Tres
En el jardín de la villa de Chéjov en Autka (ahora llamada Casa Museo de Chéjov en Yalta), Nina ha señalado un abedul que, al parecer, Chéjov plantó con sus propias manos. (Según un folleto, Chéjov plantó más de la mitad de los árboles, arbustos y vides del jardín, en el que están representadas ciento cuarenta y nueve especies). El jardín ha alcanzado una majestuosa madurez que Chéjov no llegó a ver (en realidad, no la habría visto aunque su vida hubiera tenido una duración normal). Hace cien años que se trazó el jardín en una parcela de tierra desnuda y seca, cerca del cementerio tártaro. En mayo se llena de deliciosas fragancias. Los arbustos y las flores se desparraman junto a los caminos, que se extienden entre una especie de laberinto de distintos tonos de verde.
La convencional asociación literaria de los jardines con el amor, la juventud y la renovación es una piedra de toque del arte de Chéjov. En sus relatos y obras de teatro, los jardines son presencias habituales, casi insistentes. Por lo común, son los lugares en los que se celebra el cortejo, de la misma manera que los desposorios, en las escrituras hebreas, suelen resultar de encuentros en los pozos (como señala Robert Alter en The Art of Biblical Narrative). Irradian indicios de felicidad. Nada malo puede suceder en un jardín, a no ser la posible melancolía inspirada por el final de un largo atardecer estival. Pero a un jardín pueden sucederle cosas malas, por supuesto. El ejemplo más famoso es la tala de los árboles al final de El jardín de los cerezos. En una obra menos conocida, el relato El monje negro (1894), otro gran jardín se pierde, esta vez por un error de cálculo de su propietario, un viejo horticultor llamado Yegor Pesotski. En un intento de asegurar la supervivencia del jardín después de su muerte, Pesotski casa a su hija precisamente con el hombre que más contribuirá a acelerar su ruina, un perturbado estudiante de filosofía llamado Kovrin, que cree ser uno de «los elegidos de Dios», destinado a conducir a la humanidad al «reino de la verdad eterna». (Su locura toma la forma de una alucinación crónica en la que un monje vestido de negro emerge de un torbellino y le persuade de su grandeza). Por el contrario, Pesotski es un modelo de cordura, una especie de William Morris hortícola. «Mírame —dice—: Soy yo quien lo hace todo. Trabajo de la mañana a la noche. Yo mismo hago todos los injertos, la poda, las plantaciones […]. Todo el secreto reside en el amor, en la mirada vigilante del amo, en las manos del amo; si voy de visita a algún sitio, al cabo de una hora mi corazón se altera y se acongoja: tengo miedo de que le suceda algo al jardín». El peor enemigo del jardín, le dice a Kovrin, «no es la liebre, ni el abejorro, ni la helada, sino la mano extraña», el extraño que vendrá después de su muerte. Como los largos atardeceres estivales, los jardines son efímeros. El intento del anciano de otorgar la inmortalidad a su jardín se revela tan vano como la megalomanía de Kovrin de buscar la verdad eterna. Y sin embargo, aquí, en Autka, el jardín de Chéjov está intacto y se hace más hermoso cada año que pasa. Las personas extrañas no lo han destruido, sino que lo han cuidado con cariño, como cumpliendo la profecía de Chéjov (a quien gustaba ponerla en boca de algunos de sus débiles e interesantes personajes) de que la naturaleza humana mejoraría en el futuro.
En Tres hermanas, Vershinin le dice a Masha, Irina y Olga:
Cuando haya pasado algo más de tiempo —otros doscientos o trescientos años— la gente mirará nuestra forma de vida actual con horror y burla, y todas las cosas de hoy le parecerán horribles y toscas, muy extrañas e incómodas. ¡Ah, qué maravillosa será la vida, qué maravillosa…! En estos momentos sólo hay tres personas como ustedes en toda la ciudad, pero en las generaciones venideras habrá cada vez más; y llegará un tiempo en el que todo cambiará y la gente será como ustedes y vivirá como ustedes; pero con el paso del tiempo hasta su forma de vida quedará desfasada; nacerán personas mejores que ustedes…
Y Ástrov en El tío Vania:
Los que vivan cien o doscientos años después de nosotros, y que nos despreciarán por haber llevado una vida tan estúpida y anodina, quizá encuentren la manera de ser felices…
Ástrov es también —y principalmente— conocido por su preocupación por la destrucción de los bosques rusos y por su notable compromiso con los principios de la ecología, décadas antes de que el término empezara a utilizarse como ahora lo hacemos. A. P. Chudakov y Simón Karlinski han descrito a Chéjov como una especie de protoecologista. «En el siglo veinte la preservación de la naturaleza ha sido y será cada vez más la medida que ponga a prueba la capacidad moral de las personas», escribe Chudakov en Chekhov’s Poetics (1971, publicado en inglés en 1983). «[Chéjov] fue el primer hombre de letras que incluyó la relación del hombre con la naturaleza en la esfera de la ética». Karlinski, en la introducción de su inestimable Antón Chekhov’s Life and Thought: Selected Letters and Commentary (1973), y en un ensayo titulado «Huntsmen, Birds, Forests and Three Sisters» [Cazadores, aves, bosques y Tres hermanas] (1981), describe la clarividente inquietud de Chéjov ante la destrucción de los ecosistemas. En ese ensayo, Karlinski especula con las fuentes literarias y científicas del ecologismo de Chéjov, citando a Thoreau, James Fenimore Cooper, el geógrafo francés Elisée Reclus y el climatólogo ruso Aleksandr Voiéikov. Pero al ocuparse del simbolismo de la naturaleza en Tres hermanas, comete un craso error:
Al final de la obra, Natasha trata de consolidar su victoria talando los hermosos árboles […]. «Lo primero que voy a ordenar es talar esta avenida de abetos y luego este arce de aquí […]. Resulta muy feo por la tarde». Tras destruir los magníficos árboles, que tanto significaban para el ausente Vershinin, y el difunto Túzenbach, Natasha planea sustituir la naturaleza salvaje por una dócil variante de ella que le resulte aceptable: «Y aquí ordenaré plantar florecillas, montones de florecillas, y las oleré…».
Las avenidas de abetos y los arces pertenecen tan poco a la «naturaleza salvaje» como los canteros de vulgares florecillas. Forman parte de lo que Michael Pollan ha descrito certeramente como «naturaleza secundaria»: la esfera de la horticultura. Tanto en sus escritos como en su vida, Chéjov se ocupó mucho menos de los árboles que crecían en los bosques que de los plantados en huertos. Era un poeta del paisaje domesticado, no de lo Sublime, más sensible al encanto de la sombra de un viejo jardín que a la grandilocuencia de la naturaleza salvaje e intacta. En el relato Ariadna (1895), un personaje llamado Lubkov «a veces se detenía ante un magnífico paisaje y decía: “Un buen sitio para tomar una taza de té”». Lubkov es una figura poco simpática y Chéjov está burlándose de él; pero no es improbable que también esté haciendo una sátira de sí mismo.
Chéjov odiaba la teatralidad y se sentía tan incómodo con los histrionismos de la naturaleza como con los de los hombres. En El duelo (1891) emplea un dramático paisaje caucasiano de montañas escarpadas y barrancos cortados a pico para objetivar las posturas románticas de su héroe, Iván Andreich Laievski, el más logrado de sus canallas redimidos. Antes de que Laievski pueda sufrir su transformación, dejando de ser un hombre miserable e histérico que no ha acabado de convertirse en un adulto ordinario e infeliz, debe ser rebajado. Debe caer desde los altos lugares del egocentrismo byroniano al nivel del mar de la compasión chejoviana. (El duelo puede describirse como un Hamlet que se transforma en un Lear). Laievski ha huido al Cáucaso con una mujer casada llamada Nadezhda Fiódorovna, de la que se ha cansado, como era de esperar, y a la que planea abandonar sin consideración alguna. El adversario de Laievski, Nikolái von Koren, es un joven científico de una integridad absoluta que cree que las personas como Laievski deberían ser eliminadas y que, poniendo su fría filosofía en práctica, está a punto de matar a Laievski en un duelo. Sin embargo, no es von Koren el que enseña a Laievski el camino de la transformación, sino Nadezhda, uno de los retratos femeninos más notables y sutiles de Chéjov. Como Anna Serguéievna —como todas las mujeres que se enamoran de los imperfectos héroes de Chéjov— es una figura bastante patética. Chéjov no condena a la mujer casada que se junta con hombres como Gúrov y Laievski, pero no se hace ilusiones sobre lo que les espera. («Ambos sabían muy bien que ese final aún quedaba muy lejano y que lo más complicado y difícil acababa de empezar», escribe Chéjov de Anna y Gúrov al final del relato, que no marca el final de su relación). A diferencia de la delicada y casi virginal Anna, la enérgica, hermosa y oronda Nadezhda no deja de pensar en el sexo:
Los días largos, aburridos, insoportablemente calurosos, los lánguidos y hermosos atardeceres, las noches fragantes y aquella vida ociosa, sin saber en qué ocupar las horas, así como la idea constante de que era la mujer más bonita de la ciudad, de que su juventud se estaba perdiendo en vano junto a Laievski, hombre honrado e idealista, pero monótono, siempre arrastrando las zapatillas, mordiéndose las uñas y molestándola con sus caprichos, hicieron que el deseo se apoderase poco a poco de ella y que, como una loca, no pensase en otra cosa día y noche. Al respirar, al mirar, al andar se sentía penetrada de deseo. El ruido de las olas la incitaba a amar, lo mismo que la oscuridad de la noche y las montañas…
En una merienda campestre entre montañas escarpadas y barrancos cortados a pico, Nadezhda «quería saltar, brincar, reír, gritar, bromear, coquetear. Con su barato vestido de algodón de lunares azules, sus zapatos rojos y […] su sombrero de paja, se creía menuda, sencilla, ligera y etérea como una mariposa». Correteaba entre las rocas con dos de los hombres que participaban en la merienda campestre. Más tarde, comprende que «ha ido demasiado lejos y se ha comportado de manera demasiado libre y desenvuelta; embargada de tristeza, sintiéndose pesada, gruesa, burda y ebria, subió al primer coche vacío».
A Chéjov se le ha tildado de misógino, pero ese calificativo no se sostiene cuando se analiza un retrato tan sumamente sensible y comprensivo como el de Nadezhda. El duelo, como sugiere su título, se ocupa del enfrentamiento entre las ideologías y los temperamentos representados por Laievski y von Koren, y en principio es una obra sobre los hombres; pero su fuerza conductora es una especie de feminismo. El punto culminante de la transformación de Laievski se produce cuando comprende que Nadezhda es un ser humano como él. La encuentra en la cama con uno de los hombres con los que flirteó en la merienda campestre, después de ser conducido al lugar de la cita por el otro:
Experimentaba una insufrible sensación de asco y de vergüenza. Kirilin y Achmiánov eran repulsivos, pero sólo estaban continuando la obra iniciada por él; eran sus cómplices y sus discípulos. Esa joven y débil mujer había confiado en él más que en un hermano, y él la había separado de su marido, de sus amistades y de su país, y se la había llevado a ese lugar, donde reinaban el calor, la fiebre y el aburrimiento; día tras día ella tenía que reflejar, como un espejo, el ocio, el vicio y la falsedad de él, y a eso se reducía su vida lánguida, indolente y desdichada.
Laievski tiene esos pensamientos la víspera del duelo, sentado en su casa ante una mesa. Fuera ruge la tormenta, y él recuerda:
Cuando era niño, en días de tormenta, solía salir al jardín con la cabeza descubierta, acompañado de dos niñas rubias de ojos azules, que se mojaban junto a él; los tres reían alegres, pero cuando estallaba el lúgubre rugido del trueno, las niñas se apretujaban contra su cuerpo, mientras él se santiguaba y repetía con premura: «Santo, santo, santo…». Ah, ¿dónde estarían ahora? ¿En qué mar se habrían hundido aquellos lejanos días de una vida pura y hermosa? Ya no temía las tormentas ni amaba la naturaleza, no tenía Dios. Todas las niñas crédulas que había conocido habían sido arruinadas por él o por otros como él. Durante toda su vida no había plantado en su jardín ni un árbol ni una hierba; y aun viviendo entre los vivos, no había salvado ni a una mosca; no había hecho otra cosa que destruir y arruinar, y mentir, mentir…
Una vez terminada la tormenta, tiene lugar una escena entre Nadezhda y Laievski que coge al lector desprevenido y le encoge el corazón casi con excesiva violencia:
—¡Qué desdichada soy! —dijo—. ¡Si supieras qué desdichada soy! Esperaba que me matases o que me echaras de casa en medio de la tormenta y de la lluvia —continuó, entornando los ojos—, pero tú esperas… esperas…
Él, de manera impulsiva, la envolvió en un cálido abrazo y le cubrió de besos las rodillas y las manos […] le acarició el cabello y, mirándola a la cara, comprendió que esa mujer infeliz y pecadora era la única criatura querida y próxima que le quedaba, y que nadie podía reemplazarla.
El duelo tiene lugar entre las montañas escarpadas y los barrancos cortados a pico, el paisaje en el que Pechorin, el héroe de Lérmontov entabla su duelo mortal con Grushnitski. Para que el lector no deje de percibir el eco lermontoviano y para subrayar su ironía, Chéjov inserta una escena ridicula, en la que durante el duelo nadie sabe exactamente lo que debe hacer. «“Caballeros, ¿quién recuerda la descripción de Lérmontov?”, preguntó von Koren, riendo». Laievski sale con vida. (Ha disparado al aire y von Koren, que se apresta a suprimir a ese ser inútil, es distraído por un grito del diácono que ha visto la mirada asesina de su cara). Entonces, como un preludio de una nueva vida marcada por la afabilidad y la responsabilidad, Laievski y Nadezhda se sientan en el jardín —¿dónde si no?— «apretujados el uno contra el otro, guardando silencio o soñando en voz alta con su futura felicidad; las frases que pronunciaban eran breves, entrecortadas, y sin embargo él tenía la impresión de que nunca había hablado con tanta elocuencia». El relato termina con una vislumbre de su nueva vida, aunque no hay ninguna seguridad de que ambos puedan resistir los rigores de una existencia desprovista de ilusión y consagrada a un trabajo prosaico. Como es habitual en él, Chéjov les impide disfrutar de los placeres de la vida pastoral tolstoiana y no permite que cumplan la fantasía que los había llevado al Cáucaso. («Elegiremos una parcela de tierra, nos ganaremos el pan con el sudor de la frente, tendremos un viñedo y un campo, etc.»). La labor de la que se ocupa Laievski para saldar sus deudas no es la horticultura, sino la tarea tediosa y mal pagada de copista. (Chéjov deja que el lector se imagine cómo Nadezhda pasa sus días. Cuando lavemos por última vez, es una figura apocada, disminuida). Los jardines de Chéjov en Mélijovo y Yalta eran su entretenimiento; los jardines en sus relatos y obras de teatro, como los jardines imaginarios de Marianne Moore con sapos reales, son algo más serio. (Quizá por esa razón Chéjov nunca los confió a aficionados; sus jardines imaginarios siempre están cuidados por profesionales). El jardín en el que Laievski y Nadezhda se aprietan el uno contra el otro —como el jardín de la juventud de él, como todos los jardines de Chéjov— es un lugar de simbólica amenidad. El jardín de Autka sólo es un jardín real.