No fue tan inmediato como yo esperaba. Debió de prepararse lo imprescindible o algo más, ponerse su largo batín oscuro, azul marino, y refrescarse la boca o quién sabía si orinar, tanto él como Beatriz tenían pequeños cuartos de baño particulares a los que se accedía sólo desde sus respectivas alcobas. Quizá se había quitado ya el parche para dormir y se lo tuvo que colocar y ajustar de nuevo ante un espejo, porque cuando por fin se asomó lo llevaba puesto como siempre, para mi decepción en parte, confiaba en ver qué se ocultaba debajo, aunque fuera con poca luz y desde la distancia, ante su mujer no había razón para que se tapara el ojo, ella debía de habérselo visto muchas veces o lo que de ese ojo quedara, al menos antes de que él lo interrumpiera todo de golpe sin que ella lo hubiera cansado ni ninguno hubiera languidecido, según lo que Beatriz le había dicho que no tenía por qué no ser cierto, para ellos no había testigos y cuando no los hay no se miente sobre lo ocurrido entre los interlocutores, o no en principio, a no ser que uno lo haga sin saber bien que lo está haciendo, porque ha conseguido contarse la única versión de los hechos que le resulta soportable, por ejemplo: «Me es imposible creer que dejaras de querer follarme. Fue algo que decidiste contra tus instintos, que te impusiste, y lo cumples a rajatabla porque te sientes rehén de tus palabras. Cualquier día harás caso omiso de ellas, te rebelarás y las darás por no pronunciadas, cualquier noche de insatisfacción y añoranza. Esta misma noche, y si no mañana y si no pasado, y yo estaré aquí para ayudarte a borrarlas».

Muriel abrió la puerta con un movimiento raudo pero sin ruido, se podría decir que con violencia muda y medida para que todo siguiera transcurriendo en sordina y nada quebrara del todo el silencio de la casa, de la ciudad, del universo, como si no estuviera dispuesto a que aquella escena suya o querella doméstica los perturbara lo más mínimo, casa, ciudad y universo. Tal vez era verdad lo que él había dicho y a ella le había parecido exagerado: que Beatriz acudía cada noche a su puerta desde su cama apesadumbrada, y en ese caso los dos eran duchos en sostener sus diálogos casi en susurros y templar sus enfados, de manera que no molestaran ni despertaran a nadie. Quizá también para que su historia fuera una historia tenue y nunca contada, como no suelen contarse las de la vida íntima, y así sólo quedara a la vista del soñoliento ojo entreabierto. Pero a ese ojo se le habían añadido aquella noche los míos, soñolientos pero bien abiertos, y en absoluto fríos.

Muriel apareció en el umbral iluminado por la luz de su cuarto que en efecto había encendido, cansado de aguantar la monserga. Su batín oscuro contrastaba con su pijama blanco, del que se veían el cuello y la parte inferior de las perneras, hasta media pantorrilla las cubría la otra prenda, era un batín de elegante caída. No le había dado tiempo a despeinarse con la almohada, su aspecto era el habitual excepto por las ropas de noche. Miró a Beatriz con su ojo único, cruzó los brazos con ademán severo y la taladró como un profesor a una alumna a la que ha pillado en tan grave falta que todas las virtudes de ella —sólo saltaba a la vista la exuberancia, en este caso— quedaran anuladas por la reprobación; como si la indignación convirtiera en un segundo la apreciación obligada en desagrado. (Bueno, con aquel camisón a mí me parecía obligada). En la medida en que pude advertir esos matices, tuve la impresión de que en su ojo había fastidio, desprecio y cólera, y acaso algo de esa vergüenza ajena y cercana que contribuye a enfurecer y no apiada. Su voz sonó helada, metálica, dentro de que era un susurro.

—¿Algo tan antiguo y tan tonto? —dijo, haciéndose eco de las palabras de ella—. ¿Algo tan tonto? Cómo te atreves a calificarlo así, todavía a estas alturas, después de lo que trajo y aún nos trae. Una travesura, ¿verdad? Un pequeño truco, ¿no?, y en el amor todo vale, qué gracia, qué astucia. —Le puso las manos sobre los hombros como si fuera a zarandearla, temí que le diera un empujón y la tirara de espaldas, ella podría darse contra la pared del pasillo o contra la tarima en la nuca, si se caía, un mal golpe y la mujer está muerta, cualquiera muere en cualquier instante. En Muriel había un ánimo de violencia evidente, me entró miedo a que se le fueran las manos, la mano—. Nunca te vas a dar cuenta, ¿verdad? Nunca comprenderás lo que hiciste, para ti no tiene importancia, no la tuvo entonces ni la tendrá por mucho que vivas, ojalá no te eternices, ojalá ya dures poco. Qué estúpido fui al quererte todos estos años, lo más que pude, mientras no supe nada. Es como si hubiera querido a un melón, a una sandía, a una alcachofa. —Me sorprendió aquella comparación, me dio esperanza de que Muriel hubiera recuperado el humor, aunque fuera el humor ultrajante que tantas veces se gastaba con ella. Si «melón» significa a veces «bobo» o «necio», no así «sandía» ni «alcachofa», pensé que no había podido evitar la broma de asimilarla a otros frutos, o lo que quiera que sean las alcachofas. En cambio me alarmé al ver que le pasaba las manos de los hombros al cuello (cuello largo de mujer alta, cuello sin arrugas, aún terso), ahí es fácil empezar a apretar y al cabo de un par de minutos o tres se ha acabado todo, la persona irritante u odiada ya no existe y no hay remedio, la lengua que dice y hiere ha callado y quizá asoma por la boca, inmóvil y engordecida y amoratada, así se ve en algunas películas después de un estrangulamiento, no sé si con base real o es un efecto para que el espectador se aterre pensando que, además de palmarla, podría quedar con tan grotesco aspecto, los ojos desorbitados y abiertos, como si fueran de porcelana pintada, o como huevos—. A ver, ¿qué quieres que te mire? ¿Ese camisón? Qué pasa, ¿te lo has comprado o te lo han regalado? No seas ridícula, te tengo muy vista, guárdalo para tus amantes sin criterio, para ese par de salidos, y no lo desperdicies conmigo. Ya te estoy mirando, ¿y qué? Sebo, siempre sebo, para mí no eres más que eso. —Y le rozó la tela fina con la punta de los dedos de abajo arriba, un gesto de menosprecio, como si le repugnara tocarlas, a la tela y a ella. «¿Cómo puede decir eso?», pensé. «Está loco o miente a sabiendas. ¿Y cómo puede convencerla, si es que logra convencerla? Sebo es la última palabra que podría aplicársele». Ese movimiento de Muriel, por fortuna, en todo caso, llevó sus manos a otra zona, se apartaron del cuello y ya no temí que se cerraran sobre él y lo apretaran, de hecho las hizo descender, e inesperadamente tras aquel ademán de grima, se las plantó en los pechos para manoseárselos con celeridad y grosería, no había nada de caricia en aquello, menos aún de erotismo, bien es verdad que eso era a ojos míos, quién sabe lo que siente nadie en los roces y en los contactos, es imprevisible a menudo y uno hace descubrimientos extraños una vez que toca o es tocado, una vez que uno roza un muslo por accidente (la falda un poco subida) y ve que el muslo no se retira ni se hace a un lado, basta eso para que se le ocurra tocarlo de nuevo y ahora ya no por accidente sino por afán de comprobación y curiosidad y repentino deseo con el que no había contado, el deseo impremeditado por el que tantas bellezas acaban enganchadas con hombres horribles o que en principio detestaban, las pieles son traicioneras, la carne es desconcertante. Firmes como debían de ser aquellas tetas de Beatriz Noguera, Muriel casi se las estrujó, las sobó sin disimulo, eso fue, como lo haría un sobón de metro impaciente e impune, de los que aguardaban a estar cerca de una estación para lanzar sus zarpas unos segundos interminables y salir después escopetados en cuanto las puertas se abrían. La actitud era vejatoria, negligente, desconsiderada, me pregunté qué le habría costado abrazarla en lugar de eso, era lo que ella le había pedido, nada más hasta el momento. «Pero nadie toca lo que le repele», pensé, «ni siquiera de esta manera desdeñosa, maquinal, como si fuera insignificante el cuerpo palpado. Uno no pone sus manos en unos pechos si no lo llaman un poco a placer, mínimamente. Y sin embargo va a rechazarla y a despedirla después de esto, estoy seguro, no va a consentirle tener ni una pizca de razón, aunque quizá la tenga. Va a ir contra su propia lascivia, la disfraza de nimiedad para luego poder refrenarla. No ha podido evitar ceder a ella un instante (esa prenda que cubre y muestra), pero vistiéndola de desinterés, de desprecio, como si lo incitara tan sólo al agravio y a los malos modos y a la desfachatez». Y aún bajó más una mano, la mano izquierda prendió el sexo de ella por encima de su camisón que no suponía barrera (debajo nada, lo había visto), no lo acarició ni lo presionó ni por supuesto le introdujo un dedo ni dos, nada de eso: se limitó a prenderlo como quien coge un puñado de tierra o un manojo de hierba o atrapa un vilano en el aire o empuña el mango de un futbolín o de una sartén, algo así, algo fútil, indiferente y sin consecuencias, que se olvida al instante porque podría no haberse hecho y todo seguiría igual—. Ya ves —le dijo Muriel mientras la agarraba o la sujetaba—. Te miro como querías, te estoy mirando. Y no sólo eso, te toco, ya lo notas. ¿Y qué? Sabes que no me dices nada, que me traes sin cuidado en este aspecto y siempre será así. Como si tocara una almohada, como si viera un elefante. Saco de harina, saco de carne. —No podía desaprovechar la ocasión de ser ofensivo. Ella se dejó asir de aquella manera abrupta e indelicada, no intentó oponer resistencia ni se zafó de sus manos ni dio un paso atrás. Me pareció que si acaso, pese a la zafiedad del manoseo, tuvo la inclinación de echarse en sus brazos, de rodearle el cuello con los suyos; pero si fue así le faltó valor, o seguramente no le dio tiempo, fue todo muy rápido y desaseado—. Anda, vuélvete a la cama. Lárgate, no se te ha perdido nada aquí, aquí nada tienes que hacer. Cuántas más noches habré de decírtelo. Cuándo diablos te vas a convencer de que esto es en serio y definitivo, hasta el día que te mueras o que me muera yo. Espero ser yo quien cargue contigo en un ataúd, nadie me garantizaría que no te fueras a restregar contra mi cadáver aún caliente o ya enfriado, te vendría a dar igual. Dios, es como si no registraras las cosas, como si desde hace años no tuvieras memoria ni de ayer, como si cada noche borraras lo del día anterior. Cuándo vas a desistir.

Retiró las manos de golpe con un gesto de estremecimiento, exagerándolo probablemente, alzándolas como las de un cirujano y sacudiéndolas un par de veces en alto como si le chorrearan líquido y se las hubiera de ventilar con urgencia. Las apartó como quien ha cumplido con una penosa tarea, como quien ha tocado algo viscoso, como quien saca un sable de un cuerpo tras asestarle una estocada hasta la empuñadura a su pesar, por haberse visto retado, por haberse visto envuelto en un duelo y no quedarle más opción. Y, después del aspaviento, se las metió en los bolsillos del batín e hinchó el pecho y se estiró. Semejaba un sumo sacerdote o un Drácula o un Fu Manchú, con su túnica o su capa oscura llegándole casi hasta los pies, su ojo tapado de negro que parecía mirar con aún más severidad y disgusto que el que tenía el color del mar atardecido o nocturno y sí era capaz de discernir, como si los dos juntos atravesaran a Beatriz con una mezcla de ferocidad y bochorno. Y, al soltarla él, ella se desmadejó y de repente la vi —fue un momento— como él la veía o decía verla: una mujer sin atractivo, cabizbaja, desangelada, ya no erguida ni fuerte, avergonzada tal vez de su escueto atuendo, como si sus prominencias y curvas se hubieran achatado y aplanado, o desinflado de pronto y su firmeza se hubiera aflojado; una pobrecilla desarbolada por la decepción y disminuida por la humillación, casi un despojo, una mujer chafada y vencida que no llegó a cubrirse con los brazos —eso habría sido demasiado patético, demasiada rendición, tras haberse querido exhibir con un resto de desafío a duras penas convocado, sólo un resto—, pero que seguramente ansiaba retroceder y volver corriendo a su habitación, escapar y desaparecer de allí.

«Cuánto nos cambia la reacción adversa», pensé, o pienso que lo pensé sin las palabras precisas, al recordarlo ahora desde otra edad. «Cuánto nos hunde la denegación, y cuánto poder acumula aquel al que se lo hemos dado, en realidad nadie puede tomárselo si no se le entrega o confiere antes, si uno no está dispuesto a adorarlo o temerlo, si no aspira a ser querido por él o a su constante aprobación, cualquier ambición de ese tipo es un rasgo de fatuidad y es la fatuidad la que nos debilita y nos deja indefensos: en cuanto no se ve satisfecha o colmada inicia nuestra destrucción y se aplica a ella día tras día y hora tras hora, y es tan natural que eso suceda, que la insatisfacción predomine y reine desde el principio, y si no desde los primeros pasos, y si no antes o después… ¿Por qué habría de querernos el que señalamos nosotros con tembloroso dedo? ¿Por qué ese justamente, como si nos tuviera que obedecer? ¿O por qué habría de desearnos aquel que nos turba o enciende y por cuyos huesos y carne morimos? ¿A qué tanta casualidad? Y cuando se da, ¿a qué tanta duración? ¿Por qué ha de perseverar algo tan frágil y tan prendido con alfileres, la más rara conjunción? El amor correspondido, la lascivia recíproca, el enfebrecimiento mutuo, los ojos y las bocas que se persiguen simultáneamente y los cuellos que se estiran para divisar al elegido entre la multitud, los sexos que buscan juntarse una y otra vez y el extraño gusto por la repetición, volver al mismo cuerpo y regresar y volver… Lo normal es que casi nadie coincida, y si existen tantas parejas supuestamente amorosas es en parte por imitación y sobre todo por convención, o bien porque el que señaló con el dedo ha impuesto su voluntad, ha persuadido, ha conducido, ha empujado, ha obligado al otro a hacer lo que no sabe si quiere y a recorrer un camino por el que nunca se habría aventurado sin apremio ni insistencia ni guía, y ese otro miembro de la pareja, el halagado, el cortejado, el que se adentró en su nube, se ha ido dejando arrastrar. Pero eso no tiene por qué persistir, el encantamiento y la nebulosidad terminan, el seducido se cansa o despierta, y entonces al obligador le toca desesperarse y sentir pánico y vivir en vilo, volver a trabajar si todavía le restan fuerzas, montar guardia a la puerta y rogar e implorar noche tras noche y quedar a merced de aquel. Nada expone ni esclaviza tanto como pretender conservar al que se eligió e inverosímilmente acudió a la llamada de nuestro tembloroso dedo, como si se obrara un milagro o nuestra designación fuera ley, eso que no tiene por qué ocurrir nunca jamás…».

Beatriz Noguera se rehízo pronto, no tardó; volvió a engrandecerse y a adquirir sus formas, era como si durante unos instantes las hubiera perdido inexplicablemente o se le hubieran fugado. Se irguió de nuevo, alzó la cabeza, recuperó su llamativa corporeidad, miró de frente a Muriel. No podía verle bien la cara, pensé que sería difícil que no le hubieran saltado lágrimas al oír las palabras de su marido —«Espero ser yo quien te entierre, quien te vea a ti sin vida, morir en tu palidez»—, pero si así fue no sollozó ni gimió, quizá sí tenía más memoria de la que le atribuía Muriel y ya nada la hería en exceso, quizá sus acechanzas nocturnas no se debían al inmediato olvido de lo sucedido ayer o anteayer, sino a su fe inquebrantable en derribar toda resistencia, en agotar al más reacio, si conseguía no ceder en sus tentativas, no retirarse ni abandonar el campo ni desmayar. Pero las palabras que la rondaban o que había retenido eran otras, las que más daño le habían causado, era de suponer, porque fue a esas a las que contestó:

—No, no fuiste un estúpido. No, fue al contrario: hiciste bien en quererme todos estos años pasados, todos estos años atrás… Seguramente no hayas hecho nunca nada mejor.

Entonces me convencí de que se le habían humedecido los ojos, porque somos demasiados los varones que no sabemos evitar apiadarnos del llanto silencioso de una mujer, aunque sea falso, fingido, forzado, aunque lo convoque un pensamiento que desconocemos y que acaso no nos concierna en absoluto y esté relacionado con otro hombre, un rival, uno que ella perdió hace ya tiempo o que acaba de perder, sin que nosotros hayamos tenido ni siquiera noticia de él. Aunque sospechemos que no lo hemos ocasionado, ese llorar nos ablanda y nos da lástima y sentimos que nos corresponde hacerlo cesar. No de otro modo pude explicarme la reacción de Muriel.

—Eso te lo concedo —le dijo—. Razón de más para que tenga la convicción de haber tirado mi vida. Una dimensión de mi vida. Por eso no te puedo perdonar. —Se lo dijo en un tono suave, casi de deploración, nada que ver con el agrio e insultante que había empleado hasta entonces. Como si a aquellas alturas le diera explicaciones, pesarosas además, por primerísima vez—. Si no me hubieras dicho nada —añadió—, si me hubieras mantenido en el engaño. Cuando se lleva uno a cabo, hay que sostenerlo hasta el final. Qué sentido tiene sacar un día del error, contar de pronto la verdad. Eso es aún peor, porque desmiente todo lo habido, o lo invalida, uno tiene que volverse a contar lo vivido, o negárselo. Y sin embargo no vivió otra cosa: vivió lo que vivió. ¿Y qué hace uno entonces con eso? ¿Tachar su vida, cancelar retrospectivamente cuanto sintió y creyó? Eso no es posible, pero tampoco conservarlo intacto, como si todo hubiera sido verdad, una vez que sabe que no lo fue. No puede hacer caso omiso, pero tampoco renunciar a años que fueron como fueron, ya no pueden ser de otro modo, y de ellos quedará siempre un resto, un recuerdo, aunque ahora sea fantasmagórico, algo que ocurrió y que no ocurrió. ¿Y dónde coloca uno eso, lo que ocurrió y no ocurrió? Ay, qué idiota fuiste, Beatriz. No una vez, sino dos.

Sí, ahora había un tono de lamento, ya no era de desprecio ni de agresividad, quizá sí un poco de rencor. Beatriz Noguera se trasladó de inmediato a ese mismo tono, tal vez con astucia, tal vez con sinceridad.

—Lo siento mucho, amor mío, siento haberte hecho mal. Quisiera que el tiempo pudiera retroceder —dijo, sin especificar si deseaba su marcha atrás hasta el tiempo del engaño, cualquiera que hubiera sido, o hasta el del desengaño. Si deseaba no haber incurrido en lo primero o en lo segundo. Y después de las barbaridades que él le había soltado, aún tuvo el cuajo de llamarlo así: lo llamó «amor mío», yo lo oí.

Entonces Muriel, seguramente viendo las lágrimas lentas que yo no veía, se inclinó un poco y la abrazó, le dio el abrazo que ella había pedido y que él le había estado negando. Supongo que ella no se supo contener: le lanzó en seguida los brazos y lo estrechó contra su pecho tentador; y no sólo: apretó su abdomen contra el suyo, sus muslos contra los suyos, todo su cuerpo abundante y firme se le solapó, toda ella se pegó como si le urgiera revivir algo remoto y que casi había descartado. Sentí leve envidia de él pese a que en su gesto no percibí nada sexual; lo había habido, pese a todo, yo creo, cuando la manoseó. En el de ella, en cambio, sí lo percibí, fue instantáneo, era evidente, y sin duda por eso duró tan poco el contacto, él la apartó con decisión, hubo de notar lo mismo que yo sólo que mucho más; y le pareció abusivo y no quiso admitírselo, o temió el contagio tal vez, que ella le transmitiera su sensualidad, o era lujuria, o incontrolable adoración. Muriel volvió a ponerle la mano en el hombro y así la mantuvo a distancia, un ademán autoritario, un ademán de Fu Manchú.

—Anda, lárgate ya. Tengo que dormir y tú también. Y acuérdate de que Juan está en la casa, nos podría oír.

Volví a sobresaltarme al escuchar mi nombre, puesto además en la situación que de hecho se estaba dando, un chismoso, un espía. Llevaba un buen rato agachado, con ganas de levantarme, cuando lo hiciera notaría las piernas y los pies dormidos, probablemente. Pero el pánico a ser descubierto me ayudó a no moverme un milímetro, a aguantar inaudible e indetectable en la oscuridad, a evitar que la madera crujiera por una oscilación mía.

—Eduardo, Eduardo —dijo ella, y le puso una mano en el brazo distanciador, la apoyó y se lo frotó con una mezcla de desmesurado afecto y aprensión. Era torpe, inoportuna. Sólo dijo eso pero sonó a insistencia que no sería bien recibida. Y no lo fue.

—Te he dicho que te largues, foca, déjame en paz de una vez. —No fue sólo el vocablo de mal gusto, inadecuado, injurioso, minador. El tono volvió a ser desabrido, denigratorio, lindó con la irascibilidad—. Ya te he abierto, ya te he dado un abrazo. Contigo no hay manera. No sabes cuándo pararte. Siempre quieres más y eres incapaz de distinguir. Ya es suficiente. Lárgate de una puta vez y no vuelvas más por aquí.

Dio un paso atrás y cerró, con calma pero con rapidez. Oí el pestillo. Beatriz se quedó unos momentos mirando la puerta, como había hecho al principio. Había dejado el paquete de tabaco y el cenicero en el suelo. Los recogió y ahora sí le vi el inicio de las nalgas al subírsele más el camisón. O puede que me lo figurara —las ganas— y que no fuera así. Sacó otro pitillo y lo encendió. Permaneció allí fumando un poco más, se estaba recomponiendo, la respiración se le sosegó. Dio unos pocos pasos otra vez, hacia aquí, hacia allá, no supe si es que estaba desconcertada o si volvía a rondar, si todavía no quería abandonar el lugar del que era vigía nocturna. Le vi la cara mejor. Algunas lágrimas, sí, como yo había supuesto, pero la expresión no era desconsolada, había en ella algo de alivio o algo de serenidad, no sé. Acaso algo de conformidad, como si le cupiera este pensamiento que siempre alienta: «Se verá». Entonces se encaminó hacia su habitación sin prisa, con el cigarrillo mediado en una mano y el paquete y el cenicero en la otra, de su incursión no habría rastro. Se retiraba a su lecho afligido como todas las noches, pero esta vez, a diferencia de otras, seguramente se llevaba un pequeño botín, una sensación. Las sensaciones son inestables, se transforman en el recuerdo, varían y bailan, pueden prevalecer sobre lo que se ha dicho y oído, sobre el rechazo o la aceptación. A veces las sensaciones hacen desistir, a veces dan ánimos para volverlo a intentar.

Así empieza lo malo
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