada y personal.

Así empieza lo malo
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