Vidal paró, bebió un trago largo de su nueva caña aún intacta, yo tomé la palabra por darle un mayor respiro, no porque tuviera nada que aportar que él no supiera, suponía:
—Sí, sé que hizo una carrera fulgurante. He leído que a los veintitrés ya fue nombrado Médico Adjunto de Pediatría del Hospital de San Carlos, y que abrió consulta en el Ruber en el año 50, con treinta y uno o así. Tanta precocidad no debía de ser normal, ni siquiera entonces. Con tanto muerto y tanto exiliado, con tanto encarcelado y tanta gente como tu abuelo, al que no le permitieron ni ser oftalmólogo, ¿no? Se debía de recurrir a quienes quedaran, y encima con hoja intachable. Eso limitaría mucho el campo. Pero vamos, vaya.
—Sí. Demasiada precocidad, a pesar de todo, aunque no fue el único. Bueno, me alivia que no estés totalmente en Babia, como me temí al verte por ahí con ese hijoputa de juerga.
—Ya te he dicho. Mi jefe me encomendó acercarme a él, a ver qué sacaba. Pero no he ido muy lejos, esos datos se encuentran hasta en el Who’s Who, y luego Muriel me ha cortado en seco, que lo deje en paz, me ha dicho. Lo cual no quita para que yo tenga interés en saber por qué es tan grandísimo hijo de puta como aseguras. Al fin y al cabo se me ha hecho un poco simpático, a ratos. No demasiado, no creas, hay algo gélido y, no sé: algo voraz en él, hasta cuando se muestra más cordial o da consejos paternalistas. Pero nunca hay nadie a quien no le vea uno algo de gracia, cuando lo trata. Y además, resulta que le he presentado a unas cuantas amigas de mi edad, quizá para desgracia de ellas por lo que me huelo ahora. ¿Puede ser? —De pronto me sentí aprensivo y culpable. Tal vez había soltado a un lobo entre corderos, sin yo saberlo.
—No te quepa duda —contestó Vidal con el ceño fruncido—. O bueno, está ya mayor y a lo mejor se conforma con alegrarse la vista tan sólo. Dejémoslo en que es probable. ¿Qué clase de trato ha tenido con esas amigas tuyas? ¿Lo sabes? ¿Lo has visto?
Mi incomodidad fue en aumento.
—Para mi sorpresa, y si el hombre no miente y se tira el pego, ha conseguido que alguna le permitiera bastante más de lo imaginable en principio, dada la diferencia de edad enorme. La verdad, no me explico cómo lo ha logrado.
Vidal no le concedía la menor posibilidad de juego limpio. Al oír esto reaccionó como un rayo.
—Las habrá amenazado con algo, estate seguro.
—No sé con qué podría amenazarlas.
—Algo habrá. ¿Toman drogas tus amigas? ¿Tomáis drogas? ¿Él lo ha presenciado, lo ha visto?
—Casi todo el mundo las toma ahora, José Manuel, tú lo sabrás, en ciertos ambientes. Sobre todo cuando sale de farra. Yo creo que el propio Van Vechten, adinerado como es, las ha invitado a veces o les ha regalado cantidades pequeñas, para atraérselas. Es una manera fácil de hacerse querer, o por lo menos cortejar, de resultar imprescindible. Temporalmente imprescindible, la gente joven se acerca a quien tiene.
—Pues ahí está. Las habrá amenazado con contárselo a sus padres: «Miren, como médico me preocupa el camino por el que va su hija, he tenido ocasión de conocerla a través de un joven amigo mío…», y en ese plan. ¿Y a quién iban a creer unos padres, al célebre Doctor Van Vechten, gran pediatra, o a su hija cabeza loca y noctámbula? Ya se habría cuidado de pasarle la droga a solas y sin testigos. Y si los padres fueran muy liberales, las amenazaría con denunciarlas a la policía y meterlas en un pequeño lío; no muy grande hoy en día, vale; pero ellas se asustarían lo suficiente para preferir ahorrárselo a cambio de un favorcillo. Ese tío es capaz de todo. Lo mismo si alguna ha abortado y ha tenido la debilidad de contárselo, ¿no dices que se pone paternalista? Tiene la ventaja de ser médico, y a los médicos se nos consulta y pregunta, y se nos confiesa, lo sé muy bien por experiencia. Por cierto, como cardiólogo debo recomendarte que las dejes. La coca es fatal para la tensión y para el corazón, si es que se te ha ocurrido darle a eso. No te estoy interrogando, ojo. Lo que hagas no es asunto mío. Pero la gente se toma este asunto muy a la ligera, y trae consecuencias. Sólo que lo sepas.
Me temo que me sonrojé un poco, aunque le daba sólo en ocasiones contadas, si me ofrecían, lo cual era infrecuente. Van Vechten nunca me había ofrecido, desde luego, sospechaba que se valía de ella pero carecía de certeza. Quizá se la reservaba para las visitas acompañadas a los lavabos y para la última parada con pasajera, cuando nos hacía la ronda en su coche; y para el sexo femenino tan sólo.
—De acuerdo, me lo apunto —respondí, y cambié de tema en seguida—. Pero ¿a la policía? ¿De verdad? ¿Tú lo ves capaz de eso? ¿Con chicas de ahora, que ya poco temen?
Vidal no se hacía de rogar en esta cuestión. Le tenía verdadera tirria a Van Vechten.
—De ahora y de siempre, y el temor se recupera en un instante, basta con sentirse expuesto y desvalido, o con que a uno se lo inspire alguien, y él es experto. Mira, te voy a contar en qué consistía su ayuda, aunque ya estarás imaginándotelo; su famosa solidaridad que tan buena reputación le ha dado entre los antifranquistas. A la gente de la que sabía cosas iba a verla. A la gente que se había librado de lo peor en primera instancia pero que no se atrevía ni a asomar la cabeza, años cuarenta y cincuenta y hasta primerísimos sesenta. A la gente que estaba a dos velas, que no podía escribir nada con su nombre, por ejemplo, ni traducir siquiera, que se veía obligada a usar pseudónimo en un periódico si alguien allí se lo permitía, o en guiones de cine, o a trabajar de negro para otros y así ganarse unas perras. A los profesores que no podían ejercer, a los abogados y arquitectos y oftalmólogos, a empresarios a los que se había inhabilitado y se les había confiscado el negocio. Sí, gente como mi propia familia. Atendía y curaba a sus niños, es cierto, pero no desinteresadamente como dice la fábula, no a cambio de nada. Ahí el chantaje era mucho más serio que cualquiera que pudiera utilizar con tus amigas ahora, ni drogas ni padres ni hostias. —Vidal era hombre culto y con vocabulario, pero eso no le impedía ser malhablado si se lo pedía el cuerpo—. Ahí traficaba con la cárcel, o con la muerte incluso, al menos en los años inmediatamente después de la Guerra, cuando se fusilaba a bulto y con alegría, en Madrid y en otros sitios. Él y Arranz se pasaban información, y se turnaban en sus visitas cuando el otro ya se cansaba. Y no se andaban por las ramas, por lo que yo sé, no gastaban sobreentendidos ni medias palabras. Eran claros y terminantes, en este plan más o menos: «Sé que durante la Guerra hiciste esto y lo otro, que participaste en paseos o diste aviso a los milicianos, que tienes las manos manchadas», eso a algunos; y a otros: «Sé que te mantuviste fiel a la República, que escribiste editoriales sin firma en los periódicos o emitiste programas de propaganda en la radio, que trabajaste para tal o cual Ministerio, aunque fueras soldado raso y te destinaran allí y te limitaras a cumplir órdenes. Da lo mismo, suficiente para que te jodan vivo. Yo le paso muchos informes a la policía y los míos van todos a misa, nunca han fallado. He tardado un poco en dar contigo pero yo sé bien lo que hiciste en la Guerra. Y aunque hubieras hecho menos. En tu caso no tengo mucho que inventarme, con exagerar me basta. Decir que colaboraste con los rusos o que mandaste a las cunetas a la mitad de tu vecindario no me cuesta ningún esfuerzo. Lo mismo me habrías enviado a mí, de haber podido; a saber lo que me habría ocurrido, de haberme pillado aquí el Alzamiento. Han pasado unos cuantos años, pero a ti te cae un fusilamiento o la perpetua si yo me voy de la lengua con quienes siempre me hacen caso, y no tengo por qué callarme. Así que tú dirás lo que quieres: o lo pasas un poco mal con mis condiciones o dejas de pasarlo del todo, ni bien ni mal ni regular tampoco. Y a tu mujer y a tus hijos no vuelves a verlos, eso seguro. Nunca más o en muchísimo tiempo. Tú decides».
Vidal Secanell se quedó callado unos momentos, mirando a la mesa con ojos estupefactos, a los ceniceros utilizados por el Profesor Rico y por mí, fumábamos en cuanto bebíamos. Había hablado de un tirón, como si él mismo hubiera oído una perorata de esta índole alguna vez en su vida. Me parecía inverosímil, pese a la familia represaliada. A su padre, Vidal Zapater, amigo de mis tíos, lo había visto siempre como a un hombre acomodado y con arrogancia algo mexicana (se le había pegado pronto), sin problemas económicos y difícil de intimidar, lo opuesto a un personaje achantado. Otra cosa sería tal vez el abuelo, pero era dudoso que Vidal, nacido en 1950 o 51, hubiera presenciado una escena como la que acababa de representarme oralmente: a los niños se les ocultaba todo entonces, principalmente lo más vergonzoso. Aquellos eran tiempos distintos de los actuales: nadie confesaba una humillación, aunque las hubiera sufrido reiteradas y graves. Ahora no hay nada más rentable, en cambio, que proclamarse víctima, sojuzgado y pisoteado, y airear entre gemidos las propias miserias. Es curioso que haya desaparecido el orgullo, durante la postguerra era muy fuerte el que alimentaba a los vencidos, que ni siquiera hablaban de sus muertos y presos, como si sacarlos a relucir —aun en privado— fuera ya un oprobio; no sé, un acatamiento, un reconocimiento del bando que se los había causado y de su potestad para hacer daño. No se callaba sólo por miedo y por no refrescar la memoria de quienes aún tenían capacidad de infligirlo, aumentarlo y ampliarlo; también por no darles un triunfo, por no agachar más la cabeza ante ellos, con lamentos.