—Y aun así, ¿qué? —No sabía cómo hacer que se arrancara, sólo mostrarle mi interés y mi disponibilidad. En eso, me doy cuenta ahora, sí que era un lastre mi juventud, porque nada hay tan sencillo como soltarle a alguien la lengua, no hay apenas nadie que no se desviva por hablar.
Muriel se levantó por fin del suelo, lo hizo con agilidad y sin esfuerzo, y empezó a pasearse a mi alrededor con sus largas zancadas, caminaba por el salón y por el despacho bordeando la mesa, yo iba girando el cuello para no perderlo de vista, en una mano la pipa y en la otra el pastillero, que ahora no dejaba de pasarse por el mentón, como si no lo llevara afeitado sino con perilla y se la atusara, menos mal que no era así, los individuos con semejante recorte no suelen ser de fiar. También escrutaba de vez en cuando la brújula. A mí me daba risa verlo con el ojo pegado a aquella miniatura, yo creo que a él también y que en parte la sacaba como elemento de comicidad, en esta ocasión para rebajar ante mí el efecto de vacilación y angustia que transmitían sus circunvoluciones.
—Aun así, aun así —repitió, respondió—, no me queda otra que intentar acercarme, que tratar de disipar alguna niebla o retirar algún velo, que malgastar un poco de vida. A veces basta con levantar una sola capa, incluso con hacer amago, para justificar la toma de una decisión: para decidir, como tú has dicho, qué es la verdad y ceñirse a ella a partir de entonces y para siempre. Después de una tentativa, por escéptica y superficial que sea, uno puede hacer caso omiso de lo que le han contado, como me has sugerido desde el principio, o bien darle crédito y dejar languidecer una amistad, ponerla entre paréntesis o ponerle tajante fin. Antes no. Hay que poseer, hay que ganarse algún indicio que nos sirva de guía, por falso o erróneo que sea. Hemos de encontrar por nuestros propios medios una orientación —y tocó con la boquilla el cristal de la aguja—, una intuición que nos permita decirnos: «Bah, esto es mentira», o «Ay, esto debe de ser verdad». —Se detuvo en sus paseos y me miró de pronto con infinita pena, pero no supe si la pena era suya o si la sentía por mí, por lo mucho que me faltaba por descubrir y recorrer. Yo mismo miro así ahora a los jóvenes, cuando los veo con problemas y desconcertados o desengañados, también cuando los veo ilusionados y con proyectos, y cruzo los dedos por que les vaya bien, un gesto supersticioso e inútil, un gesto de resignación. Es una mirada paternalista, que no repara en que cada uno es distinto y en que hay generaciones más avezadas que otras; la mía, yo creo, lo era más que la de Muriel y seguramente observaba menos escrúpulos, bajo nuestros variopintos disfraces idealistas—. En una oportunidad creí sin más lo que se me dijo —prosiguió con aquella mirada de aflicción—; dudé pero deseché pronto la duda al pensar que no se me mentiría en algo vital. No sólo para otras personas, que en el fondo a todo el mundo le dan bastante igual, sino también para quien decía esa mentira o verdad. Uno descarta que alguien se vaya a perjudicar a sí mismo, ¿no? Tú lo debes de descartar todavía, a tu edad, ¿no? Veintitrés. A mí al menos me llevó mucho tiempo aprender que tampoco eso puede descartarse, que nada puede descartarse nunca en realidad. La gente hace cálculos peregrinos y con frecuencia está dispuesta a arriesgarse. La mayoría están aquejados de un extraño optimismo, piensan que se saldrán con la suya, que cambiarán las cosas o que la suerte los bendecirá; que el perjuicio que se causan se verá compensado a la larga por algún beneficio mayor y que nadie se enterará de nada, de lo que han dicho o hecho para conseguir sus propósitos, para retener a alguien, para arruinar a otro, para mandar a un tercero a la cárcel o al paredón, para sacar provecho y enriquecerse, para acostarse con una mujer. Y acaso no les falte razón, lo más probable es que sepamos muy poco de cuanto ha sucedido, la mayor parte nunca sale a la luz. Así que aquella vez no sometí a prueba lo que se me dijo, lo acepté, obré en consecuencia y me atuve a ello y eso hundió una vida o dos, quizá tres según se mire, quizá más si se cuentan los descendientes, individuos a los que ni siquiera les tocaba haber nacido y otros a los que se les imposibilitó nacer en su lugar. —Reanudó sus paseos tras este excursus, siempre con la pipa en una mano y en la otra la brújula, y añadió—: Sí, algo de tiempo, con este amigo, voy a tener que malgastar.
No entendí mucho de lo que me decía. Ahora circunvolaba otra historia, aludía a otra pasada o remota y tampoco la relataba. Pero por fin se me ocurrió una pregunta que quizá lo animara a entrar en materia. Había mencionado la posibilidad de poner término drástico a su amistad, si así se lo indicaban sus leves y venideras pesquisas o sus tanteos o su intuición. Si lo que le había llegado no lo atañía personalmente ni tenía que ver con él, casi sólo podía haber algo, en aquellos tiempos y en nuestro país, tan objetivamente inaceptable como para plantearse zanjar por ello una prolongada relación de media vida. En aquellos días, en aquellos años, se empezaban a contar en privado cosas lejanas que muchos españoles se habían visto obligados a callar en público durante decenios y apenas habían susurrado de tarde en tarde en familia y con los intervalos de silencio cada vez más largos, como si además de tenerlas prohibidas las hubieran procurado confinar a la esfera de los malos sueños y que así se perdieran en la tolerable bruma de lo que ocurrió o quizá no. Eso sucede con lo que da vergüenza, con las humillaciones sufridas y los acatamientos impuestos. A nadie le gustaba rememorar que había sido vencido o que había sido una víctima, que se habían cometido injusticias o actos de crueldad con él y los suyos, que había tenido que rendirse y hacer méritos con el otro bando para sobrevivir, que había delatado a compañeros para congraciarse con el nuevo poder sañudo y perseguidor incansable de los derrotados, o que se había enterrado en vida tratando de llamar lo menos posible la atención, que había arrastrado una existencia acobardada y sumisa y se había plegado a las exigencias dementes del régimen vencedor; que, pese al daño infligido por este, y en su propia piel o en la de sus padres o hermanos, había intentado abrazarlo, ensalzarlo, formar parte de sus estructuras y medrar bajo su escudo. Hoy se cuentan numerosas historias ficticias de irredentos y resistentes pasivos o activos, pero lo cierto es que la mayoría de los verdaderos —no tantos, y no duraron— fueron fusilados o encarcelados en los primeros años después de la Guerra, o se exiliaron, o fueron depurados y represaliados y se les impidió ejercer sus profesiones: hubo hombres de edad o maduros que se pasaron el resto de sus días viendo cómo sus viudas e hijas salían a buscar qué comer —sus mujeres ya como viudas—, mientras ellos, mal afeitados, precadavéricos —ingenieros, médicos, abogados, arquitectos, catedráticos, científicos, algún militar leal que se salvó—, miraban por la ventana y se esforzaban por no pensar. Al cabo de poco tiempo el grueso de la población fue entusiásticamente franquista, o lo fue mansamente, por temor. Muchos de los que habían detestado y padecido a sus fuerzas se fueron convenciendo de que era mejor así y de que habían vivido y aun combatido en el error. Hubo tanto cambio de chaqueta como jamás se ha reconocido, un chaqueteo masivo. La Guerra Civil terminó en 1939 y, se diga lo que se diga ahora, ni en los años cuarenta ni en los cincuenta, ni desde luego en los sesenta más blandos ni casi tampoco en los setenta hasta la muerte del dictador, la gente ansiaba contar su versión, quiero decir la que no habría podido. Los ganadores la habían relatado hasta la saciedad al principio y siguieron, pero con tantas mentiras y grandilocuencia, con tantas ocultaciones, calumnias y parcialidad, que el relato no podía satisfacerlos y sí agotarse por repetición, y a partir de cierto momento lo dieron por consabido y casi callaron, dejaron de insistir a todas horas y aprovecharon para aplicarse a olvidar los más tenebrosos aspectos de su actuación, sus crímenes más superfluos. Imponer una historia no da contento a la larga, al final es como si sólo se la contara uno a sí mismo y eso carece de gracia: si no se ve refrendada más que por los correligionarios y los acólitos y los temerosos siervos, es como jugar al ajedrez sin rival. Y los que habían perdido prefirieron no recordar las atrocidades, ni las propias ni las mayores ajenas —más duraderas y más bestiales, más gratuitas—, y menos aún transmitírselas a sus hijos (quién quiere contar episodios y escenas en los que sale tan mal parado), para los que deseaban tan sólo que no les tocara pasar por lo mismo que a ellos y que tuvieran la bendición de una vida aburrida y sin sobresaltos, aunque fuera también doblegada y sin libertad. Sin ella se puede vivir, de la libertad se puede prescindir. De hecho es lo primero de lo que los ciudadanos con miedo están dispuestos a prescindir. Tanto que a menudo exigen perderla, que se la quiten, no volver a verla ni en pintura, nunca más, y así aclaman a quien va a arrebatársela y después votan por él.
—¿Se trata de algo de la Guerra, Don Eduardo, Eduardo? ¿Algo que su amigo hizo entonces y que usted ignoraba y ahora le han venido con el cuento? ¿Es eso? —Y aún me atreví a concretar más, o era a acosarlo para que se explicara de una vez—: ¿Participó en alguna matanza? ¿Se dedicó a dar paseos? —Muchos jóvenes de hoy ya no conocen el término, pero mi generación aún estaba muy acostumbrada a él, se lo habíamos oído a nuestros padres y abuelos como parte de su vocabulario normal y rara era la familia sin algún «paseado» a lo largo de los tres años de guerra: darle a uno el paseo era ir a buscarlo a su casa de noche o de madrugada o aun en pleno día, sacarlo a la fuerza y meterlo en un automóvil con un grupo de hombres, llevarlo hasta las afueras de la ciudad, a un descampado o hasta las tapias del cementerio, pegarle allí un tiro en la sien o en la nuca y dejar su cadáver a las puertas de su venidera morada o arrojarlo a la cuneta de dos puntapiés, esto último lo más frecuente; en Madrid o en Sevilla, en la zona republicana y en la franquista, se recogían numerosos cuerpos en las carreteras por las mañanas algunos meses, como si fueran desperdicios incongruentes para los barrenderos, pesados, difíciles de manejar y con expresión—. ¿Era falangista de los de pistola al cinto? ¿O miliciano de los de escopeta al hombro? ¿Delató nada más acabar la Guerra, denunció a conocidos suyos y los envió al paredón? ¿Tuvo algún cargo de carnicero, mató mucho u ordenó matar? ¿Qué es lo que le han contado, que lo tiene a tan mal traer?