Once


Me salí del Teatro Marlinski de San Petersburgo después del segundo acto de una versión absolutamente trillada y lánguida de Carmen, pero no antes de mezclarme en el intermedio con la multitud que llenaba uno de los bufés, donde niños con festivas ropas de terciopelo y adultos con trajes de noche se agolpaban en torno al puesto de refrescos y llevaban copas de champán, bebidas de frutas, platos con helados y pequeñas bandejas llenas de sándwiches, pasteles y chocolates envueltos en cornucopias de papel de aluminio coloreado. Sentí cierta agitación en la memoria, un aleteo del recuerdo que guardo del legendario teatro del que me ocupaba cuando yo misma era una niña vestida de terciopelo.

Los biógrafos de Chéjov han señalado el papel que desempeñó el teatro a la hora de aligerar la desolada tristeza de su infancia. Sus compañeros de clase y él acudían al teatro de Taganrog para ver obras o escuchar operetas; se sentaban en las localidades baratas, y a veces incluso se ponían gafas oscuras y los abrigos de sus padres para que no los echaran. (No se permitía la entrada a escolares sin acompañar. Sin duda un recuerdo de infancia inspiró la escena de La dama del perrito en la que dos escolares, fumando a escondidas en el rellano de la escalera de un teatro provincial, miran hacia abajo y ven cómo Gúrov besa apasionadamente el rostro y las manos de Anna).

Chéjov empezó a escribir para el teatro a una edad temprana. (En la década de 1920 apareció el manuscrito sin título de esa obra sin perfilar que conocemos como Platónov, escrita según parece a los veinte o veintiún años). En el mundo anglosajón Chéjov es más conocido como dramaturgo que como cuentista. Todo el mundo ha visto El jardín de los cerezos o El tío Vania, mientras pocos han oído hablar de Mi mujer o En el barranco. Pero Chéjov nunca se sintió cómodo como escritor de teatro. «¡Ah, por qué habré escrito obras y no relatos! —escribió a Suvorin en 1896—. He desaprovechado los temas, los he desaprovechado para nada, de una forma escandalosa e improductiva». Un año antes, cuando el primer borrador de La gaviota fue recibido con frialdad por la gente de teatro y sus amigos escritores, Chéjov había escrito a Suvorin: «No estoy hecho para el teatro. No tengo suerte con él. Pero no es algo que me apene, pues puedo seguir escribiendo relatos. En ese ámbito me encuentro en mi elemento; en cambio, cuando escribo una obra me siento incómodo, como si alguien me estuviera mirando por encima del hombro».

Chéjov escribió La estepa (1888) en un mes y La onomástica (1888) en tres semanas; pero le costó casi un año componer Tres hermanas y otro tanto El jardín de los cerezos. Es indudable que la mala salud tuvo su parte de culpa, pero hay razones para pensar que la sospecha de sentirse espiado mientras trabajaba, de no estar solo en su habitación, también influyó. Naturalmente escribir una obra de teatro nunca es un acto tan íntimo como escribir un relato o una novela. Mientras trabaja, el dramaturgo siente a sus espaldas a una multitud de actores, directores, escenógrafos, sastres, especialistas en iluminación y a veces incluso a los espectadores. Nunca está solo y, sin duda, se siente confortado por esa compañía. Pero, de la misma manera que Chéjov nunca resolvió su ambivalencia con sus invitados reales, nunca resolvió su ambivalencia con esas figuras imaginarias que, espiando por encima del hombro cuando escribía para el teatro, le causaban una inhibición que no sentía cuando escribía relatos. (En 1886, cuando sus cuentos empezaron a despertar interés, experimentó un sentimiento similar de invasión, como expresó a su amigo Víktor Bilibin: «Antes, cuando no sabía que mis cuentos se leían y se juzgaban, escribía con serenidad, de la misma manera que como panecillos; ahora, siento miedo cuando escribo»). El teatro atraía y repelía a Chéjov en igual medida. En 1898, cuando Nemiróvich-Dánchenko, del recién formado Teatro de Arte de Moscú, le solicitó permiso para montar La gaviota, Chéjov se lo negó. Había renunciado al teatro. Como Nemiróvich-Dánchenko consignó en sus memorias: «No deseaba ni tenía fuerzas para soportar la gran agitación del teatro, que le había ocasionado mucho dolor». No obstante, Nemiróvich insistió y al final se salió con la suya. De no ser por él, Tres hermanas y El jardín de los cerezos aún seguirían revoloteando por el trastero imaginario en el que Chéjov almacenaba los temas que no quería «echar a perder».

Durante un soporífero pasaje de Carmen, mi imaginación se ocupó de un pequeño y peregrino detalle de La dama del perrito. Cuando Gúrov y Anna pasean por Yalta después de haberse conocido en el restaurante, Gúrov le dice «que había seguido estudios de filología y trabajaba en un banco; en el pasado había tenido intención de convertirse en cantante de ópera […] pero había renunciado». ¡Convertirse en cantante de ópera! Tras dejar caer ese llamativo detalle informativo sobre su héroe, Chéjov se mueve con tanta rapidez que apenas reparamos en él. Chéjov nunca vuelve a mencionarlo; pocos lectores del relato lo recordarán. Chéjov, como es habitual en él, se muestra muy lacónico con Gúrov. Ni siquiera nos dice por qué está en Yalta. Se limita a ponerlo allí. Chéjov siempre aconsejaba a los escritores que le enviaban manuscritos que acortaran su obra. «¡Abrevia, hermano, abrevia! Empieza en la segunda página», le aconsejó a su hermano Aleksandr en 1893. Tal vez él mismo empezó La dama del perrito en la segunda página, prefiriendo una laguna a una prolija explicación de por qué un hombre casado, saludable y de aspecto juvenil, pasa solo un mes en un lugar turístico a la orilla del mar poblado en gran medida por tísicos y mujeres con síntomas de histeria. Pero Chéjov se detiene para decirnos que Gúrov es un artista fracasado y un reticente empleado bancario, y sigue hablando de su pasión por las mujeres como si fuera una especie de consecuencia natural de su antipatía por el filisteo mundo de negocios de los hombres. «En compañía de los hombres se aburría, se encontraba a disgusto, se mostraba taciturno y frío; pero entre mujeres se sentía libre, sabía de qué hablar con ellas y cómo comportarse; en su compañía le resultaba grato hasta guardar silencio». Gúrov habla de las mujeres como de «una raza inferior», pero no lo dice en serio. Las mujeres representan la libertad y la facilidad del arte, mientras los hombres significan la coacción y la inquietud del comercio.

Pero había renunciado. Podemos suponer que Gúrov abandonó su carrera de cantante de ópera porque no era lo bastante bueno. «No puedes hacer nada […] si Dios no te ha concedido el don». Dios no concede dones con liberalidad o frecuencia: la falta de talento siempre nos acompañará. La desigual distribución del talento dentro de la propia familia de Chéjov puede haberle insuflado su especial simpatía por los desheredados del arte. Su hermano Aleksandr era un ejemplo llamativo del artista fracasado que no tiene culpa de su fracaso, cuya queja crónica y sentimiento de haber sido engañado por la vida eran comprensibles, y acaso hasta justificados, a la luz de su incurable falta de talento. Chéjov nunca habló directamente de Aleksandr (o de cualquiera de sus hermanos), pero en dos relatos se ocupa de la triste situación del hombre sin talento de un modo que puede deber algo a la amarga situación de su hermano. En Iónich (1898), una joven llamada Yekaterina, que sueña con convertirse en una gran pianista, regresa a su hogar después de cursar estudios en un conservatorio, sabiendo que «no hay nada especial en mí», que no es más que una muchacha de provincias que toca el piano como otras muchachas de provincias. A falta de algo mejor, trata de volver a despertar el interés del médico del distrito, al que rechazó cuando concebía grandiosas ambiciones, pero fracasa, y una luz se apaga en su alma. Al final del relato, «ha envejecido de manera visible, enferma constantemente y cada otoño va a Crimea con su madre». De manera similar, en Una historia aburrida, una confiada y encantadora joven llamada Katia se marcha con el propósito de convertirse en actriz, sólo para volver a casa con el amargo convencimiento de que no tiene talento. Asimismo sufre un desengaño amoroso y, cuando lavemos por última vez, también ella es como una delicada flor que ha sido pisoteada. La salvación que personajes como Laievski, Sonia y Asorin encuentran en un trabajo prosaico parece fuera del alcance de aquellos que equivocadamente aspiran a convertirse en artistas. (En La gaviota, Nina, que en muchos sentidos se parece a Katia y, como ella, pasa por experiencias difíciles tanto en el terreno del arte como en el del amor, finalmente consigue convertirse en artista, porque tiene talento. Se piensa que tanto Katia como Nina se basan en Lidia Mizínova, una de las mujeres con cuyo afecto jugó Chéjov, y cuyas esperanzas de convertirse en cantante no se cumplieron). La simpatía que Chéjov mostraba por las personas carentes de talento artístico no se hacía extensiva a los pretenciosos. Tenía poca paciencia con quienes, frente a la palmaria evidencia de su carácter ordinario, se creían excepcionales. En La agarra (1892), Chéjov traza un mordaz retrato de una joven y bonita diletante llamada Olga Ivánovna, casada con un modesto pero muy respetado médico y científico llamado Osip Stepánich Dímov; Olga se figura que es una artista y se rodea ávidamente de celebridades del mundo del arte, la literatura y el teatro. Trata con condescendencia a su marido y acaba teniendo una aventura con una de las celebridades artísticas, un pintor llamado Riabovski. Sólo cuando es demasiado tarde —cuando su marido está muriendo de difteria, contraída de un paciente— comprende que Dímov es un gran hombre, y ella y sus celebridades patéticas nulidades. Hay una escena que sólo Chéjov podría haber escrito, en la que Dímov, llevando un paquete de caviar, queso y salmón blanco, llega a la casa de verano que ha alquilado, tratando de pasar una velada agradable con su mujer, a la que no ha visto desde hace dos semanas. No encuentra a Olga en casa, pero sí a un nutrido grupo de artistas. Cuando ella finalmente aparece, envía al fatigado y hambriento Dímov de vuelta a la ciudad, en busca de un vestido rosa que quiere ponerse en una boda que se celebrará al día siguiente. Dímov regresa obedientemente en el tren y los artistas se comen el caviar, el queso y el salmón blanco. Olga es una de las mujeres más reprobables de Chéjov, aunque en absoluto la más odiosa. Es más estúpida que malévola, un ganso más que una serpiente. Cuando Dímov está en su lecho de muerte, se da cuenta trágicamente de su debilidad y de las oportunidades perdidas: «Se encontraba horrible y repugnante» y «la dominaba un sentimiento confuso y angustioso, y el convencimiento de que la vida estaba arruinada y nada podía enderezarla…».