«¿Y si la están violando? ¿Y si está bajo amenaza, del tipo que sea? ¿Y si está cediendo, y si está sometida a un chantaje?», se me ocurrió pensar sin dar el menor crédito a estos pensamientos, fue como jugar a pensarlos. Pero contribuyeron a que me venciera el deseo de averiguar la identidad del individuo, de ver su cara conocida o desconocida. No creía que fuera el chichisbeo Roy, en absoluto, aunque Muriel —seguramente por mortificarla y por chanza— lo hubiera dado por seguro amante de Beatriz la noche de la paciente espera ante la puerta y los ruegos y nada sea descartable bajo el distraído sol ni aún menos bajo la vigilante luna; también a Rico, él sí podía ser, era improbable pero no imposible, en algunos terrenos no sería escrupuloso, en otros sí, hay bastantes hombres como él, que sí lo son en el de la amistad y no en cambio en el de las mujeres, el conflicto los abrasa cuando se les presenta la oportunidad de acostarse con las mujeres de amigos, no aguantan mucho quemándose. Pero en este caso suponía que prevalecería la lealtad a Muriel —quizá lealtad indeseada, quizá este prefería que Beatriz tuviera sus entretenimientos plenos y no le diera a él la matraca—, ya he dicho cuánta veneración le profesaba. Además estaba muy enamorado de su esposa que no venía a Madrid, tal vez jamás era adúltero más que en complacida hipótesis, lo mismo que si fantaseara con un paseo y una conversación con Petrarca.
«¿Por qué aquí, en este sitio inadecuado y extraño, dedicado al culto, un santuario?», me pregunté a continuación. «Aunque no estén en la capilla, eso habría sido profanación o sacrilegio, me imagino, o ambas cosas. ¿Por qué con celeridad y vestidos, o al menos ella vestida? Tampoco me lo imagino a él, sea quien sea, completamente desnudo mientras Beatriz conserva su ropa, no creo que se haya despojado del todo ni de una sola prenda, medias y bragas bajadas, no quitadas, sería demasiado contraste. ¿Por qué a esta hora anodina en la que nada tienta y todo cuesta un poco de esfuerzo? ¿Por qué no se encuentran en casa de él, o alquilan una habitación de hotel, por qué arriesgarse a ser descubiertos por un jardinero, un custodio, un empleado, o todavía peor, un cura o una monja o un feligrés fervoroso? Por aquí debe de haber unos cuantos cuando Nuestra Señora no esté abandonada». El lugar olía a extrema derecha, muy activa en aquellos años, y rabiosa; había estado en el poder durante treinta y siete y hasta hacía sólo cinco, todos conocíamos bien esa peste, en verdad era inconfundible, lo sigue siendo aún ahora, tres décadas más tarde, para los que vivimos ahogados por ella: la captamos al instante, en un local, en un salón o un recinto, en un sujeto civil, hombre o mujer, en un obispo, en un político que se finge democrático y se ufana de haber sido votado, una parte de España olerá así eternamente. «Beatriz no es religiosa, ¿qué diablos hace aquí? Claro que no ha venido a poner velas precisamente, si acaso a que le pongan una a ella». Y me sorprendí de este pensamiento zafio o mal juego de palabras, no es mi estilo ni lo era tampoco entonces, a veces cedemos a la facilidad y a la grosería, la mente se nos escapa aún más que la lengua. No es grave si nos damos cuenta y paramos, ni siquiera lo es mucho si no, al fin y al cabo nadie escucha nuestras asociaciones, nuestra errabundia, nuestros desdenes y maldiciones. También me asombró mi falta de respeto hacia ella: quizá había decepción —tanto amor por su marido para esto, como si tuvieran relación las dos cosas—, o un inconsciente despecho platónico; o resulta imposible sentirlo por quien uno ve en esas faenas. «He de subirme a este árbol», pasé rápidamente a lo práctico, «antes de que terminen y se vayan, o se vaya ella, que es la que ha hecho la visita, la que ha acudido a la llamada. Si no no sabré quién es, no lo veré, a ese tipo».
Así que empecé a trepar, no me costó alcanzar con una mano una rama, desde la cual me trasladé a una más elevada y luego a otra, hasta quedar a la altura de la ventana o incluso un poco por encima, ni siquiera tuve que encaramarme a la copa, no se me daban mal en aquella época los volatines ni las semiacrobacias, me planté allí en cuestión de un minuto o menos. Me asenté sobre la rama elegida, agazapado, cuidando de que me tapara el follaje. Pero aún no veía al individuo, también él debía de haberse encorvado, seguía oculto tras la cara de Beatriz pegada o tan cercana al cristal, ella no había abierto los ojos en ningún instante. Ahora podía interpretar su expresión mejor, al estar enfrente, si es que hay algo interpretable en la de una mujer en ese trance, todo son conjeturas. Su rostro resultaba más atrayente que de costumbre, la piel más tersa y juvenilizada, los labios más carnosos o gruesos, como si invadieran zonas ajenas y más porosos y esfumados, más rojos, entreabiertos para dejar escapar los jadeos, puede que también algún educado gemido (gritos no, era seguro), las pestañas más largas o más visibles al ocupar el lugar de la mirada sin tregua, era notable que ni una vez hubiera despegado los párpados, como si no quisiera verificar dónde se hallaba. Yo he visto a mujeres no muy guapas ponerse guapísimas en esa situación de medio olvido, no les dura más que lo que dura el polvo, sea mal dicho y a las claras. Pero me pareció que no le importaba mucho el sujeto con el que estaba, que este era rutinario, o ni siquiera, quizá funcional tan sólo, como ya he dicho que me he sentido yo a veces, probablemente todos los hombres y las mujeres hemos experimentado esa sensación, y el que no la acepte va listo, tampoco representa un drama y aun puede ofrecer ventajas, según el caso. «El tipo aguanta bastante», me dije, «entre unas cosas y otras lleva ya dándole un rato», y me dio un poco de envidia, yo era todavía muy joven para siempre saber adecuarme, contenerme. Eso lo aprendí algo más tarde, con la práctica y el distanciamiento y la figuración de imágenes errantes.
Y fue nada más pensar esto cuando él cesó o terminó, y entonces lo vi por fin emerger, separarse de Beatriz e incorporarse, echarse hacia atrás dos o tres pasos y quedar de pie, muy alto como era, erguido, con su dentadura sonriente y grande y sus ojos azules satisfechos, no con una satisfacción sexual, como sería lógico, sino más bien mental, como si estuviera pensando «Toma ya» o «Ahí queda eso» o —aún más pueril— «Se la he metido hasta el fondo», o bien algo más amplio, «Continúo causando estragos y la cuenta sigue aumentando»; como si no lo complaciera tanto el goce físico que había obtenido cuanto la conciencia de lo que había hecho en lugar impropio, a deshoras y con mujer casada, con la mujer de un amigo, aunque ese amigo no quisiera tocarla ni menos aún adentrarse donde él había escarbado y penetrado. Vestía una bata blanca de médico, como correspondía a su título; nunca lo había visto con ella, naturalmente. La llevaba abierta y debajo su ropa normal, corbata sobre la camisa cruda, la chaqueta se la habría quitado. El Doctor Van Vechten se había despeinado bastante el pelo rubio, se le había descolocado con los empujones rítmicos, casi se le había desmoronado y le caía en flequillo, cuando lo llevaba con la raya lateral bien hecha le abultaba compacto y alzado, de lejos daba la impresión de portar en equilibrio una barra de pan en la cabeza y no cabello, tenía el mismo color que las cortezas claras. En seguida se lo alisó un poco con la mano, mientras Beatriz se apartaba de la ventana y abría por fin los ojos —pero no debió de verme, no sólo por mi camuflaje entre las ramas, sino porque no debió de ver nada, la mirada turbia y perdida como si saliera de una ensoñación o un ensimismamiento o una siesta involuntaria— y se alejaba con paso titubeante y lento hacia el fondo de la habitación, los muslos quizá adormecidos por la postura, seguramente iba a un cuarto de baño, él le cedería la preferencia para recomponerse. De Van Vechten sólo el torso me era visible, de cintura para arriba, supuse que todo lo abdominal lo habría guardado en los pantalones, aunque todavía no hubiera podido lavarse, quizá tenía gasas a mano y con ellas se había apañado, no entraba en mi campo visual esa zona. Lo vi medio sentarse en una mesa y encender un cigarrillo. Mantenía su gran sonrisa perenne, sabía de su dentadura deslumbrante, llamativa como la de un actor extranjero, era uno de sus principales activos y no sería capaz de borrársela casi nunca, ni siquiera a solas, estaría demasiado acostumbrado a llevarla siempre puesta para la gente, deduje que la tenía petrificada y que quizá no significaba nada en contra de lo que había creído, lo había tenido por persona exageradamente cordial, confianzuda. Incluso me pareció que se reía de pura ufanía, solamente de decirse lo que acababa de ocurrir, hacía un instante. Hay hombres que computan cada encuentro sexual como una condecoración o como un triunfo, aunque sean adultos o aun maduros. Es algo más propio de jóvenes, de la edad en que todavía no ha habido muchos, pero hay varones que conservan ese espíritu medallístico durante la vida entera.
Al cabo de un par de minutos volvió Beatriz, al no haberse desvestido no habría tenido mucho quehacer en el baño. Él aprovechó para entrar un momento, durante el que ella se estiró la falda lo que pudo, se retocó con los dedos el pelo y cogió el bolso, como si no viera motivo por el que demorarse allí y sin dilación fuera a marcharse. Polvo echado, visita acabada, me dio que era una situación de esas: poco que hablar antes, y después nada. Él debió de gritarle «Espera» desde el cuarto de baño y ella dejó el bolso de nuevo, sobre la mesa, y se apoyó un puño en la cadera, leve gesto de impaciencia. Cuando él reapareció ya bien peinado —su baguette habitual coronándole el cráneo—, le dijo algo a ella acercándose mucho, casi al oído. Beatriz negó con la cabeza, con cierta seriedad, con énfasis. Desde luego no parecía una amante feliz, ni cariñosa ni siquiera contenta, me pregunté cuánto tiempo llevarían aquellos dos viéndose así, incluso si sería la primera ocasión, que casi siempre es algo dubitativa y arisca —la ronda el arrepentimiento inmediato—; por cálculo de probabilidades lo juzgué del todo imposible: mucha casualidad habría sido que la primera vez que la seguía fuera también la inaugural de una relación suya de esta índole, y además con el Doctor Van Vechten precisamente, con el hombre del que Muriel sospechaba fealdades pasadas y en el que me había encomendado fijarme. El médico le hizo una caricia a Beatriz en la mejilla y ella apartó la cara. «No, nada de caricias», pudo haberle dicho a la vez que esquivaba la gentileza de la mano enorme. (Y al instante me vino esa frase en francés, como si la hubiera leído en algún sitio: «Non, pas de caresses»). Pero yo no oía nada.
—Hijo, ¿qué haces ahí arriba? Te vas a romper la crisma.
Eso sí lo oí de pronto, una voz desagradable que venía de abajo, hacía siglos que no escuchaba la expresión «romperse la crisma», sólo la utilizaban los viejos y en efecto era una monja vieja la que la había empleado. La tenía a mis pies, es decir, al pie del árbol, y me di cuenta entonces de lo absurdo de mi situación y de mi proceder: cómo es que estaba allí encaramado, difícil de justificar, los jóvenes se comportan como excéntricos y hacen cosas inexplicables, no se me ocurría otra excusa, era muy pobre. La monja vestía hábito azul y llevaba una de esas tocas o cofias volanderas o aladas, no sé su nombre, recuerdan a un pájaro de papiroflexia y también a una ligera embarcación de vela, no se veían con frecuencia en España, quizá más en Francia e Italia. Ahí se acababa mi espionaje, en todo caso, y aún pensé que más me valía salir del recinto volando, antes de que Beatriz se despidiera y bajara, no fuera a encontrarme con ella en el jardín o en el patiecito de entrada, convenía que alcanzara la calle lo antes posible y me alejara. Mientras descendía pensé cómo lograr que aquella monja no me entretuviera, no me pidiera demasiadas explicaciones de quién era, por qué había entrado, por qué me había subido a una rama bastante alta. Cuando llegué al suelo sólo me vino la idea de fingirme ofendido, para desviar la atención de mi presencia y colocación anómalas:
—Haga el favor de no llamarme «hijo», madre —le dije con tono algo severo y desparpajo—, porque yo no soy hijo suyo, y más nos vale. No debe usted tomarse tantas confianzas, con el primero que pasa. —Era una completa sandez regañarla por llamarme «hijo» y a la vez llamarla yo «madre». Pero sabía que esto último gusta y ablanda a las religiosas de edad (que acaso son madres superioras), lo mismo que se derriten los curas cuando se les dice «padre», a lo que aspiran: muchas pretensiones todos ellos.
Se quedó levemente desconcertada y me miró con curiosidad. Tenía las cejas picudas.
—Está bien, hijo —insistió sin darse cuenta—. No te lo tomes a mal, es la costumbre. A los jóvenes que vienen aquí no les molesta. A ti no te conozco. Pero ¿qué hacías ahí subido? Podías haberte dado una buena toña.
Me extrañó el término tan coloquial, también hacía mucho que no oía la palabra «toña». La monja debía de ser de pueblo, o de ciudad pequeña.
Vacilé un instante, tenía que apresurarme. Contesté la primera imbecilidad que se me ocurrió:
—Quería ver si desde lo alto se me aparecía Nuestra Señora. De Darmstadt —especifiqué como si hiciera falta—. Sé que ha prodigado visiones.
No tenía la menor idea, pero lo di por hecho: no hay Virgen con santuario que no se haya aparecido varias veces suspendida en el aire o sobre las aguas o sobre una roca o incluso en la copa de un árbol (ahí es donde yo había estado o casi, al fin y al cabo). Así señalan el terreno en el que ha de erigírseles un templo, esa es la fama. Y aun se plasman en distintos lugares, para conseguir aquí una basílica, allí una ermita, más allá una hornacina, no se conforman con nada.
—No se aparece así como así, a voluntad del creyente. Sería ostentoso. Y estaríamos medrados. —Ni siquiera conocía esta última expresión. Sonaba muy anticuada, aunque deduje su significado. Definitivamente aquella monja venía de algún sitio recóndito, o no sé, del medievo.
—Entiendo. Es recatada. Ya le toca. Y en efecto: estaríamos medrados, usted lo ha dicho —repetí la frase, como si me fuera de uso corriente y estuviera al cabo de la calle. Miré hacia la doble escalera, por la que suponía que tendría que bajar Beatriz camino de la salida. Desde donde estaba sólo una me resultaba visible, la otra me quedaba oculta; confiaba en que Beatriz descendiera por esta, no me vería como yo no veía esos escalones. O en que Van Vechten la hubiera retenido un poco más. En todo caso, debía largarme de allí lo antes posible—. Bien, madre, ahora tengo prisa. Disculpe mi reacción, mi ignorancia, el susto y las molestias. Ha sido un placer conocerla.
Le besé la mano como si fuera un cardenal o un obispo, carecía de práctica en el trato con eclesiásticos, pero había observado que a algunos se les estampa un beso en sus gruesas sortijas moradas, por cierto ostentosas, no se merecía menos la monja de tiempo o de lugar remotos, había sido indulgente pese a su voz desagradable. De unas zancadas me encontré en la puerta. Miré a un lado y otro, no vi a nadie más, por suerte, y confié en que ni Beatriz ni Van Vechten se hubieran aproximado a la ventana durante los escasos minutos de mi charla al pie del árbol. Me alejé del portal, eché a andar con presteza, y no había dado veinte pasos cuando me frené en seco al divisar a Beatriz en la distancia, el vaivén de su falda era inconfundible, si bien ahora me pareció algo más rígido, la prenda se le habría arrugado un poco por fuerza. Había sido rápida, no le había permitido a Van Vechten caricias ni tampoco palabras («Non, pas de mots», así podría haberle cortado, de haber estado en un libro), se había marchado inadvertida mientras yo aún hablaba con la anciana. Se disponía a entrar en el Museo Lázaro Galdiano, que estaba cerca, cruzada una calle ancha, en la acera opuesta. Ahí ya no fui tras ella, no creía que en ese edificio la esperase un segundo amante.